Un Sueño Realizado
Permítanme narrarles una anécdota. Sobre fines del siglo pasado un viejo amigo mío se empleó como vendedor en una afamada cadena de librerías. Su legajo era intachable: ni una queja de los clientes, nunca una contestación a un superior, ninguna llegada tarde, aunque esto, me consta, implicara dormir una o dos horas y pasar todo el domingo de pie, indicando a viejas emperifolladas el emplazamiento del sector “autoayuda”, muy en boga por esos años. Una vez, incluso, su afán por conservar el presentismo hizo que pusiera en riesgo su integridad física, cuando se descubrió encerrado en su propia casa y, con tal de no ausentarse, se arrojó desde el balcón del primer piso a la vereda, con poco más que su valor y unos ajados zapatos de tacos gastados a cuestas. Su inmaculada foja de servicios bien pronto le hubiera valido el codiciado ascenso, pero mi amigo no aceptaba convertirse en “encargado” porque esto implicaba aumentar las horas de trabajo de 6 a 8, lo que interferiría con sus estudios. Sin embargo, con el correr de los años y tras negarse de todas las formas posibles, acabaron nombrándolo encargado con turno de 6 horas y le asignaron una sucursal decadente en la estación desierta de un lujoso tren menemista que no llevaba a ninguna parte. Tal vez como correlato de este “éxito” profesional, mi amigo dejó de lado cierta angustia existencial en la que gustaba regodearse y se inclinó en sus estudios por corrientes del pensamiento más afines a la lógica académica. El premio a su giro pragmático fue la inminente posibilidad de obtener una beca, ergo, canjear la explotación capitalista por el estímulo estatal. Entonces, a sabiendas de que sus días de empleado estaban contados, mi amigo “abrió los ojos” y descubrió que estaba rodeado de libros. Primero fue un delgado volumen que se llevó en préstamo (política que avalaba la empresa para fomentar la cultura de su personal) y lo perdió en un anaquel, o lo demoró en el baño, no lo recuerdo, pero el hecho fue que no lo devolvió. Y descubrió que no le importaba, más aún, descubrió que lo disfrutaba. El segundo libro ya no lo pidió prestado: se lo guardó en la mochila al fin de su jornada laboral y ¡magia! Pasó a descansar en los estantes de su biblioteca. Al cabo de unos meses (la beca se demoraba un poco más de lo previsto) ya tenía resuelto el regalo de cumpleaños de todos sus amigos, a quienes premiaba con libros caros y excéntricos: una biografía importada de Wittgenstein, un volumen casi agotado de Benjamin, hasta un enorme libro ilustrado de Van Gogh para su madre Y, sobre todo, se premiaba a sí mismo: instituía la “semana Proust” y al cabo de siete días encontraba en sus anaqueles el tan buscado tiempo perdido. Incluso llegó a indagar en el catálogo y solicitar a otras sucursales libros que faltaban en la suya ¡para robárselos! Su codicia no tenía límites, su generosidad, tampoco. Enterados de su don justiciero todos sus amigos comenzaron a pedirle títulos que no podían afrontar o directamente no querían pagar. Pero, inesperadamente, la beca fue asignada. La renuncia era inminente y mi amigo planeó entonces un golpe maestro. Y lo planeó conmigo.
Como ya dejé en claro, este empleado había tenido hasta su descarrilamiento una conducta impoluta, un aura de honradez calvinista lo recubría de punta a punta.. En virtud de la confianza que sobre él depositaban, sus superiores le habían entregado las llaves de la sucursal, para que él abriera puntualmente sus puertas a las 9 am. La noche anterior al golpe fui a su casa y pedimos empanadas. Sin vino, necesitábamos tener la cabeza fresca para pensar cada detalle: la planificación es la base del éxito. Después de comer mi amigo sacó una hoja en blanco y escribimos una lista. No pasa un día, lo juro, sin que rehaga mentalmente esa lista, agregando unos nombres y quitando otros. Pero hubo y habrá un solo listado, el de esa noche. Después nos fuimos a dormir temprano. Al día siguiente, el día del golpe, madrugamos y tomamos un buen desayuno: necesitábamos de todas nuestras energías. No vimos a nadie en la estación fantasma cuando llegamos a las 8 de la mañana, excepto un borracho que dormía sobre un banco de madera. Mi amigo abrió la puerta del local y desactivó la alarma, pero se cuidó de prender las luces y levantar la persiana, para que por fuera la librería pareciera cerrada. Actuamos rápido, según lo acordado. Yo le dictaba los nombres y él, que podía recorrer el local con los ojos cerrados, buscaba los títulos, desactivaba la alarma y me los daba para que yo los guardara en una mochila que jamás será lo suficientemente grande. Cuando acabamos la lista y colmamos la capacidad de mi bolso, dimos por finalizada la faena. Sabíamos que la codicia pierde a los más eximios delincuentes. Salimos de la librería a las 8:30, sin despertar las sospechas de nadie, y con tiempo para ir a tomarnos un capuchino, mientras la mochila a mis espaldas me pesaba con inusitado placer. ¿Qué queda de aquel botín? A vuelo de pájaro en mi biblioteca puedo reconocer unos relatos completos de Faulkner, unas ciudades invisibles de Calvino, unos subterráneos de Kerouac y una literatura nazi en América, el primer libro de Bolaño que leí.
Tras bebernos nuestros capuchinos en las narices del empleado de seguridad que recorría con paso aburrido el patio de comidas, nos fuimos cada uno por su lado, mi amigo a abrir “oficialmente” la librería, y yo a mi casa, a deleitarme con el tesoro, como el pirata que arroja al aire las monedas de oro que extrae del cofre desenterrado. Estaba tan contento que decidí caminar un poco y tomar un tren aledaño. Un tren de Zona Norte con puertas automáticas, aire acondicionado y música funcional. Apenas me senté comenzó a llover: las gotitas derrapaban por el vidrio de la ventana y le daban un tono impresionista al paisaje. En los parlantes se escuchaba una canción. Creí reconocer la melodía, así que le presté atención y, sí, en efecto, la conocía: era Spinetta cantando “Los libros de la buena memoria”.
Zedi Cioso
Como ya dejé en claro, este empleado había tenido hasta su descarrilamiento una conducta impoluta, un aura de honradez calvinista lo recubría de punta a punta.. En virtud de la confianza que sobre él depositaban, sus superiores le habían entregado las llaves de la sucursal, para que él abriera puntualmente sus puertas a las 9 am. La noche anterior al golpe fui a su casa y pedimos empanadas. Sin vino, necesitábamos tener la cabeza fresca para pensar cada detalle: la planificación es la base del éxito. Después de comer mi amigo sacó una hoja en blanco y escribimos una lista. No pasa un día, lo juro, sin que rehaga mentalmente esa lista, agregando unos nombres y quitando otros. Pero hubo y habrá un solo listado, el de esa noche. Después nos fuimos a dormir temprano. Al día siguiente, el día del golpe, madrugamos y tomamos un buen desayuno: necesitábamos de todas nuestras energías. No vimos a nadie en la estación fantasma cuando llegamos a las 8 de la mañana, excepto un borracho que dormía sobre un banco de madera. Mi amigo abrió la puerta del local y desactivó la alarma, pero se cuidó de prender las luces y levantar la persiana, para que por fuera la librería pareciera cerrada. Actuamos rápido, según lo acordado. Yo le dictaba los nombres y él, que podía recorrer el local con los ojos cerrados, buscaba los títulos, desactivaba la alarma y me los daba para que yo los guardara en una mochila que jamás será lo suficientemente grande. Cuando acabamos la lista y colmamos la capacidad de mi bolso, dimos por finalizada la faena. Sabíamos que la codicia pierde a los más eximios delincuentes. Salimos de la librería a las 8:30, sin despertar las sospechas de nadie, y con tiempo para ir a tomarnos un capuchino, mientras la mochila a mis espaldas me pesaba con inusitado placer. ¿Qué queda de aquel botín? A vuelo de pájaro en mi biblioteca puedo reconocer unos relatos completos de Faulkner, unas ciudades invisibles de Calvino, unos subterráneos de Kerouac y una literatura nazi en América, el primer libro de Bolaño que leí.
Tras bebernos nuestros capuchinos en las narices del empleado de seguridad que recorría con paso aburrido el patio de comidas, nos fuimos cada uno por su lado, mi amigo a abrir “oficialmente” la librería, y yo a mi casa, a deleitarme con el tesoro, como el pirata que arroja al aire las monedas de oro que extrae del cofre desenterrado. Estaba tan contento que decidí caminar un poco y tomar un tren aledaño. Un tren de Zona Norte con puertas automáticas, aire acondicionado y música funcional. Apenas me senté comenzó a llover: las gotitas derrapaban por el vidrio de la ventana y le daban un tono impresionista al paisaje. En los parlantes se escuchaba una canción. Creí reconocer la melodía, así que le presté atención y, sí, en efecto, la conocía: era Spinetta cantando “Los libros de la buena memoria”.
Zedi Cioso
17 Comentarios:
Todo lo que cuenta este tipo es falso. Puros delirios de una imaginación afiebrada.
Volviste al pago, y me gustó mucho tu escrito. Lo máximo que logré en mi primer trabajo (de cadeta) fue robarme los típicos viáticos y un equipamiento completo de prod. de librería. Una verdadera cagada en comparación con lo de uds.
saludos.
Gracias, pau, todo el mérito es de mi amigo, el "cerebro" de la operación. Por mi parte en mi experiencia de cadete me llevé una guía Filcar de recuerdo (que aun conservo con todas las páginas sueltas).
Válida aclaración: absolutamente TODO lo que se cuenta en este post es cierto. Aunque usted no lo crea.
totalmente!!!
la Filcar fué también mi trofeo al irme.
me parece la historia más lograda de los últimos tiempos. Una especie de Oceans Eleven de las librerías. Felicitaciones
ahora entiendo porque cuando era más chico ansiaba locamente trabajar en una librería; todavía no sabía bien por qué pero evidentemente intuía las posibilidades de ingresar en el mundo del hampa
Lo mejor de todo es que esta persona era un delincuente altruista. No solo era amigo de lo ajeno en beneficio propio, sino tambien en beneficio de los demas. Yo, por ejemplo, tengo tres tomos enteros de un afamado escritor aleman. Claro que les falta la contratapa (si no hubiese sonado la alarma), pero esas son nimiedades que no disminuyen en nada la grandiosidad del gesto.
Muchas Gracias Tate, confieso que hace mucho que quería contar esta anécdota, pero es tan buena que siempre me defrauda el resultado cuando la "vierto al papel".
Playmobil, en las librerías no ingresa al mundo del hampa, simplemente porque las librerías son el mundo del hampa.
Xilofón: lo intimo a que cuente ese hecho heroico de forma completa; nuestro amigo ya no trabajaba en la librería, fue de visita y arrancó las tapas ahí mismo para descartar la alarma (un grosso).
Con esto y lo otro (eso del cumpleaños que no era tuyo, pero que te celebraban) ya tienes para ganarte todos los premiso de cuentos de latinoamérica.
Les mandaré algo pronto.
Qué buena historia y qué bien contada, me mantuvo intrigada hasta el final (no conocía ese lado criminal de su amigo. (Y por supuesto que me lo creo todo)).
Lo mejor que me robé fue un disco de Peligrosos Gorriones y unas historietas de Superman.
(En una época, le había tomado el gusto a robarme cosas (cualquier cosa). Un día un verdulero me persiguió casi dos cuadras sólo por una frutilla).
¡No le crean nada! ¡Es un farsante, un embustero, un fabulador (más bien chambón)!
Qué tiempos aquellos... Todavía recuerdo bien el vértigo que sentí ante las posibilidades que se me abrieron cuando, un par de semanas antes de mi cumpleaños, el delincuente altruista me preguntó: "Vero, ¿qué libro querés que te afane?"
mirá vos... y siempre que me lo encuentro me dá clases de moral y ética eclesiástica. Muy buena esa anécdota, por mi parte nunca pude robar de grande, o si lo hice fueron cosas muy pequeñas (comidas en mis diferentes trabajos donde había cocina). Sí recuerdo que de chico robaba de lo lindo hasta que mi vieja me pescó y se me pudrió el rancho. Una voligoma por aquí un sacapuntas por allá.
Creo que la última vez que te encontraste con ese amigo, el consejo que te dió fue: cogétela. No la escuches: cogétela. Te sirvió, ¿no? ¿Querés más consejos, o no? Decime, así le aviso al quía.
muy buena la historia, yo tengo algo en mi haber en la feria del libro, pero el sudor, el temblor, el terror a ser descubierto, me hicieron desistir, y no por estar, creo, como diría borges, aplastado o entontecido por la decencia.
una amiga de una amiga encontró tirada en la feria una tarjeta de crédito a nombre de un tipo, menos previsiones, año 86, calculo. ¿A quién encontraron que no les importará ver o saber en prisión?
Pues hacia allí fui, pero la encontradora era diseñadora y artista plástica, compramos algo de arte, pero a la segunda o tercer compra me pidieron el documento, hacíamos de matrimonio, dije "uh mi amor me dejé el portadocumentos en el auto", con la convicción y la naturalidad de un espantapájaros visitado por todo culo de ave que rondara por ahí en mi cabeza; la vendedora me miró mudamente la palabra chorro, a chorros, parecidos y distintos a los propios provenientes del sudor, y colgué los botines.
Luego, una lata de leche condensada en porto seguro, año 89, pero por hambre. Luego, quedé para siempre entontecido por la decencia.
Pailos: Usted es un perverso que me quiere plantar se(is)millas de maldad en mi alma y teñirla de púrpura oscuro. Su consejo tuvo un efecto dopáceo en mi crciente enganche. Es un sabio.
Un día escuché que un comando anarquista proponía una jornada de "robo de libros a mansalva" en la Feria del Libro. No sé si finalmente la llevaron a cabo.
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