El Mate Tuerto

"Se fingirá el saber que no se tiene."

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Nombre: El Mate Tuerto
Ubicación: Argentina

22 diciembre, 2011

Aura y fetiche



Prólogo

El retorno a (de) Marx

I

“¿Cómo leer a un autor?” no es una pregunta hermenéutica, sino política. Asimismo, “¿qué es un autor?” no es una pregunta política, sino estética. Porque lo que se interroga no es la aparición determinada de un personaje histórico, sino la constitución de un campo discursivo contingente que sólo la posteridad pudo sancionar como necesario.

De este modo, el acontecimiento suele conjurarse en el dogma. Y, por eso, las verdaderas luchas políticas se resuelven –es un modo de decir– en debates estéticos. Si toda política tiene como piedra de toque la disposición de los cuerpos, la estética subvierte su condición sensible, y apuesta por la producción de novedosas (que no tienen por qué ser nuevas) formas de sentir. De ahí que la pregunta por la herejía esté en el corazón de todo planteo estético que se precie de tal.

Hace unos años, P. Ricoeur afirmaba que la historia de la fenomenología puede ser concebida como una sucesión de herejías contra Husserl.[1] Toda la escuela francesa de esta tradición lo demuestra, desde J.-P. Sartre hasta J.-L. Marion en nuestros días, porque no sólo han puesto en cuestión algún que otro aspecto puntual del corpus teórico, sino que interrogaron la posibilidad misma de la fenomenología. Como afirmaba otro discípulo hereje del viejo maestro –me refiero a M. Heidegger–, el debate entre pensadores se concreta siempre a instancias de la pregunta por un método. La construcción de conceptos es el verdadero propósito del pensar; y, eventualmente, al menos en un primer momento, el pensamiento suele ser contra alguien.

Pero también cabe mencionar a J. Lacan, y su célebre Seminario 22, titulado RSI –Real, Simbólico, Imaginario; aunque además, de acuerdo con la homofonía, hérésie­–, quien recuerda que su herejía no estaría tanto en debatir con sus contemporáneos acerca de cómo leer a Freud, sino en interrogar cuáles fueron los efectos del “acontecimiento-Freud”, qué discurso instituyó y, en última instancia, cómo retornar a un Freud maldito (mal-dicho) que ya había dejado de interpelar a los psicoanalistas de la época. Pensar en Freud, con el atrevimiento de despejar la experiencia que subtiende su letra, para extraer ese resto Real que todavía no terminamos de digerir, como en aquel mito de un padre primitivo (de una Horda cuya única verdad está en el coraje de su ficción) que retorna como espectro, en una especie de parodia de Hamlet, y que ya muerto no termina de morir. Como alguna vez dijera H. Bloom –y a E. Grüner le gusta parafrasear–, quizás necesitemos menos una lectura psicoanalítica de Shakespeare que una lectura shakespeareana de Freud.

Porque, acaso, podría decirse del psicoanálisis algo similar a lo que ocurre con el marxismo: que, hoy en día, son de las pocas teorías que se fundamentan en una práctica. Y, al mismo tiempo, que requieren de la puesta en forma de (el ajuste de cuentas con) un Padre mítico. La tercera pregunta inquietante –luego de “¿cómo leer a Freud/Marx?” o “¿qué (es el) acontecimiento-Freud/Marx?”–, suele ser “¿cuándo hay manifestación de Freud/Marx?”; o, dicho de otro modo, ¿qué coordenadas permiten reconocer a un discípulo, epígono o, en algunos otros casos, a un apóstol, de su discurso? En este punto, ya hemos dejado de lado la cuestión de la herejía, cuando comienza la temporada de caza o el concurso de un sujeto supuesto lector oficial.

Lacan se ocupó de impulsar el retorno a Freud; y, quizás, podríamos pensar que en Althusser (cito este nombre sólo por un vínculo inmediato con aquello que aquí se llamó “lectura estructuralista”) encontramos un equivalente epistémico del retorno a Marx. Pero, mucho más interesante es advertir que si hay retorno es porque hay algo que no deja de retornar. ¿Cómo responder a un Padre muerto que (aún) clama que (aún) no fue suficientemente asesinado?

II

Un libro sobre Marx no es un libro sobre marxismo.[2] Y, sospecho, hoy en día son más urgentes los libros sobre Marx que sobre marxismo. Pensar en Marx sobre el marxismo. Estar sobre (Marx).

La herejía puede ser un método. Uno de los más lúcidos de todos, si se tiene presente el tipo de pregunta que viene a responder. Como he dicho, la herejía no interroga condiciones de aplicabilidad de un término (“marxista”), ni deviene en el conflicto de las interpretaciones sobre un corpus; al menos, no sin antes haber atacado el cuerpo mismo del acontecimiento-Marx. La “presencia” de Marx, su presencia “en persona”, o también –tercera expresión para traducir un mismo término– en “carne y hueso” (Leibhaft). No obstante, ¿de qué clase de “cuerpo” (Leib) se trataría? En un sentido, del concepto Marx-máscara (y no Marx “como” máscara; como tampoco de ese personaje novelado del siglo XIX).

Aunque también el cuerpo de Marx podría ser el del “cuerpo extraño” (Fremdkörper) con que Freud nombra el síntoma en Inhibición, síntoma y angustia; ese “huésped mal recibido” (como también lo llamara en el caso de su paciente Dora) y “extra-territorial”.[3] En todo caso, aquella intromisión de una presencia inaparente, que fuerza la división del sujeto supuesto al dogma y empuja a la desterritorialización. He aquí el principal aliento –la voz, el temple (y todo eso que traduce la palabra “Stimmung”)– de este nuevo libro de Esteban Dipaola.

Cuatro herejías sobre Marx. En la primera de ellas Dipaola pone sobre la pista de un modo de pensar la historicidad (que no es la Historia) a contrapelo. Frente al agotamiento de ciertos discursos historiográficos, la noción de repetición es puesta a punto para subvertir el relato canónico y utopista del marxismo standard. Un ensayo para ser leído de noche, con mayor precisión, en las noches de Sade, quien no sólo podía develar la verdad del discurso kantiano –como sostuviera alguna vez Lacan–, sino la invocación a un Otro tiempo que no es esa otra versión de la teología que fue la teleología. Un Sade que goza en un devenir deleuziano, y que por eso se salva (“a contrapelo”) del mesianismo de W. Benjamin.

Esta línea de fuerza se continúa en el segundo ensayo, que tensiona la relación entre Marx y Nietzsche, que los invierte o, mejor dicho, que introduce en el primero el nervio intensivo del segundo, con el propósito de bordear un concepto para el acontecimiento-Marx, para que el fetiche devenga superficie expresiva. Un concepto operativo, que no se reduce a notas necesarias y suficientes, sino que expone una operación, que sirve a la distribución de un mapa inmanente de prácticas. Una suerte de cartografiado nietzscheano de Marx, que demuestra, a su vez, una apuesta de método del autor: transir al espectro con aquello que no es su cómplice inmediato, para evadir el paradigma de la semejanza y la representación, y esclarecer la bondad del rodeo a través de un texto que se escribe con la sutileza derridiana que apaña el margen y la nota al pie.

Tercera escena, en palabras del autor: “Hay una categoría que debemos pensar como fundamental para el desarrollo de nuestra propuesta y argumentación. Categoría que ha trascendido a todos los marxismos del Siglo XX, pero que quizá no fue tomada siempre como central y fundante para dar comienzo al pensamiento de una concepción estética en el propio Marx. […] por supuesto nos referimos a la concepción marxiana de lo ‘sensible insensible’”. Decir algo sería decir menos, el alcance de la apuesta es taxativo: no se trata de una estética marxista, de una interpretación marxista del arte, sino de reconstituir el soporte estético del pensamiento de Marx[4] a través del análisis de aquella categoría que apenas se deja nombrar con un oxímoron.

Por último, si acaso hubiese un orden, un ensayo que nos enrostra la posibilidad de pensar a Marx como el primer artista Pop, cuyo obra fundamental estaría en su propia imagen, (in)auténtico kitsch for sale que prolifera en artículos, libros, afiches, etc. El devenir de la imagen-Marx en la época de lo que hoy en día se llama el arte post-aurático; que evidencia que lo Otro del aura no sólo era el fetiche, porque el fetiche era tan aurático como el aura misma, y porque el fetiche encuentra su sucedáneo en ese star que igualmente llama al culto. La estética de Marx se presenta, entonces, como una potente herramienta política para pensar la estetización de lo social, cuyo correlato intensivo puede encontrarse en la concepción dantiana de un arte después del fin del arte, en la que cualquier objeto puede ser un candidato legítimo para el Artworld. Sin embargo, en desmedro de la concepción cognitivista y esencialista de Danto, la estética de Marx –iniciada en el ensayo anterior– puede dar un paso más, aunque con el costo de ofrecer un motivo reversible: el sacrificio del aura de Marx. Por eso, en absoluto podría decirse que este es un libro de vocación parricida. Ese es un debate que queda para los niños magníficos del marxismo.

Mucho más acertado es entrever que nos encontramos ante un libro que expone una original père-versión. Matar al Padre ya muerto es una empresa, por lo general, insostenible, que puede justificar algún que otro gesto de infatuación, cuando no hay mucho para justificar y asuntos más importantes nos reclaman. Poder servirse del Padre para pensar el horizonte estético de la subjetividad de la época es menos que un gesto, pero es también el acto valiente que el lector podrá reconocer en el curso atento de estas páginas. Al completar su lectura, quizás ya no tenga sentido preguntar “¿dónde están los marxistas?”. Sabemos que sus poetas (aquellos por cuya boca hablaba Marx), al igual que Dios, han muerto. Pero con esa pérdida se habrá ganado la curiosa entre-visión de aquello que podría nombrarse –con una expresión que debemos a J. B. Ritvo– como una “forma de la sensibilidad”.

Luciano Lutereau

Buenos Aires, octubre de 2011


[1] Esta referencia a la fenomenología en la presentación de un libro sobre Marx no es un dato menor cuando M. Henry le ha dedicado un libro de dos tomos (editado en 1976, reeditado en 1991 y, finalmente, en un solo tomo de 962 páginas por Gallimard en 2002) que propone que el modo de comprender a Marx requiere dejar fuera de juego el marxismo, al punto de sostener que “el marxismo es la suma de contrasentidos realizados sobre Marx”.

[2] El intento de pensar a Marx más allá de su dogma, puede encontrarse en diversos libros recientes; por ejemplo, Hobsbawm, E., How to change the World: Tales of Marx and marxism, Little, Brown, 2011; Aron, R., Le marxisme de Marx, Paris, Editions de Fallois, 2002. En este último caso, la publicación de un texto de otro tiempo (traducido a nuestro idioma el año pasado), refrenda la actualidad de la cuestión.

[3] Cf. Bruno, P., Lacan passeur de Marx. L'invention du symptôme, Paris, érès, 2010.

[4] Aquí también cabría apreciar la novedad de este libro respecto de otro libro que, en su primera edición en el país (2008), acompaña el movimiento de retorno anticipado que explicita este prólogo. Me refiero a El Otro Marx de O. Del Barco, cuya evaluación de la alteridad avanza hacia los bordes del corpus, en el esclarecimiento de texto marginales y comentarios que se encuentran próximos –mucho más próximos de un método, aunque sin referencias tortuosas al psicoanálisis lacaniano, como las de Laclau o Zizek–, aunque lejanos en esta cuestión central: antes que una nueva lectura estética de Marx, se interroga el método estético de Marx.

16 diciembre, 2011

Presentación A la santidad del jugador de juegos de azar


Tres semanas atrás, Ricardo Strafacce, lector omnívoro a cuya atenta mirada no escapan ni los resultados de la quiniela, advirtió que el primer premio imitaba –en la mimesis perfecta de las cifras– a los últimos dígitos del teléfono de su socio. Al otro día, la situación se reeditó con el número de una mujer muy querida y, como lo que sucede dos veces, se repite indefinidamente, intuyó la inminencia de una serie. De inmediato empezó a jugarle a las últimas cifras del número de teléfono de su casa, después del de su celular, más adelante el de sus hijas, su ajada agenda se había convertido de pronto en un criptograma de la fortuna. Entonces, claro, acertó dos cifras y levantó unas centenas de pesos. No conforme, continuó, duplicando la apuesta como lo haría un obrero tipógrafo: apostó a los números de adelante hacia atrás y de atrás hacia delante. Y, claró está, acertó tres cifras con el número invertido y casi le pega a las cuatro. Se alzó con varios miles (lo puedo contar porque estamos entre amigos, creo) y escribió una nueva página en el santoral pagano de los jugadores de juegos de azar, que rezan sus salmos con la misma prosodia con la que se escancian los licores en el templo del Varela. Conjeturo que La santidad del jugador de juegos de azar consiste en eso: hacer jugar a las circunvoluciones caprichosas del azar en el orden de un relato, tal como nosotros hacemos con los hechos aleatorios de nuestra vida; sólo que el jugador va al hueso del asunto, al germen mismo del procedimiento, recomenzando una y otra vez, reconstruyendo hacia atrás y hacia delante, acordándose del porvenir, proyectando un nuevo pasado, para pre-ver el arcano del próximo número, la cifra ganadora que lo sacará de pato pero que –como decía Carlos de la Púa- algún día tendrá que joderlo. Siempre en procura de colgarle el cascabel del sentido a la bestia salvaje del destino (no hacer falta insistir en que destino y sentido son anagramas) y, en ese afán tan heroico como imposible, perderse, volverse santo en el goce extático de su martirio.



Voy a contar una anécdota que ya conté en otro lugar pero que hoy, creo, vale la pena traer a cuento. El día que conocí a Héctor Libertella, en este mismo bar, estaba sentado con Ricardo Strafacce a la mesa presidencial y junto a Javi, el mozo, se pusieron a hablar del casino. En un momento de la charla alguien mencionó la novela El jugador de Dostoievski y Ricardo recordó una escena en la que el protagonista, ya completamente jugado a su a-dicción, cuida de una anciana inválida y la lleva, en silla de ruedas, hasta el interior del casino y ahí comprende que se ha convertido en un jugador. Entonces Héctor comentó: “Sí, pero si esa novela la hubiera escrito yo, el tipo habría tumbado a la vieja para echar a correr la bola sobre la rueda de la silla”.

Cuando Héctor hablaba de este libro que hoy estamos presentando me acuerdo que se reía del chiste que había hecho: “La dedicatoria se corrió al título”, decía y soltaba la carcajada, como si esa broma bastara (y basta) y sólo solicitara un libro que viniera a justificarla como hecho social, literario y de mercado, ese mercado de un solo lector riéndose a mandíbula batiente que el mismo Héctor nos enseñó a divisar en los pliegues del Mercado con mayúsculas. De desplazamientos así, está hecha su obra. Si el narrador de El uruguayo, de Copi le pedía a su maestro que fuera borrando a medida que leía, con Libertella asistimos a la evaporación de la prosa; sus libros son artefactos alambicados que destilan el extracto literario gota a gota. La escritura de Libertella desaparece ante nuestros ojos, deviene fantasma y al leerlo tenemos la misma impresión que nos estremece cuando percibimos un movimiento en el borde de nuestro campo visual, al límite del punto ciego y, al girar la cabeza no vemos nada y sólo nos queda la sensación inquietante de que algo estuvo ahí: el fantasma de una presencia.

A la santidad del jugador de juegos de azar es en parte una incursión en el género de las “Vidas imaginarias”, esa vertiente inaugurada por Marcel Schwob, -si no antes por Plutarco-, que Borges retomó en su Historia universal de la infamia y Willcock llevó a la cima en La sinagoga de los iconoclastas. Así, en A la santidad, asistimos a las vidas imaginarias (como si alguna no lo fuera) del cowboy Bill Flitner, el jugador Herbert Louis, el político italiano “Lobo” Desimone o el polaco Goyeneche, entre otros. Dije que es “en parte” un libro inscripto en esa tradición porque éste es, además, al mismo tiempo y sobre todo un libro de Héctor Libertella, lo que significa que contiene, espectralmente, toda su obra; ese eco de un sonido que todavía no se produjo con el que Héctor definía a la literatura. Todos sus libros son reescrituras de reescrituras, huellas de huellas que borran todo origen posible al cual remitirse, la obra escrita por un feto de cien años, una obra hecha de repetición, variación y divergencia que abunda en reenvíos, puentes, pasadizos, citas, copias, simulacros, alucinaciones, entre un texto y otro hasta volverla menos una obra que un sistema de relaciones y, como Héctor mismo dice en este libro: “nada más sólido que organizar un sistema de relaciones”. Cito apenas dos ejemplos: en el final de Herbert Louis, Héctor escribe:

Mientras está sentado en su inodoro, las luces de un póquer electrónico en el baño se obturan ahora sí y ahora no. Como pujos de un vientre que busca sacar eses.

Es claro que esas “eses”, escritas sin hache y con la letra “ese”, remiten a los “ases”, como la mierda fértil de la máquina blanda del juego, el mismo procedimiento que nos enseña casi didácticamente Libertella cuando nos explica por qué la hipálage de los “ojos abigarrados” del verso de Borges sería perfecta si estuviera escrita con v corta (“ojos avigarrados”, es decir, llenos de vigas), y cifra en ese desplazamiento de la v a la b, la distancia entre un Vallejo y un Borges. Pero, al mismo tiempo, podríamos operar otra permutación y transformar el “sacar eses” en “secar heces”, tal como hace Rassam, el personaje de Diario de la rabia, al final de ese texto sobre la traducción que era imposible de traducir. Rassam secaba heces para convertirlas en tablillas y ofrecérselas a los arqueólogos para “vender la verdad como si fuera mentira”. Y, una vez inmersos en este juego de remisión infinita, podríamos volver de aquél texto al éste con un “Secar ases”, con lo que tendríamos toda una teoría del arte del fraude como prestidigitación.

El otro ejemplo es más simple, pero creo que ilustra mejor el pathos de la escritura libertelliana. En el árbol de Saussure, en un capítulo no casualmente llamado “Fantasma” (esa figura que le es tan afín) Libertella dice:

Escribir no es como pintar, donde uno agrega. Lo que el lector ve no es lo que uno pone en la tela. Escribir se parece más a la escultura, donde uno saca, elimina, para hacer visible la obra. Pero esas páginas que uno elimina permanecen de algún modo. Hay diferencias entre un libro que tuvo doscientas páginas desde el comienzo y otro de doscientas que es el resultado de un original de ochocientas. Esas seiscientas páginas están allí. Sólo que no las vemos.

En este libro que hoy presentamos podemos avizorar la figura del fantasma. Si consultan el índice podrán ver que entre el capítulo de Herbert Louis, en la página 23 y el de Goyeneche, en la 29, se anuncia otro capítulo titulado “Góngora. Nada de lo humano”, que por supuesto, no aparece nunca, es un capítulo fantasma, seguramente la pieza clave que hace funcionar todo el texto; pero por esta vez el espectro ha quedado capturado en el índice, y también en la introducción, cuando Libertella, tras presentar a sus personajes escriba: “Góngora será el destino de todos ellos: ni siquiera aparece en este libro”. Bueno, digamos que aparece en su forma de desaparecer, de evanescerse.

De estas alusiones y elisiones está hecha la obra de Héctor. Así fue construida, con una paciencia infinitesimal, ladrillo a ladrillo, piedra sobre piedra, por esos dos obreros del sueño: condensación y desplazamiento; sus textos son el sueño lúcido que alucina la Literatura Argentina cuando sueña despierta. Qué mejor que terminar con sus palabras:

“Desde entonces aprendí que la literatura es ese ir y venir sobre una huella que nadie eligió. Como el alcohólico o el jugador de juegos de azar, tal vez el escritor sólo escribe por escribir”.



Ariel Idez


*Texto leído en la presentación de A la santidad del jugador de juegos de azar, de Héctor Libertella y Crímenes perfectos, de Ricardo Strafacce, el sábado 26 de noviembre de 2011 en el bar Varela-Varelita.

07 diciembre, 2011

La inquietud de sí. (Apuntes de lectura de “¿Cómo no pensar en mí?”, de Matías Pailos)


1) Cómo no pensar en mí, es el título de la novela de Pailos. Es un buen título que permite dos posibles lecturas. Una, la del ensalzamiento del sujeto: no hay nada más importante que pensar en mí mismo. La otra posibilidad es la de entender el título en relación a una condena. Entonces la pregunta “¿cómo dejar de pensar en mí?”, sería una pegunta no retórica que exigiría y clamaría por una respuesta: cómo hago para dejar de hacer esto que me es dado, cómo, de qué forma salir del atolladero de mí mismo. En este sentido, entonces, no puedo dejar de pensar la novela de Pailos sino sobre el fondo de una dramaticidad originaria. No el de la subjetividad si no el del desfondamiento de la subjetividad: quién, qué subjetividad, exige el modo de salir de la propia subjetividad.

2) ¿Cómo no pensar en mí? Es una buena pregunta. Digo, hay algo de mal entendido cuando hablamos de la literatura del yo. Hay protocolos de lectura demasiado pegados a ciertas escrituras de la experiencia (humilde, chiquitita, histérica, depresiva, maricona) que iluminan una parte de la narrativa de los años 90 y que todavía continúa hoy. Personajes abandonados, engañados, heridos, por la pareja, por la familia, o por lo que fuere, que sufren de un modo mediano, edípico, el paisaje social del capitalismo postindustrial. Una literatura a la espera de nuevos sacerdotes que justifiquen el dolor generacional. En este sentido, hubo y hay una captura de la escritura por parte de la cultura. La pregunta de la novela de Pailos es cómo, en el centro del yo, se da la fuga que la cultura no puede capturar.

3) Entonces, evidentemente no se trata de una novela sobre el yo. Pailos escribe una novela que es un diario autobiográfico, corriendo el riesgo de ser leída justamente como la novela de un diario autobiográfico. Pero no es otra novela acerca de la subjetividad o de los recovecos sentimentales de una subjetividad herida. Se trata más bien del proceso de desubjetivación de la escritura, de cómo la experiencia de la escritura señala la imposibilidad, diría el umbral, de toda experiencia subjetiva.

4) Comencemos por algún lado. En el capítulo 4, Pailos, el narrador, hace la primera mención a su trabajo. Es un filósofo becado que investiga acerca de los mundos posibles y contrafácticos. En principio esos mundos posibles surgen en la cotidianeidad de Pailos, y lo hacen en el continuo de “los peores errores posibles”: siempre se elige la chica que no se debe elegir, se elige hacer lo que sabemos que irremediablemente se hará mal, se elige subir en ascensor cuando el ascensor evidentemente se va a romper, digo, todo hubiese ido mejor si hubiéramos elegido otra cosa. Sin mundos posibles no habría error de nuestra parte. Simplemente haríamos lo que nos está dado hacer. Pero nos condenamos al error porque los mundos posibles acechan todo el tiempo. Pero aquí hay un punto central en la novela de Pailos, el mundo posible que más nos interesa no es aquel en el que el mundo que conocemos ya no es el mismo (pienso en la ciencia ficción), sino ser otro en un único y mismo mundo, radicalmente otro. Digo que es un punto central porque la mera posibilidad de ser radicalmente otro nos transforma por enteros en un error. Nuestra subjetividad como el error que la posibilidad de ser otro ilumina. Un error que termina desnudando la arbitrariedad de lo que somos. Somos un error porque estamos condenados a ser otros que nunca podremos ser.

5) El error desnuda la nada, al menos la arbitrariedad, la máscara y la farsa, de aquello que llamamos yo. Pailos escribe un diario autobiográfico en el que no hay nada que escribir. En el cap. 6, dice que no se banca pasarla tan bien. En el cap. 7, al regreso de unas vacaciones en Chile, plantea que decir que la pasó bien es no decir nada, “decir nada es algo que soporta mal”, dice Pailos. Una y otra vez, lo que Pailos hace se reduce a la nada cotidiana. En muchos capítulos se obsesiona con la película “El ladrón de orquídeas” que trata sobre un escritor al que le es imposible escribir el guión de una película que terminará versando sobre un guionista que no puede escribir el guión de la misma película. En algún momento Pailos dice que el problema de la película es que no pasa nada y que su solución es evitar que no pase nada. La película existe, la podemos ver. El libro de Pailos existe, lo podemos leer. Pero de algún modo ni la película ni el libro existen como película y libro, no existen como obra, como cosa cerrada. No tienen fin porque no alcanzan el estatuto de obra. Son más bien un ir hacia la obra para no alcanzarla. Un ir hacia el yo, ir hacia la narración autobiográfica. Pailos escribe para la obra y hacia el yo, pero se olvida de la obra y del yo, se concentra en el “para”, en el “hacia”, un devenir hacia ninguna parte, una potencia que se preserva como potencia en cuanto logra el milagro de la no efectuación.

6) La autobiografía de Pailos como sabotaje de toda autobiografía, entonces, se deja arrastrar por la lógica de la espera. En principio la vida de Pailos es la de la espera: espera una beca, vive esperando algo de su pareja, algo de sus amigos. Siempre entonces a la espera de los otros. Pero no sólo está a la espera, sino que más bien él mismo es la espera. Esa es la única subjetividad que se juega en Pailos, la nada de una espera radical, tan radical que cuando eso que espera finalmente llega, llega en el modo del desastre. Pero la espera radical no es Pailos sino la escritura, el modo que la escritura autobiográfica encuentra para no realizarse en la obra. Se escribe porque se espera, pero no se espera nada, se espera únicamente preservarse en la espera, para aplazar constantemente aquello que le de fin a la propia espera.

7) Lo mismo se le juega a Pailos a nivel de la construcción de la frase. La cantidad de paréntesis que existen en cada párrafo no es más que el despliegue de esa lógica de la espera radical.

8) Pero la espera deteriora. Es muy difícil bancarse la espera como espera radical. A Pailos comienza a paralizársele el brazo izquierdo. Comienzan los mareos. Algo está empezando a reventar en ese cuerpo. Pailos ya no es Pailos. Está dejando de serlo. Porque de algún modo la nada no es solo una nada, la nada produce, la nada también trabaja y hace explotar. Entonces Pailos se encuentra escribiendo sobre un Pailos que Pailos ya no es. Escribe sobre otro –sobre él mismo, en el modo de ya no serlo. Pero ese segundo Pailos, el Pailos del que se escribe es también otro Pailos que no es más que el mero escribir sobre un tercer Pailos que no es más que el ejercicio de escribir sobre un Pailos que escribe. Desde entonces el diario sigue escribiéndose, sin Pailos. Pailos encuentra que el diario ha sido escrito por otro Pailos, desde otro mundo, desde otro mundo posible. Ya no hay error.

9) La cuestión entonces es cómo soportar la escritura autobiográfica como un medio inútil que no pretende ningún fin y que se sostiene como pura potencia. Esa nada de la escritura autobiográfica ya no es la nada cultural de los 90, sino la nada de un yo que se fuga de sí mismo, que no alcanza a ser nunca plenamente yo, que no se cierra en ningún acto ni en ninguna obra, sino que se duplica una y otra vez, se duplica y dispersa, se encuentra siempre como otro, se desfonda y ya no hay captura que detenga la fuga, porque la pregunta que moviliza la escritura de Pailos, digo la pregunta acerca de qué subjetividad exige salir de la propia subjetividad, ya es la propia fuga.

10) Entonces los vemos, Pailos comienza a encontrarse con los otros Pailos y todo se acelera. Los otros Pailos están ahí, en todas partes, acechando, persiguiendo, ahogando, la fuga se multiplica. A esa altura ya vale decirlo: Pailos escribió la novela de una fuga psicótica. En el contexto de una literatura que hace veinte años se dedica a contar el mismo cuentito neurótico, no es poco darse un paseo por los bordes.

11) Una última cuestión: Hay una novelita francesa escrita en el siglo XVII, que de algún modo funcionó como contraparte del Quijote. La novelita se llama Meditaciones Metafísicas. Ahí desde donde Don Quijote se va para pasear un rato por el desierto, ahí es dónde Descartes pretende llegar. Uno viene y el otro se va, pero en el medio, entre uno y otro está el camino, digo la narración, digo el lenguaje, más bien el ser de lenguaje, que tan bien hemos sabido atrapar en la máquina burocrática de la filosofía y la literatura. Un lenguaje que en alguna parte ha perdido el punto de llegada y el punto de partida para hablar en el vacío hablándonos, hablándonos en términos de yo. La pregunta es qué se hace con ese lenguaje, o más bien, qué nos hace ser ese lenguaje, o quizás a dónde nos lleva ese lenguaje. O acaso la pregunta es si eso importa. El yo no es el problema, al lenguaje poco le importa eso que llama yo.

Pablo Farrés

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