Vueltas de tuerca
Creo que hay uno (o varios) arsenal (o arsenales) de recursos y procedimientos artísticos, creo que hay modificaciones, combinaciones y varios otros ajustes que pueden aplicarse sobre el material narrativo, por ejemplo –en el caso que la pieza considerada sea narrativa, que pueden constituir la misma narración. No creo que, per se, ninguno de ellos revista superioridad o bajeza estética; sí sospecho que los diferentes contextos determinan la pertinencia variable de uno u otro. En este contexto en el que me hallo, en estos gustos, estas preferencias, esta gama de creencias, algunas opciones estéticas me resultan más simpáticas que otras. El giro estilístico, el cambio de las reglas de juego en un mismo relato está entre mis maniobras favoritas hoy día. Valga como muestra dos botones ciertamente disímiles: ‘Demonlover’, la película de Olivier Assayas, y ‘El policía de las ratas’, de Roberto Bolaño.
‘Demonlover’ (del mismo responsable de esa auténtica gema que persuade más que mil argumentos que es ‘Irma Vep’) comienza como un film sobre espionaje comercial, vira al drama erótico, y una nueva rotación la deposita en el suspense original del thriller, solo que ahora la victimaria deviene víctima. En el medio, un asesinato. Sigue la tensión, pero ahora late en la atmósfera un si es no es lynchiano, raro, espeso, onírico y –específicamente- pesadillesco. Ya nada es seguro. Ninguna de las certezas acumuladas como agarraderas para encaramarnos a la comprensión gradual del film nos sirven de mucho. Para el final, lo mejor: el norte de México, tierra de las snuff movies. Tierra de 2666; tierra de Bolaño. Lo que nos lleva a la prueba número dos.
‘El policía de las ratas’ es el segundo cuento del tomo ‘El gaucho insufrible’, y la mejor pieza de ese libro. En el principio se planta como una sucesión de ‘Josefina la cantora, o el pueblo de los ratones’, de Kafka (el protagonista, de hecho, es el sobrino de Josefina). Aunque para ser franco no comprendí cabalmente que el narrador era una rata hasta la segunda o tercera página (soy un tanto lerdo) –y ello es en buena medida mérito del autor. Hay mucho de zoólogo, hay mucho de registro naturalista de hábitos, notas distintivas, reflejos conductuales en el discurso del cronista. Lo que está bien, pero no termina de conmover. No pasa lo mismo con la segunda parte del relato, la que desencaja, la que nos vuelca de lleno en el mundo de cañerías y tuberías y desagues. La segunda parte es la persecución por parte del narrador, del policía (sí: el policía de las ratas) de un asesino serial. De ratas, claro. El tono es absolutamente serio, el mismo tono trágico y ‘la suerte está echada’ del arquetípico distante sujeto de enunciación bolañesco. Notable.
¿Qué provoca este goce? ¿Qué genera esta (mi) fascinación? El cambio de registro no siempre es eficaz. A riesgo de marrar malamente en la generalización, diría que triunfa cuando el nuevo género abordado reconoce en el receptor (espectador, lector) un favor mayor que el primero; cuando el nuevo género nos gusta más que el primero. Aunque también cuando nos gusta tanto como el primero. Eso, sumado al efecto sorpresa del cambio de registro, determina nuestra disposición favorable. (El cambio siempre es sorpresivo, a no ser que sepamos de antemano que se viene, o que el autor nos tenga acostumbrados a esos vuelcos, y los estemos esperando.) Pero a veces también nos gusta el cambio aunque el género al que se mudó no goce de nuestro mayor beneplácito por sobre el anterior. No quiero postular leyes acá. En humanidades (el hablar sobre cine y libros se entra en el campo de las humanidades) las excepciones a las normas son la regla, las predicciones dificilísimas (al menos). Pero sospecho que por ahí viene la cosa. Al menos aquí y ahora, es decir, en este contexto. ¿Qué determina un contexto? Nuestras preferencias. ¿Quiénes somos nosotros? ¿Cuáles son nuestras preferencias? ¿Varían? ¿Con qué margen, en qué tiempos? ¿Están bien determinadas esas preferencias, siguen un patrón? ¿Hay algo más que ‘parecidos de familia’ entre aquello que nos gusta? ¿Hay siquiera parecidos de familia? ¿Podríamos, de tener suficiente información, establecer cómo, cuándo y en qué forma variará nuestro gusto? ¿Hay algún contexto en el que Shakespeare sea un mal escritor, y Mallea uno bueno? Son demasiadas preguntas. Baste por ahora con lo dicho.
Matías Pailos
‘Demonlover’ (del mismo responsable de esa auténtica gema que persuade más que mil argumentos que es ‘Irma Vep’) comienza como un film sobre espionaje comercial, vira al drama erótico, y una nueva rotación la deposita en el suspense original del thriller, solo que ahora la victimaria deviene víctima. En el medio, un asesinato. Sigue la tensión, pero ahora late en la atmósfera un si es no es lynchiano, raro, espeso, onírico y –específicamente- pesadillesco. Ya nada es seguro. Ninguna de las certezas acumuladas como agarraderas para encaramarnos a la comprensión gradual del film nos sirven de mucho. Para el final, lo mejor: el norte de México, tierra de las snuff movies. Tierra de 2666; tierra de Bolaño. Lo que nos lleva a la prueba número dos.
‘El policía de las ratas’ es el segundo cuento del tomo ‘El gaucho insufrible’, y la mejor pieza de ese libro. En el principio se planta como una sucesión de ‘Josefina la cantora, o el pueblo de los ratones’, de Kafka (el protagonista, de hecho, es el sobrino de Josefina). Aunque para ser franco no comprendí cabalmente que el narrador era una rata hasta la segunda o tercera página (soy un tanto lerdo) –y ello es en buena medida mérito del autor. Hay mucho de zoólogo, hay mucho de registro naturalista de hábitos, notas distintivas, reflejos conductuales en el discurso del cronista. Lo que está bien, pero no termina de conmover. No pasa lo mismo con la segunda parte del relato, la que desencaja, la que nos vuelca de lleno en el mundo de cañerías y tuberías y desagues. La segunda parte es la persecución por parte del narrador, del policía (sí: el policía de las ratas) de un asesino serial. De ratas, claro. El tono es absolutamente serio, el mismo tono trágico y ‘la suerte está echada’ del arquetípico distante sujeto de enunciación bolañesco. Notable.
¿Qué provoca este goce? ¿Qué genera esta (mi) fascinación? El cambio de registro no siempre es eficaz. A riesgo de marrar malamente en la generalización, diría que triunfa cuando el nuevo género abordado reconoce en el receptor (espectador, lector) un favor mayor que el primero; cuando el nuevo género nos gusta más que el primero. Aunque también cuando nos gusta tanto como el primero. Eso, sumado al efecto sorpresa del cambio de registro, determina nuestra disposición favorable. (El cambio siempre es sorpresivo, a no ser que sepamos de antemano que se viene, o que el autor nos tenga acostumbrados a esos vuelcos, y los estemos esperando.) Pero a veces también nos gusta el cambio aunque el género al que se mudó no goce de nuestro mayor beneplácito por sobre el anterior. No quiero postular leyes acá. En humanidades (el hablar sobre cine y libros se entra en el campo de las humanidades) las excepciones a las normas son la regla, las predicciones dificilísimas (al menos). Pero sospecho que por ahí viene la cosa. Al menos aquí y ahora, es decir, en este contexto. ¿Qué determina un contexto? Nuestras preferencias. ¿Quiénes somos nosotros? ¿Cuáles son nuestras preferencias? ¿Varían? ¿Con qué margen, en qué tiempos? ¿Están bien determinadas esas preferencias, siguen un patrón? ¿Hay algo más que ‘parecidos de familia’ entre aquello que nos gusta? ¿Hay siquiera parecidos de familia? ¿Podríamos, de tener suficiente información, establecer cómo, cuándo y en qué forma variará nuestro gusto? ¿Hay algún contexto en el que Shakespeare sea un mal escritor, y Mallea uno bueno? Son demasiadas preguntas. Baste por ahora con lo dicho.
Matías Pailos
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