El Mate Tuerto

"Se fingirá el saber que no se tiene."

Mi foto
Nombre: El Mate Tuerto
Ubicación: Argentina

30 diciembre, 2009

Una suma que no da cero

En alguna parte de su –digámoslo ya– excelente novela La suma del olvido, Eduardo Rubinschik proclama que es cosa de mediocres envalentonarse con las derrotas ajenas, pero por más que la busco no puedo encontrar la cita exacta y Eduardo lo dice mucho pero mucho mejor, de una forma más certera, más poética, más contundente; lo dice en ruso. No sé si esa sentencia habilita su contrario, pero nosotros estamos contentísimos por el hecho de que Eduardo Rubinschik, que firmó posts durante varios años en este blog apenas oculto bajo las siglas de su nombre, haya sacado una novela tan buena y, lo que es mejor, absolutamente novedosa e inesperada para la escena literaria argentina. Claro que, lejos de la vanguardia, la novedad que trae E.R. es deliciosamente anacrónica: un escritor argentino del siglo XXI escribe una novela rusa del siglo XIX. ¿Cómo es esto posible? ¿Cómo le hace un escritor porteño para trasladarnos a la Rusia modelo mil ochocientos? He aquí uno de los grandes hallazgos de Rubinschik, que aunque su apellido evoque lejanas estepas blancas lo más cerca que estuvo de Rusia fue el día que la vio jugar contra la selección argentina en la ronda clasificatoria del Mundial 90’. ¿A qué recurrió E.R. para reconstruir ese mundo, entonces? Simple: echó mano a sus lecturas de los clásicos rusos del siglo XIX. Ahí está todo, no solo los temas, la escenografía y los detalles de la época, sino sobre todo y más que todo el idioma; fue buceando en esas ediciones que E.R. encontró y recreó una lengua “media” que sólo existe en las traducciones, y que no es ni ruso ni netamente español, es decir, no se habla en ningún otro lugar más que en esos volúmenes añosos de Dostoievski, Andreiev, Tolstoi, Gogol y así fue que logró escribir una novela, no sólo de la Rusia del siglo XIX, sino y todavía mucho más importante, escrita en la lengua rusa del siglo XIX. Creo que pocas veces se había reparado, y se lo había resaltado de una forma tan productiva, en los idiomas literarios que crean las traducciones. Los giros, la construcción de las frases, ciertas palabras y combinaciones sólo existen en el encuentro, el choque de un estilo y una lengua con otra, completamente ajena. Esas nupcias alumbran al hijo bobo de la traducción, incapacitado para vivir por fuera del volumen que lo contiene… hasta ahora, que Rubinschik se lo apropió para mostrar qué fácil era, a fin de cuentas, escribir en otro idioma sin apartarse del suyo propio. Basta releer los clásicos rusos y todo está ahí, así como se podría escribir una novela sobre una preparatoria norteamericana o una fraternidad universitaria con sólo mirar un par de películas made in USA al respecto. Los consumos culturales nos dejan mapas, países y lenguas imaginarias que compartimos sin darnos cuenta. Por supuesto, la novela no fue compuesta en las estepas del XIX sino en las pampas del XXI e inevitablemente, nuestra época se filtra, se manifiesta en infinitesimales desvíos y ese es otro de los efectos fascinantes del texto, justamente porque no es buscado, el autor fue todo lo fiel que pudo a su propuesta, tal vez a sabiendas de que la época se impone por si sola. Y su fidelidad está más que manifiesta: si hay que ir a comprar pan en la novela de ER los personajes caminarán tres verstas y pagarán sus flautitas con kopecs. Creo que sólo en El homosexual de Copi había visto una operación semejante. La Suma es a fin de cuentas como la traducción de un original que nunca existió. Ahora pienso: qué bueno sería que esta novela se tradujera al ruso. Me encantaría ver la cara que pondrían los lectores en las librerías de Moscú al hojear la novela de Eduardo.



¿Y la historia? Rusa hasta la médula: Stanislav Dimitri Anochievsky, un oscuro ayudante tercero del secretario de un juzgado en San Petersburgo recibe la inesperada herencia de un tío lejano y, de la noche a la mañana, se convierte en el señor de Niefirov, un pequeño poblado de la Rusia profunda. Pero Stanislav pronto se muestra inútil para toda labor –se entiende: su auténtico deseo es convertirse en escritor, algo que, lejos de salvarte, es para perderte, como decía Lamborghini –y todo lo que le pasa de bueno se le vuelve en contra con la furia de las pasiones dostoievskianas: si hereda tierras éstas marchan a la esterilidad, si se levanta una mina termina matando a su mejor amigo y acusado de asesinato por el resto del pueblo, si recibe una herencia en San Petersburgo acaba de criado de su propio lacayo, durmiendo en el rincón más húmedo de la estrecha pieza de su viejo compañero de oficina.
La novela cambia de estilo al compás de los desplazamientos de su héroe, que pasa del campo a la ciudad y de vuelta al campo, de un comienzo algo picaresco en la relación entre Anochievsky y su criado Moskichov a una puesta en escena de la dialéctica amo-esclavo en San Petersburgo a través de todas las humillaciones posibles hasta ciertas cimas líricas que subrayan el creciente delirio de Anochievsky, ya irrefrenable en su vuelta al pago. Hay nieve hasta decir basta, citas al jugador de Dostievski, té de samovar y, sí, por supuesto, unos cuantos paseos por la Perspectiva Nevsky. No adelanto más, vayan y lean y aunque esta reseña al correr de la máquina deje mucho que desear revelaré algo que no se mencionó en ninguno de los artículos publicados en Ñ, ADN, Crítica o Radar. A César Aira le encantó esta novela y se la anda recomendando a sus amigos diciendo que sus primeras páginas son “Un Dostoievsky pasado por Lamborghini”.
Nada más que agregar.

Ariel Idez

Etiquetas:

22 diciembre, 2009

Los muchachos peronistas

Podría hacerme el boludo. Podría, por ejemplo, decirles que la primera referencia que se me vino encima mientras leía las primeras páginas en las que la novela arranca vuelo fue Aira. (El relato avanza por rumbos dislocados.) O Fogwill (y una preocupación que abarca cada página: cómo contar, cómo contar bien, y una tesis compartida: los que no terminaron la escuela cuentan mejor. Para botón, vale una puta –Fogwill- o un linyera –nuestro hombre en el conurbano). Podría, ya que estamos, hablarles del tono del narrador, que oscila entre la inocencia y la cargada (¿a quién? ¿Al lector?), y su predilección por los adjetivos exagerados de cuentos infantiles (: “maravilloso”, “increíble”, “fantástico”). Podría decirles: Casas, y embarcarme en un lugar común. Podría decirles: Marechal, Dolina, y ya estaría –al menos- mejor rumbeado. Hacia otro lugar común, qué duda cabe. Uno no solo verdadero sino esencial. Uno descollante. Uno que marca por qué Juan Diego Incardona es único en su especie. Señoras, señores, les presento a “El Campito”. El primer ejemplar conocido de literatura peronista.

Hace un tiempo hice clic en un link que dejó el propio Incardona, en el que alguien que parecía un sociólogo o crítico o crítico sociólogo que parecía destacado –pero del que olvidé su nombre porque no me especializo ni en lo uno, ni en lo otro, ni en lo otro de lo otro- fustigaba contra el concepto mismo de “literatura peronista”. ¿Qué es “eso” –el asco iba montado a las comillas? ¿Es literatura escrita por un peronista? ¿Es literatura en la que aparecen peronistas? ¿Es literatura que juega con la iconografía peronista? Es ridículo hablar de “literatura peronista” –otra vez el asco.

La respuesta es “no”. Pero estaría haciéndome el boludo. Porque –es verdad- no tengo idea de cómo definir “literatura” o “peronismo”, y mucho menos “literatura peronista”. Pero tampoco estoy del todo seguro de poder definir (es decir: dar condiciones necesarias y suficientes) “perro”, y sin embargo no dudo ni un segundo de que ese bicho baboso que me ladra tras las rejas es uno.

Y les aseguro que “El Campito” es pura y dura literatura peronista.

Por todo lo anterior, que es más o menos irrelevante –salvo la iconografía-, pero también por eso que muchos se empecinan en identificar como “propiamente literario”: los procedimientos. El tono del linyera –Carlitos-, que cuenta –primero a Juan Diego, después al mundo- su derrotero por los descampados de La Matanza, Lomas y Esteban Echeverría hasta la Batalla del Mercado Central, es el de alguien educado en el fervor familiar por Perón, con los libros de texto de la escuela primaria de fines del cuarenta, con la simplicidad que cualquier gorila le atribuye al peronista. Y el modo de relacionarse con el otro es peronista, y el modo de pensar, imaginarse y narrar al otro es peronista, y el otro mismo es peronista. ¿Quién es el enemigo? ¡La oligarquía! Quienes, entre otras cosas, “hicieron un gigante al que llaman Esperpento, una especie de Frankestein, hecho con pedazos de cadáveres. Se dice que lo crearon los médicos forenses del Ejército, en el Hospital Militar… parece que le pusieron las manos del General”.

Todo es peronista, y también la historia. El tiempo es una eternidad en la que cohabitan los residentes de los Barrios Bustos (“Barrios secretos construidos por orden de Evita a la CGT… Cada Barrio está construido a imagen de un personaje histórico y está habitado por diferentes ramas del peronismo”), montoneros, censistas, boxeadores leales al peronismo (habitan el Barrio Gatica y Pérez) y enanos peronistas. El universo de la novela es tan fantástico como su tiempo. Cuando todo termina, un mapa queda fijado. Todo es peronista, y también los bichos –hay pájaros meones y perros de dos narices, hay un Riachuelito que poco tiene que envidiarle al Nessie o al Nahuelito (que seguro es nazi)- y también la geografía fantástica –de Campos Galvanoplásticos y Ríos de Fuego, de Purgatorios marechalistas y basurales petrificados. Todo es peronista, hasta el final: “una guerra civil, una lucha de clases”.


Matías Pailos

Etiquetas:

15 diciembre, 2009

Un escritor pretencioso, narcisista y aburrido

Ese, y no “El ombligo del mundo”, iba a ser el título del rejunte de relatos del 2009 finalmente titulado, en otro gesto que deja en evidencia mi generosa disposición a comerme los mocos, “El ombligo del mundo”. Y es que además de demasiado (la cantidad lo es todo) pretencioso, narcisista y aburrido, el otro nombre hacía foco en el autor, y no en el texto –que, si bien no es lo único, es lo que más importa. Tiene, querido lector, el link al mismo en todos lados. Por ejemplo, a su izquierda, arriba de la novela de Idez y debajo del resto de los compilados de mi autoría. No encabeza mi sector porque, francamente: quizás no sea mi mejor versión. Este año me dejé ganar por el slogan asociado a Aira, que reza: mejor nuevo que bueno. E intenté darle a lo nuevo, que, como la mayoría de los términos no diseñados en laboratorio, se dice de muchas maneras. Significa, por ejemplo, que en esos cuentos probé cosas que no había intentado en los anteriores. También quiere decir que, por la temática, el tono, el clima, los procedimientos, la cruza de tradiciones o la suma de los elementos, los textos obtenidos son… bueno… personales.

Un libro sin hits. “ESO” –los cuentos del año pasado-, por el contrario, no es más que un compilado de éxitos. (Y eso que nadie los leyó, que si no...) Me pareció bien probar este año con el lado oscuro de lo Pailos.

La cosa empieza a complicarse cuando se sale a la caza de lectores…

Probablemente lo mejor sea el principio y el final. Digo: el primer y el último cuento. “Auto de fe” comenzó como un intento de autobiografía, pero rápidamente devino una reversión de la situación familiar en el seno de la clase media y en los meses de auge de la dictadura: los que van desde mi gestación hasta mis primeros golpes. El relato es inevitablemente fantástico y poco serio. La principal referencia literaria probablemente sea “Ambrosio y su marca”, de John Barth, pero quizás esto no sea más que yo mandándome la parte. La primera hoja no tiene nada que ver con lo que vendrá, que es más ligero. Sugiero saltearla.

Algo parecido puede correr para el primer cuarto del cuento que cierra el libro, “El ombligo del mundo” propiamente dicho, a todas luces una nouvelle, al menos a juzgar por la extensión. Al principio coquetea con esas relatos tipo-diario de Levrero, Vila-Matas y Sebald. Después, no. Lo bueno que tengo es que cuando me voy al carajo lo hago definitiva y rotundamente. Decir que después se pone fantástico es mentirles o quedarme corto. No sé cuál es la referencia acá. Supongo que una perpetua indigestión con “El uruguayo”, de Copi.

Lo demás es relleno. Lo nuevo, le realmente nuevo (insisto, con referencia a mi breve historia narrativa), son otros dos cuentos: “En sus labios una sonrisa salvaje” y “Sobregustos”. En algún momento me gustaba decirme que había escrito todo lo demás para disimular a estos dos. El primero es la historia de una novela (o “una visita a la cocina”). En mi cabeza, reelabora ese cuento de Bolaño en el que se narra una foto. (Conviene no hacerle mucho caso a mi cabeza). “Sobregustos”, sí, es tan pero tan “personal” que solo puede gustarme a mí. Es tan personal que acaso hubiera sido mejor dejarlo para terapia. Pero no esperen el relato de infidencias. Yo no soy lo que me pasa. El antepasado de este cuento es, evidentemente, ese otro de Bolaño en el que el narrador cuenta “El regreso de los muertos vivos 2” (o 3, o 4).

Pero por algo ninguno de ellos está primero, último, ni segundo o tercero. Segundo está “Estudio”, el último o primer capítulo de una novela que estoy reescribiendo por tercera vez. Veremos. Tercero está “La conversación”, que es bastante parecido a “Ningún lugar sagrado”, de Rey Rosa. Después viene uno que desarrolla eso que tanto les gusta decir a los escritores: si no escribiera, sería un psicópata. Después están los “Tres estudios orientales”, que no remiten al budismo, sino al Uruguay, y más precisamente al Levrero onírico. (Salvo el último, que quiso cruzar a Ferreiro con Polleri, pero al final se quedó en Ferreiro.) Después hay uno acerca de un director de cine y después hay un diálogo metaliterario, de esos que solo yo disfruto.

Sean buenos y léanlos. Prometo recompensa en metálico para el que lo haga antes del 2011.

Matías Pailos

Etiquetas: ,

11 diciembre, 2009

Un ardiente beso

Vuelvo de comulgar y estoy en éxtasis.

¿Con qué arrancaron? ¿Con trampa o con una dosis? Con un derroche de energía. Con una contundencia a base de mil notas por segundo. Con rock con teclados. Con cuatro instrumentos que salen por el mismo parlante.

Volvió una noche. No la esperaba. Y cuando me enteré, no esperaba nada nuevo.

Los Peligrosos Gorriones son varios tipos de banda. De La Plata. De los noventa. Del Nuevo Rock Argentino. De Un Bajista. Los Peligrosos Gorriones son un proyecto abortado y autosaboteado. Son tres discos y shows cada vez más desquiciados y desprolijos y varios predicados más encabezados por afijos como “in-”, “a-” y “contra-”. Los Peligrosos Gorriones fueron un éxito en picada que nacieron y murieron en los noventa.

Al décimo año renacieron.

Esa tarde habían sido anunciados dos veces como invitados del programa de Di Natale, con una cancelación en el medio. Después llegó la cancelación definitiva. Sentencia de Di Natale: si quieren durar más que en los noventa van a tener que ser un poco más profesionales.

Mi pronóstico a Pablo, pizza en mano y cerveza de por medio: preparate para el peor recital de tu vida. Dos horas más tarde, a minutos de que se levantara el telón, precisé mi augurio ante Hernán: aparecen doblados, hacen un tema de veinte minutos y terminan con un eructo. Después del primer amague de irrupción en escena, lancé un vaticinio postrero: se pelean a muerte y Bochatón anuncia un show solista con los temas de su último disco.

Después de la primera tanda de tres temas ya no estaba tan dispuesto a insistir en esa línea de predicciones.

¿Qué mierda hacen los Gorriones? ¿Post-punk? ¿Lo-Fi? ¿Hardcore-funk? Pensé: son los Pixies argentinos. Pero el bajo es mil veces más importante en ellos que en la troupe del gordo Francis. Por eso a veces me suenan a los primeros Chili Peppers o al Faith No More de los ochenta.

Son muy difíciles de clasificar. Son muy difíciles de filiar. Me desconciertan.

Diez temas más allá se me habían caído todas las medias, me había meado encima mil veces y no salía del aturdimiento por la concentración, contundencia y teatralidad de la banda. Bochatón estaba a punto caramelo. Arengaba, gesticulaba, gritaba como un escuerzo. Por supuesto: se reía y dejaba bien en claro que nada era en serio. Pero jugó con su condición de frontman como nunca antes.

Y recordé que es uno de los mejores letristas que conozco. Y decirle letrista es amarrocarle mérito. Bochatón es un más. Lírica surrealista, lírica vitalista, historias sentimentales narradas por mujeres desesperadas. “Tu me has mostrado el sol en el rincón que duerme y robé de tu voz; la llevo en mi pecho aquí. Eres mi gran soldado si abrazas hoy el cielo me quedaré a tu lado para llenarte de calor”. “Pajarito de inundación fuerte y limpio se ha robado a sí mismo toda la voz y ata cabos de mí a un lugar”. “Te gusta verme mal. Yo sé que te gusta. Te gusta verme gritar. Yo sé que te gusta”.

Tocaron todo. Los pogueros: La Procesión, Higo Turco, Amo mi jardín, Agua Acróbata, Trampa. Los emotivos: Nuestros Días, Estos Pies, Sé que el tiempo, Sacacorcho. Los hits: Escafandra, Manicomio Gris, Por tres monedas, Siempre acampa, Un ardiente beso. Con decirles que cerraron con El Bicho Reactor.

Algunas deudas: Salvaje, Viento Castelar, Jugar con Armas. Poco de lo que quejarme después de haber presenciado el recital del año.

Y me quedo corto.

Matías Pailos

Etiquetas: ,

09 diciembre, 2009

Osvaldo Lamborghini saluda a Diego Armando Maradona

No escribió
poesía
sin
embargo
la tenía

Toda
adentro: igual
desdeñoso
impertérrito
NO
ELEGÍA

(Este es el último poema que escribió Osvaldo Lamborghini antes de morir en Barcelona, el 18 de noviembre de 1985)

06 diciembre, 2009

En la falda del periodismo

Estoy en las antípodas del periodismo. Carezco de toda curiosidad. También del impulso necesario para evacuar las dudas esenciales, despejar empíricamente las incógnitas y llegar a alguna verdad interesante sobre cualquier tema. Por eso en algún momento pensé empezar poniendo “No sé por qué acepté”, lo que inmediatamente descarté por puro rechazo al formulismo (si reparo en él) y porque, bueno: tampoco era verdad. Tampoco siento la inclinación que parece sano tener por la mentira, así que cada una de las muchas veces que miento, lo hago a disgusto.

Te voy a hacer un encargo, dijo. Qué carajo querrá, pensé. Hotel Edén, dijo. Un hotel en ruinas en el medio de La Falda construido con capitales nazis.

No suena mal. Lo nazi garpa, no hay caso. Acá en general se aprovecha el pie para especular acerca del atractivo del mal. Pero no me gustan las teorías. Simplemente fui a La Falda a aportar mi granito de arena en el rejunte anual de teóricos de la ciencia y disciplinas afines –otro Congreso de Filósofos- y, de yapa, dar curso al encargo.

Llegué mal dormido y, después de escuchar una ponencia (los teóricos no exponen: la ponen) poco antes de mediodía, me zambullí en un taxi y al Hotel.

Que es poco más que un montón de ruinas.

Bueno: estoy siendo un tanto injusto. Las rejas de la entrada, el enorme jardín que la separa del hotel propiamente dicho, esos dos leones esculpidos y la fuente de mármol de Carrara, como oportunamente se encargarán de señalarnos, remarcarnos y machacarnos, da una sensación de… ¿qué? ¿Grandeza perdida? ¿Lujo asiático? ¿Derroche de clase acomodada? Digamos que de grandeza perdida de clase acomodada que derrochaba la plusvalía acumulada en lujo asiático. El hotel es enorme. Soy malo para los cálculos, pero… serán cincuenta, cien metros de fachada por otros tantos de fondo. Yo también voy a insistir: la primera impresión es de un montón de ruinas pintarrajeadas, restauradas por un jardín de infantes. Me señalan un salón con pantalla de fondo. Proyectan un documental. No estoy solo. Me acompaña una pareja gey. O dos amigos. O padre e hijo. Uno viejo; el otro, pelado. Nos morfamos el documental. Interesante. Nos morfamos la recorrida y las explicaciones: no, no fue construido con capitales nazis. El problema de este hotel –el loteo de cuyas tierras dio como resultado el nacimiento de una coqueta ciudad hoy llamada “La Falda" - es que no está completamente en ruinas ni completamente restaurado, comienzo a pensar a la mitad del recorrido, cuando se nos suma la vieja molesta y yo empiezo a pensar si realmente quiero seguir acá. Quién me manda, quiero pensar. Mejor no: tengo respuesta para esa. Detesto el periodismo de investigación. Bueno, pero los artículos de Wallace… la vieja se pone pesada. Que qué, que cómo, que cuándo. Que si los nazis. Que si el puto mármol de Carrara. Hubiera llegado temprano, señora. Después vaya a ver la película y dejenos de romper. Lo de Wallace es por el estilo, podría decir. Pero no me tengo que mentir siempre. Wallace lee todo lo que fue escrito sobre el tema –sobre cualquier tema-, presenta los dilemas básicos, las posiciones troncales y los datos escabrosos. El periodismo de investigación, en cambio… la vieja se pone más pesada. Como si fuera posible. La vieja acosa a la troupe. La vieja piropea al viejo. La vieja toquetea al pelado. Vos no hablás mucho, ¿no? Miro al resto. El resto me mira. Todos, menos la vieja, miramos unas maderas carcomidas que rodean a un agujero que comunica el segundo piso con la planta baja. Miramos a la guía solicitando autorización. ¿Entonces la diferencia entre Wallace y el periodismo de investigación es una cuestión de grado? Porque el periodismo en cuestión, si es bueno, hace o debería hacer exactamente eso. ¿Soy culpable de una falta (: de curiosidad)? ¿Debo hacer algo para remediarlo? Rodeamos a la vieja, que tiene la vista las sierras y las manos aferrando el marco de una ventana tan efectiva como un pozo. Una preguntita, dice, con su tonito insidioso.

Matías Pailos

Etiquetas: