Dos cuentos
Un crítico, un escritor. Llamémosle Daponte. Un hombre todavía jóven, cáustico, sagaz, impecablemente dotado para el arte de la injuria velada. Un hombre que llega a la crítica por casualidad, luego de haber publicado una moderada cantidad de libros, por imitación, por competir con el narrador, también escritor, también crítico, a quien podemos llamar Daniel Guebel. La práctica revela excelencia, y Daponte deviene “el” reseñista literario del periodismo nacional, todo lo cuál amerita una invitación de Nina Pucci, suerte de cruza entre Mirtha Legrand, Silvia Hopenheyn y Osvaldo Quiroga. El escritor se resiste, pero su editora insiste y ahí lo tenemos, frente a las cámaras, cometiendo el error de su vida: hablar de lo que se le cantó el quinto forro de las pelotas. Es decir, destrozar el nuevo libro de un autor en alza, a quien nombraremos como Ferruci. Los días posteriores al programa solo logran levantar la cifra de ventas de los libros de Ferruci. La de los de Daponte también. Pero Daponte está en deuda, y una nueva invitación se concierta. En el nuevo encuentro Daponte luce más bien papanatas. Se deja prepotear por Pucci, oponiendo solo tibios sarcasmos y renuncios a destiempo. Pero no se la va a llevar de arriba: Pucci tiene un as en la manga. Una carta. Es de otro escritor. Es de Ferruci. Ferruci le agradece todo lo bueno que dijo sobre él. Ferruci se muere. Ferruci quiere que Daponte vaya a Córdoba a verlo en su hora última, y Daponte queda comprometido. Obligado, viaja, y tras él, las cámaras del programa de Pucci. Daponte llega antes, y la mujer de Ferruci lo lleva a la pieza del enfermo. Daponte comienza, tibiamente, a mostrarse amable, a reprimir el resentimiento. Ferruci se disculpa: “tenía” que hacer que Daponte fuera. Daponte inicia una vaga apología de Ferruci, quien lo corta en seco: “No embrome, Daponte. Usted sabe que ni un demente querría firmar las mediocridades que yo escribí”. Ahí se revela la motivación oculta de Ferruci. Toda su vida escribió, persiguiendo los efímeros signos de una revelación transformadora, del advenimiento de la trascendencia literaria, de la gran obra esquiva. Nunca lo logró. Al final, demasiado tarde, comprendió: “mi verdadera literatura era por necesidad lo opuesto” a todo lo que firmó. En sus inéditos está la clave de acceso a las cumbres del genio. Hacerlo es una posibilidad que puede ser actualizada. Y Daponte es el elegido.
Ferruci muere, y las cámaras llegan tarde al encuentro. Daponte vuelve a la capital, rumiando qué hacer con la tesis de Ferruci. ¿Y si tuviera razón? Guebel procura disuadirlo. Falla. Al tiempo aparece un libro de Daponte. Guebel lo lee: el libro es genial. Daponte no está conforme. Los libros de Daponte se suceden. Cada vez vende menos. Deja de ser invitado al programa de Nina Pucci. Al tiempo, deja de ser publicado. Guebel lee los inéditos: cada uno mejor que el anterior. Daponte, cada día más recluido, cada minuto más misántropo, atribuye todo el mérito a la obra de Ferruci, textos que lee cuidadosamente e invierte, en un sentido que a todos, incluido el lector, se nos escapa. Guebel lee un último texto de Daponte. Corre a felicitarlo. Daponte, que siente que todavía no ha conseguido lo que puede, lo que Ferruci esperaba de él, le cierra la puerta en la cara. Quiere seguir escribiendo.
Ese es el cuento, y este su comienzo: “De aquel año, me queda sobre todo el horror de las evocaciones”.
Un poeta, un escritor. Llamémosle Soames. Un hombre todavía jóven, quizás incluso demasiado jóven, obsesionado con la gloria o con el genio. Publicó, pero sigue insatisfecho: no es el poeta que quisiera. Quiere, al menos, saber si lo será. Soames se hace amigo de otro escritor, a quien podemos llamar Max Beerbohm. Soames está cada vez peor; solo quiere suicidarse, solo quiere saber si, como Dostoievsky quería, su nombre perdurará dentro de cien años. Basta con que Soames pronunciara estas palabras para que lo latente emergiera: el caballero sentado en la mesa de al lado ofrece saciar las ansias de Soames. Solo pide su alma a cambio. Soames acepta en el acto. Logra negociar un encuentro con Beerbohm para el día siguiente, a la misma hora. Cuando llega, Beerbohm cree estar ante un muerto en vida. La palidez de Soames lo hace casi traslúcido, y los más agoreros de los pronósticos no previeron el chiste final del que Soames sería objeto. Soames relata a Beerbohm lo ocurrido: viaja, llega, se adentro en los meandros del Museo Británico y palpa su derrota. La entrada ‘Enoch Soames’ de la Enciclopedia Británica no remite a ningún poeta, ningún escritor, ningún artista. Enoch Soames es el personaje de un cuento. Uno escrito por Max Beerbohm, uno en el que, entre otras cosas, se le ridiculiza. El caballero de la víspera se hace presente y lleva a cabo lo pactado.
A poco de empezar el cuento de Guebel me encontré pensando en el de Beerbohm. Hay más de un vínculo entre ambos, y puede verse al de Guebel como un comentario al de Beerbohm. Los motivos, de suyo, son legión. Todos más o menos irrelevantes. En ambos se trata de escritores que persiguen la gloria o el genio, en ambos la crónica está a cargo de otro escritor, quien narra en primera persona el devenir de la trama. Así que tenemos escritores, tenemos la escritura, tenemos la obra genial. Es fácil entender por qué a los aspirantes a escritor y a los escritores el cuento de Beerbohm (y, si tuvieran acceso a él, el de Guebel) les fascina: habla de ellos, habla de lo que los distingue y (en el sentir privado de cada uno de estos degenerados) los hace mejores que el resto. En cierta medida, los cuentos de este estilo son una exaltada defensa del oficio. Una subliminal. Hay otro asunto que liga ambos cuentos. Como señala Cioso, son relatos cuya estructura es la siguiente: x persigue la obra genial, solo para que ella sea alcanzada por z, y la obra en cuestión es el relato de la propia vida de x. Una realización imprevista, además; tal es como los autores nos la presentan. Como si dijeran: lo que buscás con tanto ahínco está a la vuelta de la esquina. Como ni Soames ni Daponte existieron en este mundo, la justificación previa queda abolida. Después está el mito. La obra genial, el genio como aptitud, el genio como persona. Cosas que quizás no sean más que quimeras. Elementos que puede que dependan más del capricho que del mérito real –quizás otra quimera. El por qué nos maravilla el mito, el por qué nos encanta hablar de nosotros mismos, son asuntos para los que diversas disciplinas tienen una gama variopinta de respuestas, ninguna de las cuáles ahondaré.
Todas estas cosas parecen hablar contra el gusto por estos cuentos. Probablemente ese sea el caso. Quiero señalar, antes de enmudecer, un último punto. En parte nos gustan tanto porque la obra genial perseguida es cifra de otra cosa, de algo extraordinario. Algo como ganar la Copa del Mundo, como coger en éxtasis. Algo como el amor. Algo que nos brinda acceso a otro mundo que el gris cotidiano. Algo mejor.
Matías Pailos
Ferruci muere, y las cámaras llegan tarde al encuentro. Daponte vuelve a la capital, rumiando qué hacer con la tesis de Ferruci. ¿Y si tuviera razón? Guebel procura disuadirlo. Falla. Al tiempo aparece un libro de Daponte. Guebel lo lee: el libro es genial. Daponte no está conforme. Los libros de Daponte se suceden. Cada vez vende menos. Deja de ser invitado al programa de Nina Pucci. Al tiempo, deja de ser publicado. Guebel lee los inéditos: cada uno mejor que el anterior. Daponte, cada día más recluido, cada minuto más misántropo, atribuye todo el mérito a la obra de Ferruci, textos que lee cuidadosamente e invierte, en un sentido que a todos, incluido el lector, se nos escapa. Guebel lee un último texto de Daponte. Corre a felicitarlo. Daponte, que siente que todavía no ha conseguido lo que puede, lo que Ferruci esperaba de él, le cierra la puerta en la cara. Quiere seguir escribiendo.
Ese es el cuento, y este su comienzo: “De aquel año, me queda sobre todo el horror de las evocaciones”.
Un poeta, un escritor. Llamémosle Soames. Un hombre todavía jóven, quizás incluso demasiado jóven, obsesionado con la gloria o con el genio. Publicó, pero sigue insatisfecho: no es el poeta que quisiera. Quiere, al menos, saber si lo será. Soames se hace amigo de otro escritor, a quien podemos llamar Max Beerbohm. Soames está cada vez peor; solo quiere suicidarse, solo quiere saber si, como Dostoievsky quería, su nombre perdurará dentro de cien años. Basta con que Soames pronunciara estas palabras para que lo latente emergiera: el caballero sentado en la mesa de al lado ofrece saciar las ansias de Soames. Solo pide su alma a cambio. Soames acepta en el acto. Logra negociar un encuentro con Beerbohm para el día siguiente, a la misma hora. Cuando llega, Beerbohm cree estar ante un muerto en vida. La palidez de Soames lo hace casi traslúcido, y los más agoreros de los pronósticos no previeron el chiste final del que Soames sería objeto. Soames relata a Beerbohm lo ocurrido: viaja, llega, se adentro en los meandros del Museo Británico y palpa su derrota. La entrada ‘Enoch Soames’ de la Enciclopedia Británica no remite a ningún poeta, ningún escritor, ningún artista. Enoch Soames es el personaje de un cuento. Uno escrito por Max Beerbohm, uno en el que, entre otras cosas, se le ridiculiza. El caballero de la víspera se hace presente y lleva a cabo lo pactado.
A poco de empezar el cuento de Guebel me encontré pensando en el de Beerbohm. Hay más de un vínculo entre ambos, y puede verse al de Guebel como un comentario al de Beerbohm. Los motivos, de suyo, son legión. Todos más o menos irrelevantes. En ambos se trata de escritores que persiguen la gloria o el genio, en ambos la crónica está a cargo de otro escritor, quien narra en primera persona el devenir de la trama. Así que tenemos escritores, tenemos la escritura, tenemos la obra genial. Es fácil entender por qué a los aspirantes a escritor y a los escritores el cuento de Beerbohm (y, si tuvieran acceso a él, el de Guebel) les fascina: habla de ellos, habla de lo que los distingue y (en el sentir privado de cada uno de estos degenerados) los hace mejores que el resto. En cierta medida, los cuentos de este estilo son una exaltada defensa del oficio. Una subliminal. Hay otro asunto que liga ambos cuentos. Como señala Cioso, son relatos cuya estructura es la siguiente: x persigue la obra genial, solo para que ella sea alcanzada por z, y la obra en cuestión es el relato de la propia vida de x. Una realización imprevista, además; tal es como los autores nos la presentan. Como si dijeran: lo que buscás con tanto ahínco está a la vuelta de la esquina. Como ni Soames ni Daponte existieron en este mundo, la justificación previa queda abolida. Después está el mito. La obra genial, el genio como aptitud, el genio como persona. Cosas que quizás no sean más que quimeras. Elementos que puede que dependan más del capricho que del mérito real –quizás otra quimera. El por qué nos maravilla el mito, el por qué nos encanta hablar de nosotros mismos, son asuntos para los que diversas disciplinas tienen una gama variopinta de respuestas, ninguna de las cuáles ahondaré.
Todas estas cosas parecen hablar contra el gusto por estos cuentos. Probablemente ese sea el caso. Quiero señalar, antes de enmudecer, un último punto. En parte nos gustan tanto porque la obra genial perseguida es cifra de otra cosa, de algo extraordinario. Algo como ganar la Copa del Mundo, como coger en éxtasis. Algo como el amor. Algo que nos brinda acceso a otro mundo que el gris cotidiano. Algo mejor.
Matías Pailos
12 Comentarios:
Cómo se llama el cuento de Guebel?
"El genio secreto". Está en "El ser querido", editado por Sudamericana a principios de los noventa.
aqui si que soy una outsider total, y sólo por el vicio de comentar es que escribo esta nada.
Ojo, no una "outsider" de: "Algo como ganar la Copa del Mundo, como coger en éxtasis. Algo como el amor. Algo que nos brinda acceso a otro mundo que el gris cotidiano", si no de las citas, seudónimos, intertextos y zazazas (dicho en el modo simpático y no despectivo). Lo que sí me hizo acordar al leerlo, por asociación básica, es que reabrieron el bar "El Británico".
La zaraza es lo mí, SYP. Y su mención al Británico me permite colar una mención a otro formidable cuento de Guebel, 'El amor a Inglaterra', de un escritor, su novia (crítica primeriza que se embarca en la ciclópea tarea de escribir el libro definitivo sobre Henry James), un renombrado profesor alemán y una BUenos AIres asolada por los bombardeos del Reino Unido.
Ok, empeizo a entender un poco más, la Zaraza y la relación Padre-hijo es lo tuyo. De la Zaraza y la Zarlanga, te cuento que el nuevo modo que acuñé es la Zazaza. Por ejemplo, un chico le dice a su amigo: "Conoci a una chica, la invité a tomar algo, me acerqué, le hablé y ZAZAZA" (realmente tiene un matiz diferente a las otras zarazas y zarlangas). ¿No es perfecto?.
Sobre Padre-hijo, te repito que Hollywoodland, más allá de que no es Uauauau, es un logrado retrato de esa relación. Y te rerererecomiendo la película: Karakter , la vi en el 97 o 98, es decir, hace 10 años y todavia me acuerdo el impacto.
Me parece perfecto. Solo albergo una duda: ¿qué es 'zarlanga'?
La vi. Noruega, ¿no? Me hizo acordar a 'El Adolescente', de Dostoievsky. Gran película. (Pero no me la acuerdo. Era el hijo que quería matar el padre, ¿no?
¿Zarlanga?. ¿No la usaba este tipo que hacia jodas por teléfono y repartía los tapes grabados?. De todas formas, para mí es como la zaraza pero más grotesco.
Ehmmmm... ¿Belga?. Tiemblo cuando leo "Era el hijo que quería matar el padre, ¿no?". Nunca sé si eso es una ironía psi.
No conozco la ironía; sí la desmemoria. Realmente me acuerdo poco de la película, salvo que está ambientada hacia fines del siglo XIX.
¿Tengo que hacer los deberes? Decime a qué cuento de Borges, así corto camino. (Tu memoria es prodigiosa.)
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
(Yo suprimi el comentario, estaba muy mal redactado y decía más pavadas que lo habitual, y lo peor es que daba cuenta de cómo no entiendo y mezclo todo). Va de nuevo:
Yo recuerdo un padre que no apoyó a su hijo durante toda su vida. Recuerdo un hijo que necesitaba la firma de su padre para hacer una transacción, o abrir su negocio, o algo muy importante para él. Y que al morir, luego de muchos años, el padre cede, y le concede la firma. Memoria selectiva, le dicen.
De todas formas (me hiciste dudar de qué recuerdo y qué no) voy a volver a ver la peli. Después te cuento.
No, es esa, seguro. Sí, la ví. Sí, me gustó. (Y no vale suprimir comentarios. Los lectores queremos ver los borradores.)
Publicar un comentario
Suscribirse a Comentarios de la entrada [Atom]
<< Página Principal