El Siglo de Oro del Peronismo
El tipo era un imbécil. Un imbécil irredento, un imbécil redomado, un imbécil con todas las letras. Era iletrado, también. Gozaba de una pobreza rayana en la miseria y ejercía una vocación de trabajo inaudita. Dedicaba 18 horas por día a juntar cartón. Tenía, pobre de él, una mente febril. Hijo de peronistas, nieto de peronistas; padre y abuelo de peronistas. Con 44 años ya no esperaba nada. Tampoco desesperaba: solo trabajaba y pensaba. Y para él, como para los filósofos, las dos actividades eran una. Si no esperaba tampoco esperaba topar con una valija rebosante de billetes. Como trabajaba y pensaba, como sus deseos no molestaban más que lo que un mosquito su trabajo y pensamiento, no dilapidó la pequeña fortuna en putas y merca. Como todo él era trabajo y pensamiento invirtió la valija o los billetes o la pequeña fortuna en trabajar el pensamiento. Era peronista, les dije. En su círculo íntimo y en su barriada ser peronista equivalía a ser argentino: un dato más inescindible de uno en el que nadie repara más de medio minuto al año. No pasaba lo mismo en su entorno laboral. No nos referimos a sus compañeros: peronistas ellos mismos o ignorantes de algo así como la existencia de una esfera política. Para nada. Sus compradores, los propietarios o locatarios de las viviendas de cuyas fauces emergían cual vómito kafkiano la roña, ellos eran los que no, y más. Y más, porque no solo no eran, sino que eran anti. Antiperonista es otro de los nombres del gorila, o viceversa. Quizás el contraste, quizás la pertinencia en el ultraje (‘negro de mierda, peronacho del orto’, decíanle, en sorna, palmeándole la espalda). ¿Quién puede saberlo? La cosa es que el peronismo se transformó en una cosa. En una cosa en su mente, en toda su mente. El peronismo es bueno. Más peronismo, mejor. Todo peronismo es el paraíso. Eso concluyó. Y como tenía dinero, y como (sabía que) por plata baila el mono (y como era un hombre de bien que quería el bienestar general), decidió llevar a la práctica el peronismo total. La situación le parecía buena: K es peronista, K goza de popularidad. Todo el país le parecía peronista. Todo el país, menos la Facultad de Filosofía&Letras, parte del ámbito en el que otrora cartoneara. Conquistada la Facultad, realizado el sueño. Sabía, y vaya uno a saber cómo sabía (ni que hablar de preguntarse si sabía que sabía), que yo, Matías Pailos, ayudante de Lógica en Filosofía&Letras, era peronista. Yo le parecía un intelectual. Yo le parecía un intelectual entre intelectuales. Yo le parecía un peronista entre intelectuales. Yo, le parecía, le parecía el fusible necesario para propulsar la conquista del último foco de resistencia. ‘Perdón, profesor, necesito hablar con usted’. ¿Y este, quién es, qué quiere?, medio como que me pregunté. (Pero no tanto: ya estoy acostumbrado a los raros especimenes interruptores de clases.) No puedo. Véngase al final de la clase. ‘Un minuto. Sólo un minuto’. Insistí. Insistió. Insistí insistió insistí insistió. Bueno. ‘Un segundo’, dije. ‘Usted es peronista, ¿no?’. ¿Qué? ‘No sé’, dije. ‘Usted es peronista’, infligió, infirió, asentó en actas. ‘Usted tiene que tomar control de la Facultad’. ¿Ehhh…? ‘Usted tiene que tomar la Facultad. Es el único lugar gorila que falta ocupar’. Uyuyuy. Tengo que dar la clase, señalé, paso al final, concedió. Y pasó al final. Me explicó: ¿cómo es que no hay peronistas en la facultad? Yo, que creí ver atisbos de publicidad de anacrónicas agrupaciones filo-montoneras, traté de desviar su atención hacia ellas. ‘No no: usted es de Kirchner. Ellos hablan de Perón, de Evita, incluso del Che. Hoy Perón es Kirchner. Y como usted es Kirchner…’. Ahí se hizo un matete, del que no tenía intenciones de sacarlo. Insistí con los proto neo montoneros, mientras daba uno y dos pasos para atrás, pispeando una salida. ‘No no: usted es Kirchner, y Kirchner es el presidente, no puede ser que no gobierne la Facultad. Usted tiene que gobernar la Facultad’. ¿¿¿¿¿¿?????? Salí corriendo. De repente noté que me elevé por los aires y algo me tiraba para atrás. El imbécil me soltó y de un coscorrón me tiró sobre una silla. Vamos a hacer lo que le digo, me dijo. Soporté una hora de adoctrinamiento medio atontado, que se prolongó en toda la noche de adoctrinamiento (el imbécil estaba entongado con el sereno, que pasó, vio a un tipo robusto pero petiso tirado en un banco y a un imbécil llenando frenéticamente el pizarrón de anotaciones, levantó oligofrénicamente la mano para saludar al imbécil y siguió como si nada). Rayando la medianoche ocurrió el milagro. Empecé a ser persuadido. Empecé a entender que a la facultad le faltaba kirchnerismo. Empecé a entender que yo era el mesías kirchnerista que iba a redimir al gorilaje anti pop de mi facultad. Al instante se me pasó. Decidí seguirle la corriente sin embargo. Al menos para salir del paso. Pero fui inscripto a las elecciones. Para el Departamento mejor: hay que ser modesto, sugerí. No no, dijo el imbécil: hay que apuntar a grande. Me vi entonces enfrentado a lo peor. Me vi haciendo folletos, repartiéndolos en la cola de votación, me vi soportando caras de aburrimiento, de desconcierto, de apuro, de desprecio y de incomprensión, de desconfianza y condena. Me vi viéndome a mí mismo. Nada de eso fue necesario. El imbécil juntó las firmas para inscribirme como candidato, imprimió millones de volantes (que no sé ni quiero preguntarme cómo aparecieron decorando todas las paredes de la facultad –tapando toda otra pancarta de todo otro partido político), distribuyó electrónicamente publicidad y plataforma (más o menos bien redactada, así que pagó un redactor). Huí espantado. Consideré la posibilidad de mudarme de ciudad. Fui localizado y el imbécil, en compañía de 10 individuos más que sospechosos, tuvo una reunión conmigo. Le expuse mis reparos. Aceptó todo. Yo, claro, tuve que aceptar todo: volantes, publicidad, plataforma, y, ¡qué remedio!, candidatura. Mi rutina quedó reducida a ir, dar clases y escapar. El día de las elecciones llegó e, insólitamente, resulté electo. Claro: al lograr su objetivo comprendió que yo no podía ser rector porque no soy ni titular ni adjunto de una garompa, que estoy a mil kilómetros de distancia de eso y demás. Yo seguía yendo a dar clases y escapando a la primera oportunidad. Pero iba a las reuniones de Consejo, cooptado por mi real grupo de pertenencia, que estaba encantado de tener uno de los suyos ahí dentro. Yo también hubiera estado encantado si ese de los nuestros no hubiera sido yo. Un mes después vino el nombramiento: titular de la recientemente ungida cátedra de ‘Filosofía general’ de la carrera de Geografía. No sabía que me había postulado para el cargo, qué milagro. Consideré la posibilidad de mudarme de país. Me enteré que los requisitos para ser titular habían sido deflacionados por abrumadora mayoría. Tuvo otra reunión, en la que me enteré que el imbécil había comprado los votos renuentes. Me pregunté a cuánto ascendería su pequeña fortuna, pero no se lo pregunté a él. Me sorprendí al ver que las elecciones a decano habían sido adelantadas. No me sorprendí al saberme candidato ni al ganarlas. Comencé a ejercer mi cargo y no sabía en qué consistía ejercer. Yo solo estaba ahí, piola. Seguía mi rutina de recién egresado, ligeramente alterada. Luego ya más alterada. Luego mi rutina era otra. Ahora me codeaba con mis pares, los jefes de departamento, los profesores titulares, individuos de no menos de 50 años. Sabían más que yo, y lo notaba. Después dejé de notarlo. Después volvió el imbécil. ‘Comprendí’, me dijo. ‘Hay que ir por la UBA: el gorilaje se extiende a toda ella, no se agota en F&L’. Albricias, comprendió. ‘Vas a tener que postularte a decano’. Guát? ‘La votación sigue irresuelta. Voy a hacer que llamen a elecciones y vas a ser electo’. Me pareció un despropósito. Al resultar decano (el más joven de la historia) ya no me pareció lo mismo. El imbécil volvió, meses más tarde. Estaba acompañado, pero ya no por 10 patovicas. Ahora solo lo escoltaba una persona –aunque bien mirado era el imbécil quien parecía escoltar a la persona otra. Un ministro del gobierno nacional. Los recibí en pantuflas en mi apartamento de Puerto Madero. Les ofrecí un habano, que rechazaron, whisky, que rechazaron, porro, que rechazaron. Al rato aceptaron el habano. Al rato aceptaron el whisky. ‘Queremos que vayas como candidato’. Me imaginaba. Diputado, supongo. ‘Jefe de Gobierno’. ¿Lo qué? ‘No hay otro’. Consideré la posibilidad de cambiar de nombre e iniciar una nueva vida en otro país. Chile, quizás. Recordaba mis contactos con una secta chilena de escritores. Quizás podrían alojarme. Quizás podría retomar la vocación olvidada hacía ¿cuánto? ¿Diez años? Diez meses. Una eternidad. Okey, les dije: vamos por la ciudad. Así que vi mi cara embadurnando la ciudad. Me vi en los diarios, me vi en televisión, sorprendentemente me vi hablando en radio y comprendí cuán poderoso me había vuelto, ya que no todos ven voces, y yo podía. Ahora entendía qué tenía la política. Me acerqué al balcón y salté: caí en picada del piso 12 y ahí me estrellé. Sin un rasguño, volví a subir, corriendo, de 10 peldaños en 10, hasta mi cuarto. Volví a tirarme. Volaba. Planeé sobre mi edificio. Planeé sobre el río, sobre la ciudad. Ahora comprendía por qué todos se desesperaban por entrar a la política: los prepolíticos devienen superhéroes al tornarse pospolíticos. Era evidente, pero no lo vi. Pero no importaba porque ahora veía. Planeé sobre la quinta presidencial y comprendí cuál era mi destino. Yo era Kirchner, tenía razón el imbécil. Yo era el delfín. Cristina había optado por la provincia y K no iba tras un segundo mandato. Tenía que hacer adelantar las elecciones, ganar la Capital y postularme a la Nación, diez meses más tarde. Volví a mi departamento y gané las elecciones. Era Jefe de Gobierno. K pasaba los días recluido. El imbécil volvió: volvió solo. ‘Hay que ir por la Nación’, dijo, ‘K no es Perón. Yo me equivocaba. Vos sos Perón’. Claro: yo era Perón. Me miré al espejo y vi al mismo petiso morrudo de siempre. A mi costado vi al General que abría las manos ofreciéndome su abrazo, en el que me fundí. El General se postró de rodillas y me besó los pies. Comprendí que yo no era Perón sino que era El Peronismo, y que El General estaba pidiendo perdón por sus excesos. Yo, un intelectual, un socialdemócrata, todo un progresista, comprendí. Desde mis alturas, comprendí. Comprendí al General, comprendí a Argentina, y también la perdoné. El General, con lágrimas en los ojos, se evaporó. Dejó las lágrimas. Recogí algunas de ellas y las prendí fuego. Gané las elecciones –K, temeroso pero sabio, no se presentó. El imbécil volvió. Lo eché a patadas. Ya no lo necesitaba. Ni a él ni a ningún brujo porque ahora yo era El Brujo. Me pregunté cuán Brujo sería el reelecto Lula, el ya cansado Bush. Pensé en la Patria Grande de Bolívar y San Martín. Pensé en ser El Emperador que Latinoamérica estaba esperando. Volé a Brasilia y ahorqué a Lula. Volví a Argentina e invadí Brasil, fundí a Brasil y Argentina y nos derramamos a Uruguay, Paraguay, a Bolivia y Perú, luego a todo Latinoamérica. Pensé en el imbécil y supe que era un imbécil. Estados Unidos temía. Estados Unidos intentó seducirme. Pero ya era demasiado tarde.
Matías Pailos
Matías Pailos
8 Comentarios:
Perdón, me fui a la mierda, me quedó muy largo. Siéntanse eximidos de hacer comentario alguno, así como de leerlo. Estaba planeado que fuera sustantivamente más corto, pero quedó eso.
Nos vemos en otros comentarios, en otros posts y en otros blogs.
El Autor
Hipótesis 1: al matar al imbécil te despertás con las manos vacías porque esta es una reescritura del cuento del Arcipestre de Hita.
Hipótesis 2: todo sucede en cuyo caso ¿No me conseguís un cargo?
El mejor momento: cuando prendés fuego las lágrimas de Perón.
La Juventud Universitaria Peronista adhiere a este Post.
Che, el porro no la aceptaron porque ya te lo habías fumado vos, no? :-))
Creí que Alterini era el rector K. Qué suerte que existe la literatura...
Abrazos, Cobiñas
Dos cosas: 1. hay algo que tiene todo peronista, incluso Pailos que es, en este cuento, El Peronismo: no hablar mal de Evita.
2. Es largo, pero es rápido, dice lo que tiene que decir, y es verosímil hasta el punto donde vos no querés que sea más verósimil, pero que sin embargo lo sea. Eso es escribir buena ficción.
¿Alterini no es radical? ¿Quién dice que no se fumaron el porro?
No me vengan con el brujo postergado. (Una cosa es que juguetee con, otra es que copie a. Que copie a Copi, digo.)
naaaahhh, ni evita ni perón... liberación!!!!!!!!!
Very pretty design! Keep up the good work. Thanks.
»
Publicar un comentario
Suscribirse a Comentarios de la entrada [Atom]
<< Página Principal