Bueh
¿Qué es la mala suerte? Respuesta provisoria: mala suerte es enfermarse dos veces al año, acudir a un recital una vez al año y que esas dos fechas coincidan. La mañana del 28 de octubre de 2005 me desperté aquejado por un molesto dolor de cabeza, el cuerpo pesado y torpe y la garganta inflamada y sensible: todos síntomas inequívocos de una gripe en ciernes. ¿Qué hacer entonces, con esa entrada adquirida dos meses atrás -para aprovechar los precios promocionales- que descansaba en mi billetera como un salvoconducto al desenfreno y el rock and roll? Había que acudir a la cita, por supuesto, aunque tuviera que lamentarlo por el resto de la semana, del mes, de la vida. Di parte de enfermo en mi trabajo –lo que imaginaba como excusa banal mutatis mutandi acabó como amarga certeza-, y me fui dos horas antes para llegar puntual al Club Ciudad de Buenos Aires donde, en el marco del Festival Bue, tocarían Kings of Leon y The Strokes. .
Por fortuna, para ingresar al predio no había que someterse a esas colas agobiantes que supieron ser el martirio de otros mega conciertos. Tan sólo había que recorrer un perímetro vallado y prestarse a un cacheo liviano a cargo de especialistas de tacto desarrollado en bailantas y canchas de fútbol. Los bolsos debían exhibirse en la transparencia de su intimidad y se decomisaba todo tipo de alimento o bebida con un afán digno de Senasa en la frontera ante la amenaza de la gripe del pollo. Tampoco se permitía, tal como reza la letra chica en el reverso de la entrada “el ingreso de cámaras de fotografía, grabadores y filmadoras”, pero no había objeción alguna para los celulares que reunían todas estas funciones a la vez.
A pesar de mis ¿37? ¿38? Grados de fiebre, me sometí de buena gana al cacheo aunque me gané una mirada aviesa del hombre de seguridad: yo no llevaba celular encima ¿qué malas intenciones albergaría a cambio? Una vez adentro del club Ciudad me orienté a duras penas entre las aguas estancadas del lago artificial y el césped pisoteado: el festibal Bue es uno de esos emprendimientos musicales que sacan provecho de enormes y otrora prestigiosos clubes que han caído en desgracia y para evitar la convocatoria de acreedores se ven obligados a ceder sus instalaciones y permitir que decenas de miles de personas las deterioren sin piedad en provecho de inescrupulosos empresarios del entretenimiento.
Cuando entré al club, cerca de las 21 ya habían tocado Don Adams e Interama, los créditos locales, de modo que la gente, dispersa, recorría el predio sin ton ni son. Pronto observé que mayoría de los hombres habían adoptado esa curiosa costumbre según la cual el público en el llano debe disfrazarse al uso de sus ídolos sobre el escenario: abundaban las camperas de cuero de corte recto ajustadas, los jeans estudiadamente rotosos, algunos sacos para los más osados y zapatillas All Stars en abrumadora mayoría. Las chicas, dado que no tenían modelo al cual remitirse, exhibían un criterio más amplio, pero principalmente se dividían entre las que hacían primar la comodidad de un jean y una zapatillas (sí, All Stars) y las que, con el afán secreto e inconfesado de seducir a los músicos o a algún émulo bien parecido, se habían puesto lo mejor de su ajuar y andaban pavoneándose de aquí para allá. Aunque nadie las enarbolaba, las banderas del público, de haber existido, habrían rezado PALERMO SOHO PRESENTE / ACASUSO CON LOS STROKES / COLEGIALES / BELGRANO R A MUERTE CON STROKES y hasta alguna LOMAS DE SAN ISIDRO SAY HI TO KINGS OF LEON
Pero como para demostrar que un recital también es una fuente genuina de trabajo, unas promotoras de conocida marca de cigarrillos, enfundadas en cuero negro ceñidísimo al cuerpo extraían de los incautos su principal valor: la información en materia de datos personales. Planilla en mano tomaban nota de nombre, edad, marca que fumaban, día de nacimiento, etc. Uno de cada tres chicos les decía “yo te doy mi teléfono si vos me das el tuyo” y ellas sonreían cada vez ante el pedido como si hubieran sido cautivadas por la ocurrencia de su autor.
Por fortuna había recibido previamente un llamado de mis amigos, miembros del staff de esta publicación, donde me comunicaban que me estarían esperando en la peluquería de Sanyo: otro recurso ingenioso de las marcas que sponsoreaban el evento para posicionarse entre los potenciales clientes. El puesto en cuestión consistía en una carpa abierta sembrada de plasmas multicolores, carteles con el logo de la firma y un espécimen extraído de la “guía del hombre cool 2005”: zapatos con plataforma, pantalón negro patas de elefante, saco cruzado color crema, pañuelo de seda al cuello, pelo batido y grandes anteojos negros, que se dedicaba a peinar y “lookear” (pavada de verbo) a todos los que se atrevieran a sentarse en su silla de estilista. No es una mala idea después de todo, si la marca no puede instalarse en la mente del consumidor, como reza el dogma del marketing, al menos puede dejar una huella en la superficie.
Sorteados todos los obstáculos finalmente di con la carpa peluquería y tras negarme al peinado 29 pulgadas localicé a mis amigos y juntos emprendimos la marcha al escenario principal, instalado en lo que alguna vez debió ser una cancha de rugby. Una vez ahí aguardamos el inicio del show de los “Kings of Leon” banda “del sur profundo de los Estados Unidos” según palabras del experto en la materia Matías Pailos. El set de una hora y cuarto de los Kings of Leon se desarrolló ante la indiferencia generalizada y el contrastante entusiasmo desmedido de un núcleo duro que saltaba, se agitaba y cantaba todas las canciones y cuyo número no debía exceder el de los seguidores de una banda stone del conurbano bonaerense en su primer año de vida. El show terminó con el cantante arrojando el micrófono al piso en lo que no se entendió si fue un gesto de rebelión gratuita o un acto de impotencia ante la poca adhesión que habían provocado sus canciones. Nadie clamó en pos de bises, por lo que banda decidió cumplir con cortesía el no-pedido y no volvió a asomar la cabeza por el escenario.
De ahí todos corrieron con paso atlético hacia los puestos oficiales de venta de pizza y empanadas: efímeras franquicias montadas en carpas o quinchos deteriorados. Convencido de que no era bueno para mi precaria salud soportar al aire libre el intervalo de hora y media hasta el show de los Strokes, convencí a mis amigos de que nos refugiáramos en uno de esas vetustas edificaciones donde se había improvisado una pizzería. Una vez adentro pudimos acomodarnos junto a los comensales en los únicos asientos disponibles: el suelo. Ahí dentro del quincho cientos de jóvenes se aglutinaban sentados en cuclillas mientras devoraban sus pizzetas individuales en una recreación perfecta de la época de la colonia de vacaciones.
Una hora más tarde nos encontrábamos a unos quince metros del escenario a la espera de que los Strokes salieran a escena. Finalmente podría asistir en el siglo XXI al recital de una banda nacida en su seno. Y nada menos que The Strokes, hijos rebeldes de millonarios que revitalizaron la tradición del rock neoyorquino y dejaron patentada la etiqueta del retrorock, todo con el mismo disco “Is this it”, revelación del 2001. Pero mi cuerpo no acompañaba a mi entusiasmo. Los escalofríos y los recurrentes temblores ya señalaban que algo no andaba del todo bien con mi organismo. El mono que llevaba colgado en la espalda parecía haber tomado un curso de anti-acupuntura y se entretenía clavándome largas agujas en el cuello y los hombros. Mi facha era fatal, me sentía absolutamente ajeno y la gente parecía captar el mensaje y me miraba como si fuera un ladrón o un pervertido. Al fin se apagaron las luces y los Strokes salieron a escena. La multitud empezó a sacudirse enloquecida y de pronto me vi en el epicentro de la masa extática saltando yo también, aunque apenas me despegaba unos tímidos centímetros del suelo y así y todo parecía que dejaba a mi cabeza kilómetros atrás en cada desplazamiento. El tema que sonaba era “Someday”, con esa batería de ritmo nervioso que puntúa los mejores temas del grupo y le debe una fortuna a “Last for Life”, la segunda guitarra rasgada frenéticamente hasta que las cuerdas adquieren el rojo vivo de la fricción, la voz aguardentosa de un crooner crónico filtrado por varias noches insomnes de alcohol y drogas, todo estaba ahí, en su sitio, en la perfecta mixtura que, sino puede provocar emociones legítimas, al menos las cita a la perfección. El tema terminaba de golpe como un telón de acero y daba inicio al primer corte del segundo disco. La excitación del público creció en progresión geométrica y en mi condición de fitoplancton humano me dejé arrastrar por la marea humana hasta escasos metros de los músicos, incluso alcancé a percibir, por primera y única vez en toda la noche, ese vaho inconfundible, mezcla de sudor rancio, humo de tabaco y marihuana, feromonas y efluvios varios que sólo se aspira en estos eventos multitudinarios: extracto de concierto de rock Nro 5. El público, a falta de un estribillo claro que corear, se aplicaba a reproducir el agudo riff de la guitarra: tuuu tu ruuuu tu tu ruuuuuu!!! se esforzaban las gargantas para dejar bien en alto el mito de entrega de la audiencia argentina. Después llegó un tema nuevo, y el recital se fue a pique, al igual que mi cuerpo que de pronto me recordó el presente de mi estado de salud y tal como llegué, fui retrocediendo casilleros en el tablero hasta quedar situado en el medio del campo, entre “chicas sexys” extranjeros habituados a otras modalidades de recepción y público en general que no sentía deseos de transpirar la camiseta.
Con el correr de los temas la audiencia quedó delimitada entre los que “conocían los dos discos” los que “conocían el primer disco” y los que “sólo conocían dos o tres hits”, los primeros se apretujaban en la primera línea de combate, saltaban, bailaban y acompañaban en perfecto inglés de colegio bilingüe todos los temas de la banda. Los segundos escuchaban con respeto las canciones que les eran ajenas mientras esperaban pacientes “una que sepamos todos” y entonces sí saltaban, batían palmas o daban alguna otra muestra de lo bien que la estaban pasando. A mi me daba miedo mi propio aspecto, pálido y febril, de modo que cada tanto movía la boca o balbuceaba unos gruñidos incomprensibles, como para demostrar a mis espontáneos congéneres mi competencia en la materia y desalentar al mismo tiempo la idea de que había asistido al concierto con la perversa intención de tocarles el culo a sus novias. Sorteada la mitad del show me enfrenté al azote del viento más frío que una noche de finales de octubre recuerde. Hasta el cantante, -el-nombre-propio es-destino- Julian Casablanca, hizo mención del asunto en una de sus escasas interpelaciones al público “It’s fucking cold up here” dijo, mientras de seguro pensaba “¿Cómo, esto no era tropical como el fuckin’ Brasil?”. Tampoco faltó un clásico del género, el “encuentro casual de dos conocidos” en medio del espectáculo. Fui testigo involuntario de uno de esos milagros inesperados entre un galancito veinteañero y una frustrada pretendiente. La chica le chistó y se saludaron con afecto. De inmediato ella pronunció un nombre de mujer y él se limitó a mostrarle su mano desnuda, libre de anillos y por ende, metonimia mediante, de compromiso. ¡Cómo no me contaste! Se quejó ella y agregó ¡Te mandé un mensaje al celular para tu cumpleaños! como para acumular todos los reclamos. No se lo conté a nadie, trató de zafar él, y el celular me lo robaron. ¿Me pasás el nuevo? Pidió ella, el dijo que sí, que la iba a llamar para pasárselo. Todo esto, que quede claro, mientras los Strokes trataban de entretener a la multitud y yo, convidado de piedra, intentaba sin éxito correrme unos metros porque había quedado en medio de esos dos que me ignoraban como si mi existencia se limitara a la de un monolito abandonado en el paisaje (y tal vez de hecho así fuera). Después ella quiso saber detalles de la ruptura y el empezó a decir algo así como que se sentía liberado, pero entonces se oyeron los primeros acordes de una canción pegadiza del primer álbum y en un acto de entendimiento instantáneo los dos se despidieron con celeridad justo antes que el público irrumpiera en gritos y saltitos varios.
Un capítulo aparte merece la participación estelar de los celulares. Porque un recital, sin la presencia de celulares, ya no puede ser llamado de esa manera. Estos simpáticos artefactos han tomado el poder y le insisten a sus dueños para que los lleven al show hasta que éstos aceptan; y no se conforman con la mera presencia: ellos quieren ver, pretenden escuchar y hasta se enojan si la banda en cuestión no les dedica un tema meloso para que sus lacayos enciendan sus luces y los hagan mecerse de un lado al otro en una escena de hondo contenido poético visual. Una escena que sólo puede ser captada por el ojo panorámico de las cámaras que cubren el recital y que lo retransmiten en vivo en las pantallas a los costados del escenario, función que antes recaía en los más modestos encendedores. El hombre evoluciona, de la era del fuego a la del litio. Arriba las manos, batan palmas, pongan en on sus celulares. Se trata de un nuevo recurso que aúna los beneficios de la cámara, la tele, y el periscopio. Aglutinado entre la masa homogénea y limitado en su campo visual, el espectador eleva al cielo su brazo con el celular de última generación asido a su mano y observa, a través de la pantalla de cristal líquido, lo que sus órganos ópticos, por si solos, no pueden captar, y de paso filma un fragmento del recital y guarda la imagen para la memoria del artefacto: los recuerdos vívidos de un motorola. Otros sacan fotos de la banda sobre el escenario o de ellos mismos en pose de que-bien-la-estoy-pasando-en-este-recital-increíble. También llaman a sus amigos que no pudieron o no quisieron acudir, para trasmitirles algo de esa emoción indescriptible (tal como prometen los spots publicitarios de las compañías de telefonía móvil) Hasta creo, aunque no estoy seguro, que alguien entre el público llamó a un amigo que también había ido al recital, en medio del show, para que éste pudiera oír la música a través del teléfono móvil.
Transcurrida una hora y media del espectáculo mi cabeza late al mismo compás frenético que base rítmica de los Strokes, de pie y con los brazos cruzados mientras siento el cuello y los omóplatos atenazados por dos filosos garfios de acero. En el lugar donde me encuentro, aunque no está muy alejado del escenario, la gente no salta ni baila ni da muestras de ningún signo de efusividad, mientras ráfagas de aire frío parecen viajar kilómetros desde el río oscuro para descargarse sobre mi aterida espalda. Ya analizo seriamente la posibilidad de irme antes de tiempo, cuando empiezan a sonar los archiconocidos primeros acordes de “Last Nite” el megahit por todos esperado para desencadenar la fiesta, y que anuncia de paso que ya no resta mucho para el final. En efecto, Julian anuncia que la próxima será “the last song”, y, curiosamente, “Reptilia” –el tema en cuestión- desencadena una reacción mucho más apasionada que su antecesora. Ante los pedidos de bises y los cantitos seudofutboleros que se aprovechan de la similitud fonética entre Strokes y Stones, “Ohh/ vamo’ los Strou’/ Los Strou’/ Los Strou’/ Vamo’ los Strou’. Los artistas vuelven al escenario para brindar una única y última canción, aunque hay que reconocerles que ya habían recorrido íntegro todo su repertorio junto a cuatro temas inéditos. La voz y los instrumentos suben y bajan mientras los técnicos de sonido, como durante toda la noche, tratan de hacer milagros con el magro volumen autorizado por el Gobierno de la Ciudad y la acústica de un descampado en una noche de viento y eso sin contar los aviones que pasan rasantes próximos a aterrizar en Aeroparque. El show termina y la gente se retira en una lenta procesión donde todos se dicen los unos a los otros, por vía oral o gestual, lo bueno que estuvo y lo bien que la pasaron. Yo me alegro de que haya terminado y de que aún esté con vida mientras hago votos para despertarme con menos de cuarenta grados el día siguiente. De todos modos a nadie le quedan dudas de que los Strokes son una auténtica banda de club. Pero de club nocturno neoyorkino, no de club social y deportivo del bajo Núñez.
Zedi Cioso
Por fortuna, para ingresar al predio no había que someterse a esas colas agobiantes que supieron ser el martirio de otros mega conciertos. Tan sólo había que recorrer un perímetro vallado y prestarse a un cacheo liviano a cargo de especialistas de tacto desarrollado en bailantas y canchas de fútbol. Los bolsos debían exhibirse en la transparencia de su intimidad y se decomisaba todo tipo de alimento o bebida con un afán digno de Senasa en la frontera ante la amenaza de la gripe del pollo. Tampoco se permitía, tal como reza la letra chica en el reverso de la entrada “el ingreso de cámaras de fotografía, grabadores y filmadoras”, pero no había objeción alguna para los celulares que reunían todas estas funciones a la vez.
A pesar de mis ¿37? ¿38? Grados de fiebre, me sometí de buena gana al cacheo aunque me gané una mirada aviesa del hombre de seguridad: yo no llevaba celular encima ¿qué malas intenciones albergaría a cambio? Una vez adentro del club Ciudad me orienté a duras penas entre las aguas estancadas del lago artificial y el césped pisoteado: el festibal Bue es uno de esos emprendimientos musicales que sacan provecho de enormes y otrora prestigiosos clubes que han caído en desgracia y para evitar la convocatoria de acreedores se ven obligados a ceder sus instalaciones y permitir que decenas de miles de personas las deterioren sin piedad en provecho de inescrupulosos empresarios del entretenimiento.
Cuando entré al club, cerca de las 21 ya habían tocado Don Adams e Interama, los créditos locales, de modo que la gente, dispersa, recorría el predio sin ton ni son. Pronto observé que mayoría de los hombres habían adoptado esa curiosa costumbre según la cual el público en el llano debe disfrazarse al uso de sus ídolos sobre el escenario: abundaban las camperas de cuero de corte recto ajustadas, los jeans estudiadamente rotosos, algunos sacos para los más osados y zapatillas All Stars en abrumadora mayoría. Las chicas, dado que no tenían modelo al cual remitirse, exhibían un criterio más amplio, pero principalmente se dividían entre las que hacían primar la comodidad de un jean y una zapatillas (sí, All Stars) y las que, con el afán secreto e inconfesado de seducir a los músicos o a algún émulo bien parecido, se habían puesto lo mejor de su ajuar y andaban pavoneándose de aquí para allá. Aunque nadie las enarbolaba, las banderas del público, de haber existido, habrían rezado PALERMO SOHO PRESENTE / ACASUSO CON LOS STROKES / COLEGIALES / BELGRANO R A MUERTE CON STROKES y hasta alguna LOMAS DE SAN ISIDRO SAY HI TO KINGS OF LEON
Pero como para demostrar que un recital también es una fuente genuina de trabajo, unas promotoras de conocida marca de cigarrillos, enfundadas en cuero negro ceñidísimo al cuerpo extraían de los incautos su principal valor: la información en materia de datos personales. Planilla en mano tomaban nota de nombre, edad, marca que fumaban, día de nacimiento, etc. Uno de cada tres chicos les decía “yo te doy mi teléfono si vos me das el tuyo” y ellas sonreían cada vez ante el pedido como si hubieran sido cautivadas por la ocurrencia de su autor.
Por fortuna había recibido previamente un llamado de mis amigos, miembros del staff de esta publicación, donde me comunicaban que me estarían esperando en la peluquería de Sanyo: otro recurso ingenioso de las marcas que sponsoreaban el evento para posicionarse entre los potenciales clientes. El puesto en cuestión consistía en una carpa abierta sembrada de plasmas multicolores, carteles con el logo de la firma y un espécimen extraído de la “guía del hombre cool 2005”: zapatos con plataforma, pantalón negro patas de elefante, saco cruzado color crema, pañuelo de seda al cuello, pelo batido y grandes anteojos negros, que se dedicaba a peinar y “lookear” (pavada de verbo) a todos los que se atrevieran a sentarse en su silla de estilista. No es una mala idea después de todo, si la marca no puede instalarse en la mente del consumidor, como reza el dogma del marketing, al menos puede dejar una huella en la superficie.
Sorteados todos los obstáculos finalmente di con la carpa peluquería y tras negarme al peinado 29 pulgadas localicé a mis amigos y juntos emprendimos la marcha al escenario principal, instalado en lo que alguna vez debió ser una cancha de rugby. Una vez ahí aguardamos el inicio del show de los “Kings of Leon” banda “del sur profundo de los Estados Unidos” según palabras del experto en la materia Matías Pailos. El set de una hora y cuarto de los Kings of Leon se desarrolló ante la indiferencia generalizada y el contrastante entusiasmo desmedido de un núcleo duro que saltaba, se agitaba y cantaba todas las canciones y cuyo número no debía exceder el de los seguidores de una banda stone del conurbano bonaerense en su primer año de vida. El show terminó con el cantante arrojando el micrófono al piso en lo que no se entendió si fue un gesto de rebelión gratuita o un acto de impotencia ante la poca adhesión que habían provocado sus canciones. Nadie clamó en pos de bises, por lo que banda decidió cumplir con cortesía el no-pedido y no volvió a asomar la cabeza por el escenario.
De ahí todos corrieron con paso atlético hacia los puestos oficiales de venta de pizza y empanadas: efímeras franquicias montadas en carpas o quinchos deteriorados. Convencido de que no era bueno para mi precaria salud soportar al aire libre el intervalo de hora y media hasta el show de los Strokes, convencí a mis amigos de que nos refugiáramos en uno de esas vetustas edificaciones donde se había improvisado una pizzería. Una vez adentro pudimos acomodarnos junto a los comensales en los únicos asientos disponibles: el suelo. Ahí dentro del quincho cientos de jóvenes se aglutinaban sentados en cuclillas mientras devoraban sus pizzetas individuales en una recreación perfecta de la época de la colonia de vacaciones.
Una hora más tarde nos encontrábamos a unos quince metros del escenario a la espera de que los Strokes salieran a escena. Finalmente podría asistir en el siglo XXI al recital de una banda nacida en su seno. Y nada menos que The Strokes, hijos rebeldes de millonarios que revitalizaron la tradición del rock neoyorquino y dejaron patentada la etiqueta del retrorock, todo con el mismo disco “Is this it”, revelación del 2001. Pero mi cuerpo no acompañaba a mi entusiasmo. Los escalofríos y los recurrentes temblores ya señalaban que algo no andaba del todo bien con mi organismo. El mono que llevaba colgado en la espalda parecía haber tomado un curso de anti-acupuntura y se entretenía clavándome largas agujas en el cuello y los hombros. Mi facha era fatal, me sentía absolutamente ajeno y la gente parecía captar el mensaje y me miraba como si fuera un ladrón o un pervertido. Al fin se apagaron las luces y los Strokes salieron a escena. La multitud empezó a sacudirse enloquecida y de pronto me vi en el epicentro de la masa extática saltando yo también, aunque apenas me despegaba unos tímidos centímetros del suelo y así y todo parecía que dejaba a mi cabeza kilómetros atrás en cada desplazamiento. El tema que sonaba era “Someday”, con esa batería de ritmo nervioso que puntúa los mejores temas del grupo y le debe una fortuna a “Last for Life”, la segunda guitarra rasgada frenéticamente hasta que las cuerdas adquieren el rojo vivo de la fricción, la voz aguardentosa de un crooner crónico filtrado por varias noches insomnes de alcohol y drogas, todo estaba ahí, en su sitio, en la perfecta mixtura que, sino puede provocar emociones legítimas, al menos las cita a la perfección. El tema terminaba de golpe como un telón de acero y daba inicio al primer corte del segundo disco. La excitación del público creció en progresión geométrica y en mi condición de fitoplancton humano me dejé arrastrar por la marea humana hasta escasos metros de los músicos, incluso alcancé a percibir, por primera y única vez en toda la noche, ese vaho inconfundible, mezcla de sudor rancio, humo de tabaco y marihuana, feromonas y efluvios varios que sólo se aspira en estos eventos multitudinarios: extracto de concierto de rock Nro 5. El público, a falta de un estribillo claro que corear, se aplicaba a reproducir el agudo riff de la guitarra: tuuu tu ruuuu tu tu ruuuuuu!!! se esforzaban las gargantas para dejar bien en alto el mito de entrega de la audiencia argentina. Después llegó un tema nuevo, y el recital se fue a pique, al igual que mi cuerpo que de pronto me recordó el presente de mi estado de salud y tal como llegué, fui retrocediendo casilleros en el tablero hasta quedar situado en el medio del campo, entre “chicas sexys” extranjeros habituados a otras modalidades de recepción y público en general que no sentía deseos de transpirar la camiseta.
Con el correr de los temas la audiencia quedó delimitada entre los que “conocían los dos discos” los que “conocían el primer disco” y los que “sólo conocían dos o tres hits”, los primeros se apretujaban en la primera línea de combate, saltaban, bailaban y acompañaban en perfecto inglés de colegio bilingüe todos los temas de la banda. Los segundos escuchaban con respeto las canciones que les eran ajenas mientras esperaban pacientes “una que sepamos todos” y entonces sí saltaban, batían palmas o daban alguna otra muestra de lo bien que la estaban pasando. A mi me daba miedo mi propio aspecto, pálido y febril, de modo que cada tanto movía la boca o balbuceaba unos gruñidos incomprensibles, como para demostrar a mis espontáneos congéneres mi competencia en la materia y desalentar al mismo tiempo la idea de que había asistido al concierto con la perversa intención de tocarles el culo a sus novias. Sorteada la mitad del show me enfrenté al azote del viento más frío que una noche de finales de octubre recuerde. Hasta el cantante, -el-nombre-propio es-destino- Julian Casablanca, hizo mención del asunto en una de sus escasas interpelaciones al público “It’s fucking cold up here” dijo, mientras de seguro pensaba “¿Cómo, esto no era tropical como el fuckin’ Brasil?”. Tampoco faltó un clásico del género, el “encuentro casual de dos conocidos” en medio del espectáculo. Fui testigo involuntario de uno de esos milagros inesperados entre un galancito veinteañero y una frustrada pretendiente. La chica le chistó y se saludaron con afecto. De inmediato ella pronunció un nombre de mujer y él se limitó a mostrarle su mano desnuda, libre de anillos y por ende, metonimia mediante, de compromiso. ¡Cómo no me contaste! Se quejó ella y agregó ¡Te mandé un mensaje al celular para tu cumpleaños! como para acumular todos los reclamos. No se lo conté a nadie, trató de zafar él, y el celular me lo robaron. ¿Me pasás el nuevo? Pidió ella, el dijo que sí, que la iba a llamar para pasárselo. Todo esto, que quede claro, mientras los Strokes trataban de entretener a la multitud y yo, convidado de piedra, intentaba sin éxito correrme unos metros porque había quedado en medio de esos dos que me ignoraban como si mi existencia se limitara a la de un monolito abandonado en el paisaje (y tal vez de hecho así fuera). Después ella quiso saber detalles de la ruptura y el empezó a decir algo así como que se sentía liberado, pero entonces se oyeron los primeros acordes de una canción pegadiza del primer álbum y en un acto de entendimiento instantáneo los dos se despidieron con celeridad justo antes que el público irrumpiera en gritos y saltitos varios.
Un capítulo aparte merece la participación estelar de los celulares. Porque un recital, sin la presencia de celulares, ya no puede ser llamado de esa manera. Estos simpáticos artefactos han tomado el poder y le insisten a sus dueños para que los lleven al show hasta que éstos aceptan; y no se conforman con la mera presencia: ellos quieren ver, pretenden escuchar y hasta se enojan si la banda en cuestión no les dedica un tema meloso para que sus lacayos enciendan sus luces y los hagan mecerse de un lado al otro en una escena de hondo contenido poético visual. Una escena que sólo puede ser captada por el ojo panorámico de las cámaras que cubren el recital y que lo retransmiten en vivo en las pantallas a los costados del escenario, función que antes recaía en los más modestos encendedores. El hombre evoluciona, de la era del fuego a la del litio. Arriba las manos, batan palmas, pongan en on sus celulares. Se trata de un nuevo recurso que aúna los beneficios de la cámara, la tele, y el periscopio. Aglutinado entre la masa homogénea y limitado en su campo visual, el espectador eleva al cielo su brazo con el celular de última generación asido a su mano y observa, a través de la pantalla de cristal líquido, lo que sus órganos ópticos, por si solos, no pueden captar, y de paso filma un fragmento del recital y guarda la imagen para la memoria del artefacto: los recuerdos vívidos de un motorola. Otros sacan fotos de la banda sobre el escenario o de ellos mismos en pose de que-bien-la-estoy-pasando-en-este-recital-increíble. También llaman a sus amigos que no pudieron o no quisieron acudir, para trasmitirles algo de esa emoción indescriptible (tal como prometen los spots publicitarios de las compañías de telefonía móvil) Hasta creo, aunque no estoy seguro, que alguien entre el público llamó a un amigo que también había ido al recital, en medio del show, para que éste pudiera oír la música a través del teléfono móvil.
Transcurrida una hora y media del espectáculo mi cabeza late al mismo compás frenético que base rítmica de los Strokes, de pie y con los brazos cruzados mientras siento el cuello y los omóplatos atenazados por dos filosos garfios de acero. En el lugar donde me encuentro, aunque no está muy alejado del escenario, la gente no salta ni baila ni da muestras de ningún signo de efusividad, mientras ráfagas de aire frío parecen viajar kilómetros desde el río oscuro para descargarse sobre mi aterida espalda. Ya analizo seriamente la posibilidad de irme antes de tiempo, cuando empiezan a sonar los archiconocidos primeros acordes de “Last Nite” el megahit por todos esperado para desencadenar la fiesta, y que anuncia de paso que ya no resta mucho para el final. En efecto, Julian anuncia que la próxima será “the last song”, y, curiosamente, “Reptilia” –el tema en cuestión- desencadena una reacción mucho más apasionada que su antecesora. Ante los pedidos de bises y los cantitos seudofutboleros que se aprovechan de la similitud fonética entre Strokes y Stones, “Ohh/ vamo’ los Strou’/ Los Strou’/ Los Strou’/ Vamo’ los Strou’. Los artistas vuelven al escenario para brindar una única y última canción, aunque hay que reconocerles que ya habían recorrido íntegro todo su repertorio junto a cuatro temas inéditos. La voz y los instrumentos suben y bajan mientras los técnicos de sonido, como durante toda la noche, tratan de hacer milagros con el magro volumen autorizado por el Gobierno de la Ciudad y la acústica de un descampado en una noche de viento y eso sin contar los aviones que pasan rasantes próximos a aterrizar en Aeroparque. El show termina y la gente se retira en una lenta procesión donde todos se dicen los unos a los otros, por vía oral o gestual, lo bueno que estuvo y lo bien que la pasaron. Yo me alegro de que haya terminado y de que aún esté con vida mientras hago votos para despertarme con menos de cuarenta grados el día siguiente. De todos modos a nadie le quedan dudas de que los Strokes son una auténtica banda de club. Pero de club nocturno neoyorkino, no de club social y deportivo del bajo Núñez.
Zedi Cioso
2 Comentarios:
"Mi facha era fatal, me sentía absolutamente ajeno y la gente parecía captar el mensaje y me miraba como si fuera un ladrón o un pervertido." ¿Está seguro, señor Cioso, de que era por su facha? ¿No será que los chicos del StPindoungou (un colegio que es todo los colegios) lo habían visto hacía una escasa media horita someterse "de buena gana al cacheo"? Vamo Pisbur con los Strou´.
No sé, pero voy a charlarlo con mi analista.
Sr o-cioso
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