El miniaturista
Nació a fines de la década del diez. Era flaco, espigado, de semblante más bien enjuto. Se dedicó a esa disciplina que procura reconciliar la arquitectura con la matemática, o aplicar esta a aquella. Su profesión signa su primera novela, de cuyo título se apropia. Una sucesión de cartas enviadas desde una remota provincia cordillerana a su abuela, residente en la capital, en las que se insinúa una serie. Una anciana tras otra aparece estrangulada, degollada, descuartizada, munidas todas ellas de un número natural inscripto en la frente. Marcan, o al menos así podría parecernos, el seguimiento de una regla, pues a medida que crece la sucesión, a medida que el número asignado a la difunta es mayor, más figuran el rostro de la abuela del emisor de las misivas. La última, la número dieciocho, es el retrato vivo de aquella. Se espera una nueva víctima para la semana entrante, y las expectativas se ven frustradas. Diez nuevos cadáveres se ofrecen a la investigación. Uno se parece extraordinariamente a la abuela. Las otras dos ancianas son del todo disímiles: en altura, en color y textura del cabello, en edad. El resto se compone de dos viejos, un cuarentón, una bebé y unos trillizos de quince años. Sobre los ojos de cada uno de ellos puede leerse rotundamente, en caracteres arábigos inscriptos con tinta china, el número diecinueve.
Años más tarde, de vuelta en la gran urbe, aparece su primer volumen de cuentos, del que destaca el relato autobiográfico que da título al conjunto. Su autor vivió confinado a una silla de ruedas, cuadripléjico, sus primeros veinte años, en la soledad de una finca sobre la costa patagónica azotada por temporales y extensos períodos de sequía. Su protagonista goza de similar fortuna. Se nos relata su despeñarse desde la punta de un risco, cómo su estómago sirvió de alimento a una bandada de buitres anómalamente gregarios, cómo fue rescatado por un buque ballenero, sirviendo de receptáculo donde saciar las bajas y griegas pasiones de la tripulación; cómo, en el éxtasis de la pasión, un amante opta por vaciar los cuencos oculares del protagonista, y cercenar sus inútiles piernas, brazos, y miembro sexual; cómo lo obligan a ingerirlo y cómo de vuelta al hogar se traslada a la metrópoli y dilapida su fortuna en fiestas orgiásticas que apenas, forzando su magro aparato auditivo, puede sospechar. Cómo, finalmente, (hemos de creerlo pues así se encarga de comunicárnoslo) alcanza la inevitable sabiduría, la compresión de todo lo que late bajo y sobre la superficie; de la superficie misma.
Hay más en ese texto. Hay enanos eunucos con vocación de asesinos, a la que dan curso, hay una isla que se hunde, ejerciendo la venganza despreocupada sobre el náufrago que la habita, hay un prisionero sin lengua que devora la de su captor, y hay una raza de cerdos ciegos con fauces de gusanos, omnívoros y de crecimiento poblacional geométrico, los herederos de este mundo. Después no hay más.
Emigra al viejo mundo. Los motivos no son claros. Su círculo de amigos alega huida de una acusación de ejercicio público de la pederastia con un menor. Pedofilia, entonces, y el cargo ya es mayor. Hubo, sin embargo, para esas fechas, una merma en los servicios urbanos de prostitución masculina. Semanas más tarde, aparecerían los cuerpos de los ausentes flotando en el río.
Echa definitivamente al olvido su corpus poético de juventud, y genera (escribe) sus dos obras mayores. La primera, presuntamente, alberga una colección de individuos aislados, en su medio, en su hábito o en su búsqueda. Hay una chancha que no deja de parir, un guerrero sediento de signos, pero dispuesto a sustituirlos por sangre, un centauro que porta pantalones y discreción, un tuberculoso que se hace acompañar de una multitud de doppelgangers por medio de un servicio de espejos contrapuestos, un pobre tipo que se pierde en la suma de las dimensiones espacio-temporales, un sabio de nombre Fregep que cede su fortuna a vasallos que nunca dejan de odiarlo, y que deviene primero mendigo, luego perro que trasmite la enfermedad que siega la vida del conjunto de los infantes de la comarca. Hay una esfera, una herida, y un ángel taxi-boy.
El otro libro se compone de una dilatada galería de caracteres, humanos todos ellos. Este mundo está habitado por telépatas, individuos que ansían restaurar el pasado, productores de novelas a escala industrial, demostradores de la existencia de Dios y un director teatral que monta las Investigaciones Filosóficas, a la sazón, uno de los cinco libros que hubo leído el autor.
Hombre más supersticioso que crédulo (pues sometía todo juicio a escrupulosa crítica), admitió a pie juntillas, de una vez y para siempre, la verdad ausente del dictum flaubertiano, de que la sabiduría llega por conocer bien, pero muy bien, cuatro o cinco libros. Eligió entonces cinco ejemplares en los que aspiraba a encontrar lo prometido, y uno de los cinco fue el precitado. (Acometió, en el proceso, abiertos timos, ha de reconocerse, pues optó, como segunda de las cinco, por las obras completas de un autor ruso.)
No satisfecho con el relativo prestigio del que gozó, ejerció el oficio de inventor. Forjó, entre tantos, un medidor de inversión, consistente en un tubo largo y fino, recipiente de un cúmulo de resortes, sensores y cables, con amplia capacidad expansiva, a ser insertado donde mejor le cupiera al individuo objeto de estudio. Varios Estados lo adquirieron, implementándolo como medio de tortura.
Perpetuamente enamorado de un condiscípulo universitario, del que nunca se supo demasiado, pero que parece haberse esfumado de la faz de la tierra en la temprana juventud del autor, hizo este traerse en calidad de sierva a la hija de su enamorado, ya adolescente ella, y mantuvo con la susodicha lo que difícilmente podríamos calificar de romance: la violó consecuentemente todas las noches, por el período de un mes. De resultas de esta gimnasia, vio la luz un nuevo elemento humano, a casi ocho meses de todo aquello. El crío pasó por hijo adoptivo del autor, que procedió a disciplinarlo a fuerza de abusos desde su más tierna infancia, hasta que ya no tuvo más ímpetu, instante en el que pasó a ser abusado con la misma constancia por el púber, casi un adolescente.
Como textos póstumos destacan dos; uno, compuesto por una sucesión de cuentos contenidos en una oración, a la que sigue una cadena de verbos, rematada por una ristra de nombres. El otro es un libro de mil páginas en blanco. Su título no es uno de los nombres de Dios, sino el del autor.
Murió con un libro acerca de dolencias cardíacas en el pecho, investigando los orígenes y posible cura de su afección.
Matías Pailos
Años más tarde, de vuelta en la gran urbe, aparece su primer volumen de cuentos, del que destaca el relato autobiográfico que da título al conjunto. Su autor vivió confinado a una silla de ruedas, cuadripléjico, sus primeros veinte años, en la soledad de una finca sobre la costa patagónica azotada por temporales y extensos períodos de sequía. Su protagonista goza de similar fortuna. Se nos relata su despeñarse desde la punta de un risco, cómo su estómago sirvió de alimento a una bandada de buitres anómalamente gregarios, cómo fue rescatado por un buque ballenero, sirviendo de receptáculo donde saciar las bajas y griegas pasiones de la tripulación; cómo, en el éxtasis de la pasión, un amante opta por vaciar los cuencos oculares del protagonista, y cercenar sus inútiles piernas, brazos, y miembro sexual; cómo lo obligan a ingerirlo y cómo de vuelta al hogar se traslada a la metrópoli y dilapida su fortuna en fiestas orgiásticas que apenas, forzando su magro aparato auditivo, puede sospechar. Cómo, finalmente, (hemos de creerlo pues así se encarga de comunicárnoslo) alcanza la inevitable sabiduría, la compresión de todo lo que late bajo y sobre la superficie; de la superficie misma.
Hay más en ese texto. Hay enanos eunucos con vocación de asesinos, a la que dan curso, hay una isla que se hunde, ejerciendo la venganza despreocupada sobre el náufrago que la habita, hay un prisionero sin lengua que devora la de su captor, y hay una raza de cerdos ciegos con fauces de gusanos, omnívoros y de crecimiento poblacional geométrico, los herederos de este mundo. Después no hay más.
Emigra al viejo mundo. Los motivos no son claros. Su círculo de amigos alega huida de una acusación de ejercicio público de la pederastia con un menor. Pedofilia, entonces, y el cargo ya es mayor. Hubo, sin embargo, para esas fechas, una merma en los servicios urbanos de prostitución masculina. Semanas más tarde, aparecerían los cuerpos de los ausentes flotando en el río.
Echa definitivamente al olvido su corpus poético de juventud, y genera (escribe) sus dos obras mayores. La primera, presuntamente, alberga una colección de individuos aislados, en su medio, en su hábito o en su búsqueda. Hay una chancha que no deja de parir, un guerrero sediento de signos, pero dispuesto a sustituirlos por sangre, un centauro que porta pantalones y discreción, un tuberculoso que se hace acompañar de una multitud de doppelgangers por medio de un servicio de espejos contrapuestos, un pobre tipo que se pierde en la suma de las dimensiones espacio-temporales, un sabio de nombre Fregep que cede su fortuna a vasallos que nunca dejan de odiarlo, y que deviene primero mendigo, luego perro que trasmite la enfermedad que siega la vida del conjunto de los infantes de la comarca. Hay una esfera, una herida, y un ángel taxi-boy.
El otro libro se compone de una dilatada galería de caracteres, humanos todos ellos. Este mundo está habitado por telépatas, individuos que ansían restaurar el pasado, productores de novelas a escala industrial, demostradores de la existencia de Dios y un director teatral que monta las Investigaciones Filosóficas, a la sazón, uno de los cinco libros que hubo leído el autor.
Hombre más supersticioso que crédulo (pues sometía todo juicio a escrupulosa crítica), admitió a pie juntillas, de una vez y para siempre, la verdad ausente del dictum flaubertiano, de que la sabiduría llega por conocer bien, pero muy bien, cuatro o cinco libros. Eligió entonces cinco ejemplares en los que aspiraba a encontrar lo prometido, y uno de los cinco fue el precitado. (Acometió, en el proceso, abiertos timos, ha de reconocerse, pues optó, como segunda de las cinco, por las obras completas de un autor ruso.)
No satisfecho con el relativo prestigio del que gozó, ejerció el oficio de inventor. Forjó, entre tantos, un medidor de inversión, consistente en un tubo largo y fino, recipiente de un cúmulo de resortes, sensores y cables, con amplia capacidad expansiva, a ser insertado donde mejor le cupiera al individuo objeto de estudio. Varios Estados lo adquirieron, implementándolo como medio de tortura.
Perpetuamente enamorado de un condiscípulo universitario, del que nunca se supo demasiado, pero que parece haberse esfumado de la faz de la tierra en la temprana juventud del autor, hizo este traerse en calidad de sierva a la hija de su enamorado, ya adolescente ella, y mantuvo con la susodicha lo que difícilmente podríamos calificar de romance: la violó consecuentemente todas las noches, por el período de un mes. De resultas de esta gimnasia, vio la luz un nuevo elemento humano, a casi ocho meses de todo aquello. El crío pasó por hijo adoptivo del autor, que procedió a disciplinarlo a fuerza de abusos desde su más tierna infancia, hasta que ya no tuvo más ímpetu, instante en el que pasó a ser abusado con la misma constancia por el púber, casi un adolescente.
Como textos póstumos destacan dos; uno, compuesto por una sucesión de cuentos contenidos en una oración, a la que sigue una cadena de verbos, rematada por una ristra de nombres. El otro es un libro de mil páginas en blanco. Su título no es uno de los nombres de Dios, sino el del autor.
Murió con un libro acerca de dolencias cardíacas en el pecho, investigando los orígenes y posible cura de su afección.
Matías Pailos
3 Comentarios:
Cuentan que en una ocasión un periodista fue a entrevistarlo a su casa en las afueras de Roma. En mitad de la charla un gato paso caminando parsimoniosamente, se detuvo entre los dos interlocutores, alzo la cabeza y dijo "estoy muy cansado, me retiro a dormir" y se perdió en una de las habitaciones.
"Ah, sí, mi gato es muy descortés", le dijo el escritor al periodista, y continuó la respuesta que había interrunpido por la aparición del felino.
Ah, y algunos afirman que no se exilió por un affair homosexual o pederasta sino porque ya no soportaba la aplastante presencia de Borges y que, no conforme con huir del país, también tuvo que huir de la lengua del autor de El Aleph para poder sacárselo de la cabeza.
Eso cuentan los acólitos de Borges. Era más bien esmirriado; no creo que le pesara tanto a nuestro héroe, por más flaco que fuera.
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