¡Qué te hiciste en el pelo 2! (la misteriosa desaparición de un peluquero)
Un acto tan banal como acudir a la peluquería siempre tuvo un halo festivo para mí. Cortarse el pelo es el recurso más sencillo, económico e inofensivo de cambiar sin dejar de ser el mismo ¡Con qué alegría espío mi reflejo en las vidrieras de los negocios apenas pongo un pie afuera del salón capilar! Ni que hablar del modesto milagro que sucede a la mañana del día siguiente, cuando, sumido aún en la duermevela, todavía me imagino igual al de anteayer y me descubro al espejo una milésima de kafka metamorfoseado en otro distinto.
A los 18 años conocí a Oscar, mi peluquero. Él era el humilde dependiente en un salón unisex que se presentaba ampulosamente como “academia de peluquería” amparándose en el hecho de que allí se impartían cursos para aprender el oficio de cortar y peinar, teñir y planchar, enrular y decolorar y todas las cosas que pueden hacerse con el cabello de la gente. El corte ‘profesional’ costaba $8 y el de ‘aprendiz’ apenas $4. La módica tarifa me permitió darme el lujo de hacerme atender por un peluquero colegiado y evitarme el riesgo de poner mi cabeza al servicio del honorable, aunque riesgoso, aprendizaje capilar. El profesional resultó ser Oscar; yo juzgué óptimo el resultado del corte y volví dos meses después, y dos meses más tarde y así durante 12 años. Oscar era correntino y, para hacerle honor al gremio, recontraputo. Al poco tiempo de su arribo se transformó en el estilista estrella del salón: “No, gracias, prefiero esperar”, “No, espero a Oscar”, “Sí, espero, me quiero cortar con Oscar”. A los clientes no les importaba la demora, estaban dispuestos a aguardar todo el tiempo que fuera necesario hasta que Oscar quedara libre y pudiera atenderlos, lo que convertía en obsoleta la presencia de otros peluqueros que o bien renunciaban o descendían al rango de asistentes, reducidos a oficios serviles tales como lavar el cabello o aplicar las tinturas a las viejas del barrio, mientras Oscar le daba a las tijeras 8, 9, 10 horas corridas.
No tenía descanso, el abnegado Oscar. La mujer que regenteaba el negocio, una gordita horripilante dueña de una insoportable voz de pito, lo explotaba saludablemente. Pero Oscar no protestaba. Ni siquiera cuando yo me le aparecía a la una del mediodía y le cortaba el almuerzo “¿Cómo está, señor?” Durante 12 años siempre el mismo saludo seguido por el falaz apretón de manos entre hombres, restos ficticios de un ritual masculino que mi homofobia adolescente debe haber impuesto como obligada distancia a nuestros primeros encuentros y que jamás nos atrevimos ¿Por respeto a qué normas? ¿En nombre de qué vagas leyes consuetudinarias, Oscar? a romper con un más adecuado y espontáneo beso en la mejilla. Para la espera, los chimentos de la revista Pronto, que ojeaba con avidez de señora gorda. Para inspirarme, una extrañas publicaciones con Raros Peinados Nuevos que eran lucidos por lo que aparentaba ser la selección de máximas estrellas del porno gay. Después de dar cuenta de la numerosa clientela que por lo general me precedía, Oscar me invitaba a sentarme, me calzaba esa mezcla de poncho, babero y delantal quirúrgico con el que los peluqueros nos aislan de la inminente lluvia de nuestro propio cabello que se disponen a desatar con sus tijeras, y me ajustaba la toalla cálida y húmeda sobre el cuello. “Hoy quiero hacerme algo distinto, Oscar: cortito y desmechado, con oreja descubierta”. Invariablemente durante 8 años el mismo parlamento de actor de reparto para anunciar mi nuevo corte de siempre el mismo. Oscar me aplicaba el vaporizador para humedecerme el pelo y me hacía evocar aquellos carnavales de antaño en los que hordas infantiles se entregaban al fuego cruzado del bombero loco y las bombuchas multicolor. Después tomaba con delicadeza mechones de mi pelo entre sus finos dedos y se aplicaba al corte. La destreza de Oscar, como la de todo auténtico coiffeur, nos permitía sostener una fluida conversación que no afectaba un ápice su concentración ni los resultados finales de su trabajo. En las visitas periódicas a la peluquería yo podía comprobar cuánto había sucedido de significativo en mi vida en los últimos meses en función de las novedades que tuviera para contarle mientras él esgrimía con pericia las tijeras. Cuántas vidas, cuántas historias, cuantos secretos atesoraba Oscar mientras rebajaba un flequillo, emparejaba una patilla, alisaba un rulo o aclaraba unas canas rebeldes. ¿Por qué no habrá más peluqueros escritores, con semejante acervo narrativo? Una vez concluido el corte, Oscar me preguntaba cómo quería las patillas. Era una fórmula más de ese ritual de complicidad que habíamos construido con los años, prácticamente una pregunta retórica. Ya sabía que yo iba a pedirle que me las rebajara y las dejara en punta y combadas con forma de media media luna. Un look que le había copiado a Alessandro Del Piero en los 90’s y que se me apetecía como el máximo detalle de distinción al que podía aspirar tras un corte de pelo tan cómodo y eficaz como convencional. Al escuchar mi pedido Oscar se reía e iniciaba una amarga queja mitad en broma mitad en serio sobre el trabajo extra que le demandaba mi requerimiento estético y enseguida acometía con su maquinita dentada la metódica esculpida patillar. Así era con todos: cumplía los gustos más retorcidos de sus clientes con una sonrisa en los labios, como si supiera que esa peluquería, de la que a fin de cuentas sólo era un mero empleado, algún día le pertenecería. Y ese día llegó. Las circunstancias del trasvaso no me son del todo claras y creo que rozan la mala fe, no obstante, en mi opinión avalan un auténtico acto de justicia. Al parecer, Oscar se contactó con el dueño del local y convino con éste para que le pasara a la dueña de la peluquería una cifra exorbitante por la renovación del contrato de alquiler. A la insufrible chillona no le quedó más remedio que irse con la música a otra parte, entregada al hado mágico para que le echara en las manos otro talentoso e ingenuo Oscar para vivir a sus costillas.
El nuevo salón abrió un mes más tarde. Oscar exhibía con orgullo y subrayaba hasta el cambio más minúsculo. Las paredes recién pintadas, los sillones de cuero y metal cromado, los cascos astronáuticos para hacer la permanente, la nueva instalación eléctrica, las plantas de interiores, etc. Y también se quejaba, como el flamante empresario que era, del precio de las máquinas rasuradoras, las navajas, las tijeras y otros insumos básicos del ramo. Los cambios eran notorios: apenas llegabas una chica te abría la puerta, colgaba tu abrigo y te invitaba un café. Oscar tenía la energía del dependiente que ha visto durante años cómo el negocio se desaprovecha por no saberlo explotar adecuadamente y quería poner en marcha al unísono todas las ideas que había rumiado durante tantos años de obcecada subalternidad: “En el subsuelo vamos a poner un salón de estética para que las señoras se hagan la manicura y la pedicura, depilación con sistema español y a la cera negra”. Yo sólo objetaba el nombre. Para mí lo más indicado habría sido rebautizar el salón con el nombre de su alma mater “Oscar Ferreiro, Coiffeur” (Ignoro el apellido de Oscar, pero Ferreiro le hubiese venido de maravillas). Lástima que su modestia no le permitió semejante osadía y en su lugar, optó por una denominación tan sosa como precaria y falta de glamour: “Tu Pelo”. ¿Tu Pelo? Si acá lo que importa son “Tus Tijeras” “Tus Manos” “Tu Talento” “Tus Peinados” “Tus Cortes” Los cortes de “Oscar Ferreiro”. Y eso sin mencionar el producto que arroja la inversión de las sílabas del nombre, un sospechoso “Pelotú”. En fin, lo que importa es que la gente iba para hacerse atender por Oscar y ahí estaba él, genio y figura, trabajando a destajo como siempre, pero ahora para su propio beneficio pecuniario y lo que es más y mejor: para el crecimiento, desarrollo y fortalecimiento del sueño de toda su vida: atender su propia peluquería. Lo extraño era el personaje que estaba a sus espaldas, en un segundo plano, casi como en un fuera de foco cinematográfico, parado junto a la caja. Era un tipo grandote, vestido de jean azul y camisa blanca por adentro del pantalón, pelo morocho y cortito con claritos y peinado hacia atrás en finas púas pulidas por el gel. Su presencia era intrigante. No cortaba el pelo, ni servía café, no preparaba a las señoras para la tintura con esos espantosos gorros de plástico transparentes ni efectuaba los lavados de cabello que precedían al corte. Simplemente permanecía ahí parado, ejerciendo una suerte de control general, cobrando y dando el vuelto e intercambiando algunas palabras de compromiso con alguno de los asistentes del local. Con el correr de los meses creí entender su rol: Oscar no había reunido el dinero suficiente para poner en marcha el negocio por su cuenta. Tal vez habría podido si la gorda chillona le hubiese pagado lo que le correspondía o si hubiese podido ahorrar unos meses más, pero la oportunidad se aparecía como un tren que no pasa dos veces por la misma estación, de modo que debió recurrir a este personaje (ignoro su nombre) que se ofreció como “socio capitalista” mientras que Oscar aportaría el capital de trabajo (y la clientela fidelizada que tenía cautiva) para ir cincuenta y cincuenta en el negocio.
A pesar de haberme mudado a 45 minutos de colectivo de mi barrio natal yo seguía asistiendo religiosamente a “Tu Pelo”. Siempre encontraba una buena excusa para arrimarme a Saavedra y hacerme cortar el pelo por Oscar y a veces acudía premeditadamente con el mero propósito de asistir a la peluquería. Corría el mes de febrero. Todo parecía en orden. La atenta asistente me franqueó la entrada y me ofreció el café cortesía de la casa, las revistas Pronto descansaban en el revistero, una señora esperaba paciente en su butaca a que la tintura le tomara. Pero Oscar no estaba.
En su lugar había un morochito flaco y esmirriado, con el pelo cortito peinado hacia atrás con gel, que con extremada delicadeza me invitó a tomar asiento.
_¿Oscar no está? Pregunté como si me invitaran a un picnic en un campo minado.
El chico se puso algo pálido y respondió que no. Dada la fecha me pareció lógico que Oscar hiciera lo que antes le estaba vedado y se hubiese tomado unas merecidas vacaciones, le pregunté al flaquito si esa era la causa de su ausencia y me respondió con poca convicción que sí y de inmediato cambió de tema inquiriendo cómo quería cortarme. Al cabo de dos meses regresé al local y al ver que Oscar no estaba supe que algo malo había pasado. El mismo dependiente modoso de la vez anterior me invitó a tomar asiento (no había nadie antes que yo) pero lo dejé con el brazo extendido y encaré directamente al grandote de la caja, que se reía jocoso de un chiste que él mismo le había contado a la chica del café.
_¿Oscar no trabaja más?
El tipo cambió la cara de inmediato y se puso serio, casi compungido para explicarme que Oscar había sufrido una “crisis” con su vocación, producto de una fuerte depresión y que se “había vuelto a su provincia” porque “ya no iba a trabajar más”. Como si esto no fuera suficiente agregó que a tal punto había llegado su dejadez que un día le cortó la oreja a un cliente “por suerte el hombre no hizo la denuncia, pero ahí tomamos la decisión de que tenía que irse”. Obviamente, no creí una sola palabra de esta terrible difamación. Le dije que no pensaba cortarme con otro peluquero y que sólo volvería a pisar el local si regresaba Oscar “Eso no va a ser posible” dijo el judas con una mezcla de lástima y provocación. Prácticamente le arranqué la mochila a la asistente que trataba de conservar los modales serviciales del establecimiento y me hubiese gustado dar un portazo pero la pesada puerta de acrílico se abría y cerraba lentamente contenida por una palanca hidráulica.
Mientras caminaba furioso por la Avenida Del Tejar las vidrieras me reflejaban igual que ayer, perdido Oscar y su sueño víctima de la conjura de un oportunista hijo de puta y yo sin más remedio que lanzarme a la búsqueda imposible de otro peluquero que descifrara el arcano de mi corte perfecto, ese que me convierte en otro sin dejar de ser el mismo, alguien con quien reconstruir un ritual destinado repetirse inalterable en el tiempo, un imposible nuevo Oscar que como todo en esta vida es barrido y aniquilado sin que yo haya podido hacer nada para impedirlo.
Zedi Cioso
Etiquetas: Relatos
14 Comentarios:
muy bueno. increíble que se pueda escribir tanto hablando solamente del pelo. o del peinado. o de un peluquero.
"Cortarse el pelo es el recurso más sencillo, económico e inofensivo de cambiar sin dejar de ser el mismo". como dije, yo me rapo. me rapé porque quería cambiar. y quería ser otra. y funcionó. al menos, hasta ahora. me rapé en enero de 2006. mi ex se rapaba. tenía una maquinita eléctrica con la cual yo lo rapaba todas las semanas. o cada dos. yo siempre tuve el pelo muy largo. un día, me lo corté muy corto. y luego de unos meses, le dije a mi ex: "rapame". y lo hizo. no me queda mal. creo. en un tiempo, lo usé muy rapado (menos de medio centímetro de pelo). ahora lo tengo un poco más "largo" (como un centímetro y medio) ja ja...
bueno. nada más.
besos. julieta.
Tremenda pérdida, la suya. Estoy con usted en este trance tan difícil. Mi más sentido pésame.
(Bien merecido tenía la gorda la artera traición de Oscar. Pero una vez desatado el proceso de traición, no hay más que sentarse a esperar que se cobre como nueva víctima al traidor anterior.)
Me emocioné con tanto relato.
Casi que cariño con Oscar.
Propongo busqueda a lo Cesarea T.
Al cabo que su legado es mas tangible...
Muchas Gracias Julieta, yo tampoco puedo creer que se pueda escribir tanto sobre el tema capilar, pero todavía podría haber una tercera parte, contando la vida de un huérfano de peluquero.
Impactante lo de su rapado, voy a evitar la obvia referencia a Sinead O'Connor y preferiré recordar a Ornella Mutti en una película maravillosa que vi de muy chico y todavía recuerdo.
Gracias por el apoyo MP. Usted no lamentaría este tipo de pérdidas porque hace más de un año que no se corta las chapas. Ya pasó de la porra Calamaro-Dylanesca a la Melena Joaquín Cortés.
Muchas Gracias Libélula. Tal vez el benemérito Oscar compusiera sus poemas utilizando el cabello de sus clientes como materia significantes (no, no estoy fumado todavía).
En cualquier momento lanzamos la cruzada y salimos a buscarlo. Oscar, donde quiera que estés ¡Te encontraremos y nos rebajarás las patillas!
No, mis patillas que no las toque!
Y además me quedé pensando, como es el corte de patillas medialuna?
Es que es media-media luna, la base es plana y después se extiende como un cono puntiagudo y combado en forma de anzuelo (o a veces con líneas rectas). Si tuviera un lápiz y un papel todas estas palabras estarían de más. Igual ahora no me queda más remedio que lucir unas sosas patillas cuadriláteras.
Conmovedor su relato!!
Y si, todos tenemos ciertos vínculos fieles y el criterio es bastante particular: hay quienes se atienden con el mismo odontólogo o ginecólogo durante toda la vida y eso parece más lógico (no es mi caso) sin embargo esto que ud. cuenta en mi caso ocurre con mi depiladora.
(ojo, con quien corta mi frondosa cabellera no es tan simple la cosa, pero pude hacer mas cambios, no muchos)
saludos.
p.d: Si escribiera, relataría la historia de una niña que nació con rulitos y bastante pelirroja y que en el trascurso de los años se trasforma en castaña y lacia.
y si..el tema capilar da para una novela.
coincido totalmente. en mi caso, también ocurre con la depiladora, pero la verdad es que no he tenido mucha suerte. ya he pasado por cuatro depiladoras. y todas se van, se cansan del laburo, se mudan de barrio o de provincia, etc... la que tengo ahora también está a punto de abandonarme. ojalá que no! es la mejor que he tenido... espero que, al menos, deje a alguien tan buena como ella... en fin. saludos. julieta.
hablando de patillas, hoy vi a un chico que tenía unas patillas muy lindas. son de esas que se alargan casi hasta la mitad de la mejilla, como un triángulo isósceles muy finito. quedan bien, aunque hay que tener una cara un poco especial para usarlas. no a cualquiera le quedan bien...
saludos. julieta.
mi depiladora no se va! se iba a ir a vivir a una localidad cerca de tandil, con su novio. pero se separó y se queda en buenos aires! lo que voy a decir está muy mal, pero estoy contenta!
besos. julieta.
Me encanto!!!
empece pensando uf que largo y despues no podia parar.
Me recordo a Cinema Paradiso (te preguntaras por que?) en la forma de hacer de algo tan simple un relato atrapante y muy bien escrito, Te seguire leyendo!!!
Soy Mary y si queres pasarte lee al menos uno mio que se llama Pollos Pablo a ver si te gusta???
Enohorabuena
Mary Poppins
Hola Pau, hay una novela de Roberto Echavarren que se llama "El diablo en el pelo" pero creo qeu nada que ver con el tema. El devenir capilar suele ser triste, el niño lacio se torna adolescente enrulado, la chica pelirroja de bucles, señora lacia y castaña, el niño de encantadores rulos un pelado en ciernes...
Julieta: me alegro por ud. y lo siento por su depiladora. Reconozco que muchas mujeres forjanun estrecho vínculo con sus depiladoras. No es para menos, yo no dejaría que cualquiera me untara con cera hirviendo y me arrancara los pelos de la entrepierna.
Muchas Gracias Mary, me alegra que le haya gustado. No seré Giussepe Tornattore, pero hago lo que puedo.
Pasaré pronto por allí para degustar una sabrosa pechuga.
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