El Paraíso Ahora
El sábado 16 de Julio fui a ver la película El Paraíso Ahora a uno de los dos únicos cines que todavía la exhiben: el Premier, en la función de las 21:10.
La película trata acerca de un día en la vida de dos jóvenes palestinos: Khaled y Said, que son elegidos para inmolarse como hombres-bomba en Tel Aviv.
Uno de sus méritos es que a pesar de tocar un tema tan urticante utiliza con destreza los recursos clásicos de la narración cinematográfica para aportar una visión palestina del conflicto. Otro punto a favor es que en lugar de apelar a discursos grandilocuentes o a golpes bajos se concentra en el drama de los dos amigos y a través de una duda que desvela a Occidente (¿Cómo puede un hombre dar lo más preciado de sí, su vida, para sacrificarla en un acto criminal que lo convierte en asesino de inocentes?) logra lo que a priori parecería imposible: que el espectador alcance un grado de identificación con los personajes y en el mismo proceso desestructura el discurso que identifica automáticamente a los hombres bomba con zombis sin posibilidad de elección a los que una agrupación terrorista les ha lavado el cerebro.
La película no aprueba la metodología de los terroristas, pero tampoco la condena (ahí radica su mayor carga polémica) mientras trata de comprender la decisión de los suicidas. De ahí que el clímax dramático consista en un monólogo en el que Said justifica su decisión mientras la cámara se acerca y convierte sus palabras en un alegato político.
En ese preciso momento, durante la función del sábado, una chica saltó de su butaca, se paró frente a la pantalla y mientras agitaba dos porras de cotillón con las manos, se puso a cantar “La Cucaracha”. El resto no tiene punto de comparación, pero el estupor de los primeros diez segundos no difiere en nada con el del hombre que saca un arma en la Avenida Cabildo y se pone a disparar, o el que explota en un Shopping de Tel Aviv. Después de ese silencio azorado comenzaron los insultos, los “¡Callate loca!” las puteadas, los llamados desesperados al personal de seguridad del cine (???) mientras la chica no dejaba de entonar “La cucaracha/ la cucaracha/ ya no puede caminar” una y otra vez. Todo duró unos eternos cinco minutos, hasta que una mujer mayor se levantó entre el público y tomo a la chica de la cintura para conducirla hacia la salida, en el preciso momento en que Said terminaba su monólogo.
Evidentemente, pensé entonces, los terroristas no son los únicos que creen poseer la “verdad de Dios” para imponérsela a los demás. Lo que implica la puesta en escena de esta “activista” no deja de inquietarme: no hay que discutir los argumentos de la película sino silenciarlos. También ilustra tristemente sobre la efectividad de los métodos extremistas para imponer sus objetivos: una chica con dos porras de cotillón y voz chillona puede impedir que ciento cincuenta personas vean una película. En un film sobre gente que se inmola ella plantea su disenso con el mismo método que quiere criticar: silenciar la voz del otro es el primer paso para su exterminio.
Hoy todavía me preguntó que sentí en ese momento: rabia, impotencia, miedo, sí, pero algo más. Sentí pena. Pena por (y perdonen lo cursi de la expresión) la especie humana. Y pensé también que, si seguimos así, estamos irremediablemente perdidos.
Zedi Cioso
La película trata acerca de un día en la vida de dos jóvenes palestinos: Khaled y Said, que son elegidos para inmolarse como hombres-bomba en Tel Aviv.
Uno de sus méritos es que a pesar de tocar un tema tan urticante utiliza con destreza los recursos clásicos de la narración cinematográfica para aportar una visión palestina del conflicto. Otro punto a favor es que en lugar de apelar a discursos grandilocuentes o a golpes bajos se concentra en el drama de los dos amigos y a través de una duda que desvela a Occidente (¿Cómo puede un hombre dar lo más preciado de sí, su vida, para sacrificarla en un acto criminal que lo convierte en asesino de inocentes?) logra lo que a priori parecería imposible: que el espectador alcance un grado de identificación con los personajes y en el mismo proceso desestructura el discurso que identifica automáticamente a los hombres bomba con zombis sin posibilidad de elección a los que una agrupación terrorista les ha lavado el cerebro.
La película no aprueba la metodología de los terroristas, pero tampoco la condena (ahí radica su mayor carga polémica) mientras trata de comprender la decisión de los suicidas. De ahí que el clímax dramático consista en un monólogo en el que Said justifica su decisión mientras la cámara se acerca y convierte sus palabras en un alegato político.
En ese preciso momento, durante la función del sábado, una chica saltó de su butaca, se paró frente a la pantalla y mientras agitaba dos porras de cotillón con las manos, se puso a cantar “La Cucaracha”. El resto no tiene punto de comparación, pero el estupor de los primeros diez segundos no difiere en nada con el del hombre que saca un arma en la Avenida Cabildo y se pone a disparar, o el que explota en un Shopping de Tel Aviv. Después de ese silencio azorado comenzaron los insultos, los “¡Callate loca!” las puteadas, los llamados desesperados al personal de seguridad del cine (???) mientras la chica no dejaba de entonar “La cucaracha/ la cucaracha/ ya no puede caminar” una y otra vez. Todo duró unos eternos cinco minutos, hasta que una mujer mayor se levantó entre el público y tomo a la chica de la cintura para conducirla hacia la salida, en el preciso momento en que Said terminaba su monólogo.
Evidentemente, pensé entonces, los terroristas no son los únicos que creen poseer la “verdad de Dios” para imponérsela a los demás. Lo que implica la puesta en escena de esta “activista” no deja de inquietarme: no hay que discutir los argumentos de la película sino silenciarlos. También ilustra tristemente sobre la efectividad de los métodos extremistas para imponer sus objetivos: una chica con dos porras de cotillón y voz chillona puede impedir que ciento cincuenta personas vean una película. En un film sobre gente que se inmola ella plantea su disenso con el mismo método que quiere criticar: silenciar la voz del otro es el primer paso para su exterminio.
Hoy todavía me preguntó que sentí en ese momento: rabia, impotencia, miedo, sí, pero algo más. Sentí pena. Pena por (y perdonen lo cursi de la expresión) la especie humana. Y pensé también que, si seguimos así, estamos irremediablemente perdidos.
Zedi Cioso
11 Comentarios:
Bueno, bueno, well. Me alegra ser el primero en contestar tu post. Como bien dije hoy cuando hablamos por tel esta peli dá para una charla con un café y comentarla tranquilos. Yo estoy de acuerdo con tu punto de vista en algunos aspectos y en otros no tantos, pero más que nada quiero resaltar un par de cosas: Nobleza (y alma) obliga, el trabajo actoral... buenísimo, trabajando con una calma muy buena, estremecedor casi, mucha creatividad y buenas desiciones para laburar ese papel (como por ejemplo que cuando le dicen a said que se tiene que inmolar aparenta estar inmutable pero por dentro (por lo menos para mí) se devastaba por esa chica a la que sabía que no iba a volver a ver). Nada de golpes bajos, nada de solemnidad. Por otro lado los momentos humorísticos bien sutiles (cuando le arreglan el auto a un viejo pesado haciendo uso de una masa entre otros) estuvieron muy bien colocados. Casi con presición mecánica para acomodarlos en esa historia tan emotiva.
Ahora hablemos de la mina: Qué querés que te diga, hoy iba en el bondi pensando en el estado en que estaba cuando said empieza su monólogo, me imagino viéndola en el cine y una enferma aparece y me hace esto... la cago a patadas en el culo, pero es fácil ser el héroe de las tragedias de otros, no? Como sé que no es una loca que saca un 22 y me balea, no? Ojalá no te haya quitado de lugar para todo lo que vendría después.
Saludos, aúnque no quieras voy a buscar la manera de postear!!! :P
PABLETE
Estás en lo cierto, Pablete, las actuaciones son excelentes, en especial la de Said, ese aplomo que se consume por dentro me recuerda a Meursault, el protagonista de "El Extranjero" de Camus.
También están empleados con sabiduría los gags, como para descomprimir una situación que se torna insoportable.
En cuanto a la chica, si la sacás a patadas terminás siguiéndole el juego, aplicando el doble de violencia que ella para desalojarla. Y ella en su próxima irrupción lleva dos pibes de seguridad y para echarlos hay que usar palos y para parar los palos ellos una navaja y después los otros un revolver...
Y todo termina en un bombardeo.
Qué horrible. Me imagino la escena y la porrista aparece como nuestro occidente demente que mediante la estridencia de un show ridículo quiere acallar todo lo humano-emotivo-real posible de saberse en otros discursos distintos al suyo.
La violencia genera más violencia, es cierto, pero a veces la pasividad es la mejor aliada de abusos de este tipo.
En ocasiones pienso que el bombardeo podría resultar preferible a permanecer sentado sintiendo pena por la especie.
es verdad: la chica alcanzó sus objetivos de mira corta, pues logró la atención de los presentes, logró desviar la atención puesta en la pantalla. Pero, en algún sentido, contribuyó a minar sus fines de largo alcance, o los fines de largo alcance que alguien con medio racionalidad de más debería tener: ninguno en la sala se siente más partidario de sea cuales fueran sus tesis radicales.
Mersault sigue siendo contemporáneo.
Muy acertado, Gernández, su visión de la porrista como quintaesencia de lo banal de Occidente. Ahí donde un tipo se vuela las tripas como método de lucha, una chica agita una porra y canta "la cucaracha".
Pailos, acuerdo punto por punto con ud.
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