Au Dacia
Creo que ha llegado la hora de que hable de mi auto que, a falta de otros medios de locomoción se ha convertido en el transporte oficial de la cofradía del Mate Tuerto.
Empecemos aclarando que se trata de un Dacia, simulacro Baudrillardiano del Renault 12 salido de la gris y tenebrosa industria metalmecánica rumana. Al ojo neófito le es casi imposible discriminar los dos modelos, pero un usuario entrenado puede distinguir un Dacia de un Renault 12 a kilómetros de distancia, basta situar la mirada en la parrilla plástica delantera, en las ópticas un poco miopes del frente, o en el alerón, que mejor sería llamar malformación congénita, sobre el baúl trasero.
Pero ya basta de especificaciones generales, hablemos de mí Dacia, de nuestro transporte oficial. En primer lugar, y a despecho de Martín Rejtman y esa oda al Renault 12 intitulada Los guantes mágicos, diré que al andar desarrolla una variopinta sinfonía de sonidos. No hay implemento que no aporte su nota disonante: la mordaza del freno delantero izquierdo mal reparada, las juntas traseras vencidas, las puertas sin aceitar. Son tantos los ruidos del Dacia que lo que a veces me preocupa son sus silencios.
En segundo lugar podemos mencionar sus dispositivos de seguridad. Comenzando por el arte del camuflaje: este noble y apetecible vehículo sabe cómo disfrazarse de inservible carcacha para pasar desapercibido ante la voraz mirada de los cacos. Pero si esta primera barrera no funciona entra en acción el dispositivo cortacorriente. Su mecanismo es sencillo, hace más de un año que la llave hace falso contacto y en un setenta por ciento de los intentos no responde a la ignición, por lo que un mecánico amigo accedió a realizar un puente con alambre. A veces, alcanza con sacudirse en un éxtasis de espasmo dentro del vehículo, cuando este primer recurso falla el diestro y avezado conductor sólo tiene que abrir el capot y tocar el borne de la batería con el extremo del alambre hasta generar el chispazo de la vida.
El clima no es un problema con el Dacia que duplica el frío en invierno y absorbe aire caliente en plena marcha de verano. De este modo impide que sus pasajeros caigan enfermos por el dañino cambio de temperatura al que los sometería el climaterio artificial. Por otra parte, al manejar este peculiar modelo no se necesita llevar puesto perfume: una atractiva fragancia que combina en dosis exactas combustible crudo y quemado se impregna al cuerpo como un molusco cariñoso si uno lo conduce más de diez minutos seguidos.
Las fuertes lluvias tampoco lo detienen, pero lo demoran un poco, especialmente por el cable flojo en el dispositivo que acciona el limpiaparabrisas y que obliga al conductor a atender simultáneamente a la calle mojada y a la aplicación de la presión justa sobre la palanca para que se inicie el monótono movimiento de ida y vuelta y no se detenga en los próximos treinta segundos.
No soy partidario del animismo, pero este auto parece tener vida propia, y como la vida genera vida, el Dacia posee su propia fauna autóctona, al punto de que pronto podría ameritar un documental de la Nacional Geografic. Entre sus especies nativas habría que mencionar la araña que se ha instalado en el hueco de una óptica trasera rota y desde allí se dedica a tejer sus prodigiosas telas entre el plástico amarillo y el paragolpes.
Próximamente presentaremos un concurso: los agraciados lectores que resulten ganadores se harán acreedores a un paseo por la ciudad a bordo de esta maravilla de la metalmecánica rumana. Será una experiencia difícil de olvidar.
Cedi Zioso
Empecemos aclarando que se trata de un Dacia, simulacro Baudrillardiano del Renault 12 salido de la gris y tenebrosa industria metalmecánica rumana. Al ojo neófito le es casi imposible discriminar los dos modelos, pero un usuario entrenado puede distinguir un Dacia de un Renault 12 a kilómetros de distancia, basta situar la mirada en la parrilla plástica delantera, en las ópticas un poco miopes del frente, o en el alerón, que mejor sería llamar malformación congénita, sobre el baúl trasero.
Pero ya basta de especificaciones generales, hablemos de mí Dacia, de nuestro transporte oficial. En primer lugar, y a despecho de Martín Rejtman y esa oda al Renault 12 intitulada Los guantes mágicos, diré que al andar desarrolla una variopinta sinfonía de sonidos. No hay implemento que no aporte su nota disonante: la mordaza del freno delantero izquierdo mal reparada, las juntas traseras vencidas, las puertas sin aceitar. Son tantos los ruidos del Dacia que lo que a veces me preocupa son sus silencios.
En segundo lugar podemos mencionar sus dispositivos de seguridad. Comenzando por el arte del camuflaje: este noble y apetecible vehículo sabe cómo disfrazarse de inservible carcacha para pasar desapercibido ante la voraz mirada de los cacos. Pero si esta primera barrera no funciona entra en acción el dispositivo cortacorriente. Su mecanismo es sencillo, hace más de un año que la llave hace falso contacto y en un setenta por ciento de los intentos no responde a la ignición, por lo que un mecánico amigo accedió a realizar un puente con alambre. A veces, alcanza con sacudirse en un éxtasis de espasmo dentro del vehículo, cuando este primer recurso falla el diestro y avezado conductor sólo tiene que abrir el capot y tocar el borne de la batería con el extremo del alambre hasta generar el chispazo de la vida.
El clima no es un problema con el Dacia que duplica el frío en invierno y absorbe aire caliente en plena marcha de verano. De este modo impide que sus pasajeros caigan enfermos por el dañino cambio de temperatura al que los sometería el climaterio artificial. Por otra parte, al manejar este peculiar modelo no se necesita llevar puesto perfume: una atractiva fragancia que combina en dosis exactas combustible crudo y quemado se impregna al cuerpo como un molusco cariñoso si uno lo conduce más de diez minutos seguidos.
Las fuertes lluvias tampoco lo detienen, pero lo demoran un poco, especialmente por el cable flojo en el dispositivo que acciona el limpiaparabrisas y que obliga al conductor a atender simultáneamente a la calle mojada y a la aplicación de la presión justa sobre la palanca para que se inicie el monótono movimiento de ida y vuelta y no se detenga en los próximos treinta segundos.
No soy partidario del animismo, pero este auto parece tener vida propia, y como la vida genera vida, el Dacia posee su propia fauna autóctona, al punto de que pronto podría ameritar un documental de la Nacional Geografic. Entre sus especies nativas habría que mencionar la araña que se ha instalado en el hueco de una óptica trasera rota y desde allí se dedica a tejer sus prodigiosas telas entre el plástico amarillo y el paragolpes.
Próximamente presentaremos un concurso: los agraciados lectores que resulten ganadores se harán acreedores a un paseo por la ciudad a bordo de esta maravilla de la metalmecánica rumana. Será una experiencia difícil de olvidar.
Cedi Zioso
3 Comentarios:
Cuando era rebelde y la imagen no me importaba tuve un Dacia blanco y en la luneta trasera pegué la siguiente frase: MI AUTO ES FEO Y ESCUCHO A JUAN DARTHES CANTANDO TANGOS.
Eso es ser rebelde.
Otras virtudes adornan al Dacha, bólido del lejano oriente transmural: expone a sus pasajeros a una variopinta paleta de aventuras. Como botón de muestra, mencionemos aquella oportunidad en que se paró en seco en pleno Caballito bañado por la lluvia. ¿Dónde, clamo al cielo, tuvo a bien sentar sus petates? En las vías del tren. Y allí fuimos nosotros, valientes remolcadores, a empujar el entrañable cacharro gris metalizado. El Dacha es tan apetitoso que hasta el tren quiso verse entreverado con él. Logramos desplazarlo de las vías justo a tiempo. (El tren había preparado la vaselina y venía a toda velocidad dispuesto a clavárselo –y clavársenos.)
En efecto, el Dacha tiene vida. Una vida rara: la vida del zombie. Parece vivo, pero en realidad está muerto.
Lo queremos. (Me responderán, ustedes infames, ustedes desagradecidos: lo queremos como se quiere a algunos que ya no están. Bueno: lo importante es que se lo quiere.)
Y es verdad: Pedemonti tiene huevos. Los huevos temerarios del suicida. (Así que mantengamos la distancia, querido Flavio.)
Matías Pailos
Al diritambo pailosiano podría agregar la oportunidad en que me subí al auto con un amigo y éste me preguntó si siempre me hacía el gracioso imitando sonidos de animales en celo. Como le aseguré que no había sido yo y los murmullos se repitieron, decidimos abrir el capót y descubrimos allí dentro un lindo gatito. El confort inimitable y el calor de hogar que emite su motor (era pleno invierno) también fue apreciado por la raza felina.
C.Z.
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