Modelos
¿A cuántos casamientos fueron en su vida? Yo: a dos. Curiosamente, ambos protagonizados por filósofos. O no tan curiosamente, considerando cuál es mi métier. Algunas porciones de sushi y varios fernets después de la consumación ante Dios del matrimonio estaba parado frente a un improvisado escenario, dejando de lado un repugnante habano que seguramente era exquisito, pero aunque a la mona la vistan de seda, ya saben, cuando Los Artistas irrumpieron en el salón. Se trataba de la afamada agrupación de música perimida (cualquier estilo que surcara los aires de las grandes capitales desde el fin de la primera guerra hasta, pongamos, el año ’55) “Los Amados”. Como parte de su excelente número, en algún momento de la velada interrogan a la platea con la siguiente pregunta: si usted pudiera elegir ser otra persona, ¿quién elegiría ser? La respuesta más atinada fue la de un homónimo mío, quien espetó ante el jopo y el bigotito del cantante: El Zorro. Mientras tanto, por dentro me moría de las ganas de que me hicieran la pregunta para dar, sin prisa ni pausa, la única respuesta posible: Manu Ginobili.
Un enorme malentendido recorre al periodismo deportivo nacional: el deportista como modelo de vida. Yo no soy ejemplo para nadie, se quejó el Diego más de una vez. Ellos deben mostrar una conducta tanto dentro como fuera de la cancha porque son un ejemplo para todos los jóvenes que los miran, suele sentenciar Niembro. Pero tanto el Diego como Niembro se equivocan. Porque los grandes deportistas, el Diego y Juani Hernandez, El Rey David y (indudablemente mi preferido) Manu, sí son ejemplo. Si son modelos. Si nos muestran cómo podemos comportarnos, sí nos indican cómo actuar en esta, esa y todas las circunstancias. El TEG es como la vida, dijo mi amigo Zato. El ajedrez es como la vida, dijo, desde Canadá, el filósofo X. Bueno: ¿por qué no? Son modelos a escala. Como la mayoría de los modelos, revelan mucha distancia con respecto al original. Con todos sus defectos, los deportes de alta competencia simulan mejor la vida que los juegos de mesa. (Acaso tenga que ver con que el mayor desgaste físico pone las emociones más a flor de piel, no lo sé.) Los deportistas nos muestran en la cancha, y no fuera de ella, cómo comportarnos en la vida. Nos muestran cómo hacer las cosas para lograr lo que queremos. Como persistir, como insistir, cómo explotar nuestras virtudes y ocultar nuestros defectos. Ya repasé, en más de una oportunidad, las virtudes de Manu: frialdad y concentración (para no ceder a las pasiones y las trampas, del rival y de la propia mente, que lo desvíen de su objetivo), inteligencia (para comprender qué hacer en el partido, en el torneo, a cada minuto; para saber qué hacer para que el equipo gane: brillar u opacarse momentáneamente; para saber reconocer y aceptar sus propios momentos de iluminación y de no dar pie con bola), decisión y persistencia (para llevar a cabo todo lo anterior) y un enorme talento (para lograr todo lo anterior mejor que nadie). Pero los deportistas no son los únicos modelos.
Hace unos días habló en Buenos Aires Michel Houellebecq. Todo ocurrió en la Alianza Francesa de Córdoba y Pellegrini, antecedido por un minucioso análisis de su obra a cargo del inefable señor Pauls. Mi primera impresión está teñida de toda la información que sobre él vengo acumulando a través de años de consumo de productos del mercado cultural. Houellebecq me pareció pedante, tímido, soberbio, hiperneurótico, dueño de una compulsión a escandalizar o al menos impactar, afectado e histriónico. Cómo no identificarme, me pregunto. Acaso comprobar que él está hablando y yo estoy escuchando pueda servir como remedio. Tira alguna idea corrida ligeramente de la corrección política: los pueblos deberían fomentar el orgullo nacional. Eso los haría sentirse más seguros, más confiados, más satisfechos. Eso los haría creerse que pueden hacer más de lo que actualmente creen, eso los haría hacer cosas que actualmente juzgan para ellos imposibles. La fe es una precondición de la acción. (Que feo suena esta oración, para continuar con la cacofonía inicial.) El cultivo de las pasiones negativas puede redundar en resultados positivos. Una vulgaridad, una obviedad que no se enuncia, y que, si se lo hace, suena mal, suena a represión y fascismo. Pero, ¿qué remedio?, es una verdad al fin y al cabo, tan irremediable como las otras. Después de una descuidada y boyante autobiografía y la soporífera lectura a dos voces de poemas, arreciaron las preguntas. Me quedé con ganas de endilgarle la observación que hay modos de usufructuar a nuestro favor algunas pasiones negativas como el orgullo o la avaricia, pero que para la envidia las cuentas no parecen dar, siempre parece ser más el debe que el haber, pero me faltaron agallas o me sobró paja. (El que no hubiera leído a Houellebecq no me pareció impedimento razonable.) Otra lección a aprender para quien tiene una empatía que arranca en Ginobili y llega a Houellebecq. Ya sé: una cosa es empatía, otra admiración. O no, pero eso lo dejamos para otra oportunidad.
Matías Pailos
Un enorme malentendido recorre al periodismo deportivo nacional: el deportista como modelo de vida. Yo no soy ejemplo para nadie, se quejó el Diego más de una vez. Ellos deben mostrar una conducta tanto dentro como fuera de la cancha porque son un ejemplo para todos los jóvenes que los miran, suele sentenciar Niembro. Pero tanto el Diego como Niembro se equivocan. Porque los grandes deportistas, el Diego y Juani Hernandez, El Rey David y (indudablemente mi preferido) Manu, sí son ejemplo. Si son modelos. Si nos muestran cómo podemos comportarnos, sí nos indican cómo actuar en esta, esa y todas las circunstancias. El TEG es como la vida, dijo mi amigo Zato. El ajedrez es como la vida, dijo, desde Canadá, el filósofo X. Bueno: ¿por qué no? Son modelos a escala. Como la mayoría de los modelos, revelan mucha distancia con respecto al original. Con todos sus defectos, los deportes de alta competencia simulan mejor la vida que los juegos de mesa. (Acaso tenga que ver con que el mayor desgaste físico pone las emociones más a flor de piel, no lo sé.) Los deportistas nos muestran en la cancha, y no fuera de ella, cómo comportarnos en la vida. Nos muestran cómo hacer las cosas para lograr lo que queremos. Como persistir, como insistir, cómo explotar nuestras virtudes y ocultar nuestros defectos. Ya repasé, en más de una oportunidad, las virtudes de Manu: frialdad y concentración (para no ceder a las pasiones y las trampas, del rival y de la propia mente, que lo desvíen de su objetivo), inteligencia (para comprender qué hacer en el partido, en el torneo, a cada minuto; para saber qué hacer para que el equipo gane: brillar u opacarse momentáneamente; para saber reconocer y aceptar sus propios momentos de iluminación y de no dar pie con bola), decisión y persistencia (para llevar a cabo todo lo anterior) y un enorme talento (para lograr todo lo anterior mejor que nadie). Pero los deportistas no son los únicos modelos.
Hace unos días habló en Buenos Aires Michel Houellebecq. Todo ocurrió en la Alianza Francesa de Córdoba y Pellegrini, antecedido por un minucioso análisis de su obra a cargo del inefable señor Pauls. Mi primera impresión está teñida de toda la información que sobre él vengo acumulando a través de años de consumo de productos del mercado cultural. Houellebecq me pareció pedante, tímido, soberbio, hiperneurótico, dueño de una compulsión a escandalizar o al menos impactar, afectado e histriónico. Cómo no identificarme, me pregunto. Acaso comprobar que él está hablando y yo estoy escuchando pueda servir como remedio. Tira alguna idea corrida ligeramente de la corrección política: los pueblos deberían fomentar el orgullo nacional. Eso los haría sentirse más seguros, más confiados, más satisfechos. Eso los haría creerse que pueden hacer más de lo que actualmente creen, eso los haría hacer cosas que actualmente juzgan para ellos imposibles. La fe es una precondición de la acción. (Que feo suena esta oración, para continuar con la cacofonía inicial.) El cultivo de las pasiones negativas puede redundar en resultados positivos. Una vulgaridad, una obviedad que no se enuncia, y que, si se lo hace, suena mal, suena a represión y fascismo. Pero, ¿qué remedio?, es una verdad al fin y al cabo, tan irremediable como las otras. Después de una descuidada y boyante autobiografía y la soporífera lectura a dos voces de poemas, arreciaron las preguntas. Me quedé con ganas de endilgarle la observación que hay modos de usufructuar a nuestro favor algunas pasiones negativas como el orgullo o la avaricia, pero que para la envidia las cuentas no parecen dar, siempre parece ser más el debe que el haber, pero me faltaron agallas o me sobró paja. (El que no hubiera leído a Houellebecq no me pareció impedimento razonable.) Otra lección a aprender para quien tiene una empatía que arranca en Ginobili y llega a Houellebecq. Ya sé: una cosa es empatía, otra admiración. O no, pero eso lo dejamos para otra oportunidad.
Matías Pailos
Etiquetas: Micronsayos
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