Que se mueran los buenos
Maten a Pennac.
Maten a los lectores de Pennac.
Lo de arriba es un comentario visto en un blog que frecuento. Un comentario cáustico, gracioso, indudablemente agresivo, ya que venía precedido de otro comentario, pero este laudatorio, una encomiosa suscripción de las virtudes narrativas y reflexivas del escritor francés (Pennac, como ustedes comprenderán). Así que era, entre otras tantas cosas, un artero ataque a esta chica, la responsable de la apostilla pro-Pennac. Además, era un despropósito, un acto descomedido, claramente fuera de lugar; por lo amable de la nota de la pennaquista, por la tónica general del blog en el que ambos se inscribían. Era chocante –por supuesto que a nadie espanta y que nadie se muere: me refiero a las primeras impresiones de lectura. Estaba claramente fuera de lugar. Y como mucho de lo fuera de lugar, era infantil, o inmaduro, presa fácil de la segregación y de la mirada reprobatoria con mueca de asco haciendo la segunda de quienes comprenden el juego, el contexto, la situación. Esos que actúan dentro de los invisibles márgenes de lo permitido. Esos que redefinen a cada paso las reglas del juego que todos jugamos.
Mientras rumiaba el asunto de esta entrada, recordé esos dos versos, mis favoritos en estos momentos: “Maten a Pennac./Maten a los lectores de Pennac.”, y me pregunté en qué se relacionaban. ¿Qué tiene en común mi odio hacia el dandy con la inscripción de ese comentario? Quizás, cavilé en algún momento, en que esa tirria que me despierta el dandy viene dada por la ristra de comportamientos a los que me hallo apegado, todos muy similares al chiste anti-pennacuense: el insultar en público, el encapricharme por no dar con el libro que se me dio en ese momento por buscar (¡pero si yo lo vi, ayer estaba acá!, me digo una y otra vez), el protestar y reclamar y exigir casi en llanto la reparación de una injusticia menor de la que fui objeto, el implorar en secreto la atención general, el pedir que se vaya una vez que la concito, el no estar nunca de acuerdo conmigo mismo, el sincerarme públicamente a este respecto (¿por qué lo dijo? ¿Quién se lo pidió? Ahora nos obliga a ser partícipe de su poquita cosa, nerviosa y ululante), el putearme y putear al prójimo (en secreto) por no haber encontrado la respuesta justa a esa intervención, la reacción adecuada con la que doy siempre demasiado tarde. No dejar de pensar que, si las cosas hubieran sido un poquito, pero un poquito nomás diferentes…, quizás no hubiera pasado lo que pasó y, ¡Por Qué a Mí, Dios, Qué te He Hecho, Por Qué Te Ensañas Conmigo, que tan Bueno, Noble y Generoso Soy! Las rabietas de todo tipo. Las conductas licenciosas y violentas de cualquier índole. Las agachadas, traiciones, las canalladas. Porque soy un miserable, un traidor, un atorrante sinverguenza y compadrito.
Quizás por eso odie a los dandys, a los fucking gentleman, a los generosos, a los desprendidos, a los que están a la altura de las circunstancias, a los que soportan estoicos el llamado de las parcas, como parece que hicieron Feiling y Bolaño, en vez de quejarse, vilipendiar, llorar y gritar a todos, incluso a los que nos ayudan y quieren y cuidan, sobre todo a quienes nos quieren y cuidan y ayudan.
No podemos, o no queremos o no queremos poder (ni podemos querer poder querer, ni evitamos el retruécano fácil) ser mejores de lo que somos. Encima de todo nos miran con desprecio. Somos infelices, y debemos sentirnos culpables. ¿A usted le parece?
Escupamos al buen sanmaritano, claro (ese también se lo merece). Pero sobre todo al que se cree superior; al que es superior. Como señalan acertadamente las hinchadas de fútbol: Hay que matarlos a todos, mamá, que no quede ni uno solo.
A ese que no se queja, a ese que gana la lotería y no va a cobrar el premio, al que sabe la respuesta y no la dice. A ese chino que tenía que estar cien días aguardando frente a una ventana sin moverse para quedarse con la mujer de su vida, y ahí estuvo, 99 días, 23 horas, 55 minutos. Al minuto 56 se levantó y se fue.
Al comedido, al discreto, al elegante: que toda nuestra furia resentida recaiga sobre ellos.
Somos resentidos. ¡Bien! ¿A que no saben cómo vamos a comportarnos? ¡Sí, acertaron! Como resentidos. Por sobre todo odiamos al dandy intelectual. Si al menos no supieran leer, si al menos no leyeran, si al menos leyeran basura (Pennac, por ejemplo). Pero no: leen Bolaño, leen Feiling, leen bien. Esos hijos de puta.
Son ganadores, por supuesto. Se llevan las mejores minas. Pero no lo olviden: este es otro motivo para resentir de ustedes.
Encima hablan de la inmadurez, hablan de que todos traicionan, que todos somos ridículos, ellos los primeros. Son perspicaces, intelectual y moralmente. Nos dicen que ellos mismos son como no nos muestran. Nos dicen que ellos son como nosotros. Pero sabemos que no son como nosotros. Tienen que pagar por eso.
Somos miserables: debemos ser miserables. Somos resentidos: debemos ser resentidos. Ni siquiera debemos darnos el lujo de una inteligencia más allá de nuestro alcance. ¿Así que la maldad es sobre todo estúpida? Seremos los más estúpidos.
Quizás ellos tengan razón. Digo: no solo estén en lo correcto sobre cómo comportarse, sino que incluso capten correctamente la situación, como jamás nosotros… como jamás yo la captaré, y, en efecto, seamos todos infantiles, torpes, tímidos, engreídos, egoístas.
Tampoco importará. Porque en esto no nos van a ganar. No en esto.
Así que acá estoy, bebiendo mi café dulzón (mi siquiera tengo gusto: endulzo el café) en este coqueto local, untando esta insípida mermelada de durazno en mi tostada quemada con este cuchillo romo, pero con filo suficiente, mirando a este cuarentón desplegar su Pennac de bolsillo, y con toda elegancia y descuido, relojear a la camarera, a mí camarera, a la que seguro se levantará dentro de un rato. O quizás no. Quizás lo que yo esté padeciendo en este momento no sea uno de esos ínfimos ataques de pánico, y sea de hecho un futuro asesino. Aferro mi cuchillo y fijo mi atención en el pañuelo perfumado (seguramente perfumado) que rodea el cuello del cuarentón. Me levanto.
Matías Pailos
Maten a los lectores de Pennac.
Lo de arriba es un comentario visto en un blog que frecuento. Un comentario cáustico, gracioso, indudablemente agresivo, ya que venía precedido de otro comentario, pero este laudatorio, una encomiosa suscripción de las virtudes narrativas y reflexivas del escritor francés (Pennac, como ustedes comprenderán). Así que era, entre otras tantas cosas, un artero ataque a esta chica, la responsable de la apostilla pro-Pennac. Además, era un despropósito, un acto descomedido, claramente fuera de lugar; por lo amable de la nota de la pennaquista, por la tónica general del blog en el que ambos se inscribían. Era chocante –por supuesto que a nadie espanta y que nadie se muere: me refiero a las primeras impresiones de lectura. Estaba claramente fuera de lugar. Y como mucho de lo fuera de lugar, era infantil, o inmaduro, presa fácil de la segregación y de la mirada reprobatoria con mueca de asco haciendo la segunda de quienes comprenden el juego, el contexto, la situación. Esos que actúan dentro de los invisibles márgenes de lo permitido. Esos que redefinen a cada paso las reglas del juego que todos jugamos.
Mientras rumiaba el asunto de esta entrada, recordé esos dos versos, mis favoritos en estos momentos: “Maten a Pennac./Maten a los lectores de Pennac.”, y me pregunté en qué se relacionaban. ¿Qué tiene en común mi odio hacia el dandy con la inscripción de ese comentario? Quizás, cavilé en algún momento, en que esa tirria que me despierta el dandy viene dada por la ristra de comportamientos a los que me hallo apegado, todos muy similares al chiste anti-pennacuense: el insultar en público, el encapricharme por no dar con el libro que se me dio en ese momento por buscar (¡pero si yo lo vi, ayer estaba acá!, me digo una y otra vez), el protestar y reclamar y exigir casi en llanto la reparación de una injusticia menor de la que fui objeto, el implorar en secreto la atención general, el pedir que se vaya una vez que la concito, el no estar nunca de acuerdo conmigo mismo, el sincerarme públicamente a este respecto (¿por qué lo dijo? ¿Quién se lo pidió? Ahora nos obliga a ser partícipe de su poquita cosa, nerviosa y ululante), el putearme y putear al prójimo (en secreto) por no haber encontrado la respuesta justa a esa intervención, la reacción adecuada con la que doy siempre demasiado tarde. No dejar de pensar que, si las cosas hubieran sido un poquito, pero un poquito nomás diferentes…, quizás no hubiera pasado lo que pasó y, ¡Por Qué a Mí, Dios, Qué te He Hecho, Por Qué Te Ensañas Conmigo, que tan Bueno, Noble y Generoso Soy! Las rabietas de todo tipo. Las conductas licenciosas y violentas de cualquier índole. Las agachadas, traiciones, las canalladas. Porque soy un miserable, un traidor, un atorrante sinverguenza y compadrito.
Quizás por eso odie a los dandys, a los fucking gentleman, a los generosos, a los desprendidos, a los que están a la altura de las circunstancias, a los que soportan estoicos el llamado de las parcas, como parece que hicieron Feiling y Bolaño, en vez de quejarse, vilipendiar, llorar y gritar a todos, incluso a los que nos ayudan y quieren y cuidan, sobre todo a quienes nos quieren y cuidan y ayudan.
No podemos, o no queremos o no queremos poder (ni podemos querer poder querer, ni evitamos el retruécano fácil) ser mejores de lo que somos. Encima de todo nos miran con desprecio. Somos infelices, y debemos sentirnos culpables. ¿A usted le parece?
Escupamos al buen sanmaritano, claro (ese también se lo merece). Pero sobre todo al que se cree superior; al que es superior. Como señalan acertadamente las hinchadas de fútbol: Hay que matarlos a todos, mamá, que no quede ni uno solo.
A ese que no se queja, a ese que gana la lotería y no va a cobrar el premio, al que sabe la respuesta y no la dice. A ese chino que tenía que estar cien días aguardando frente a una ventana sin moverse para quedarse con la mujer de su vida, y ahí estuvo, 99 días, 23 horas, 55 minutos. Al minuto 56 se levantó y se fue.
Al comedido, al discreto, al elegante: que toda nuestra furia resentida recaiga sobre ellos.
Somos resentidos. ¡Bien! ¿A que no saben cómo vamos a comportarnos? ¡Sí, acertaron! Como resentidos. Por sobre todo odiamos al dandy intelectual. Si al menos no supieran leer, si al menos no leyeran, si al menos leyeran basura (Pennac, por ejemplo). Pero no: leen Bolaño, leen Feiling, leen bien. Esos hijos de puta.
Son ganadores, por supuesto. Se llevan las mejores minas. Pero no lo olviden: este es otro motivo para resentir de ustedes.
Encima hablan de la inmadurez, hablan de que todos traicionan, que todos somos ridículos, ellos los primeros. Son perspicaces, intelectual y moralmente. Nos dicen que ellos mismos son como no nos muestran. Nos dicen que ellos son como nosotros. Pero sabemos que no son como nosotros. Tienen que pagar por eso.
Somos miserables: debemos ser miserables. Somos resentidos: debemos ser resentidos. Ni siquiera debemos darnos el lujo de una inteligencia más allá de nuestro alcance. ¿Así que la maldad es sobre todo estúpida? Seremos los más estúpidos.
Quizás ellos tengan razón. Digo: no solo estén en lo correcto sobre cómo comportarse, sino que incluso capten correctamente la situación, como jamás nosotros… como jamás yo la captaré, y, en efecto, seamos todos infantiles, torpes, tímidos, engreídos, egoístas.
Tampoco importará. Porque en esto no nos van a ganar. No en esto.
Así que acá estoy, bebiendo mi café dulzón (mi siquiera tengo gusto: endulzo el café) en este coqueto local, untando esta insípida mermelada de durazno en mi tostada quemada con este cuchillo romo, pero con filo suficiente, mirando a este cuarentón desplegar su Pennac de bolsillo, y con toda elegancia y descuido, relojear a la camarera, a mí camarera, a la que seguro se levantará dentro de un rato. O quizás no. Quizás lo que yo esté padeciendo en este momento no sea uno de esos ínfimos ataques de pánico, y sea de hecho un futuro asesino. Aferro mi cuchillo y fijo mi atención en el pañuelo perfumado (seguramente perfumado) que rodea el cuello del cuarentón. Me levanto.
Matías Pailos
2 Comentarios:
Déjeme compartir un poco de mi escasa y trabajosamente conseguida sabiduría: el cuarentón del pañuelo perfumado sólo se levantaría a su camarera si ésta se llamara Carlos o Roberto.
Yo que Ud. apuntaría contra ese tipo de treinta y pico pero que parece menos, con jeans y chomba y zapatillas All Star. Dandy modelo 2006.
Creo que voy a hacer un dos por uno.
Publicar un comentario
Suscribirse a Comentarios de la entrada [Atom]
<< Página Principal