El Futuro llegó hace rato
y yo sin haberme enterado siquiera.
Di con él, con El Futuro, revolviendo remesas de usados en conocido hipermercado de la zona norte de la ciudad. Lo primero en que reparé, en realidad lo segundo, habida cuenta de lo magnético que ya resultaba en mi imaginario literario privado el nombre de su autor, fue el diseño de portada, o lo que lo monopolizaba: un enorme y feísimo bulldog acaparando la atención de un contorno blanco leche. Más arriba El Futuro, y más arriba aún, en rojo, el nombre de su autor. Siempre es simpático e idiota, de acuerdo a los talantes, de acuerdo al ánimo de ocasión, reparar en el tipo de comentario que pueden realizarse con este título: ‘el autor de El Futuro’ (Dios, claro, o entelequias de similar peso: el azar, las leyes físicas, nosotros mismos), ‘¿dónde dejaste El Futuro?’. No menos imbécil y cordial resulta comprender que el mismo tipo de acotaciones pueden realizarse con El Pasado. El Futuro, de hecho, puede reclamar cierta primogenitura en lo que a estos asépticos títulos temporales refiere, ya que fue editado también en el 2003, pero varios meses antes.
Lo compré, lo llevé a casa. A los pocos días me descubrí escapándome a hurtadillas del Doctor Pasavento de Vila-Matas, obra intelectual y adulta, para leer en secreto a esta otra obra, también adulta, también intelectual, pero con un innegable si es no es adolescente. Rabioso. Nervioso. Todavía no…
Varios son los méritos de su autor: siendo argentino, habla por boca de un chileno. Siendo (relativamente) joven (nació en 1974), hace de su protagonista, de El sujeto de enunciación de la novela, un sexagenario. Ya lo vimos, dirán. Tampoco es la gran cosa, dejarán caer de soslayo. Sí, claro. No todo torneo ganado debe ser Roland Garros para merecer ser celebrado.
Pero sí hay un Grand Slam en la cuenta del autor: la puta voz del protagonista: un manojo de nervios.
Porque, como anticipamos, o anticipé, el protagonista, la primera persona que nos narra la historia, vive en tensión constante. No le faltan motivos. Acomodado dueño de una o varias grandes empresas, nuestro vejestorio chileno llega a París con motivo de las recientes nupcias, de las que tarde tiene noticia, de su hijo. Miguel, que así y no de otra forma se llama el protagonista, vuelve a una París por la que transitara durante el ’68, huyendo de más de un atribulado episodio de revuelta estudiantil en Santiago. (Estas fechas y estos hechos pueden ser erróneos. No alteró mi comprensión/incomprensión de la novela.) Ahí empieza a cagar la fruta: se enamora de su nuera. La potra infernal, así nos la pinta el autor o el protagonista, que no para de alabar su enorme culo, pero también su pelo negro y esto y aquello y lo de más allá, ya comprenden, es continuamente confundida con famosísima actriz india. Ah, porque ella es de por allá, ya no recuerdo si india o pakistaní. Pero esto tampoco conmueve.
Porque lo que conmueve es el carácter, los dichos, los reflejos y mentiras del personaje, las verdades (o lo que él cree tales) que suelta a lo largo de la novela. Tipo honesto, Miguel. Digo: honesto en la comunicación de sus sensaciones, sentimientos e ideas. Por lo demás, un soberano hijo de puta.
¡Porque se quiere fifar a la mujer de su hijo, el muy Guacho! Pero, claro: se la quiere y no se la quiere, porque la lealtad y el cariño filial, etcétera. Recorremos los vaivenes de Miguel, desde el descrédito político actual (siempre fui un conservador, dice, sé poco de economía, lo suficiente para no votar nunca a los socialistas -acota). Y es otra cosa: es el sentido común enjaulado, encorsetado en un medio que no le permite expresarse con total libertad, porque lo tildarían de lo que detesta (¿yo, de derecha?, se pregunta más de una vez). Un sentido común frenético, antinomia ambulante casi. Pero hay más.
Hay un debate entre el sexagenario libertario, o ex-libertario (Miguel) (quien había hecho una convivencia de a cuatro, con su mujer y otra pareja, por ‘aquellos tiempos’ -¿cuáles? Estos no, y es todo lo que importa, parece decirnos) y su hijo, Joaquín, realizador de un documental sobre un tal Bulteau. No, no Michel, no el escritor que aparece en Detectives Salvajes. Este es Raymond Bulteau: jefe inflexible de una facción comunista de fines de los sesenta. Bulteau, héroe moral, encarnación de la pureza, de la pureza moral hecha de la voluntad de los sesenta o setenta, es decir, un hombre frío, porque la moral y la razón son frías, y una voluntad moral que al comer razón pare monstruos. Como los santos, como los nazis.
Miguel, el sentido común nerviosamente amanojado siente cierta inquietud. Comprensible: por algo es sentido común. Tanto romper costumbres, tanto ir contra las convenciones para que mi hijo me venga a reclamar rectitud, firmeza, ley, constancia. ¿Y la felicidad, le y se y nos pregunta Miguel? La felicidad no tiene nada que ver con la ley, Joaquín. Bueno, pero yo necesito un padre; y un padre es rigor. La felicidad guardátela en el bastón –porque Miguel se compra un bastón de cierto lujo apenas llega a París.
Yo, que algo sabía del autor, por ejemplo que había escrito una entronización de Bolaño en medio de un análisis de la situación de la literatura hispanoamericana contemporánea, que remeda, que espeja, que coquetea con el que el propio chileno Bolaño había hecho con la literatura argentina en ‘Derivas de la Pesada’, distinguiendo tres (no eran más, ¿no?) tendencias principales y concluyendo que la suma y superación de todas ellas, el camino a seguir era Borges (¿Cómo era? ¿‘Hay que releer a Borges otra vez’?), que en ese artículo hace de Bolaño un Borges siglo XXI, esperaba encontrar el aire Bolaño en El Futuro. Ese grávido fatalismo, esa atmósfera trágica que respira cada mito que escribe. Pero no. Hay este manojo de nervios, esta cotidianidad, esta ausencia de tragedia y drama y comedia (no, tampoco tragicomedia). Es otra cosa. El tono es el problema, el tono es esa situación particular, y no un aire de familia. Pero acaece el evento extraordinario: el huelga general del ’95, y el aire de anarquía y fiesta en el que Miguel se siente fuerte, se siente revivir del peso que cargaba y al que sabe ilusión (pero después aclara: todo es ilusión. Después se corrige: nada es ilusión. Después sigue acumulando impresiones y sentencias, lo dicho, de acuerdo al humor y al talante del día, del evento). Ahí viene el aire bolañesco, filo-bolañesco, el contrapunto con los sesenta o setenta (nunca los puedo distinguir del todo) y la actualidad, y el instante decisivo, el momento irreversible. Y en esa fiesta se atreve a lo que antes no.
Supongo que el gusto por estas cosas opera por identificación: uno se identifica, por eso le gusta. Pero a veces a uno le gusta, y por eso se identifica. (Otras claro, se identifica y no gusta, otras gusta y no identifica.) En este caso la identificación no pasa del todo por el parecido que se pueda tener con el protagonista, sino por la sensación de liberación que trae el poder decir que sí, se querría ser egoísta y miserable y malvado, pero no siempre nos dejan. No siempre nos animamos. Y nunca, pero nunca, nos dejan defender públicamente la miseria y el egoísmo. (Pero si no soy malo no voy a ser feliz, piensa uno. ¿No me dejan traicionarlos un poquito…?)
Y claro: la relación padre-hijo. ¿Es que las mujeres no sienten con esta intensidad la relación madre-hija? ¿O la relación padre-hija, al menos? No sé. Cada vez que me topo en la literatura o el cine con un conflicto padre-hijo se me ponen los pelos de punta. Es una de las pocas temáticas que me conmueven. ¿Es el único asunto que me conmueve?
Final a toda orquesta. Final que es una acumulación de finales (al menos tres), para todos los gustos, el feliz incluido. ¿Por qué nos resistimos al final feliz, por qué, si no es ni más ni menos común que el infeliz? Prejuicios, quizás. Pero todo es prejuicios. Los prejuicios errados, entonces.
Matías Pailos
Di con él, con El Futuro, revolviendo remesas de usados en conocido hipermercado de la zona norte de la ciudad. Lo primero en que reparé, en realidad lo segundo, habida cuenta de lo magnético que ya resultaba en mi imaginario literario privado el nombre de su autor, fue el diseño de portada, o lo que lo monopolizaba: un enorme y feísimo bulldog acaparando la atención de un contorno blanco leche. Más arriba El Futuro, y más arriba aún, en rojo, el nombre de su autor. Siempre es simpático e idiota, de acuerdo a los talantes, de acuerdo al ánimo de ocasión, reparar en el tipo de comentario que pueden realizarse con este título: ‘el autor de El Futuro’ (Dios, claro, o entelequias de similar peso: el azar, las leyes físicas, nosotros mismos), ‘¿dónde dejaste El Futuro?’. No menos imbécil y cordial resulta comprender que el mismo tipo de acotaciones pueden realizarse con El Pasado. El Futuro, de hecho, puede reclamar cierta primogenitura en lo que a estos asépticos títulos temporales refiere, ya que fue editado también en el 2003, pero varios meses antes.
Lo compré, lo llevé a casa. A los pocos días me descubrí escapándome a hurtadillas del Doctor Pasavento de Vila-Matas, obra intelectual y adulta, para leer en secreto a esta otra obra, también adulta, también intelectual, pero con un innegable si es no es adolescente. Rabioso. Nervioso. Todavía no…
Varios son los méritos de su autor: siendo argentino, habla por boca de un chileno. Siendo (relativamente) joven (nació en 1974), hace de su protagonista, de El sujeto de enunciación de la novela, un sexagenario. Ya lo vimos, dirán. Tampoco es la gran cosa, dejarán caer de soslayo. Sí, claro. No todo torneo ganado debe ser Roland Garros para merecer ser celebrado.
Pero sí hay un Grand Slam en la cuenta del autor: la puta voz del protagonista: un manojo de nervios.
Porque, como anticipamos, o anticipé, el protagonista, la primera persona que nos narra la historia, vive en tensión constante. No le faltan motivos. Acomodado dueño de una o varias grandes empresas, nuestro vejestorio chileno llega a París con motivo de las recientes nupcias, de las que tarde tiene noticia, de su hijo. Miguel, que así y no de otra forma se llama el protagonista, vuelve a una París por la que transitara durante el ’68, huyendo de más de un atribulado episodio de revuelta estudiantil en Santiago. (Estas fechas y estos hechos pueden ser erróneos. No alteró mi comprensión/incomprensión de la novela.) Ahí empieza a cagar la fruta: se enamora de su nuera. La potra infernal, así nos la pinta el autor o el protagonista, que no para de alabar su enorme culo, pero también su pelo negro y esto y aquello y lo de más allá, ya comprenden, es continuamente confundida con famosísima actriz india. Ah, porque ella es de por allá, ya no recuerdo si india o pakistaní. Pero esto tampoco conmueve.
Porque lo que conmueve es el carácter, los dichos, los reflejos y mentiras del personaje, las verdades (o lo que él cree tales) que suelta a lo largo de la novela. Tipo honesto, Miguel. Digo: honesto en la comunicación de sus sensaciones, sentimientos e ideas. Por lo demás, un soberano hijo de puta.
¡Porque se quiere fifar a la mujer de su hijo, el muy Guacho! Pero, claro: se la quiere y no se la quiere, porque la lealtad y el cariño filial, etcétera. Recorremos los vaivenes de Miguel, desde el descrédito político actual (siempre fui un conservador, dice, sé poco de economía, lo suficiente para no votar nunca a los socialistas -acota). Y es otra cosa: es el sentido común enjaulado, encorsetado en un medio que no le permite expresarse con total libertad, porque lo tildarían de lo que detesta (¿yo, de derecha?, se pregunta más de una vez). Un sentido común frenético, antinomia ambulante casi. Pero hay más.
Hay un debate entre el sexagenario libertario, o ex-libertario (Miguel) (quien había hecho una convivencia de a cuatro, con su mujer y otra pareja, por ‘aquellos tiempos’ -¿cuáles? Estos no, y es todo lo que importa, parece decirnos) y su hijo, Joaquín, realizador de un documental sobre un tal Bulteau. No, no Michel, no el escritor que aparece en Detectives Salvajes. Este es Raymond Bulteau: jefe inflexible de una facción comunista de fines de los sesenta. Bulteau, héroe moral, encarnación de la pureza, de la pureza moral hecha de la voluntad de los sesenta o setenta, es decir, un hombre frío, porque la moral y la razón son frías, y una voluntad moral que al comer razón pare monstruos. Como los santos, como los nazis.
Miguel, el sentido común nerviosamente amanojado siente cierta inquietud. Comprensible: por algo es sentido común. Tanto romper costumbres, tanto ir contra las convenciones para que mi hijo me venga a reclamar rectitud, firmeza, ley, constancia. ¿Y la felicidad, le y se y nos pregunta Miguel? La felicidad no tiene nada que ver con la ley, Joaquín. Bueno, pero yo necesito un padre; y un padre es rigor. La felicidad guardátela en el bastón –porque Miguel se compra un bastón de cierto lujo apenas llega a París.
Yo, que algo sabía del autor, por ejemplo que había escrito una entronización de Bolaño en medio de un análisis de la situación de la literatura hispanoamericana contemporánea, que remeda, que espeja, que coquetea con el que el propio chileno Bolaño había hecho con la literatura argentina en ‘Derivas de la Pesada’, distinguiendo tres (no eran más, ¿no?) tendencias principales y concluyendo que la suma y superación de todas ellas, el camino a seguir era Borges (¿Cómo era? ¿‘Hay que releer a Borges otra vez’?), que en ese artículo hace de Bolaño un Borges siglo XXI, esperaba encontrar el aire Bolaño en El Futuro. Ese grávido fatalismo, esa atmósfera trágica que respira cada mito que escribe. Pero no. Hay este manojo de nervios, esta cotidianidad, esta ausencia de tragedia y drama y comedia (no, tampoco tragicomedia). Es otra cosa. El tono es el problema, el tono es esa situación particular, y no un aire de familia. Pero acaece el evento extraordinario: el huelga general del ’95, y el aire de anarquía y fiesta en el que Miguel se siente fuerte, se siente revivir del peso que cargaba y al que sabe ilusión (pero después aclara: todo es ilusión. Después se corrige: nada es ilusión. Después sigue acumulando impresiones y sentencias, lo dicho, de acuerdo al humor y al talante del día, del evento). Ahí viene el aire bolañesco, filo-bolañesco, el contrapunto con los sesenta o setenta (nunca los puedo distinguir del todo) y la actualidad, y el instante decisivo, el momento irreversible. Y en esa fiesta se atreve a lo que antes no.
Supongo que el gusto por estas cosas opera por identificación: uno se identifica, por eso le gusta. Pero a veces a uno le gusta, y por eso se identifica. (Otras claro, se identifica y no gusta, otras gusta y no identifica.) En este caso la identificación no pasa del todo por el parecido que se pueda tener con el protagonista, sino por la sensación de liberación que trae el poder decir que sí, se querría ser egoísta y miserable y malvado, pero no siempre nos dejan. No siempre nos animamos. Y nunca, pero nunca, nos dejan defender públicamente la miseria y el egoísmo. (Pero si no soy malo no voy a ser feliz, piensa uno. ¿No me dejan traicionarlos un poquito…?)
Y claro: la relación padre-hijo. ¿Es que las mujeres no sienten con esta intensidad la relación madre-hija? ¿O la relación padre-hija, al menos? No sé. Cada vez que me topo en la literatura o el cine con un conflicto padre-hijo se me ponen los pelos de punta. Es una de las pocas temáticas que me conmueven. ¿Es el único asunto que me conmueve?
Final a toda orquesta. Final que es una acumulación de finales (al menos tres), para todos los gustos, el feliz incluido. ¿Por qué nos resistimos al final feliz, por qué, si no es ni más ni menos común que el infeliz? Prejuicios, quizás. Pero todo es prejuicios. Los prejuicios errados, entonces.
Matías Pailos
1 Comentarios:
Hi, as you can see this is my first post here.
I will be glad to receive some assistance at the start.
Thanks in advance and good luck! :)
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