El lacaniano
Nunca publicó en vida. Su obra, sin embargo, circulaba de mano en mano, incluso de boca en boca por los cenáculos de escritores primerizos o subterráneos; de Leningrado, primero; luego, del mundo entero.
Nació en el distrito Kingisepp, residencia de la casta gubernativa de la provincia. Desde chico frecuentó las zonas bajas del Neva, allí donde ni el hielo oculta el efluvio de los desagües, reducto último de adictos, putas, homosexuales y parias de toda laya. También fatigaba la circunscripción portuaria. De ahí se trajo su primer noviecito, un marino congolés de metro noventa y cinco, al que presentó a su madre a los doce años como ‘el hombre de mi vida’.
El congolés desapareció; destino análogo al del estonio, norcoreano y yemení, todos fornidos hombres de alta mar, sus sucesores.
‘Soy un hombre de una sola mujer’, decía cada vez que incorporaba una línea de cocaína. Corría el rumor de que era la única droga que probó en su vida, a la que se mantuvo invariablemente fiel.
A los dieciocho obtuvo una colocación en una aerolínea soviética, y pronto recaló en París. Su interés por el psicoanálisis era creciente. Tomó cursos con el propio Lacan y a los veintitrés, munido de su título habilitante, inició su carrera como analista, brevísima. Ejerció en el distrito decimotercero, del mismo que fue arrestado por mala praxis. Tomó como pacientes únicamente a mujeres. Veinte, para ser exactos. Dejó a todas embarazadas, salvo a la última, militante maoísta que, en pleno mayo del ’68, optó por denunciarlo a las autoridades.
Salió a los pocos días, pero volvió una y otra vez a la comisaría. Se había enamorado de Salim, argelino, casado y padre de cinco. Era correspondido, así que cuando el argelino salió de la cárcel (a la que fue a parar a las pocas semanas de conocer al escritor), se mudó con esposa y cinco hijos a la casa de su novio, el escritor, un departamento de dos ambientes en las afueras.
El escritor se mantenía en base a su formidable carrera universitaria. A los veinticinco ya era titular de cátedra. A los veintiséis, luego de explicar públicamente que el origen de la militancia masculina de izquierda era un irresuelto complejo de Edipo que, desesperado, claudicó en su intento de cura e, invertido, determinaba en el individuo un incontenible deseo de matar a la madre y ser violado por el padre: El Estado Capitalista, un grupo comando troskista vertió sobre su cabeza disertante, en plena aula magna colmada, un balde de mierda que se derramó sobre la humanidad del escritor, dejando arriba de su pelo un cono decapitado marrón, que remedaba vagamente una capucha magrebí. El escritor continuó su exposición, impasible, hasta que media hora más tarde el timbre señaló la finalización de la clase.
Siempre se dijo comunista. Nunca, que se sepa, ejerció.
Abandonó al argelino, y con él a su departamento. Era ahora un hombre de fortuna, gracias a sabias y oportunas intervenciones en la Bolsa. El argelino, desesperado, pasó días y noches acampando fuera de la nueva residencia del escritor. Una noche vio unas siluetas revolviéndose tras el cortinado: el escritor, su nueva novia, y la novia de ella.
A la mañana siguiente, el escritor descubrió una carta, y en ella, una amenaza: si no volvía con él, el argelino se mataría. Presto, el escritor garabateó una respuesta, a estas alturas, clásica. Guardó el papel en un sobre y lo envió a su antiguo domicilio. Cuando la policía revisó el cuerpo del argelino ahorcado, descubrió el sobre con el escritor como remitente. Dentro, la respuesta: “Matate”.
Solo se exhibía con libros diminutos. Sus propios inéditos, sin embargo, no disminuían de las quinientas páginas. Desde el comienzo se lo leyó como un maestro. Porque se lo leía, y mucho, en ediciones clandestinas que sus amigos hacían circular, tanto en el ruso original como en su traducción francesa. A pesar de saberse Gombrowicz de memoria, su tema no era la inmadurez. De hecho, nació adulto.
Sus libros ascienden a tres: ni uno más, ni uno menos. El primero, la historia del nacimiento, ascenso y caída de un grupúsculo literario de vanguardia ruso, su dispersión y conquista del mundo. Era, también, la búsqueda alocada de la mítica fundadora, a la que solo el protagonista y alter ego del escritor había visto, por vez única, en un subte, borracho. O eso creía. O eso decía creer.
El segundo transcurría en París, Ucrania y Vladivostok. Eran, en verdad, cinco novelas en una. Un cuarteto amoroso de críticos literarios agotaba la primera novela. Ella, y la búsqueda del escritor reverenciado. La segunda contaba la biografía del editor de ese escritor. La tercera mostraba la cara oculta de Vladivostok: el secuestro, tortura y asesinato continuo de menores. La quinta recopilaba las anteriores, y mostraba la clave del misterio.
El tercero eran dos historias: la del mayor poeta nazi, el director de un campo de concentración, y su mayor obra: la pulverización del cerebro de los prisioneros, y su regeneración posterior, recomponiendo en semanas el tránsito de la ameba al homo sapiens.
Su mejor amigo, el filósofo más importante de esos días, escribió sobre él: “La pregunta primera y última que surge ante sus páginas, ante cualquiera de ellas, es: ‘¿cómo se puede escribir tan bien?’”. Lo hizo luego de que el escritor irrumpiera en su domicilio con un contertulio neonazi, y procedieran a desvalijar el domicilio del filósofo, luego de haberlo violado reiteradamente.
Lo había leído todo. El filósofo también dijo, sobre el escritor: “Su obra recorrió un largo camino y cumplió el cometido de los grandes libros: fundar un mito.”
Murió en 1985, a los cuarenta y cinco años de edad.
Matías Pailos
Nació en el distrito Kingisepp, residencia de la casta gubernativa de la provincia. Desde chico frecuentó las zonas bajas del Neva, allí donde ni el hielo oculta el efluvio de los desagües, reducto último de adictos, putas, homosexuales y parias de toda laya. También fatigaba la circunscripción portuaria. De ahí se trajo su primer noviecito, un marino congolés de metro noventa y cinco, al que presentó a su madre a los doce años como ‘el hombre de mi vida’.
El congolés desapareció; destino análogo al del estonio, norcoreano y yemení, todos fornidos hombres de alta mar, sus sucesores.
‘Soy un hombre de una sola mujer’, decía cada vez que incorporaba una línea de cocaína. Corría el rumor de que era la única droga que probó en su vida, a la que se mantuvo invariablemente fiel.
A los dieciocho obtuvo una colocación en una aerolínea soviética, y pronto recaló en París. Su interés por el psicoanálisis era creciente. Tomó cursos con el propio Lacan y a los veintitrés, munido de su título habilitante, inició su carrera como analista, brevísima. Ejerció en el distrito decimotercero, del mismo que fue arrestado por mala praxis. Tomó como pacientes únicamente a mujeres. Veinte, para ser exactos. Dejó a todas embarazadas, salvo a la última, militante maoísta que, en pleno mayo del ’68, optó por denunciarlo a las autoridades.
Salió a los pocos días, pero volvió una y otra vez a la comisaría. Se había enamorado de Salim, argelino, casado y padre de cinco. Era correspondido, así que cuando el argelino salió de la cárcel (a la que fue a parar a las pocas semanas de conocer al escritor), se mudó con esposa y cinco hijos a la casa de su novio, el escritor, un departamento de dos ambientes en las afueras.
El escritor se mantenía en base a su formidable carrera universitaria. A los veinticinco ya era titular de cátedra. A los veintiséis, luego de explicar públicamente que el origen de la militancia masculina de izquierda era un irresuelto complejo de Edipo que, desesperado, claudicó en su intento de cura e, invertido, determinaba en el individuo un incontenible deseo de matar a la madre y ser violado por el padre: El Estado Capitalista, un grupo comando troskista vertió sobre su cabeza disertante, en plena aula magna colmada, un balde de mierda que se derramó sobre la humanidad del escritor, dejando arriba de su pelo un cono decapitado marrón, que remedaba vagamente una capucha magrebí. El escritor continuó su exposición, impasible, hasta que media hora más tarde el timbre señaló la finalización de la clase.
Siempre se dijo comunista. Nunca, que se sepa, ejerció.
Abandonó al argelino, y con él a su departamento. Era ahora un hombre de fortuna, gracias a sabias y oportunas intervenciones en la Bolsa. El argelino, desesperado, pasó días y noches acampando fuera de la nueva residencia del escritor. Una noche vio unas siluetas revolviéndose tras el cortinado: el escritor, su nueva novia, y la novia de ella.
A la mañana siguiente, el escritor descubrió una carta, y en ella, una amenaza: si no volvía con él, el argelino se mataría. Presto, el escritor garabateó una respuesta, a estas alturas, clásica. Guardó el papel en un sobre y lo envió a su antiguo domicilio. Cuando la policía revisó el cuerpo del argelino ahorcado, descubrió el sobre con el escritor como remitente. Dentro, la respuesta: “Matate”.
Solo se exhibía con libros diminutos. Sus propios inéditos, sin embargo, no disminuían de las quinientas páginas. Desde el comienzo se lo leyó como un maestro. Porque se lo leía, y mucho, en ediciones clandestinas que sus amigos hacían circular, tanto en el ruso original como en su traducción francesa. A pesar de saberse Gombrowicz de memoria, su tema no era la inmadurez. De hecho, nació adulto.
Sus libros ascienden a tres: ni uno más, ni uno menos. El primero, la historia del nacimiento, ascenso y caída de un grupúsculo literario de vanguardia ruso, su dispersión y conquista del mundo. Era, también, la búsqueda alocada de la mítica fundadora, a la que solo el protagonista y alter ego del escritor había visto, por vez única, en un subte, borracho. O eso creía. O eso decía creer.
El segundo transcurría en París, Ucrania y Vladivostok. Eran, en verdad, cinco novelas en una. Un cuarteto amoroso de críticos literarios agotaba la primera novela. Ella, y la búsqueda del escritor reverenciado. La segunda contaba la biografía del editor de ese escritor. La tercera mostraba la cara oculta de Vladivostok: el secuestro, tortura y asesinato continuo de menores. La quinta recopilaba las anteriores, y mostraba la clave del misterio.
El tercero eran dos historias: la del mayor poeta nazi, el director de un campo de concentración, y su mayor obra: la pulverización del cerebro de los prisioneros, y su regeneración posterior, recomponiendo en semanas el tránsito de la ameba al homo sapiens.
Su mejor amigo, el filósofo más importante de esos días, escribió sobre él: “La pregunta primera y última que surge ante sus páginas, ante cualquiera de ellas, es: ‘¿cómo se puede escribir tan bien?’”. Lo hizo luego de que el escritor irrumpiera en su domicilio con un contertulio neonazi, y procedieran a desvalijar el domicilio del filósofo, luego de haberlo violado reiteradamente.
Lo había leído todo. El filósofo también dijo, sobre el escritor: “Su obra recorrió un largo camino y cumplió el cometido de los grandes libros: fundar un mito.”
Murió en 1985, a los cuarenta y cinco años de edad.
Matías Pailos
9 Comentarios:
El maestro Lacán tal vez diría que este texto está escrito bajo el dogma de uno de los "obreros del sueño": la condensación, y es, como tal, una gran y alucinante metáfora.
Metáfora de qué, me pregunto. (Lo de condensación, por supuesto: condensación de uno de los nudos de la madeja de mi sistema de citas.)
Tal vez dí demasiadas cosas por sabidas, me refería a la clásica idea lacaniana acerca de que el inconciente está estructurado como un lenguaje y de allí que los procedimientos freudianos de condensación y desplazamiento sean análogos en Lacan a las figuras retóricas de la metáfora y la metonimia.
O algo así.
Osvaldo?
si el anónimo quiere decir con "osvaldo" lo que yo c4reo que quiere decir (lamborghini), y si con eso también quiere establecer una tríada entre lacan, lamborghini y pailos, le dejo el tema discusionista a cioso, que parece conocer de lo que se habla. Por lo pronto, yo, acá leo otra cosa, y me da la impresión de un pailos convertido en un caballo al que se lo frena violentamente para que no se vaya al precipicio. En esa frenada, la saliva que escapa de la boca del caballo es de las cosas que más me gustan de pailos.
Gracias. Creo que gracias.
Si de asociar se trata, aqui un rastro de mi memoria:
en el teatro de Bartís hace varios años atrás, fui a ver una selección de textos interpretados por varios actores. Entre los textos, "El niño proletario". Yo nunca había leído ése texto. Me senté en primera fila, y cuando apareció Luis Machin en escena actuándolo, monocorde, casi inmóvil, al cabo de un rato sentí un fuerte mareo. Luego me bajó la presión, después sentí náuseas, y ya a punto de desmayarme y vomitar, sali corriendo al baño. Me encerré en el baño, me mojé la cara, trataba de respirar y no caerme. No volví a la sala, no quería interrumpir. Noté tibiamente que alguien ingresó al baño. En un momento giré mi cabeza un poco más aliviada, y ahi lo vi: el actor a menos de un metro mío, reposado en la pared, esperando volver a escena, tomando aire. Quedamos en el baño del teatro él y yo, casi sin mirarnos, en silencio, mientras afuera el eco del texto dicho retumbaba en el pequeño escenario.
Gran anécdota. Lamborghini hubiera sonreído. ¿Agradecer? No, me parece que no tenía ese programa.
Muy bueno, Pailos.
(No leí a Lamborghini ni a Bayer ni a Guariglia. A mí más bien me hizo pensar en un Jorge Luis con menos prurito.)
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