El Mate Tuerto

"Se fingirá el saber que no se tiene."

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Nombre: El Mate Tuerto
Ubicación: Argentina

23 noviembre, 2009

Manifiesto para futuras ediciones del ciclo Manifiesto

Hay que hacerlo todo al mismo tiempo. Hacer-Todo-Ya. Otra forma de decirlo es decir que hay que hacerlo todo ya, por ejemplo sonar como un anacronismo del Mayo Francés. Pero no. Pero no tanto: esto es solo otro manifiesto estético, y el único importante. Que dice, por ejemplo, que hay que hacerlo todo: escribirlo todo –por ejemplo. Por ejemplo: escribir sobre todo, y ya. Decir, por ejemplo, que hay que ser exagerado, desbocado, inmaduro y exabrupto. Ventajero, melodramático y efectista. Y ante todo, profundamente autorreferencial, y siempre, y ante todo, terminar con un y. siempre, en todo momento, esta cosa de nunca acabar. Hablar de uno hasta cuando se habla de ese otro al que se le da órdenes, porque el maximalista, en su modalidad narcisista y autorreferencial, será serio hasta por los codos en todo lo que hace y aún en lo que deja de hacer, y sobre todo en los manifiestos. Y nada es un manifiesto hecho y derecho y como se debe si no es formulado por una segunda persona mandona, que no para de dar órdenes hasta aburrir. No aburrirás, como tantos manifiestos. Serás concreto e irás al grano pero sobre todo lo harás todo, hiperkinética y mente. No pararás. Porque nadie, nada, nunca podrá taparte la boca de un pijazo, que es lo que en le fondo te merecés, porque serás malhablado, grosero y chabacano. Serás escato y sexopa. Serás todo eso, y minuciosamente. Podés explicarlo -¡claro que podés! Tendrás una teoría para todo. Para algo habrás estudiado como un escuerzo y ocupado todo ese tiempo libre. Por sobre todas las cosas que harás ya, al mismo tiempo, serás lo que debas ser, o no serás Nadal. Por sobre todas las cosas, incurrirás en el chiste fácil, pero también en el chascarrillo y por qué no en el retruécano. Hablarás sobre el hablar y te ahogarás en la autorreferencia metarreferencial hasta el aburrimiento. Violarás, preferentemente normas y máximas de tu manifiesto maximalista autorreferencial en modalidad profunda, pero no te importará, porque dirás que así lo cumplís más perfecta y cabalmente, en modalidad modal. Mentirás –pero no tanto-, divagarás –pero nunca perderás el rumbo-, matarás porque el lector que nunca llega no se vaya con una puta de más cartel y menor caché. Llorarás miserablemente, a moco tendido –siempre fuiste un maricón- y temerás soberanamente ofender al último orejón del tarro –pero ofenderás, porque te gusta, te sale bien y ¡es tan fácil! Cortarás camino, tomarás atajos y te dejarás ganar por los sinónimos. También por los eufemismos. ¿Alguna puta vez lograrás publicar? ¿Alguna puta vez conseguirás publicar antes de escribir? No escribas tanto. No escribas tan rápido. Es inútil. Nunca me escuchás. Sos un caso perdido.

Matías Pailos

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19 noviembre, 2009

Historia de un trapo

Bueno, basta, desde que me contaron esta historia no puedo parar de recordarla cada vez que me cruzo por la calle, en el colectivo, en un banco, en los negocios del barrio, alguien con esa remera. Veo la prenda y ¡zas! se me viene la historia a la cabeza, así que voy a tener que ponerla por escrito para sacármela de encima, para pasar el testimonio. De la historia conozco los hechos, pero no los nombres. El que conoce los nombres no puede revelar los hechos, a riesgo de traicionar o traicionarse. Los protagonistas son un taxista boliviano, un diseñador de Palermo, una joven estrella de televisión y un montón de boludos –nosotros– también conocidos como los consumidores. Al taxista vamos a ponerle René, porque tengo un compañero de trabajo que se llama así, aunque sea el único boliviano del mundo con ese nombre, a mí me suena verosímil. Al diseñador lo bautizaremos Ramiro, nombre cheto-chic sofisticado. Al actor le llamamos Felipe, sin motivos, porque se me canta. René es el inmigrante tipo: la yuga en un taxi alquilado 12horas por día y sueña con el golpe de suerte que le abra las puertas de un futuro mejor pero en sus escasos ratos libres no puede hacer otra cosa más que tirarse zombi a ver la tele. Ramiro estudió Diseño de Indumentaria en la UADE y con un dinero que le adelantó papá abrió su propio local de de ropa en Palermo SOHO. Unos contactos del colegio bilingüe le consiguieron un canje para vestir a una estrella en ascenso en una telecomedia del prime time. Y entonces… por un instante catódico las trayectorias de René, Felipe y Ramiro brillan en el fulgor ciego del destino. En una escena de transición de exteriores mal iluminados el inmigrante ve aparecer a la estrella con la remera del diseñador: es un modelo simple: corte holgado, cuello en V y, sobre todo, esa letra y ese signo, que nadie había puesto juntos antes y que tan bien quedan uno al lado del otro: una oda minimalista al optimismo, a la simpleza, a la finura, al cancherismo. René tiene una iluminación. Presa de su propio satori deja el taxi en el garage y corre al Once con sus escasos ahorros para comprar tela y mandar a estampar y coser. Una semana después se aparece por la feria de La Salada con su modesta producción y para su sorpresa agota la primera tanda en menos de una hora; los clientes todavía pelean por llevarse las últimas prendas cuando René ya corre con el dinero facturado para mandar a hacer más y más y más remeras. Conclusión: de La Salada al mundo, la remera inundó las calles, fue el furor de una temporada, cubriendo el pecho de todos los estratos sociales, la moda instantánea la convirtió en la perfecta encarnación de la democracia hecha trapo. René hoy tiene su propio taller, varios puestos en La Salada y mudó el taxi por una 4 x 4. Ramiro todavía trata de dilucidar que v/b le toca en esta historia: si la de victima o la de boludo, mientras sigue juntando el dinero para pagar el cada vez más oneroso alquiler del local y cancelarle el préstamo a su padre. Hace ya rato que tuvo que sacar su más excelsa creación de la vidriera de su local. Exactamente el día que su novia Merceditas le dijo: “Rami, ¿Qué haces vos vendiendo esa mersada de remera?

Ariel Idez

12 noviembre, 2009

Aira estaba solo


Antes que nada y por sobre todo: Marco Antonio de la Parra es el idiota siútico más grande que pisa esta enorme tierra, y en adelante será mencionado con adjetivos ofensivos para la mayoría, pero que ni siquiera rozan su verdadera estupidez.

Dejando eso claro, es evidente que César Aira estuvo solo en el diálogo de la Feria del Libro de Santiago ayer. Y del público, hay que descontar a las viejas cuicas que reían con los ingenios del idiota, y al tipo que quiso timarme con uno de mis libros.

Nos demoramos con Gernández en hallar la sala de marras. Si hasta llegamos al techo del edificio desde donde se veían toda la Feria pequeñita. Podríamos haber escupido al público o lanzar bombas de racimo y huir, pero preferimos apurarnos y encontrar ubicación antes que llegasen los groupies de Aira, que suponíamos existían, según lo que relataban de su visita el año pasado. ¿Si hubiesen fanáticos de Aira, se parecerían a los engendros lectores de Panero? Qué distinta sería la adolescencia actual si en vez de agruparse por preferencias estéticas pobres (música desechable, moda reciclable), lo hiciesen alrededor de lecturas.

«Creo que el noventa por ciento de los escritores escribimos por eso… Eso de la “necesidad de la expresión” siempre me ha parecido un poco macaneo, como decimos nosotros, un poco excusa. Todos queremos hacer libros y darnos el placer que tuvimos alguna vez leyendo».

Noté que los calcetines de Aira tenían unos dibujitos que me parecieron golfistas. O samurais con katanas caídas. También noté que las pretensiones de inteligencia de la dizque intelectualidad shilena son patéticas: como el afán anacrónico de la perfecta pronunciación de extranjerismos ya naturalizados en esta lengua, como los anteojos italianos con patas que parecen artefacto biomecánico, como la excesiva proliferación de adjetivos en contextos en que la falta de humor y/o gracia los hace petulantes. Y que los siquiatras no se distinguen de la policía, en su afán de nunca dejar de trabajar.




Por ahí dice que admira a Proust. Y entonces dice que él es un esteta del olvido y que Marcel lo es de la memoria, y tengo clara la imagen de un pendejo Aira embobado con los retruécanos temporales de En busca del tiempo perdido mientras escribe y escribe la Enciclopedia de autores latinoamericanos. Y entonces, su admiración por Proust es una nebulosa, apenas una insinuación de otros derroteros de posibles literaturas: un taller mecánico de la percepción, y el laboratorio de un científico loco. Aira aprendiendo el oficio haciendo el oficio, abriendo rutas y portales interdimensionales: «La primera etapa es aprender a escribir bien, aprender el oficio que no es tan fácil como parece. Ahora se ha hecho un poco más fácil gracias a todos nosotros, los experimentadores y vanguardistas se la hemos hecho fácil a los que vienen. Antes había que construir un libro, ahora basta con poner una frase tras otra y decir que eso es minimalismo o cualquier cosa».

¿A quiénes les di la mano, también, con dársela a él? Supongo que a Piglia, aunque de un modo menos amistoso. A Fresán probablemente, y de seguro a Vila-Matas. A Borges y a Felisberto Hernández, a Gombrowicz yéndose de Argentina, a Perec jugando ajedrez y a Tzara dibujando con palabras cuyo trazo no se puede leer. Dijo, citando: «qué bueno sería que los autores que amamos se hubiesen amado entre ellos».

La crueldad y la sagacidad se confunden en ocasiones, todo depende del contexto. El idiota con su palabreo inconsistente, y Aira que dice algo que en otro lado le he leído: «… y por eso soy el más querido de la cátedra. Porque aplicar las ideas de Deleuze a Kafka sólo lo puede hacer un genio, pero aplicarlas a mis libros, lo puede hacer cualquiera… ahí está todo lo que necesitan, tienen las tesis listas», y a su lado el imbécil ríe, sin captar la patada en la entrepierna que le han dado con un botín de hierro, para que se le joda el puto rizoma.

Uno, que es un tipo común que folla y se embriaga, no se podría imaginar a Aira si tuviese como pie forzado el pensarlo como la suma de todas sus novelas (70). Si así fuese, aparecería una suerte de ornitorrinco. Y ahí, apenas a 3 metros estaba con los calcetines ya citados, soportando al burro, mientras desde la primera fila le tomaba fotografías.

Mientras firma mis/sus libros, le pregunto (retóricamente) si leyó la novela de Ariel Idez La última de Aira. «Y sí —responde—, me lo encuentro a veces en X». Y firma Un episodio en la vida del pintor viajero.

«Me han recomendado que cuando de estas charlas venga con un revólver, lo ponga sobre la mesa, y el primero que pronuncie la palabra prolífico… [risas]… me suicido yo…, no, no voy a cometer un crimen. Y sí, me están tirando por la cabeza esto de prolífico, prolífico, prolífico. Me parece una mala palabra. No sé qué idea se ha asentado en general de que el que escribe poco, el que escribe un librito cada 20 años es buenísimo, es un genio, y el que escribe cuatro libros por año es un… tarado.» Y si hubiese llevado el arma, yo mismo la tomo y libro a la humanidad de la suprema petulancia del imbécil aquel.

Justo antes, mientras espero mi turno, un tipo me pregunta cuál de los libros que ahí tengo es mejor. Le respondo que Las noches de Flores por decirle algo. Podría haberlo mandado a leer La guerra de los gimnasios también, o Parménides, daba lo mismo. Entonces, me pide el libro para verlo. «No, no, espera» digo porque noto que está esperando para nada, porque no lleva ningún libro, y vi la escena completita: el hijoputa tomando mi libro para revisarlo, y pasando por encima de todos para que Aira se lo firme con su nombre, y yo salto y le doy un empellón al bellaco que se resiste a soltar y entregarme el libro, y se empeña en obtener un autógrafo aunque sea en un libro ajeno. El pobre diablo le pregunta a Aira mientras firma los libros que qué autores le recomienda, con un tono lacrimógeno o adolescente o condescendiente (o todas las anteriores). «Si comienzo a recomendarte autores no nos paramos más» le dicen, y remata: «Comenzá por Shakespeare». Y por segunda vez en la tarde un imbécil no capta la indirecta. Aira ha de pensar que todos los habitantes de este país son unos perfectos analfabetos presumidos. Y no andaría muy lejos de la verdad.

«Volver, ¿para qué volver? Mejor sigamos para delante».


Texto y fotos: Rodrigo Salgado Boza

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08 noviembre, 2009

In the guetto


Resulta que me bajo una parada antes de mi casa, en el Parque Los Andes, y echo a andar. Hoy, domingo 8 de noviembre, declaro que vi el sol ascendente del amanecer y la luz declinante del crepúsculo. Pero ni éste ni aquel lograron templarme el cuerpo entumecido. Camino entre puestos de una feria pobre, venta de desvanes, prebasura al costo, si Rosebud viviera, sería esta vidriera. No quiero un centro de mesa de frutas de vidrio, no quiero un cuadro mal pintado de un payaso siniestro, no quiero mantillas de bebé, no quiero un disco de Charles Aznavour, no quiero esos caireles, esos lentes ahumados ese gráfico 40’s esos viejos berretines gastados. Hoy la aventura es dar una vuelta manzana. Durante 25 años pasé por la puerta del barrio Los Andes creyéndolo un anexo a las dependencias de Edenor. Bueno, no, resulta que es un lugar donde vive gente; “las colectivas” de Los Andes, un microbarrio de una cuadra de largo por una y media de ancho. Una plaqueta que hicieron poner los vecinos dice que lo diseñó un arquitecto muy joven que se llamaba Fermín Beretervide en 1928 y que tiene 150 departamentos repartidos en 17 cuerpos de cuatro plantas. Camino y espío por cada uno de los portones, se ven algunos departamentos, veredas, calles arboladas, una fuente, ventanas de madera, chicos jugando en una cancha de fútbol. El complejo incluye una biblioteca, un teatro y un centro de jubilados. Me pregunto si vivir ahí dentro será como habitar un mundo en miniatura, la ciudad dentro de una caja de zapatos, como en el cuento de Ballard que se copió Piglia y en seguida me percato de que todo el edificio parece de juguete, demasiado lindo para ser cierto, por algo después se impuso el realismo de los monoblocs. Bajo por Leiva. Que loco que la paralela a Guzmán (la de los colectivos, la única de estas calles que yo conocía) sea la famosa Rodney. Camino dos cuadras hasta Newbery, el blanco paredón del cementerio, el frío del freezer eterno. El bar que hizo famoso La Portuaria tiene las cortinas bajas pero sospecho que se van a abrir más tarde, cuando la noche caiga. Todavía el día está colgado de la última luz que no calienta nada pero que baña todas las cosas de un barniz de oro, como si estuvieran a punto de desaparecer. En la esquina de un almacén que ya no es nada salvo una fachada blanca, dos hojas de vidrio y un cartel descolorido de Coca Cola hay gatos y palomas que se miran, no se hablan. Saco la cámara y le apunto a la luz, el sol viene en picada por Santos Dumont, asoma un brazo arrugado por la puerta y arroja un puñado de arroz y las palomas se abalanzan y los gatos rajan y yo saco una foto no tan mala. Vuelvo a mi casa, no digo silbando bajito porque en los labios azules se me frustra la tonada, voy caminando lento, sintiendo el frío que me irradia del pecho.

Ariel Idez

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