El corredor
Imaginen un día como cualquier otro. Un día como cualquiera de los últimos, pongamos, cuatro años. En ese día, uno cualquiera, yo, el protagonista de esta crónica, muda de ropa, elonga, calza su walkman y emprende carreras circulares frente al Río de la Plata. Pasan los temas. Pasan los diálogos y debates entre conductores radiales y sus escuderos. Y pasa que el tema me atrapa y empiezo a tararearlo, a cantarlo y gritarlo en mi mente, o el tema me atrapa y comienzo a deslizar una primera impresión acerca de él, lo que deviene en una cadena de razones, en una sucesión de problemáticas que se empujan en desorden. O el tema no me atrapa y empiezo a pensar en otra cosa, o el tema no me atrapa y comienzo a pensar en otra cosa. Y me voy. ¿Me evado? Me voy. Y cuando me voy, cuando me evado, cuando la vida de mi imaginación copa la parada de mi conciencia, soy el cantante, soy el guitarrista, soy el baterista e incluso en bajista de la banda que ejecuta el tema en cuestión. Franqueo la península a la que desemboca la salida de Melo, con sus dos aletas de ballenas incrustadas en su centro geométrico, en su monumentística condición posmoderna y soy Bowie, Jack White, Ray Davies frente a 5000, frente a 100000, frente a veinte borrachos. Canto, y en ese escorzo de mi imaginación tengo oído musical, logro entonar, logro desmarcarme del perpetuo falsete, y emociono. Las hordas se conmueven con mi canto, y soy Orfeo redivivo. Atravieso el anfiteatro Arturo U. Illia, incrustado en el polo de atracción de la segunda península, la última antes de capital, y franqueo la frontera. Estoy en un centro recreativo llamado Parque de los Niños, y como soy muy piola se me instancian al instante innúmeros retruécanos de tema pedófilo. ¿Soy Bowie, soy White, soy Davies? Ahora soy yo. Yo, el nuevo gran músico nuevo, la nueva estrella en el firmamento rockero. Estoy cantando un cover (he grabado discos, he grabado temas nuevos, pero para despuntar el estoque de mi aptitud de intérprete, me aboco a las piezas ajenas, a las mejores de ellas). Detrás de las paredes, que ayer se han levantado con la ayuda de los plomos, aparece Bowie, White, Davies y cantan conmigo y señores: de pie: su majestad: ¡Da-vid Bo-wie (/Jack White/Ray Da-vies)! ¿Qué hago? Estoy corriendo más lento. A la vera del Río, con Ciudad Universitaria de fondo, estoy corriendo más lento. Acelero y todo se desvanece menos la estrecha bicisenda de cemento, menos el Río, el pasamanos, Retiro brumoso a lo lejos. Poso mis ojos en el horizonte de Retiro y acelero. ¿En qué estaba pensando? Condescendiente, me digo. Inmaduro, condesciendo. Pendejo, inmaduro. Acelero, y corro, y la bicisenda bajo mis pies me devuelve a la radio, al tema, y me atrapa o no lo hace, y una pelota que se escapa de los pies de un infante me da ocasión de correr a patearla simulando desdén, concentrando todas mis capacidades futbolísticas en lo que debe ser un ligero punteo a desgano, y es lo único que importa en ese momento. El chico llega antes, y lo maldigo. Maldigo a él, a sus progenitores, a toda su estirpe por los años que van desde que no logro formar parte de un partido en serio. Supongamos que ese día cualquiera en el que voy a correr es uno cualquiera de hace, pongamos, dos años atrás. Falta mucho todavía para el Mundial. El técnico puede ser Pekerman, puede ser Bielsa. Para el caso da igual. Para el caso en que, colijo, si lograra jugar un partido, si justo la rompiera en ese partido, si casualmente un hombre con llegada dentro de destacado equipo se emperrara en que tomara una prueba, y si yo la tomara, y si quedara, y se comenzara a jugar, pongamos, en Vélez (soy de Independiente), y si la rompiera en Vélez, si me convocara Bielsa, si me convocara Pekerman, si justo llegara a la última convocatoria, si la descosiera en el último amistoso, si marcara, desde el banco, uno, dos goles, si justo se lesionara un delantero, justo Cruz, justo Figueroa, justo entrara, si justo destacara en las prácticas, si justo tuviera que entrar, por lesión, por necesidad, unos minutos en el partido debut, si justo metiera uno, dos goles, si en el segundo partido metiera justo uno, dos goles, si siguiera así hasta la final, en la que justo metiera uno, dos goles, si justo nos expulsaran a uno, dos compañeros, si justo bajara a jugar de ocho, si justo los alemanes revirtieran el resultado, si justo tuviera una contra y justo me sacara un tipo de encima, si justo arrancara un zapatazo desde tres cuartos de cancha que justo se clavara en el ángulo, si justo terminara el partido, si justo fuera campeón del mundo, si justo levantara la Copa con todas las cámaras, todas las miradas, todas las personas fijas en mí, el centro del Universo. Termino la tercera vuelta. Tengo que terminar el paper. Tengo que preparar la clase, tengo que leer el artículo. Tengo que y tengo que de acá, de allá y de acullá. Ordeno mis deberes, repaso mi ordenamiento, me demoro en los deberes. Ya despunta, en la vuelta final, la ansiedad: tengo poco tiempo. ¡Mierda! ¡Si tuviera más tiempo…! ¿Cómo tendría más tiempo? Si tuviera más dinero. ¿Cómo? Si terminara la novela, si la presentara a este premio, si ganara y fuera editada. Si escribiera otra novela, más extensa, más voluminosa, más total. Si me ofrecieran comprar los derechos, si me ofrecieran editarla en España, si me sugirieran presentarme al Herralde. Si me presentara, si pasaran las etapas selectivas. Si ganara el Herralde. Si ganara el Herralde. Si ganara el Herralde me moriría. Recuerdo deshilachadamente la anécdota de Pauls, la conversación con Jorge Herralde luego de ganar el Herralde, que Herralde le dice, frente a una colección completa de todas las colecciones de Anagramas: sírvase. Y me imagino a Pauls con un changuito de supermercado, hincando la mano como una cuña en los estantes, llenando el carrito. Me imagino en una sala llena, en un anfiteatro como el Arturo U. Illia, en gente mayor de frac, en un Herralde que menta mi nombre, en una tanda de aplausos y me imagino a mí entrando y tímido, haciéndome el gracioso, abandonándome a un discurso que es un cúmulo de razones que se empujan en desorden. Vanidad de vanidad y toda vanidad, claro. Recuerdo a Bolaño, entonces. Recuerdo que decía algo así como que a quien todavía creía en la inmortalidad literaria daba ganas de abofetearlo, y después abrazarlo, pobrecito. No decía literalmente esto, claro. Para nada decía esto, pero igual me veo abofeteado por Bolaño, me veo poniendo la otra mejilla para volver a ser abofeteado por Bolaño, y por una causa en la que ni siquiera es la mía. ¿Qué hago pensando en estas giladas en lugar de estar escribiendo? Solo importan escribir. Solo importa escribir, no importa la recepción, buena o mala, una o nula. No importa si importa escribir. Si se escribe, no importa. ¿Qué hago que no estoy escribiendo? Atravieso el puente y me devuelvo a provincia. Corro, acelero, pico y pico. Antes de abandonar la vera del Río paso por el lugar. Recuerdo haber sido feliz abrazando a una chica mayor que yo, devorando brownies. La maldigo, la extraño impersonalmente, y proyecto qué sería vivir eso con otra chica. Esa otra a veces tiene rostro definido, a veces no. Me demoro retocando los detalles de ese escenario, me demoro procurando forjar una emoción, así, como una maniobra intelectual más. Pasa un culo y el sueño deviene fantasía sexual. La carrera dificulta la prosecución de la fantasía, y de todas formas el sexo me devuelve a lo concreto. Dejo el Río y completo el recorrido espiralado. Estoy de vuelta en casa.
Valga todo esto el día en mi rodilla constata que estaré por un tiempo alejado de las pistas. Valga todo lo dicho en las vísperas de lo que iba a ser mi primer partido de fútbol en años.
Matías Pailos
Valga todo esto el día en mi rodilla constata que estaré por un tiempo alejado de las pistas. Valga todo lo dicho en las vísperas de lo que iba a ser mi primer partido de fútbol en años.
Matías Pailos
8 Comentarios:
Corre, Pailos, Corre.
Escribe, Pailos, Escribe.
Abandonándose al placer físico de las escenas de nuestra vida imaginaria.
Ese-lente.
Sr. Forrest Pailos:
Manifiesto que, aunque mero transeúnte, comparto no pocas de sus ensoñaciones. Pero hago un epítrope: en mi condición de cuidadano chileno, aquellas que se refieren a ser figura de selección en final mundialística suman hartos más "justos" que los que usted considera.
Un etcétera en estas condiciones es chanta antes de las diez ennumeraciones.
Importa si es real o imaginada? Lo valioso es poder escribir alguna (vida). Y poder escribirla me imagino que tiene algo de vivirla, como para los que nos ceñimos al placer de la lectura, un refugio donde sin moverte de un confortable sillón, tener algo parecido a esa sensación eufórica luego de la corrida.
Saludos.
sí, escribir es un poco vivir una vida otra que la propia. Pero también avalar esto es pensar que la vida (propia; nada se sigue de la ajena) no tiene nada que ver con la escritura.
G: lo siento por Chile. Los Mundiales son lo nuestro (aunque Corea/Japón diga otra cosa).
En realidad me colgué con la cuestión de pasar a palabra la vida en gral (ya sé, re trillado lo mío)
Pero será que estoy disfrutando de lo bello que puede ser vivir de la lectura,de la abstracción de la palabra y no necesariamente del hacer.
No me cabe duda de la imposibilidad de escribir algo ajeno a uno mismo...se notaría mucho, digo... por lo trucho que sería el resultado.
saludos.
Chile tiene una enfermedad ontológica que se llama Chile.
Algo parecido a lo que le dio al sr. Exequiel Martínez Estrada con Argentina para lo de Perón.
hay que dejar de hacer ontología. Quizás eso sea el comienzo de la solución.
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