Dance to the radio
Soren
Kierkegaard aconsejaba escribir sobre lo que se sabe. Estoy a punto de
contravenir este admirable consejo, y calzarme el sayo del cronista neófito
para contarles un poquito acerca de los pormenores de una noche de danza
contemporánea –algo tan cercano a mis intereses como Vladivostok de Villa
Crespo.
El Café Muller
no es un café. Está ubicado en esa parte de la ciudad en donde Palermo se
disuelve y Almagro todavía no cuaja, y se parece bastante a una casa chorizo
algo venida a menos. Nada permite supone que ahí, en Lavalleja al 1100, hay algo
que pueda responda a ese nombre: no hay carteles, no hay anuncios, no hay
señales en el espacio. Uno tiene que saber de antemano adonde está yendo para
llegar a destino. Se toca y se espera.
El misterio es
parte del éxito. Te atiende un hippie con pinta de hippie, que no te pregunta
adónde vas ni tampoco te permite terminar de preguntarle. “Al fondo”, dice,
antes de soltarte la puerta en la cara.
Entro
acompañado de Pablo, mi amigo actor, que es lo más parecido a un experto en danza
que conozco. “Esto es muy hippie”, dice Pablo, que además de actor tiene gustos
propios de la clase acomodada a la que ambos pertenecemos. El porcentaje de
mujeres hermosas es sensiblemente más alto que el de los recitales del circuito
indie. Pablo aprueba.
“Adelante”,
dice el mismo hippie que nos abrió y que nos dio la entrada, y que nos indicó
dónde estaba el baño. Un hombre-orquesta.
“Es como una
sala de teatro independiente”, dice Pablo, mientras nos acomodamos como podemos
en el suelo, lo que me recuerda a mis incursiones nocturnas al gimnasio del
Sindicato del Seguro para ver a Dolina en los ya medio brumosos territorios de
mi adolescencia que se aleja. Ahora, como entonces, el piso representa, por
sobre todas las cosas, un punto de vista incómodo.
“Está lleno”,
dice Pablo, empeñado en resaltar lo obvio. Y ahora qué, me pregunto, cuando las
luces se apagan.
Dos espectros
me pasan al costado a toda velocidad. Mientras la sala se ilumina de nuevo a
velocidad “pique de tortuga”, nos ruidos que no puedo identificar lentamente
cobran nitidez. Son los espectros, devenidos bailarinas: ¡están hablando!
Entiéndanme:
yo soy una persona muy estructurada. En mi esquema de cosas, la danza es gente
moviéndose grácilmente en silencio (subrayado “en silencio”). Esto está fuera
de repertorio.
Gritan
“Júpiter”, “Marte”, “Urano”, “Mercurio”. Ante cada alarido, la que estaba
corriendo se queda paralizada, y deja que la otra gire a toda velocidad
alrededor del anterior satélite en situación de danza. “Están como jugando a
que una es el Sol y la otra es un planeta”, dice Pablo.
Pablo me
genera violencia.
Voy a detener
acá mi impulso spoiler, no sin antes contarles que en los minutos que faltaban
para que todo terminara, se sucedieron pruebas acrobáticas, sketches humorísticos
e intervenciones ex-nihilo que derribaban una y otra vez la cuarta pared (“se
cagan en la cuarta pared”, acotó Pablo, antes de que una catarata de chistidos
intentaran en vano llamarlo a silencio), en donde no se nos priva siquiera del
testimonio –virtual- de un presunto familiar de una de las bailarinas.
“Es como una reflexión en torno al concepto de caída, ¿no?”, lanza Pablo en medio del aplauso general de la platea, justo antes de ser increpado por toda la primera fila de asistentes, que no tarda en rodearlo para reclamarle algún tipo de resarcimiento por aguarles el disfrute del espectáculo. Yo soy su amigo, pero soy más amigo de la justicia, así doy unos pasos atrás para que él pueda arreglar cuentas solito con la audiencia, que ya cierran el círculo a su alrededor mientras las bailarinas se retiran y las luces se encienden y les ratifico que Pablo, en efecto, tenía razón, porque “El ocaso de la causa” –que así, y no de otra forma, se llama la obra- pone en escena los distintos modos de caer, con y sin gravedad, con y sin voluntad, y sus diferencias con los modos de tirarse. Porque una cosa son los aires de familia y otra vivir todos juntos bajo el mismo techo.
Matías Pailos
“Es como una reflexión en torno al concepto de caída, ¿no?”, lanza Pablo en medio del aplauso general de la platea, justo antes de ser increpado por toda la primera fila de asistentes, que no tarda en rodearlo para reclamarle algún tipo de resarcimiento por aguarles el disfrute del espectáculo. Yo soy su amigo, pero soy más amigo de la justicia, así doy unos pasos atrás para que él pueda arreglar cuentas solito con la audiencia, que ya cierran el círculo a su alrededor mientras las bailarinas se retiran y las luces se encienden y les ratifico que Pablo, en efecto, tenía razón, porque “El ocaso de la causa” –que así, y no de otra forma, se llama la obra- pone en escena los distintos modos de caer, con y sin gravedad, con y sin voluntad, y sus diferencias con los modos de tirarse. Porque una cosa son los aires de familia y otra vivir todos juntos bajo el mismo techo.
2 Comentarios:
Genial!
:D
bajo un mismo............no techo. o te olvidas que lo inmaterial es un sin techo?
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