El Mate Tuerto

"Se fingirá el saber que no se tiene."

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Nombre: El Mate Tuerto
Ubicación: Argentina

22 marzo, 2012

Querido Idez:

(Comparto con ustedes estos comentarios de mi amigo el poeta Mauro Lo Coco sobre La última de César Aira.)

Para mí, las novelas se miden por el tiempo que toma leerlas.
Si bien tengo la tuya entre mis manos (bueh, en mi casa) hace casi un mes y medio, he contado las horas que me ha tomado leerla: son 9 y 43 minutos. Estoy seguro que en el medio me dispersé, porque se me pasó el tiempo volando y creo que efectivamente fue menos tiempo. Es una gran marca: la última de Bellatín, por caso, me duró como 14. Metonimia de me cagué de la risa y me enganché mal.


Voy a enumerar todos los aspectos positivos de la novela, para no olvidarme y porque conversando -cosa que espero hagamos pronto- se van perdiendo algunas cosas:


a) La estructura es cinematográfica: cada capitulito abre y cierra (sobre todo los del principio, después se degrada, como todas, y eso también es bueno) y hace las cosas más agradables para la neurosis del lector.


b) El imaginario de Sábados de Súper Acción, mezclado con pantallas de videojuego (dos subgéneros: es tanto arcade fight, tipo Double Dragon como aventura interactiva, tipo Full Throtle). Acá los highlights son el gigantoenano (momento de pase de pantalla total), como la cosa típica de la aventura, de ir acumulando pruebas aliados y amigos. En mi barrio es una goma que se va armando (y de ella se habla en los pasajes, en las calles) y finalmente se arma de verdad. Bueno, de la dispersión inicial (cada personaje en capítulos separados) a la mezcla (empiezan a interactuar) hasta llegar a la síntesis final (como cuando el taiwanés le aclara prácticamente a todos que es taiwanés, por caso). Ese crescendo acumulativo y condensatorio (digo yo) está bueno. A mí me gustan las historias de aventuras tradicionales, y esta lo es, a pesar de las formas.


c) El procedimiento de cuento oral es fundamental, porque es la sustancia del artificio en el que se basa todo el texto. En el cuento tradicional la princesa es bella y buena desde el principio, no necesitamos que un director de cine yanqui nos muestre en tres escenas que es efectivamente así para que nosotros como espectadores produzcamos esos atributos como una interpretación nuestra y nos sintamos así espectadores activos. Listo, para la narración oral la princesa es buena y punto. Así es el enano, sexy como nadie en el mundo (y todos los otros personajes son iguales). Hay, así, un gran mérito: evitarnos racontos, escenas y descripciones pedorras para presentar personajes.


d) Los estigmas: lo maravilloso es el Goffman de los personajes. Son como personajes arltianos, pero de un arlt de Crónica tv, lo cual podría parecer redundante, pero no, porque no es la duplicación postmoderna. Mi favorito es Figuerraz, pero sobre todo Evaristo, el capanga de los paseadores de perros. En cualquier caso, la confesión final del enano es fuerte y conmovedora.


e) El desenmascaramiento de lo habitual: logias detrás de profesiones, códigos, asambleas, sociedades secretas... Sin dudas, en esto, los paseadores de perros la rompen. Los negocios oscuros de Aira también, pero sin dudas la Logia Lautaro merece un lugar destacado en esa cuestión. Sos bueno para el discurso explicativo (te diría que casi, casi, es tu fuerte, si no fuera porque sos narrador, claro).


f) El enano escondido en el culo de una puta de flores.


g) Que los taiwaneses sean peronistas es un acto de justicia: que Aira se venda a los chinos también. Lo de los afroamericanos es brillante, justo aquellos que han sido postergados y destratados en la historia argentina, esos que el Martín Fierro desprecia y que Lugones prácticamente borró de nuestra historia, merecen la revancha de colaborar con los chinos y con Aira. Lo confieso: hinché por Aira, seguro que no soy el único.


h) "lo tomé como otro dato bizarro de la realidad" esa frase está cerca del final y define muy bien la naturalidad con que en toda novela se narra lo inverosímil. Por esa naturalidad la inverosimilitud se legitima en verosímil de la novela.


i) No dejo de sospechar que son cuatro o cinco chistes pelotudos los que justifican haber hecho semejante despliegue narrativo: quiero decir, hubo chistes francamente boludos que, conociéndote, deben haber alimentado las ganas y el empeño por terminar más de una página para llegar ahí, a esa situación en la que la boludez se justifica. Es inteligente y oximorónico, claro. Es como construir un satélite que se vea todas las noches para ponerle un cartel luminoso que diga "puto". Gestas así le hacen bien a la literatura, muy bien.


j) Aira inventó el procedimiento, pero... en La Salada ya debe haber bolivianos escribiendo "El conejo", "Dique", "Cómo me hice yogui", "La batalla de las ferreterías", "Las jornadas de comunicación"... cuidado. La gente dice que no notás la diferencia entre la literatura de Puán y la de estos negros. Los elitistas de Puán dicen, en cambio, que en la adjetivación, que en algunos sustantivos y construcciones verbales, se nota claramente una calidad distinta. No sé si son puristas, habrá que hacer una excursión y revisar. Por lo pronto, yo que vos revisaría si no hay por ahí un Ariel Ives, o Ari Elides, autor de "la nueva de Arturo Carreta". Cuidado.

Bueno, querido. Espero verte pronto y felicitaciones, hiciste un golazo.

Mauro.

Mauro Lo Coco es poeta, autor entre otros libros de Ricardo Gravitando, Niño Cacharro y 18 éxitos para el verano (inédito).

07 marzo, 2012

Adolescente conurbanoer en los noventa salta a la gloria literaria

Ariel Idez sostiene una tesis arriesgada: “Los años felices”, de Sebastián Robles, es un libro que clausura los noventa. El dictum, además de falso, es tremendamente atinado. LAF es una (novela) de los noventa, porque 242 de sus 243 páginas están ambientadas en la década infame del país posdictadura. Como bien se ocupa de aclarar la contratapa, LAF es, además, una novela de iniciación -pero también una Bildungsroman, en homenaje a los arios antepasados del autor. Con decirles que es de Ballester y todo- que arranca desde el mismo momento en que empieza la carrera hacia la madurez, la vida adulta y la muerte, tarde o temprano.
Como la adolescencia, el libro empieza con una paja.
Corrijo: empieza con una discusión entre amigos acerca de la paja. Y alrededores. Por ejemplo, con una indagación plenamente especulativa acerca de a quién le salta y –esto es más importante- a quién no. Rápidamente se delimita el círculo de amigos –Eric –el protagonista-, Hernán y Diego- que va a empujar la historia para adelante, hasta su desmembramiento, o, mejor, disolución en la década siguiente. En este sentido, es una novela realista, al menos si se cree que la realidad es entrópica. Uno no termina haciendo lo que quiere –ni con quienes quiere-, sino, en los mejores casos, lo que puede.
En tanto historia de crecimiento, LAF es el relato de una educación sentimental. Que, como toda educación sentimental, se parece más a la serie de cursos impartida por la afamada “Universidad de la Calle”, que por los sesudos programas bajados, cual Mosaicas Tablas de La Ley, desde los claustros académicos. (Que –agradezcamos al cielo- solo requieren el ejercicio de la inteligencia sostenido por la paciencia del estudio.)
Ahí nomás, en el capítulo 2, Eric conoce a la mujer de la novela: Vero. Y, sintomáticamente, lo hace en uno de los lugares icónicos de la década (y de la pasada también): Cemento. Robles, como Houllebecq (el de “Las partículas elementales”), arranca de observaciones y desde la más pura especulación sociológica, como introducción y marco para lo que pasa en la novela, tanto dentro como fuera del corazón de los personajes. Pero, a diferencia de Houllebecq, lo que más le importa es esto último. Robles es un tierno. Y un sentimental. Y un canalla nostalgioso de la peor calaña.
“Quise besarla.
-Seamos amigos, dijo.”
Página 216. Poder de síntesis, que le llaman.
“Después contó de su trabajo. Era abogado. Me preguntó por mi familia. Le expliqué lo que pude, sin tartamudear. Cuando nos sentamos a la mesa, Vero me apretó la mano. El padre no la vio. La madre nos sonrió. Tengo suegros, pensé. Una novia. Una familia política. Yo estaba contento.”
Ipso facto, el remate:
“Y me agarró acidez.”
El mejor personaje de LAF se llama Mariano, y es un sociópata en toda regla. Aparece en la parte final del libro, para espantar a sus personajes colegas, y alegrar la vida del público lector. Amenaza a la concurrencia de bares, dice barbaridades a las minas, muestra el culo tatuado con la cara de la vieja. Al toque, nos enteramos de que le dicen “el 22”.
Mariano no tiene lugar en la novela, y Robles lo ahoga apenas saca la cabeza del agua. Es que el núcleo de LAF es la vida estándar de un pibe de barrio, con la cual representar la vida estándar de pibes de barrio intelectualizados, nerds, freaks, en una década como no habrá otra igual. Neurosis, me acotan. La psicosis tirapiedras no puede entrar sin dejar todo patas para arriba.
Así que se queda afuera.
Se nota que Robles es un fanático del género, así, en singular. Pero también en particular: del terror –literario y audiovisual-, de la ciencia ficción –literaria y audiovisual-, y de lo trash y clase-B –audiovisual, más bien. En la novela, se explotan estos ámbitos como referencias, pero rara vez como recurso. Y está bien. La novela es sentimental y coqueta, tierna y cotidiana: lo extraordinario queda está fuera de lugar. (Falso, ¿no? En la vida de cualquier gil hay punctums notables. Entonces –rectifico-: no hay lugar para más cosas extraordinarios que las que decoran la vida de cualquier hijo de vecino.) No sorprende, entonces (perdón, Robles: voy a contar otra parte del libro), que, tras el final del capítulo 15 -“Llegó puntual. Entonces fuimos a la casa embrujada”-, el viaje al corazón del miedo termine así:
-¿Estás asustada?
-Un poco –dijo.
-Yo también.
Me acordé de la pareja feliz que había vivido en la casa y de cómo había terminado. Todo pasó rápido. Ella gritó un poco, aunque después me dijo que no había dolido tanto. Cuando terminamos, nos tapamos con la frazada. La besé”.

Matías Pailos

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