El Mate Tuerto

"Se fingirá el saber que no se tiene."

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Nombre: El Mate Tuerto
Ubicación: Argentina

27 octubre, 2010


1950-2010

25 octubre, 2010

¡Gracias Radar Libros y Ezequiel Acuña!

21 octubre, 2010


Agradecemos a l@s muchachxs de Perfil por la promoción, el aviso, el inflador publicitario y psicológico, y por todas las pequeñas cosas que es y representa este suelto del suplemento de cultura del domingo 10 de Octubre (creemos). Como lo cortés no quita lo valiente, cabe señalar que el precio es un tanto menor (es de $25).
Por acá, preferimos verlo como un libro de cuentos para-naturalista, y decididamente maximalista, sea lo que fuere a lo que aluda el término. En todo caso, estamos frente a un caso más de discrepancia de criterios. Reiteramos, una vez más, nuestro agradecimiento.

(También agradecemos a Matías Fernandez, por esto.)

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18 octubre, 2010

¡No lo intenten en sus casas!

12 octubre, 2010

Víctor Hugo Viscarra: Confieso que he bebido



“Vivo en la calle y nunca tengo plata. Soy un pobre muerto de hambre. Entonces ¿Qué más realidad que esa para escribir?”, decía Víctor Hugo Viscarra (La Paz, 1957-2006) cuando le preguntaban cómo se había formado en la escritura, en uno de los pocos reportajes que concedió. Tan marginal en la literatura como en su vida, la publicación de las crónicas y relatos reunidos en Borracho estaba, pero me acuerdo (Libros del náufrago) constituye un verdadero acontecimiento. Salvo los casos de Edmundo Paz Soldán (editado por un sello multinacional) o la saga local de inmigrantes bolivianos creada por el argentino Sergio Di Nucci bajo el seudónimo de Bruno Morales, Bolivia conforma un gran signo de interrogación en lo que a hace a su producción literaria. Por eso, la edición local de uno de sus autores más secretos e interesantes tal vez eche un poco de luz en el desconocido mapa literario de las letras bolivianas.

Aunque los textos de Borracho… transiten la delgada línea fronteriza entre la crónica, la literatura y las memorias autobiográficas, a Viscarra, medio en serio y medio en broma, le gustaba autoproclamarse como antropólogo: “Soy antropólogo, experto en antros”, solía decir. De ser así, en su “observación participante” fue mucho más partícipe que observador. Su testimonio no es el del testigo que escruta desde un costado sino el del que sobrevive para contarlo. Hijo de una madre golpeadora en el seno de una familia pobre y numerosa, Viscarra se “sumergió de cabeza en la noche” a los doce años. “La noche en La Paz es un laberinto que, al no tener principio, tampoco tiene fin, y uno puede perderse para siempre”, relata en una de sus crónicas. Sin embargo, sus textos evitan el pobrismo y la autoconmiseración y se aplican al relato fiel, escrupuloso de la vida a la intemperie y sus protagonistas. Los lugares y personajes de Viscarra por momentos se asemejan a un manual de seres imaginarios: los habitantes de un submundo con su propias reglas, su propia sexualidad, su propia economía y hasta su propio lenguaje, el Coba, una suerte de lunfardo boliviano que Viscarra dominaba a la perfección y que le permitió publicar en 1981 su primer libro: Coba. Lenguaje secreto del hampa boliviano. El encargo no le llegó al autor de las cátedras de antropología sino del departamento de policía de La Paz. Cuando el libro se convirtió en un éxito y agotó tres ediciones los uniformados ignoraron a Viscarra, se adjudicaron la autoría y no le participaron ni un boliviano por los derechos de autor.

Como afirma Nicolás Recoaro, responsable de una antología de literatura boliviana y uno de los introductores de Viscarra en Argentina, países bilingües como Bolivia o Paraguay constituyen auténticos “laboratorios de lenguaje a cielo abierto”. Allí, las conversaciones de la calle son literatura de vanguardia. Ecos del quechua y el aymara resuenan en la semántica y la sintaxis de Viscarra y lo emparentan a la cruza de portuñol con guaraní que el brasilero Wilson Bueno ensaya en su obra cumbre: Mar paraguayo. El completísimo glosario que incluye esta edición de Borracho impide que frases como: “Entonces las mujeres se vuelven campeonas para machetear quivo a los giles. Como la gente las ve cargadas de guaguas, aflojan nomás el dinero compadeciéndose por el estado macilento de los tunas”, queden libradas al libre arbitrio del lector. Viscarra parece deleitarse con esta riqueza semántica, contracara de la pobreza material de sus creadores e intérpretes privilegiados. En su libro, un borracho no es jamás un mero borracho, sino un artillero pesado, un artista, un caña, un mascapisco, un chupaco, un tundiqui, un yuca.

Tras superar el trago amargo de su primer libro, Viscarra se tomó su tiempo y aprendió a elegir mejor a sus editores. Sus más de treinta años vividos en las calles le garantizaban material de sobra. Así, se fueron sucediendo los Relatos de Víctor Hugo (1996) Alcoholatum y otros drinks (2001) Borracho estaba… (2002) Avisos necrológicos (2005) y, póstumamente, Ch’aquí fulero (2008), que lo convirtieron en un autor de culto y en uno de los más importantes de su generación, junto a Manuel Vargas o Adolfo Cárdenas. A Viscarra le hacía gracia que lo llamaran el “Bukowski boliviano”. Si bien su escritura es mucho más referencial que la del autor de Mujeres, la realidad latinoamericana puede superar a la imaginación más florida: algunos episodios de Borracho, como el de las “cholitas strippers” o el “cementerio de los elefantes”, un “traguerío” en el que la dueña encierra a sus clientes con baldes de alcohol para que, literalmente, beban hasta morir, podrían ser acabados relatos de la mejor ficción urbana. “Si llego a los cincuenta, nacionalizo una pistola y me pego un tiro”, amenazaba Viscarra. No llegó: su hígado dijo basta a los 49. “Me he criado en la basura, y he conocido muchos basureros y desde ahí escribo”, confesó alguna vez. De ser cierto, debe haber sido de aquellos que, como decía Oscar Wilde, viven en el barro con la mirada fija en las estrellas.


Por Ariel Idez-Sergio Núñez
Publicado el domingo 11-10 en el Suplemento Cultural del Diario Perfil

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11 octubre, 2010

Pixies de nuevo, más de lo mismo, insistimos, no queremos ser pesados pero lo que pasa es que...

Sí, pero yo no quería escribir una crónica del recital de los Pixies. Las crónicas, salvo las de Foster Wallace –que son tratados antes que crónicas-, me aburren una barbaridad. Pero bueno, quería, en algún sentido, decir que yo estuve ahí, que los Pixies son un poco míos, o algo así –más bien algo así, porque lo que quiero decir es que los tipejos como uno se definen, en parte, por sus gustos, como cualquier chambón, y uno de los gustos de este en particular son los Pixies, así que vayan calculando…-. Para eso, siempre, lo mejor es ir directamente al grano y hacer lo que uno quiere hacer, es decir: niños, no hagan esto en sus casas. No se dejen ganar por circunloquios ni preámbulos.

A diferencia de Pink Floyd o Led Zeppelin o Van der Graaf, mi primer contacto conciente con los Pixies fue musical. Porque antes de saber a qué sonaban Floyd o Zeppelin o Van der Graaf, había escuchado sus nombres –difíciles de decodificar. ¿Qué es un Floyd rosado? ¿Un Floyd puto? Van der Graaf, ¿era el cantante? Digo, como el pelado ese, Patricio Rey.

No. De los Pixies: ni noticias. Me los llevé por delante a eso de los 18, 19 años. Había conseguido laburo en una librería de textos escolares, por la temporada. Junto conmigo entró una parva de pendejos, entre ellos, una rubiecita un poco mayor que yo, de nombre (más o menos) exótico –‘Daiana’, supongo que por alguna ‘Diana’ del angloworld, pero en una de esas es un personaje bíblico y acá estoy yo quedando como un boludo una vez más-. A los dos minutos, ya estaba enamorado. Hablamos bastante, y en una salida nos dimos unos besos que me llevaron derecho al quinto cielo. Del que caí más o menos a la misma supersónica velocidad en cuanto se dio cuenta de que yo estaba hasta las manos con ella, sumado al hecho de que, bueno, ella estaba enamorada de otro. De todas formas, le debo alguna que otra cosa. La primera, haber terminado en el Rojas una noche de verano a ver a una banda que me dejó culo parriba: los Reincidentes. (En ese entonces, nada de ‘Pequeña Orquesta’ ni ninguna mariconeada del estilo. Estamos en el ’97, ponganlé.) Ella no estaba, pero en ese entonces tampoco me importó, porque lo que había visto no se parecía en nada a otra banda de rock, sino que más bien era… lo segundo fue un cassette TDK que me prestó, que solo tenía una etiqueta de un lado. Decía ‘Pixies’, y eran como dos horas de melodías imposibles, brevísimas, y gritadas entre guitarras que estaban perfectamente dispuestas a sacarse de encima al cantante.

A la chica la perdí. Al cassette, también. Después pude darme cuenta de que lo que había ahí eran los dos últimos discos, “Bossanova” y “Trompe le Monde”. Probablemente los peores. De los que me di cuenta a través de otra chica de nombre exótico –soy un imán, la reputa madre-. Ya había escuchado Surfer Rosa y Doolitlle… pero bastante por arriba, loco. ¿Cómo no habia reparado en “Debaser”? Ese tema es todo lo que me gusta del rock. Adrenalina, furia desatada, grito pelado, repetición hasta el aburrimiento (hasta quedarse sin aliento, pero nunca sin voz). Me los fumé de arriba abajo y de derecha izquierda. Hasta que todo terminó después de un año y varias monedas más. A las patadas, como no podía ser de otra manera, conmigo hasta la manija de resentimiento, odio, cansancio y todo el amor enfermito del que soy capaz. Escuchar a los Pixies me hacía mal, así que los puse entre paréntesis su buen tiempo. Pero de estas cosas también se sale –a menos que uno muera en el proceso, lo que no fue mi caso-, porque uno es tan vulgar como el resto de la humanidad, así que fui libre de patear el paréntesis a la tribuna y descubrir lo único que me faltaba: la falta de sofisticación de “Come on Pilgrim”, el primer disco, el peor grabado, el más directo, el más surfer, el más latino. Quizás el más alegre, pero el menos convencional. Lo más conocido es la primera mitad. Pero de momento, me quedo con los últimos: “I’ve been tired”, “Nimrod son” y “Levitate me”.

Como en los últimos años descubrí que tengo el berretín de la guitarrita –como siempre, un adelantado: formo mi banda adolescente a los 30 años-, desde hace algún tiempo bajo tablaturas de los temas de los Pixies para tocar en guitarra. Si lo que pretendo con eso es levantarme minitas en un fogón, es que soy muy inteligente, claro está.

Eso es lo que quería escribir. Esa cosa autorreferente, yoica y ombligueante de la que no escapo –pueda o no-, y en la que no paro de insistir. El recital del otro día solo incentivó el trío Pixies-internet-mi guitarrita. Así que ya los dejo, en procura de poder tocar “Hey” un poquito más rápido que lo que mi tortuga camina.

Matías Pailos

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07 octubre, 2010

Pixies o el rock para nerds melómanos en una noche de primavera porteña, al fin.

Mensaje de Nacho: Cómo hacemos esta noche? Mensaje de Ariel: Llego 19.30 a casa. Pasate por acá y vamos. Mensaje a Nacho: Ariel citó 19.30 en su casa. Yo voy a ir antes. Mensaje a Ariel: a esa hora quiero estar en el Luna. Mensaje de Ariel: Si serás enfermito.

Asumo mi enfermedad y salgo temprano de la casa de mi bro. Vuelvo. Dejo el libro de Amis: voy a leer poco en el subte y después va a ser muy incómodo. Salgo. Hace frío. Vuelvo. Interpelo a mi bro: ¿no tenés un buzo choto-choto-chot? Duda. Pelea. Me tira buzo con capucho: que vuelva, que tiene 15 años conmigo. Me enfundo en la capucha y gano la calle. Puta madre: me olvidé el algodón. Mensaje a Ariel: llevá algodón. Llego a Corrientes y me meto en un Doctor Ahorro. Compro, porque mirá si este cae a cualquier hora y me tengo que fumar medio recital con los oídos sangrantes. Después, al respecto del uso de algodones en recitales, se comentarán cosas como “buena idea”, “qué viejos que estamos”, “está bien, porque después de no sé qué recital groso me fui a hacer una audiometría y me dio que”. Subte. Pispeo entre los compañeros de subte potenciales compañeros de recital. Una parejita de adolescentes indie: adentro. Un ñato con remera de Jesus & Mary Chain: adentro. Una mina hipertatuada: ¿? Un boludo con corbata: afuera.

Leandro N. Alem como último subte a finisterre. Con tantas idas y vueltas ya no es tan temprano. Recorro la cuadra que queda pispeando remeras. Quiero la amarilla, pero mejor cuando todo termine. Ahora es mucha incomodidad, y va a terminar impregnada de la transpiración de medio Luna Park. ¿El campo? El de mameluco naranja responde, escueto: la otra esquina. Llego. La cola: inexistente. Ya hay quilombo. ¿El Otro Yo, o una segunda banda soporte? Contra todos los pronósticos, El Otro Yo. Entonces esto comienza temprano, porque al tercer tema terminan. ¿Cómo estoy? Bien. Tranquilo. Con bajo nivel de paranoia. Pero mis ganas no corresponden al entusiasmo que tuve al enterarme que venían, ni al comprar las entradas como un año antes. Eso está bien… ¿no? ¿Por qué no soy tan feliz como era ayer (anteayer), y como seguro voy a ser mañana (hoy), mientras escriba esta pelotudez que ahora (mañana) estoy escribiendo? Voy al baño. El meo preparatorio de rigor y después un poco de agua para no desidratarse (meo un montón). Mensaje de Nacho: que dónde estoy. Le digo y nos encontramos. Hablamos de pelotudeces, pero más que nada, fruto en parte del clima primaveral que se respira, de las minitas (¡minitasss!). Cae, tarde pero seguro, Ariel. ¿Fumamos? Nacho alienta mi paranoia: no hay aire. Solo una seca para mí. Las luces se apagan. ¿Qué hago? Cumplo con el ritual. Me saco la remera y voy para adelante. Contribuyo al pogo, al amontonamiento, y rápidamente estoy adelante. La gira en honor a Doolittle, en su vigésimo aniversario, comienza con tres temas de Surfer Rosa, el disco anterior: Bone Machine (increíble), Broken Face (bello Y sublime, ajá, ajá, ajá) y Something Against You. Nadie en toda la historia del rock y adyacencias puede conmoverte más con gritos desgarradores como el gordo Charles (alias Black Francis, también conocido como Frank Black). Quizás Cobain, pero como dijo Bowie, Nirvana le robó todo a los Pixies, así que como que estamos en la misma. Tame (más alaridos y aullidos a las mentes más brillantes de toda generación destrozadas por la locura), Nimrod Son (surf punk, baby, como todo el primer disco) (a propósito… si hacían Levitate Me no me jodía ni un poco… uno tiene que insertar un pedido llorón en cada reseña… acá está, lo dice el reglamento…), y más allá, Monkey Goes To Heaven. Ya perdí la cuenta de los orgasmos musicales generales, y también de los particulares que se concentran en la guitarra rugiente, chillante, deforme, noise, tontita Beach Boy de Joey Santiago, el primer Dios de la Guitarra No-Virtuosa (basta de solos, Yngwie Maellstrom) del Universo y Más Allá.

Pero ya estaba quebrado, cansado y molido a palos. Envejezco rápido, como todos ustedes, y disfruté más cuando me replegué y vino (no podía más) la bajada de cambio con Hey y esa pelotudez ultra querible de La La Love You entonada por Lovering en batería. Creo que antes estuvo Debaser (EL TEMA) y después Gouge Away (EL TEMA II) y en el medio Velouria (EL TEMA III). En algún momento nos ganó el spanglish con Vamos y Caribou, no recuerdo. Si están tan curiosos, consulten la crónica-reseña-estudio de Yamila Trautman en la página de la Rolling Stone, que es excelente y probablemente lo mejor que se vaya a escribir sobre la visita.

Conmovieron por toda la deformidad y la melodía y los “colores y texturas” (otra vez Bowie, hablando de Santiago) y los coritos como guitarras (la idea es de Ariel) y todos esos temas del rock para minorías ilustradas y nerds a los que afanaban el almuerzo y cagaban a trompadas en los recreos, dijo Ariel mientras trepábamos Corrientes en busca de una pizza que llenara nuestros corazones, o al menos nuestros estómagos, cosa que encontramos en Las Cuartetas.

Gracias Dios, por el nerd-rock, por la magia, por este… Pixies ocho… Buenos Aires siete y medio.

Matías Pailos

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03 octubre, 2010

Militancia

Los estudios perpetrados en el área de la taxonomía de la amistad, revelan que el tipo de amistad que me une con A es del siguiente tipo:

Intermitente.

Nos vemos una o dos veces al año. Suele mediar algún propósito subsidiario al mero constatar el estado general de los proyectos, logros, frustraciones y estados anímicos del otro. En este caso, la requisitoria corrió a mi cargo: quería darle el libro (el que publiqué hace cosa de un mes, el infame “El amor nos va a separar”). Suele pasar que las conversaciones con A son ajustes de cuentas.

No solo es peronista, sino que a todo fin práctico, también es militante. Eso me pone en una situación incómoda. Yo no milito sino en mi propio beneficio. Soy ese epítome de la psicopatología fogoneada por el menemismo: un egoísta. Y no me gusta dilapidar energías en nada que no contribuya directamente a la consecución de este o aquél objetivo de ese tenor.

Mirá, loco: yo solo quería publicar. Y ahí tenés: publiqué. Listo. Misión cumplida.

Listo.

Ahí empieza la carrera alocada en la que soy corrido por izquierda.

¿Sos peronista? Sí, ¿y? Nada, nada. Pero en el blog no hablás de lo que pasa… Yyy… a veces. Pero no tenés autoridad moral para (por supuesto: no dijo ‘autoridad moral’).

Ahí salté: no. Ni la necesito. Porque una cosa es hacer y otra, muy diferente, hablar acerca de lo que se hace. Se puede ser un muy competente hacedor, y un pésimo analista. Se puede ser un muy lúcido (¡y crítico!) analista, pero un nulo hacedor. Se puede, incluso, ser un intelectual notable de nula catadura moral. ¡Se puede ser nazi e inteligente!

Por supuesto: no me creía ni jota. Porque aunque tengo los mejores argumentos para concluir que no hay que presentar el carnet de afiliado antes de emitir opinión, en el fondo de mi corazón (los corazones vienen provistos de piecitas al fondo, que por algún motivo que desconozco, los usos y costumbres lingüísticos relegan a ese recóndito ambiente las claves de, bueno (¡ejem!)… nuestra “ “ “ “alma” ” ” ”), creo que no tengo derecho a hablar.

(Siempre hay un proverbio a mano para resumir la situación. En este caso, “hay que sostener con el cuero lo que se dice con el pico”, o algo así, ¿no?. Voy a revisar mi stock de citas de Solari. Seguro que hay alguna que viene al caso. El Indio como autómata titulador, como resumen Larousse, como guía espiritual popular.)

En síntesis: sí, creo que lo que da sentido (perdón), lo que hace más profundo, valiosa e interesante una vida, es entrelazarlas con otras, en un proyecto –cualquiera- colectivo. Algo que integre no solo una familia, sino una comunidad. Una radio comunitaria. Una empresa cooperativa. Una feria. Una fiesta. Cualquier pindonga. Si pone contenta a la gente, mejor. Si la ayuda, mejor. Si les da laburo: bárbaro. Lo que sea –cualquier pindonga. Si se hace en beneficio del resto: muchísimo mejor. (Obvio que, en el fondo y en algún sentido, toda razón es egoísta. Pero esas son giladas. Lo importante es la superficie. No somos criaturas abisales.) A me proponía y defendía eso, a una escala ridículamente ínfima: que apoyara, con posts en un blog (¿se puede estar menos integrado? ¿Se puede colaborar de modo menos desprendido?), la gestión actual y el proyecto oficial. Peronista. Progresista. Kirchnerista.

Me defendí con las armas de rigor: ese asunto ocupa un área despreciable de mi pensamiento. Entonces no te pongas a opinar, dijo A, y vuelta a empezar.

En algún momento la discusión se volvía estética. Título de la ponencia: el panfleto como herramienta política y recurso literario.

Ser corrido por izquierda es un placer culposo.

(Ahora, a pocos minutos de celebrar el triunfo de Dilma en Brasil –también hablamos mucho de Brasil, con A. Él lo defiende como el modelo cultural a seguir, donde los artistas de elite son los artistas más populares, precisamente porque entienden que hacer un tema para que lo disfruten cinco es tirar la guitarra a la basura. Yo, sujeto de gustos más bien elitistas, que no veo qué futuro podrían tener los Pixies en Brasil, me resisto… por otra parte, A sobreactúa, claramente. Con el hijo de puta compartimos el gusto por los Peligrosos Gorriones, cuya reunión cumbre fue presenciada por la ingente cantidad de… 200 personas.)

Lo dejé a A y corrí en brazos del amigo más descomprometido que tengo, al que llamaremos, de modo muy ocurrente, B.

Le resumí el debate. Rsta de B: ¡pppfffffffffff…!

Porque B, niños, es un apolítico redomado.

(¡Ah, otra vez caí en la trampa! ¡Otra vez el contrapunto de extremos!

No aprendo más…)

No es que no tenga opiniones políticas, ni opiniones sobre política, ni opiniones que, en algún sentido, tengan alguna oblicua relación con la política. Las tiene todas. Y en cantidad. Pero, como sucede muchas veces, ese no es el punto, caballero.

Lo importante es que es lo más alejado de un militante que yo conozca. Hasta tiene miedo de aparecer mencionado al lado de alguna causa que, en un futuro, podría relacionarlo de modo desafortunado con individuos que en otro tiempo, bueno, no la pasaron tan bien. Es cierto. ¿Quién puede decir que lo peor ya pasó?

(Cuando escribí esto, la asonada ecuatoriana todavía no había presentado sus papeles. Honduras sí, en cambio. Lindo patrón. Pero siempre podemos contrastarlo con la celeridad y contundencia del frente presidencial unasurense en defensa de las democracias regionales. Esto en los setenta no pasaba. ¿Queda mal si inflo el pecho? ¿Queda mal si me hincho de orgullo (debe ser algo que comí ayer)? ¿Queda mal si reboso, cual milanesa, de felicidad?)

B pone cara de asco. Le disgusta cualquier compromiso político, y te lo hace saber con la cara más que con las palabras. Compromiso y militancia suena demasiado a deber castrador y a fanático fundamentalista que, al menos, si no males peores, son cosas aburridas. Con las que es difícil relacionarte con honestidad, ganas y sinceridad. Es todo forzado. No es que él diga que… pero… bueno… (reponga argumento acá.)

Justo en ese momento me apareció un monstruito en la joroba que, con expresión incrédula y dedo acusador, le señalaba que (i) no hay, o al menos no es sano, tener miedo. Que hay que actuar a pesar del miedo. Que solo así vamos, todos –y no solo, pero también él-, a estar mejor, porque además (ii) esto no es juego. Hay quienes la pasan mal, y está en manos de esta sociedad –del resultado de las futuras elecciones, en particular- decidir su suerte. No se te pide mucho. Solo que opines. Que apoyes. Que actúes.

Así que oscilaba entre la culpa por no hacer y la culpa por aburrir. Y claro que estoy tentado a concluir que lo mío es el justo medio aristotélico, pero aunque soy bastante dolobu, esta no la paso. Es fácil construir escalas para que Sabatella parezca un fanático, y Magneto, un moderado. Es solo el temperamento que tocó y supe construir. Tampoco se sigue de que el grado de compromiso que haya tenido sea tal, que el que vaya o me convenga o deba tener sea el mismo. Ni –lo siento- voy a sentarme lo más campante a disfrutar de todos los interrogantes acumulados porque (¡qué idiotez!) una pregunta vale más que mil respuestas (¡qué idiotez! ¡que idiotez!). Voy a seguir lamiendome las heridas y haciendo lo que mejor me sale: mirar para otro lado.

(Pero miento, miento y vuelvo a mentir. En estos tiempos, si no en otros, cada encuentro con A me insufla sentido de pertenencia y voluntad de participar, y tremendas ganas de haber estado con Idez afuera del Luna en su búsqueda del Nestornauta, y con A y las más de sesenta y dos organizaciones adentro del Luna llevados de la mano de Cris, en plena empatía militante, de cara al pueblo del que somos parte, aunque a veces la gente nos confunda, en un constante reclamo que, a pesar de lo que ellos a veces puedan pensar, no es revancha: es justicia.)

Matías Pailos

(Ya, ya, ya quiero que sean las cinco, seis o siete de la tarde para poder disfrutar, televisión o internet mediante, del triunfo de Dilma desde debajo de las sábanas, en medio de la unidad básica en su apoyo que Jacoby montó en la Bienal de San Pablo, que parece que no le cae tan bien la política peronista, que si no internacional, al menos siempre fue un movimiento latinoamericanista, qué carajo.)

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