El Mate Tuerto

"Se fingirá el saber que no se tiene."

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Nombre: El Mate Tuerto
Ubicación: Argentina

28 noviembre, 2007

Tirate al río


Somos alrededor de sesenta hombres casi desnudos y encimados a bordo de un viejo arenero que remonta a contracorriente el riacho de San Pedro, un brazo lateral del Paraná, que se intuye tras las ignotas islas que el tiempo ha construido con el polvo sedimentado de los ríos. Nuestros cuerpos viajan apiñados, cubiertos sus pudores con diminutos y apretados slips, gorras de silicona y antiparras sobre las cabezas que nos confieren un look de anacrónicos e inverosímiles aviadores nudistas, aferrándonos a la estructura tubular de la cubierta como si fuéramos presos en lento y penoso derrotero a su cadalso. Y aunque los familiares y amigos sonrían y deseen suerte y griten vítores desde la orilla para enmarcar con un aire de adiós nuestra partida, me cuentan después que la imagen que trasmitimos a bordo de esa barcaza, que jamás ha sido pensada como transporte público de pasajeros, es mas bien triste. Ha decir verdad, todo ha tenido un aire “concentracionario”, desde el arribo a media mañana al Club Náutico San Pedro para someternos a la extensa fila al cabo de la cual nuestros brazos eran pintados con marcador indeleble con el objeto de inscribir en el cuerpo nuestro número de corredor correspondiente; un provisorio tatuaje que acredita y da fe, mientras nos paseamos entre el gentío de la playa con el brazo desnudo, de que nos involucraremos en la hazaña, pasando por la tensa espera con el estómago crispado, hasta la caminata descalzos sobre el pasto lleno de abrojos, saltando de dolor sólo para caer con todo el peso de nuestro cuerpo y clavarnos aún más profundo en la planta blanca de los pies un nuevo y artero pinche vegetal hasta llegar al muelle de embarque y abordar el buque arenero descolgándonos uno por uno sobre las barandas de metal oxidado bajo un cielo plomizo que se abalanza sobre nosotros.

Estoy sentado ahora sobre una inestable chapa acanalada que se me imprime en bajorrelieve en el culo, sobre el techo del arenero y desde ahí veo cómo la proa del barco parte en dos la corriente en su avance río arriba; las masas simétricas de agua son arrojadas hacia ambos lados en tenues ondulaciones y acaban en finas olas que cabrillean a las orillas. Estos ríos de llanura del litoral son propiedad literaria privada de Juanele Ortiz y Juan José Saer y resulta difícil surcarlos sin dejarse llevar por la ineluctable modalidad de lo visible y pensarlos a través de sus ojos. Pero eso no quita que en el orden práctico cualquiera pueda arrojarse al agua y nadarlos en lugar de quedárselos contemplando embobado con un vaso de vino blanco frío y unas rodajas de salamín picado grueso desde la orilla. Para quien va a participar de la prueba, no obstante, el paisaje no es mera distracción turística ni simple excusa para profundos devaneos filosóficos. Cada aspecto reconocible de la orilla adquiere aquí un nuevo nombre: ese muelle de metal que se ve unos minutos después de zarpar son los últimos 10 minutos de carrera, ese barco blanco amarrado con el wellesiano nombre de “El Ciudadano” significa ¾ cumplidos de la prueba, ese terraplén de cemento representa la mitad del trayecto recorrido. Quien haya tenido la experiencia de participar en una maratón acuática sabe que, transcurridos los primeros cinco minutos el tiempo se difumina y, abandonado a la corriente del río que procura representar a escala un modelo del tiempo mismo, es imposible discernir sin se lleva nadando quince minutos o dos horas. Por eso, entonces, es preciso puntuar el tiempo con los hitos de la distancia o caso contrario arriesgarse a la desesperación por la incertidumbre del cuánto falta.

A poco de iniciado el viaje el cielo se sacude y descarga sobre nosotros una lluvia de gotas frías y gruesas. Ante cada trueno los hombres gritan, cantan, desafían. Carentes de todo auxilio de la civilización, recurrimos como nuestros antepasados a los viejos ritos para conjurar los poderes de la naturaleza; lo que a la postre parece dar resultado porque la lluvia deviene garúa y el cielo alivia la carga plomiza de amenaza que cernía sobre nosotros y resurge la translúcida canícula de noviembre. Tras lo que parece un viaje interminable de 7 kilómetros arribamos a destino: un punto cualquiera en mitad del río. La otra parte de los competidores ha sido trasladada en micros y nos aguarda en la orilla del “continente”. Nosotros desembarcamos en un simulacro de Normandía y hundimos los pies en el barro de la isla para emplazarnos frente a ellos. Apenas descendidos algunos corremos a los pastizales para descargar las aguas y así viajar más livianos en el agua del río. Hay muchos saltos y movimientos en hélice de brazos y bruscos sacudones de extremidades que remedan ataques epilépticos: vanos simulacros de precalentamiento que la adrenalina de la largada hará obsoletos.

Nos encontramos encajados en la orilla con los pies hundidos en el lecho fangoso del río, frente al otro grupo de competidores que nos refleja y a la vez nos desafía. La tensión se acrecienta conforme transcurren los minutos sin que se decrete la largada. El organizador, altoparlante en mano, explica a bordo de una lancha con motor fuera de borda que primero se tienen que acomodar los botes destinados a escoltar a los nadadores a lo largo de la carrera y auxiliarlos ante cualquier contingencia. Se escuchan abucheos, chiflidos, puteadas. Los dos grupos se desplazan simétricos hacia delante buscando la misma ventaja y anulándola al mismo tiempo, algún gracioso comenta que la carrera ya no es de siete kilómetros sino de seis y medio. ¡CINCO! ¡CUATRO! Finalmente el organizador inicia la demorada cuenta regresiva que jamás concluirá; a la altura de ¡TRES! un nadadador se adelanta varios pasos y con el agua a la cintura ejecuta un fuerte salto al tiempo que estira sus brazos en forma de flecha para desaparecer en el agua color caramelo y resurgir braceando un segundo después y todos lo imitan. Lo primero que se siente es la corriente eléctrica del frío del agua que recorre todo el cuerpo. Brazos-Verde/Espuma-Verde/Piernas-Verde/Cielo-Verde. La cabeza gira y sale del agua para capturar el aire y el paisaje volátil en fragmentarias escenas que se montan con el agua verdemoco del río al vaivén de las brazadas. Se percibe el ritmo frenético de la respiración que toma el aire y lo expulsa en el agua produciendo un bullicio de burbujas a borbotones. La sangre retumba en las sienes; el corazón late como una máquina desquiciada, sos una más de cuatrocientas voluntades luchando por alcanzar la poderosa corriente central del río. La largada es uno de los mejores momentos de la prueba. También uno de los más peligrosos. Los nadadores pugnan por abrirse paso entre los otros competidores. Un cabezazo, un golpe en la sien, una patada en la cara; perdido en el tumulto tu cuerpo se hundiría en las inescrutables aguas del río y nadie lo notaría hasta que ya fuera demasiado tarde. Reina un caos de brazos y piernas multiplicadas por doquier. El agua tiene el regusto a gasoil de las lanchas que la surcan. Tus brazadas impactan sobre la superficie agitada y te abren camino entre otros cuerpos que se aprietan al tuyo. Es entonces, cuando estás a punto de ganar la corriente central del río, ahí donde el agua corre, como una fuerza invisible pero comprobable, a 4,5 kilómetros por hora, que recordás algo súbitamente olvidado: el grupo de nadadores de la orilla contraria que se aproxima con idénticos bríos en procura del mismo objetivo. Es un instante apenas en el que se prevee el choque de las dos facciones sobre la misma corriente. Tu cabeza se sumerge al verde y cuando emerge los otros cuerpos ya están ahí. Hay colisiones, topetazos, patadas, brazos que te rozan el cuerpo, palmadas que caen sobre tu espalda; los cruces rozan la mala fe, pero jamás la alcanzan. Cada golpe te da más bronca y la bronca se transforma en energía para nadar más y más rápido en pos de dejar atrás ese aquelarre, ese monstruo de mil brazos y mil piernas que produjo como un parto contra natura el cross over de los dos grupos antagónicos en el mismo punto del río.

Ya sabés que esos primeros quinientos metros de la carrera son cruciales: hay que nadarlos a toda velocidad para dejar rápidamente atrás a los rezagados y unirse a uno de los pelotones que espontáneamente se desprenden de la masa amorfa y tan pronto se hacen como se deshacen en virtud de la capacidad de sus elementos constituyentes para nadar sincronizados al mismo ritmo. Transcurridos los primeros diez minutos la prueba se ordena y los treinta metros de anchura del riacho de San Pedro logran cobijar a los cuatrocientos competidores aunque en verdad todos deban amontonarse en la escueta franja de diez metros que con lindes invisibles delimita la corriente central, ya que si un nadador en una distracción se aparta de ella y se aproxima demasiado a la orilla quedará condenado a nadar en agua muerta y se verá superado hasta por los más lentos y torpes contrincantes a quienes la corriente impulsa ciega hacia delante. Una vez superado el maremágnum del comienzo cada nadador debe aplicarse a encontrar su propio ritmo: esa delicada administración de fuerzas que le permita avanzar tan rápido como pueda sin poner en peligro la reserva de energías y la resistencia de los músculos que es menester resguardar si se quiere concluir con éxito la carrera y no acabar boca arriba sobre uno de los botes que siguen a los competidores, boqueando como un patí, un surubí o un vulgar bagre, recién extraídos del Paraná. En virtud de esta crucial prerrogativa la respiración se acomoda, las brazadas cortan el agua con método, las piernas efectúan la patada haciendo asomar apenas las puntas de los dedos: el cuerpo encuentra su música. Calculás que estás en el tercer o cuarto pelotón. Alzás la cabeza y todavía divisás el barco que precede a los nadadores. Hay competidores adelante, atrás, a tu izquierda y a tu derecha. Es mejor así. Abjurás del primero y del último. Del primero te inquieta un poco la arrogancia solitaria con la que ese superhombre se abre camino en el río, dejándolos a todos atrás. El último te apena por idénticos aunque antagónicos motivos: su soledad y su lucha por no renunciar y condenar así al siguiente nadador, a quien sólo puede construir como entelequia, porque ya lo ha perdido de vista, al triste papel del último puesto.

Si no se le puede ganar a todos, hay que ganarle a uno. De modo que, en el transcurso de la prueba, se disputan varios duelos a muerte contra adversarios que no por espontáneos provocan menos animadversión “Brazo negro puto, brazo negro puto, brazo negro puto, te voy a pasar” “Gorra azul de mierda, gorra azul de mierda, te paso, mirá como te paso y te dejo atrás” “No, no, ¡no! esta minita no te puede pasar, no te puede pasar con esa brazada de morondanga que hace” “Vos, viejo choto no te me vas a adelantar”. Como se verá, en la categorización de los contrincantes reina la sinécdoque y cualquier parte sustantiva del rival ya sirve para darle un nombre y atribuirle una entidad a aquél con el que momentáneamente disputamos en el río. A veces elegís a un nadador que va delante tuyo y al que ves flaquear, entonces te aproximás con método, subrayando cada brazada, te ubicás a la par y te adelantás apenas un poco para que él de el último esfuerzo en pos de emparejar su marcha con la tuya, entonces sí, incrementás la frecuencia de la patada, estirás más los brazos y lo dejás atrás inopinablemente, asestándole una derrota menos física que moral de la que no podrá recuperarse. Otras veces el adversario surge de improviso, sobre tu lado ciego, dándose a conocer en ocasiones con una brazada que te impacta de lleno en las costillas, exigiendo que te hagas a un lado y le cedas tu porción de la corriente. En ese caso lo tanteás, cambiás de lado la respiración para vigilarlo y medís tus fuerzas con él para decidir si vas a dar batalla o a dejarlo pasar o simplemente a ignorarlo y seguir a tu propio ritmo. Estos duelos espontáneos te permiten sostener la concentración y la motivación a lo largo de la carrera. Con cada efímera victoria tu confianza se incrementa (las derrotas son obviadas) y te empuja junto con la corriente hacia el punto de llegada. Estos irrelevantes desafíos se suceden hasta que te encontrás con tu verdadero contrincante: el único que importa de los cuatrocientos que se arrojaron al agua con vos.

Encontrás a tu rival debatiéndose con un adversario ocasional que sin embargo le da pelea. Ambos bracean al unísono como si estuvieran sincronizados por una fuerza superior que determinara sus movimientos. Te les acercás sin sumarte a su lucha por respeto a la contienda que están librando. Probás adelantarlos por un flanco, pero su ritmo de nado es demasiado intenso; el esfuerzo que demandaría te dejaría agotado 200 metros más adelante y después los verías pasar y dejarte atrás definitivamente. Acaso podrías intentar pasar por entre medio de los dos, pero esa maniobra no es recomendable: aun sin proponérselo, los contendientes podrían cerrarse uno sobre el otro convirtiéndote en el salame del sándwich y propinándote una buena tunda de brazadas y patadas que no te dejarían otra opción más que el retroceso para abolir la involuntaria golpiza. Esperás hasta que uno resulta victorioso y se despega del otro como si esa presencia lo intoxicara. El derrotado, con sus últimas reservas físicas y morales minadas, va ralentando su marcha y se pierde como un astronauta desligado del cordón vital que lo unía a su nave, en una nada inconcebible, como todo lo que se deja atrás en esta marcha implacable sobre el río. Entonces sí, te adelantás y ocupás su lugar a la par del nadador triunfante. Tu rival, envalentonado por la reciente victoria, te toma a la ligera e incrementa la cadencia de sus brazadas con la firme convicción de que esa mínima variación en su velocidad podrá dejarte atrás. Resistís sus embates y permanecés firme como una sombra en su flanco izquierdo. Lo estudiás: es joven, o lo parece al menos, en el medio del río donde apenas se divisa una cabeza recubierta por una gorra de siliconas y unas antiparras y un brazo que a intervalos sale del agua y se vuelve a sumergir como un pez díscolo y perseverante, resulta difícil fijar patrones fisonómicos. Su estilo es depurado: hace gala de una brazada perfecta, que sale y entra límpida del agua, la patada medida, poderosa y constante que apenas se adivina por un leve chapoteo en el extremo de los pies. En pocas palabras: un estilo de piscina. El tuyo, en cambio, es más bien un estilo de pileta: representado por una brazada algo desprolija que expulsa agua cada vez que emprende el recobro del brazo para llevarlo hacia delante (unas gotitas que salen despedidas de las puntas de los dedos y reverberan efímeras al sol como diamantes del mediodía antes de caer en la masa informe y móvil del río color caramelo para volver a formar parte de él) tus manos rompen el agua con golpes más afines al boxeo que a la natación, provocando el chapoteo seco de un chasquido violento que en la exageración de su entusiasmo desplaza a tu cuerpo unos milímetros del eje que se empecina en conservar durante su marcha y te condena a un sutil e inútil vivoreo.

Después de aguantar con éxito la embestida de tu adversario crees llegado el turno de acometer tu propio ataque: aumentás imperceptiblemente la frecuencia de la brazada y la patada y poco a poco lo vas dejando atrás. Primero le sacás una mano de ventaja, después un antebrazo, una cabeza, el tronco, como si en lugar de efectuar tus brazadas en el mismo río te estuvieras aferrando a una soga invisible a la que él no tiene acceso. Hasta que el contrincante desaparece de tu campo visual. Sostenés el esfuerzo físico unos minutos más y aflojás un poco para no poner en riesgo tus reservas físicas. Con cada respiración espiás detrás de tu hombro para ver si tu rival sigue por ahí. Al poco tiempo reaparece sobre tu lado izquierdo acometiendo el río con una potencia inusitada. No conforme con emparejar tu posición, te supera como si fueras una de las boyas que demarcan el canal dragado por donde transitan los buques de carga. Cuando termina de adelantarse y ante la posibilidad de perderlo para siempre, recurrís a un truco tan viejo como efectivo: ajustás tu brazada y te ubicás justo detrás de él, “chupado”, como se conoce en la jerga a esta treta artera. De este modo, lo obligás a afrontar el desgaste que implica romper la resistencia del agua mientras vos, parásito de su entrega física, ahorrás energías nadando bajo su halo, deslizándote en la estela que su cuerpo dibuja en la corriente del río sin que él pueda notarlo, tan cerca que podés percibir en la punta de tus dedos el flujo de agua que desplaza su patada. Minutos más tarde es él quien mitiga su marcha y entonces abandonás tu cómoda posición a sus espaldas y resurgís como un fantasma, como una maldición, como un síndrome crónico, a su lado. Él se resigna a tu presencia y ya no malgasta energías en vanos intentos por dejarte atrás y vos hacés otro tanto; en eso consiste la gracia y la desgracia de que ustedes dos se hayan encontrado a lo ancho y largo del río entre cuatrocientos tipos que ya no importan, y no importan precisamente porque ustedes dos jamás podrán pasarse. Por más esfuerzo que hagan, el otro siempre será capaz de abolir las maniobras evasivas, sabotear la huida y persistir en la persecución hasta dar alcance y cuando a su vez intente prosperar fracasará del mismo modo porque ustedes dos nadan lo mismo, poseen la misma fuerza, la misma resistencia, el mismo tesón, la misma energía al punto que sobre este río son, cada uno, el sosías del otro, su doppelgänger fatal evolucionando a su lado y por eso mismo, desafiándose el uno al otro no hacen otra cosa más que desafiarse a sí mismos.

Los ocasionales espectadores apiñados a las orillas de los cámpings, acodados a las barandas de los puentes, encaramados al borde de los terraplenes, los ven pasar como figuras móviles del paisaje itinerante y del espontáneo espectáculo que representan sin siquiera sospechar el terrible combate que esos dos nadadores, tan simpáticos ellos, tan parejos en su marcha que parecen hermanos siameses, disputan en el río.
De pronto, al sacar la cabeza en procura del vital oxígeno, ves el muelle de metal en el que desemboca el parque público de San Pedro que recorriste el día anterior. Esa precaria estructura metálica trae aparejada la promesa de que, como mucho cuatrocientos o quinientos metros más adelante, alcanzarás las boyas que señalan el comienzo del tramo final y el punto en el cual los nadadores deben abandonar la generosa corriente del río para internarse en la bahía del Club Náutico donde concluye la prueba. Tratás de ubicarte de la mejor forma posible ante la inminencia de las boyas. Inexplicablemente, tu contrincante se desplaza a la derecha. Lo seguís viendo cada vez que sacás la cabeza, pero conforme se suceden las respiraciones tu adversario se aleja más y más, dos, tres, cuatro cuerpos de distancia a tu diestra, sin adelantarte un palmo, como si de pronto una decisión intempestiva hubiese decretado que la carrera no finalizará en un punto remoto allá delante sino a un costado del río. “Uno de los dos se está equivocando fiero”, pensás. Cuando llegás a las boyas rojas y las superás una tras otra dejándolas a tu derecha, comprobás con alivio que fue él quien dio el paso en falso: las boyas quedaron a su izquierda lo que equivale a decir que sus brazadas se toparon de improviso con un inmenso banco de arena disimulado apenas por unos centímetros de agua color caramelo y que, sin otra alternativa, se vio obligado a retroceder sobre sus pasos, tal vez caminando con el agua ridículamente a la altura de los tobillos hasta retornar a la primera boya mientras vos, a esa altura, ya superás la cuarta y última, de elocuente color celeste, y pegándote siempre a la derecha con el propósito de evitar la deriva de la corriente que se empeña en alejarte de tu curso, te internás en la bahía siguiendo la hilera de hormigas que señala el sendero triunfal al punto de llegada.

Ese último tramo te alienta a imprimir la mayor velocidad posible a tus movimientos, el clásico “sprint final”, que todos los nadadores acometen casi al unísono, en el derroche póstumo de energías al que invita la inequívoca certeza de hallarse a minutos del final. Tu marcha confiada, no obstante, es puesta en peligro cuando percibís unos impertinentes dedos que tantean la planta de tus pies anunciando la inminencia de un rival dispuesto a dejarte atrás y condenarte a la humillación de ser superado a último momento. “No, no me vas pasar ahora la reconcha de tu madre”, pensás para tus adentros y empezás a patalear con todas tus fuerzas, o mejor dicho, con todas las fuerzas que te quedan, que no deben ser muchas pero en ese momento semejan reservas inagotables sino de energía, cuento menos de temple, de bravura, de amor propio, de algo que acaso no tiene nombre pero sabés sin necesidad de ponerlo a prueba que te mantendría de pie incluso si todo se derrumbara a tu alrededor. Pataleás cada vez con más ímpetu, siempre tuviste más fuerza en las piernas, lo que resulta algo poco útil en un deporte que se sustenta sobre todo en el tronco y los brazos pero que al menos puede ayudarte en estos trances. Pataleás y pataleás, imaginando una escena característica de esas películas pedorras que son el deleite de los pisteros en la que el muchachito a punto de ser superado por su malvado rival aprieta el botón secreto del turbo e inyecta nitrógeno líquido a la mezcla de combustible y sale disparado como un cohete para dejar a su rival azorado y mordiendo el polvo. Pataleás y pataleás sin creer la velocidad, más bien chota, pero para vos y tu propia escala de fuerzas, en ese momento final y decisivo de la carrera, completamente distorsionada, absolutamente prodigiosa. Pataleás mientras te preguntás cómo puede ser que las piernas no se te agarroten y se conviertan en presas fáciles de un tremendo y abrasador calambre múltiple. Pataleás sin dejar de bracear tan rápido como te es posible con tus brazos rotos, transidos de dolor por el esfuerzo de los casi siete kilómetros que ya dejaste atrás y tragás agua, sí, y ya no te importa si en 48 horas el bacilo que flota como inerme e invisible corpúsculo en las aguas del río hará su nefasto trabajo y te despertarás lanzando hasta el apellido con las tripas tensas y adoloridas; nadás y nadás cada vez más rápido como si atrás tuyo la amenaza no se presentara bajo la forma de uno o dos nadadores que pugnan por ocupar tu lugar en una clasificación general que de todas maneras no te deparará ninguna clase de gloria sino como si lo que se debatiera a tus espaldas fuera un maelstrom que devora en un agujero sin fondo a todo el río y los nadadores que pululan en él. Nadás y nadás y pareciera que una mente maestra y siniestra corriera el punto de llegada cada vez que te acercás para que ese tramo, mínimo en comparación con los kilómetros recorridos, se extienda al infinito junto al sufrimiento que trae aparejado. Nadás y nadás hasta que el competidor que va delante tuyo se pone de pie. Es la señal que estabas esperando. Lanzás un par de brazadas más y lo imitás. Das un paso y al querer afirmarte con la otra pierna te hundís hasta la cintura en el barro. Pero seguís. Unos metros más. Adelante. Otro paso. Otro. Ahora los pies apenas se internan hasta los tobillos en el lecho fangoso de la orilla.

Estás completamente mareado con los pies hundidos en el barro ajeno en todo al entorno que te acoge y que a pesar de la extravagancia que te provoca es el que te corresponde como mamífero bípedo que sos y aunque ignorás del todo ese recuerdo intrauterino pensás que acaso así se sienta nacer. Después te quedás parado como un topi, siempre a punto de caer pero conservando el equilibro a último momento, esperando la lenta evolución de la fila junto a los recién salidos del agua, hasta que cantás tu número, el 358 y entregás al control correspondiente la chapita que trajiste anudada al cordón de tu slip y te dan naranjas y jugos y barritas de cereal para que empieces a recuperar la energía perdida y ves a la mujer que amás y querés gritarle pero no podés y hacés señas de primate hasta que ella te ve, se acerca y te da la bienvenida a la tierra firme con un beso y siente tu boca que sabe a río y te saca una foto para tu posteridad personal y te comés dos patys y un chori y media pizza y volvés a la vida, sentado a la mesa de un coqueto barcito de cara al río observando la lenta evolución de las aguas color caramelo y pensando que tal vez regreses el próximo año pero lo mismo da porque nadie jamás nada la misma prueba dos veces en el mismo río.

Zedi Cioso

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5 Comentarios:

Blogger Cobiñas dijo...

Muy lindo, Zedi, pero se fue al carajo :-))

Abrazos, Cobas

29/11/07 23:14  
Anonymous Anónimo dijo...

Un acierto la segunda persona del singular. Algo esquizofrénica, considerando quién es el protagonista de la anécdota y quién el narrador. Veo que tu similitud con Anthony Perkins no es en vano.
Mi estrategia en las maratones (10km, en verdad, nada de maratones) es agunantar al principio, acelerar en el medio, y echar el resto con un sprint final de 300 o 500 metros que te deja patitieso.
Te fuiste al carajo, pero ya lo sabías. Que no se repita.

29/11/07 23:28  
Anonymous Anónimo dijo...

Gracias Cobiñas, estamos probando los límites del post.
MP, lo importante no es irse al carajo sino volver de allí.
Gracias por atreverse a leerlo.

30/11/07 01:12  
Blogger Cobiñas dijo...

Más bien preocúpese por los límites del lector, Zedi querido.

30/11/07 11:08  
Anonymous Anónimo dijo...

Confío en la valentía de nuestros lectores y no los subestimo (¿estaré equivocado?)

30/11/07 11:44  

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