El Mate Tuerto

"Se fingirá el saber que no se tiene."

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Nombre: El Mate Tuerto
Ubicación: Argentina

23 abril, 2011

Charla presentación Literal

18 abril, 2011

El Osobuco de Ever

La comunidad judía de Asunción del Paraguay ante el Apocalipsis. Lo más normal del mundo.
Ese es el escenario de “Osobuco”, el cuento que cierra el libro homónimo, que el paraguayo Ever Román publicó por Pánico el Pánico a principio del 2011.
El orden de la extrañeza es doble, pero de tipos diferentes. Lo primero -¿judíos en Paraguay? Creíamos que era más bien territorio nazi…- es solo anómalo, probablemente debido a la propia y radical ignorancia acerca de la pujante sociedad israelita de Asunción; ahora: el Apocalipsis es cosa seria.
En el medio, un melodrama. Mínimo, según nos quiere convencer el autor. Y lento. Porque ni en el presente del relato ni en un futuro inminente hay lágrimas a granel. Lo que tenemos es una historia sentimental de un padre de familia que quiere a su mujer y a sus hijas. Lo que hay, también, es una historia de fidelidad conyugal. De supervivencia en LA situación límite. Y en el medio, capítulos de especulación literaria acerca de asuntos sociológicos. Algo así como la relación de la ciencia ficción con el melodrama como el corazón de la sociedad asuncena. ¿Se entiende?
El cuento es otro camino del héroe. La cosa empieza en una carnicería, donde Biedermann –el héroe- sufre el maltrato y la humillación a manos de todos los que esperan detrás por un pedazo de carne. Amén del carnicero. Pero el carnicero está perdonado, porque cuando el saqueo se te viene encima, uno es capaz de cualquier bajeza. Nosotros, con el autor, extendemos una bula y seguimos a Biedermann cuesta abajo, llevándose de frente la puerta de su casa cerrada.
Pensamos lo peor. Pensamos: lo dejaron solo. Pensamos: mataron a todos.
Nah: porque esto no es un melodrama. Biedermann reúne a la familia y acepta ir a la reunión postrera de la micro-comunidad judaico-separatista para –esto lo comprende recién cuando ya está en el baile, cuando solo queda bailar- decir que no. No bailo. No con vos, dice Biedermann. Porque en ocasiones la redención pasa por darle la espalda a todos.
No es el único relato sentimental. Ahí está el padre con la nena en “Cajita de cartón”, arrastrando la paternidad frente a una madre que se lleva a tu hija lejos. Ahí está el cuento escrito con sangre de amor correspondido de la viuda de “Dolly”, que cuenta su desgracia en la pata de la mesa. Y ahí están sus contrapartes iniciáticas en “La fe en los pulmones” –que coquetea con el chabonismo zen de Casas- y el omnipresente Carver -que no es ajeno a ningún libro de estos tiempos- de “Una siesta calurosa”. En síntesis, un combo surtido, que tampoco le hace asco a la falsa alegoría del boludo bueno en “Homobono”.

Matías Pailos

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11 abril, 2011

Breve anécdota que ilustra el porqué del carácter de mi madre e, incidentalmente, el mío

Tenía nueve años, por ahí diez. En todo caso más de ocho, menos de doce. Salí del ascensor y me asomé a la puerta del edificio de departamentos donde vivía. Era la hora después de la siesta. A la siesta no me dejaban salir, bah, mi abuela no me dejaba, ella era la encargada de cuidarme porque papá trabaja mamá trabaja abuela me cuida.

Abrí la pesada puerta de vidrio. Empujaba la manija de bronce como Conan el bárbaro uncido al yugo del molino. En la calle me lo encontré a mi amigo Marcos, que vivía en el mismo edificio. Si no fuera por lo que estaba por pasar no me acordaría del nombre. ¿Qué hacés, Marcos?, saludé. En lugar de responder Marcos alzó la vista, elevó las pupilas como dos pelotitas de chupetín bola loca bailando el blanco del ojo y entonces sentí como un viento y el cuerpo de una mujer cayó al lado mío. Fue una mancha borrosa que pasó a toda velocidad y después muchos ruidos todos juntos: el ruido de bolsas llenas de líquido que estallan, el ruido de huesos que se quiebran, el ruido de carne que se aplasta. El cuerpo de la mujer rebotó contra las baldosas y se levantó casi un metro, todo roto y blando, como si flameara en el aire y volvió a caer y ahí quedó. Miré hacia arriba. Fue una reacción instintiva, supongo, como si fueran a caer más personas, una lluvia de cuerpos; y ahí lo vi a Gustavo, otro amigo del edificio, que estiraba el brazo al vacío, la mitad del cuerpo asomado al balcón y no te miento, creéme, que vi cómo caía una lágrima haciendo zigzag en el aire y desprendiendo partículas en la caida, como si se fuera desarmando en el aire, la vi como en cámara lenta y después salimos corriendo los dos, Marcos y yo, uno para cada lado. Yo alcancé la puerta del edificio pero no acertaba a embocar la llave ancha de bronce en la cerradura para abrirla. Ya había salido la gente a la calle y se amontonaban alrededor del cuerpo, el empleado de la inmobiliaria de enfrente me sacó la llave de la mano, abrió la puerta y me empujó adentro con tanta fuerza que atravesé el hall y seguí hasta las escaleras. Subí corriendo los ocho pisos y entré a mi casa gritando. Busqué a mi abuela, que cosía con su máquina a pedal. ¡Abuela, abuela! Le conté entre hipos, lágrimas, toces y el corazón en la boca lo que acababa de pasarme y la abuela, sin levantar la vista del punto, me respondió entre el tac tac de las agujas:

_Andá a tomarte un nescuik que ya se te va a pasar.

Ariel Idez

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