Last Nite
Los tipos competitivos somos así: idiotas irredentos. Para ilustrar mi punto le conté de los ejercicios zen de concentración adolescente semanal parapetado contra la fuente de rayos catódicos en espera de otra emisión de la inefable madre de todos los vicios(os): “Cha cha cha”. Gilberto Manhattan Ruiz, ministro de Ahorro Postal, era el personaje interpretado por Casero, Alfredo, a imagen y semejanza de Domingo Felipe Cavallo, ministro, contemporáneo, argentino. La cámara se dejaba seducir –la muy casquivana- por un primer plano descendente de la agraciada jeta de Casero, de modo tal que su frente abarcaba todo el margen superior de la pantalla y su mentón, casi nada del primo del inferior. Casero se apretaba las bolas, metía un par de agudos y, más rápido que ligero, engranaba. Los índices enhiestos, las cejas desbocadas. El desafío era simple, le dije: no-me tenía-que reír. El fracaso, verbigracia, era inevitable.
No aguantaba ni cinco segundos. A los diez tenía que apagar y encerrarme en la cocina, a la espera del amaine de los retortijones que sofocaban mi voluminoso vientre.
Los pelotudos no escarmientan.
Viste “Una mente brillante”, le pregunté. Yo no. Nunca entera, al menos. (Lo intenté, pero me al rato me embolaba o me indignaba con los sobreesfuerzos del bueno de Russell Crowe, y cambiaba a algo más entretenido y profundo. Un partido de fútbol japonés, pongamos. Ahí se rió.) Pero los últimos veinte minutos los vi un millón de veces. Brevemente: Crowe es John Nash, un matemático destacado que a los pocos pasos de fatigar la terra adultis trula irremisiblemente. Psicótico como pocos, de la variedad paranoica alucinatoria, ve cosas que no están ahí. Y empieza a perder todo, más que nada lo elaboradamente institucional y simbólico: posición, prestigio, matrimonio. Deviene rumiante. Zafa. Ahí, pero zafa. El decano, antiguo colega –y rival, más tonto pero socialmente mejor adaptado-, le permite que vuelva a dar clases. Los vaivenes de la economía teórica (entre otras cosas) hacen que su nombre se baraje para el Nobel, y en eso estamos cuando recibe una visita. Un delegado de la Academia. Caminan por el parque de la Facultad (el primer mundo –o Córdoba- es así).
Vamos a tomar un te, dice el delegado.
Llegan a un salón reservado para profesores. Uno entiende que Nash no entra ahí hace mucho. Uno lee: cree que no tiene derecho. Lo convencen. Se sientan. Empiezan a hablar. El delegado lo mira. Lo mira raro.
Ya sé, le dice Crowe: usted viene a ver si estoy loco. Si no voy a hacer desmanes si me dan el Nobel. Bien, sepa algo… agacha la cabeza, se encoge sin mover un dedo: estoy loco. Veo cosas que no están ahí. No, no le puedo asegurar que no salga corriendo. No, no le puedo asegurar que no me desnude frente a todos. No, no le puedo asegurar que no trate de ahorcar a los miembros del jurado. No: no se lo puedo asegurar. Levanta la cabeza para dejar espacio a que el silencio se instale a sus anchas entre los dos. Que los rodee, que maneje la situación. Una vez más, agacha la cabeza. Alguien se levanta, se acerca a la mesa, deja una lapicera sobre la mesa en la que están sentados. Otro se levanta, repite la operación. Un tercero, un cuarto, todos. Un poco antes o un poco después me largo a llorar. Cada vez que veo llegar la escena digo: esta vez no. Pero…
Cosas del pasado. Cosas que ya no pasan. Solo que algunos vicios se niegan a ser erradicados.
Lo intento, pero todavía no puedo.
El 22 de Junio de 1986, un gordito petiso, de rulos y de Lanús, otrora hincha de Independiente, se decidía a meter el mejor gol de la historia. Ese mismo día, un locutor uruguayo con el bisoñé engominado que tan alto ranquea en el medio futbolístico, se decidía a rapear sobre esa pista el relato más emotivo de la historia del universo. Uno que, todavía, me pone la piel de gallina cada vez que lo escucho. Uno que, todavía, como un chico, como un boludo, me hace llorar.
“...la va a tocar para Diego, ahí la tiene Maradona, lo marcan dos, pisa la pelota Maraaaa-dona, arranca por la derecha el-genio-del futbol mundial, y deja el tercero y va a tocar para Burruchaga...¡Siempre Maradona! ¡Genio! ¡Genio! ¡Genio! Ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta... ¡Goooooool...! ¡Gooooool...!¡Quiero llorar! ¡Dios santo, viva el futbol! ¡Golaaaaaaaazo…! ¡Diegooooooool! ¡Ma-ra-do-na! Es para llorar perdonenme... Maradona, en una corrida memorable, en la jugada de todos los tiempos...barrilete cosmico... ¿de que planeta viniste? Para dejar en el camino tanto inglés, para que el país sea un-pppuño apretado, gritando por Argentina... Argentina… Argentina 2 - Inglaterra 0... Diegol, Diegol, Diego Arrrrmando Maradona... Gracias Dios, por el futbol, por Maradona… por estas lagrimas… por este… Argentina 2 - Inglaterra 0...”
Me dejó terminar el recitado y, con una mueca de mujer vencida, se dio vuelta y se tapó la cara, muerta de indignación.
Matías Pailos
No aguantaba ni cinco segundos. A los diez tenía que apagar y encerrarme en la cocina, a la espera del amaine de los retortijones que sofocaban mi voluminoso vientre.
Los pelotudos no escarmientan.
Viste “Una mente brillante”, le pregunté. Yo no. Nunca entera, al menos. (Lo intenté, pero me al rato me embolaba o me indignaba con los sobreesfuerzos del bueno de Russell Crowe, y cambiaba a algo más entretenido y profundo. Un partido de fútbol japonés, pongamos. Ahí se rió.) Pero los últimos veinte minutos los vi un millón de veces. Brevemente: Crowe es John Nash, un matemático destacado que a los pocos pasos de fatigar la terra adultis trula irremisiblemente. Psicótico como pocos, de la variedad paranoica alucinatoria, ve cosas que no están ahí. Y empieza a perder todo, más que nada lo elaboradamente institucional y simbólico: posición, prestigio, matrimonio. Deviene rumiante. Zafa. Ahí, pero zafa. El decano, antiguo colega –y rival, más tonto pero socialmente mejor adaptado-, le permite que vuelva a dar clases. Los vaivenes de la economía teórica (entre otras cosas) hacen que su nombre se baraje para el Nobel, y en eso estamos cuando recibe una visita. Un delegado de la Academia. Caminan por el parque de la Facultad (el primer mundo –o Córdoba- es así).
Vamos a tomar un te, dice el delegado.
Llegan a un salón reservado para profesores. Uno entiende que Nash no entra ahí hace mucho. Uno lee: cree que no tiene derecho. Lo convencen. Se sientan. Empiezan a hablar. El delegado lo mira. Lo mira raro.
Ya sé, le dice Crowe: usted viene a ver si estoy loco. Si no voy a hacer desmanes si me dan el Nobel. Bien, sepa algo… agacha la cabeza, se encoge sin mover un dedo: estoy loco. Veo cosas que no están ahí. No, no le puedo asegurar que no salga corriendo. No, no le puedo asegurar que no me desnude frente a todos. No, no le puedo asegurar que no trate de ahorcar a los miembros del jurado. No: no se lo puedo asegurar. Levanta la cabeza para dejar espacio a que el silencio se instale a sus anchas entre los dos. Que los rodee, que maneje la situación. Una vez más, agacha la cabeza. Alguien se levanta, se acerca a la mesa, deja una lapicera sobre la mesa en la que están sentados. Otro se levanta, repite la operación. Un tercero, un cuarto, todos. Un poco antes o un poco después me largo a llorar. Cada vez que veo llegar la escena digo: esta vez no. Pero…
Cosas del pasado. Cosas que ya no pasan. Solo que algunos vicios se niegan a ser erradicados.
Lo intento, pero todavía no puedo.
El 22 de Junio de 1986, un gordito petiso, de rulos y de Lanús, otrora hincha de Independiente, se decidía a meter el mejor gol de la historia. Ese mismo día, un locutor uruguayo con el bisoñé engominado que tan alto ranquea en el medio futbolístico, se decidía a rapear sobre esa pista el relato más emotivo de la historia del universo. Uno que, todavía, me pone la piel de gallina cada vez que lo escucho. Uno que, todavía, como un chico, como un boludo, me hace llorar.
“...la va a tocar para Diego, ahí la tiene Maradona, lo marcan dos, pisa la pelota Maraaaa-dona, arranca por la derecha el-genio-del futbol mundial, y deja el tercero y va a tocar para Burruchaga...¡Siempre Maradona! ¡Genio! ¡Genio! ¡Genio! Ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta... ¡Goooooool...! ¡Gooooool...!¡Quiero llorar! ¡Dios santo, viva el futbol! ¡Golaaaaaaaazo…! ¡Diegooooooool! ¡Ma-ra-do-na! Es para llorar perdonenme... Maradona, en una corrida memorable, en la jugada de todos los tiempos...barrilete cosmico... ¿de que planeta viniste? Para dejar en el camino tanto inglés, para que el país sea un-pppuño apretado, gritando por Argentina... Argentina… Argentina 2 - Inglaterra 0... Diegol, Diegol, Diego Arrrrmando Maradona... Gracias Dios, por el futbol, por Maradona… por estas lagrimas… por este… Argentina 2 - Inglaterra 0...”
Me dejó terminar el recitado y, con una mueca de mujer vencida, se dio vuelta y se tapó la cara, muerta de indignación.
Matías Pailos
Etiquetas: Epifanías
10 Comentarios:
una mujer que se precie de tal no puede NO emocionarse con lo mismo Matias. QUe duerma aduera, disculpe!
yo lloro de emocion con usted por ese golaaaaazo
Que nos salve lo cursi, Matías. Después de todo, ya hay bastante nabo estirándose las solapas del smóking.
Brindo por Víctor Hugo (Morales, claro).
Saludos!
Yo lagrimeo en todas esas instancias. Y en otras más también.
Mary: no creo que sea para tanto. Comparto la emoción.
Ojaral: ojalá que nos salve, porque de lo contrario voy frito.
J: las personas sensibles somos así.
¿¿prometen NO hacerse una bolita entre las sábanas si les cuento que me emociono con...
la marcha peronista
las canciones de palito ortega??
a mí me puede la segunda...
besos.
Cece: mmhh... complicado...
J: a mí me pasa lo contrario.
voyme de vacaciones. los dejo con el reaparecido Ariel, que a continuación hará las delicias del público menudo.
pero no dijiste que ese final te hace llorar? a mí también... o yo entendí todo mal... en fin...
felices vacaciones. con una tesis de doc. y un libro, seguro que te las merecés. que las disfrutes. un beso.
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