La escritura
“Las fechas: importan”, decía Osvaldo Lamborhini en su novelita Las hijas de Hegel en referencia al 17 de Octubre. La frase viene a cuento para mí hoy, 25 del mismo mes, cuando recuerdo que hace dos años, un domingo a la tarde que se extinguía entre brumas etílicas dimos forma al extravagante proyecto de crear un blog que remedara el fracaso de esa revista literaria que nunca iba a poder ser; sin sospechar que lo que el aire de los tiempos pedía de nosotros era precisamente eso –un blog- y no el pretensioso destilado de opiniones eruditas en papel ilustración. Quiso el genio díscolo de Cobiñas leer el momento y expresarlo en una brillante síntesis poética “si no podemos ser “Punto de Vista” ni “El ojo mocho” al menos podremos ensayar los pasos de un “Mate Tuerto”. Y hoy, exactamente dos años después, quiere el destino o las vanas simetrías que sea esta misma fecha la estipulada para firmar la escritura de mi primer departamento.
Entonces diré que si no es un día peronista al menos será un día matetuertista el que me encuentra en la cama bien pasadas la 9 de la mañana. La firma está pautada para las once, gracias a los benignos horarios bancarios y Momé se ha pedido medio día en la oficina y ahora duerme despatarrada a mi lado. A decir verdad yo planeaba despertarme ocho y media para cumplir con las obligaciones laborales que me deparara la mañana (mi aleatoria rutina laboral tiene ese encanto de lo imprevisible) pero a la una de la madrugada me enganché con un documental cósmico que explicaba, entre otras cosas, que un fotón de luz demora apenas 8 horas en llegar desde la superficie del sol hasta nuestro planeta. Una vez en la cama el cansancio me apretó contra las sábanas como si fuera un luchador peso pesado de catch. A la noche el inconciente barajó las cartas de mis obligaciones y acabé soñando que tenía que responder un extenso cuestionario sobre resucitación cardiopulmonar y sólo tenía media hora para prepararme y cuando me entregaban la hoja del examen las preguntas versaban sobre el tema de mi tesis de licenciatura. Mientras desayunaba en calzones a las 10 de la mañana y zarandeaba a Momé para que se despegara de la almohada me dio la impresión de estar viviendo un día feriado. Y de algún modo lo era. Nos lo habíamos ganado después de tantas solicitudes de informes en casa central y en la sucursal correspondiente del Banco, después de llenar infinidad de papeles, de firmar y aclarar, de llevar y traer, de consultar el estado del trámite, de seguir nuestra carpeta a lo largo de su periplo burocrático para evitar que se perdiera en el intrincado camino, de buscar y no encontrar, de operaciones que se “caían” junto a nuestras ilusiones, de colas de gente con los clasificados bajo el brazo que volvíamos a encontrar en los mismos departamentos una y otra vez, de guardias y reservas para el día siguiente a primera hora en la inmobiliaria, de paciencia y resignación, de la intrincada fauna de los agentes inmobiliarios, de anhelos y zozobras, de negociaciones con nervios de punta, de abogados, escribanos, gerentes, tasadores, martilleros, después de todo eso, bien nos merecíamos tomarnos el día o cuanto menos tomarnos la mañana, amanecer abandonándonos con parsimonia sobre los arduos laureles que supimos conseguir.
Pero el tiempo corre rápido, ya son las diez y cuarto y Momé, expeditiva como de costumbre, no sólo se ha levantado sino que ya está vestida y maquillada recriminándome a mí que todavía ando en calzones por la casa. Hay que entrar en acción. Tomo los fajos de dólares que hay sobre la mesa y me guardo en un portavalores interno más dinero del que jamás he visto junto en mi vida; después chequeo los documentos y reviso una carpeta con papeles antes de introducirla en mi bolso; me comporto con precisión y trato de concentrarme como si en lugar de acudir a la firma de una escritura fuéramos una pareja de espías a punto de culminar una peligrosísima misión secreta. A las diez y media tocan el timbre. Es nuestro contacto: mi papá. Yo sigo en Calzones, de modo que para poder bajar a abrirle me visto prácticamente con lo primero que encuentro al paso: unos mocasines náuticos, un jean azul y una camisa rosa de manga corta que me queda chica y está arrugada. Papá entra a casa como una tromba, dice que llegó temprano porque había mucho tráfico, lo cual es un contrasentido que en el apuro del momento no me detengo a examinar. Salimos todos y nos subimos a su auto. Acordamos que nos deje en la puerta del banco y se vaya a estacionar. Ingresamos a la Sucursal Villa Crespo del Banco Nación casi a las corridas, para evitar cualquier intercepción inesperada. Adentro nos encontramos con Sebastián, el agente inmobiliario, un buen tipo que tal vez nos lleve uno o dos años y cuyo mayor mérito quizás consista en haberse casado con la hija del dueño de la inmobiliaria. Al poco tiempo llega Papá, que camina hacia nosotros con su andar eléctrico y su uniforme de abogado: traje gris, zapatos negros y camisa blanca. Estrecha una mano meliflua y distante con Sebastián, a quien seguramente preferiría tomar por el cuello y apretar por un tiempo indefinido a causa de los trastornos que le ocasionó mientras negociaban los términos de la operación, y ante quien tuvo que rendirse y aceptar su propuesta de firmar un comodato para que el dueño pudiera quedarse 15 días más en el departamento, pero se aguanta. Cinco minutos después hacen su ingreso los vendedores: Carlos y Adriana. Subimos al primer piso y nos encontramos con el gerente: un tipo frío y distante como el mármol de las columnas que sostienen el edificio del banco. El gerente nos saluda uno por uno y nos muestra la amplia sala del fondo donde tendrá lugar la firma de la escritura. Cuando nos estamos sentando llega la escribana, sonriendo nerviosa a causa del retraso. Tomamos asiento y nos disponemos a llevar adelante la operación. Somos actores de un ritual de compra-venta prescrito minuciosamente en el libro sagrado del Código Civil. Antes de empezar, yo busco los documentos en mi bolso de mano y siento un codazo en el hombro, la miro a Momé que me hace gestos desesperados para que cierre el morral, miro con atención y descubro unos calzones entre los libros (siempre llevo y traigo ropa interior el el bolso porque me ducho en el trabajo). Empujo el boxer hacia el fondo y extraigo los deneís, que le extiendo a la escribana, ya dispuesta a iniciar la lectura del título de propiedad. Nos concentramos en nuestras copias mientras la escribana lee a toda velocidad, como esos locutores que anuncian los legales al final de las publicidades de la radio. Por alguna extraña disposición el título obliga a consignar el domicilio del gerente del banco y cuando la lectura llega a este punto todos los presentes nos enteramos que vive sobre la misma calle, exactamente a una cuadra del departamento en cuestión y nos miramos extrañados y lo miramos al gerente, que permanece imperturbable y ajeno a la fortuita coincidencia. Al finalizar la lectura los dueños no pueden reprimir el comentario “¡Pero si usted vive a una cuadra de mi casa!” exclama la extrovertida Adriana “¿Cómo puede ser que no lo haya visto nunca?”. El gerente se sonroja “será que paso 12 horas por día acá dentro”. La escribana trata de proseguir con lo pactado y mantener las formas. El gerente se retira a buscar el dinero del crédito bancario mientras nosotros ponemos sobre la mesa el que hemos traído para que los vendedores lo vayan contando. La escribana aprovecha la salida de escena del gerente para extendernos una copia del comodato a cada una de las partes. Sucede que está expresamente prohibido por el Banco realizar ese tipo de acuerdo y si llegaran a enterarse suspenderían el crédito. Todos aproximamos nuestras cabezas y hablamos en susurros como conjurados. “Léanlo y firmen ahora”, dice la escribana. Yo dejo todo en manos de mi asesor legal: Papá le da una mirada rápida al documento y se lo devuelve a la escribana, que ahora tiene que realizar la inscripción en el libro de actas. Yo estoy aterrorizado: el gerente podría aparecer de un momento a otro y descubrirnos con las manos en la masa. Escucho unos pasos sobre la moquette a mis espaldas y entreveo una figura canosa. Me corre un sudor frió por la espalda. Giro la cabeza y veo que se trata de papá, que simula hablar por celular mientras camina por los lindes de la sala: ¡está haciendo de campana! Para cuando regresa el gerente ya está todo guardado y disimulado. Lo recibimos con nuestra mejor cara de póker mientras él deposita los dos gruesos fajos de dinero sobre la mesa y nos explica qué sucede si nos atrasamos en el pago de 3 cuotas –intimación- 6 cuotas –ejecución de la hipoteca- si nos atrasamos pero imploramos perdón –renegociación de la deuda- si nos morimos –firma del seguro de vida- si se prende fuego el departamento –firma del seguro contra incendios- y lindezas por el estilo. Después llega el momento cúlmine, el clímax del ritual: la firma de la escritura. Estampamos nuestra rúbrica y nos ponemos de pie y nos dedicamos a saludarnos: papá estrecha la mano de Sebastián, Adriana le da un beso al Gerente, Momé besa a Carlos, yo beso a la escribana. Todos insistimos en la increíble coincidencia con el domicilio del Gerente y éste se quita los anteojos y es como si con ellos abandonara su última defensa de eficiente tecnócrata y, ya humano del todo, nos cuenta que tiene 5 hijos y que era el tesorero de la cooperadora del colegio y que es hincha de Boca pero sus hijos son de Argentinos Juniors y con Carlos y Adriana se dedican a repasar los personajes y las glorias del barrio, en especial a Andrés D’alessandro, hijo dilecto de Villa General Mitre (tal la denominación catastral de mi futuro barrio) que vivía exactamente enfrente de la que va a ser mi casa y recuerdan a su abuela en pantuflas y a su díscolo hermano y el gerente aprovecha y cuenta que él mismo llegó a la cuarta de Argentinos antes de iniciar la carrera bancaria.
Nos despedimos de los antiguos dueños bajo la promesa clandestina de tomar posesión dentro de 15 días corridos y de nuestro inminente vecino que antes de irse nos pregunta cuándo pensamos mudarnos. Su inocente pregunta nos toma de sorpresa y nos quedamos azorados ¿Podrá descubrirnos a último momento? ¿Será este el fin? “Primero tienen que hacer unas reformas” escucho la voz confiada de papá que nos saca del apuro y nos conduce a la salida “Papá, mirá que entramos por el otro lado”, le advierto. “Seguime, no seas boludo”, dice papá y cuando terminamos de bajar las escaleras damos con un comedor vacío, recorremos un estrecho pasillo y salimos a las entrañas del banco, a espaldas de los cajeros. Los empleados se dan vuelta al unísono y nos miran como si tuviéramos medias de nylon en la cabeza y ametralladoras en las manos y gritáramos “¡Queremos todo el dinero!”, pero papá, imperturbable, sigue caminando hasta la salida como si hiciera ese camino todos los días. Ya jugados, Momé y yo lo seguimos, salimos a la plataforma comercial, donde las miradas se repiten, y de ahí finalmente al acceso al público, desde donde finalmente ganamos la puerta de calle y nos vamos al bar de enfrente a festejar. Lamentablemente no podemos pedir pizza porque papá hizo carne mi propio síntoma y mientras yo me curaba él se atormentaba con el mismo cuadro de colon irritable, así que le encargamos al mozo unos tostados y gaseosas y mientras brindamos yo prometo seguir esa noche los festejos con Momé llevándola a comer a algún buen restaurante. Mientras mastica el tostado papá sugiere:
_También pueden ir a un telo, no todo es comer en la vida.
No conforme con eso, papá acota:
_Además después te sirven el desayuno.
Zedi Cioso
Entonces diré que si no es un día peronista al menos será un día matetuertista el que me encuentra en la cama bien pasadas la 9 de la mañana. La firma está pautada para las once, gracias a los benignos horarios bancarios y Momé se ha pedido medio día en la oficina y ahora duerme despatarrada a mi lado. A decir verdad yo planeaba despertarme ocho y media para cumplir con las obligaciones laborales que me deparara la mañana (mi aleatoria rutina laboral tiene ese encanto de lo imprevisible) pero a la una de la madrugada me enganché con un documental cósmico que explicaba, entre otras cosas, que un fotón de luz demora apenas 8 horas en llegar desde la superficie del sol hasta nuestro planeta. Una vez en la cama el cansancio me apretó contra las sábanas como si fuera un luchador peso pesado de catch. A la noche el inconciente barajó las cartas de mis obligaciones y acabé soñando que tenía que responder un extenso cuestionario sobre resucitación cardiopulmonar y sólo tenía media hora para prepararme y cuando me entregaban la hoja del examen las preguntas versaban sobre el tema de mi tesis de licenciatura. Mientras desayunaba en calzones a las 10 de la mañana y zarandeaba a Momé para que se despegara de la almohada me dio la impresión de estar viviendo un día feriado. Y de algún modo lo era. Nos lo habíamos ganado después de tantas solicitudes de informes en casa central y en la sucursal correspondiente del Banco, después de llenar infinidad de papeles, de firmar y aclarar, de llevar y traer, de consultar el estado del trámite, de seguir nuestra carpeta a lo largo de su periplo burocrático para evitar que se perdiera en el intrincado camino, de buscar y no encontrar, de operaciones que se “caían” junto a nuestras ilusiones, de colas de gente con los clasificados bajo el brazo que volvíamos a encontrar en los mismos departamentos una y otra vez, de guardias y reservas para el día siguiente a primera hora en la inmobiliaria, de paciencia y resignación, de la intrincada fauna de los agentes inmobiliarios, de anhelos y zozobras, de negociaciones con nervios de punta, de abogados, escribanos, gerentes, tasadores, martilleros, después de todo eso, bien nos merecíamos tomarnos el día o cuanto menos tomarnos la mañana, amanecer abandonándonos con parsimonia sobre los arduos laureles que supimos conseguir.
Pero el tiempo corre rápido, ya son las diez y cuarto y Momé, expeditiva como de costumbre, no sólo se ha levantado sino que ya está vestida y maquillada recriminándome a mí que todavía ando en calzones por la casa. Hay que entrar en acción. Tomo los fajos de dólares que hay sobre la mesa y me guardo en un portavalores interno más dinero del que jamás he visto junto en mi vida; después chequeo los documentos y reviso una carpeta con papeles antes de introducirla en mi bolso; me comporto con precisión y trato de concentrarme como si en lugar de acudir a la firma de una escritura fuéramos una pareja de espías a punto de culminar una peligrosísima misión secreta. A las diez y media tocan el timbre. Es nuestro contacto: mi papá. Yo sigo en Calzones, de modo que para poder bajar a abrirle me visto prácticamente con lo primero que encuentro al paso: unos mocasines náuticos, un jean azul y una camisa rosa de manga corta que me queda chica y está arrugada. Papá entra a casa como una tromba, dice que llegó temprano porque había mucho tráfico, lo cual es un contrasentido que en el apuro del momento no me detengo a examinar. Salimos todos y nos subimos a su auto. Acordamos que nos deje en la puerta del banco y se vaya a estacionar. Ingresamos a la Sucursal Villa Crespo del Banco Nación casi a las corridas, para evitar cualquier intercepción inesperada. Adentro nos encontramos con Sebastián, el agente inmobiliario, un buen tipo que tal vez nos lleve uno o dos años y cuyo mayor mérito quizás consista en haberse casado con la hija del dueño de la inmobiliaria. Al poco tiempo llega Papá, que camina hacia nosotros con su andar eléctrico y su uniforme de abogado: traje gris, zapatos negros y camisa blanca. Estrecha una mano meliflua y distante con Sebastián, a quien seguramente preferiría tomar por el cuello y apretar por un tiempo indefinido a causa de los trastornos que le ocasionó mientras negociaban los términos de la operación, y ante quien tuvo que rendirse y aceptar su propuesta de firmar un comodato para que el dueño pudiera quedarse 15 días más en el departamento, pero se aguanta. Cinco minutos después hacen su ingreso los vendedores: Carlos y Adriana. Subimos al primer piso y nos encontramos con el gerente: un tipo frío y distante como el mármol de las columnas que sostienen el edificio del banco. El gerente nos saluda uno por uno y nos muestra la amplia sala del fondo donde tendrá lugar la firma de la escritura. Cuando nos estamos sentando llega la escribana, sonriendo nerviosa a causa del retraso. Tomamos asiento y nos disponemos a llevar adelante la operación. Somos actores de un ritual de compra-venta prescrito minuciosamente en el libro sagrado del Código Civil. Antes de empezar, yo busco los documentos en mi bolso de mano y siento un codazo en el hombro, la miro a Momé que me hace gestos desesperados para que cierre el morral, miro con atención y descubro unos calzones entre los libros (siempre llevo y traigo ropa interior el el bolso porque me ducho en el trabajo). Empujo el boxer hacia el fondo y extraigo los deneís, que le extiendo a la escribana, ya dispuesta a iniciar la lectura del título de propiedad. Nos concentramos en nuestras copias mientras la escribana lee a toda velocidad, como esos locutores que anuncian los legales al final de las publicidades de la radio. Por alguna extraña disposición el título obliga a consignar el domicilio del gerente del banco y cuando la lectura llega a este punto todos los presentes nos enteramos que vive sobre la misma calle, exactamente a una cuadra del departamento en cuestión y nos miramos extrañados y lo miramos al gerente, que permanece imperturbable y ajeno a la fortuita coincidencia. Al finalizar la lectura los dueños no pueden reprimir el comentario “¡Pero si usted vive a una cuadra de mi casa!” exclama la extrovertida Adriana “¿Cómo puede ser que no lo haya visto nunca?”. El gerente se sonroja “será que paso 12 horas por día acá dentro”. La escribana trata de proseguir con lo pactado y mantener las formas. El gerente se retira a buscar el dinero del crédito bancario mientras nosotros ponemos sobre la mesa el que hemos traído para que los vendedores lo vayan contando. La escribana aprovecha la salida de escena del gerente para extendernos una copia del comodato a cada una de las partes. Sucede que está expresamente prohibido por el Banco realizar ese tipo de acuerdo y si llegaran a enterarse suspenderían el crédito. Todos aproximamos nuestras cabezas y hablamos en susurros como conjurados. “Léanlo y firmen ahora”, dice la escribana. Yo dejo todo en manos de mi asesor legal: Papá le da una mirada rápida al documento y se lo devuelve a la escribana, que ahora tiene que realizar la inscripción en el libro de actas. Yo estoy aterrorizado: el gerente podría aparecer de un momento a otro y descubrirnos con las manos en la masa. Escucho unos pasos sobre la moquette a mis espaldas y entreveo una figura canosa. Me corre un sudor frió por la espalda. Giro la cabeza y veo que se trata de papá, que simula hablar por celular mientras camina por los lindes de la sala: ¡está haciendo de campana! Para cuando regresa el gerente ya está todo guardado y disimulado. Lo recibimos con nuestra mejor cara de póker mientras él deposita los dos gruesos fajos de dinero sobre la mesa y nos explica qué sucede si nos atrasamos en el pago de 3 cuotas –intimación- 6 cuotas –ejecución de la hipoteca- si nos atrasamos pero imploramos perdón –renegociación de la deuda- si nos morimos –firma del seguro de vida- si se prende fuego el departamento –firma del seguro contra incendios- y lindezas por el estilo. Después llega el momento cúlmine, el clímax del ritual: la firma de la escritura. Estampamos nuestra rúbrica y nos ponemos de pie y nos dedicamos a saludarnos: papá estrecha la mano de Sebastián, Adriana le da un beso al Gerente, Momé besa a Carlos, yo beso a la escribana. Todos insistimos en la increíble coincidencia con el domicilio del Gerente y éste se quita los anteojos y es como si con ellos abandonara su última defensa de eficiente tecnócrata y, ya humano del todo, nos cuenta que tiene 5 hijos y que era el tesorero de la cooperadora del colegio y que es hincha de Boca pero sus hijos son de Argentinos Juniors y con Carlos y Adriana se dedican a repasar los personajes y las glorias del barrio, en especial a Andrés D’alessandro, hijo dilecto de Villa General Mitre (tal la denominación catastral de mi futuro barrio) que vivía exactamente enfrente de la que va a ser mi casa y recuerdan a su abuela en pantuflas y a su díscolo hermano y el gerente aprovecha y cuenta que él mismo llegó a la cuarta de Argentinos antes de iniciar la carrera bancaria.
Nos despedimos de los antiguos dueños bajo la promesa clandestina de tomar posesión dentro de 15 días corridos y de nuestro inminente vecino que antes de irse nos pregunta cuándo pensamos mudarnos. Su inocente pregunta nos toma de sorpresa y nos quedamos azorados ¿Podrá descubrirnos a último momento? ¿Será este el fin? “Primero tienen que hacer unas reformas” escucho la voz confiada de papá que nos saca del apuro y nos conduce a la salida “Papá, mirá que entramos por el otro lado”, le advierto. “Seguime, no seas boludo”, dice papá y cuando terminamos de bajar las escaleras damos con un comedor vacío, recorremos un estrecho pasillo y salimos a las entrañas del banco, a espaldas de los cajeros. Los empleados se dan vuelta al unísono y nos miran como si tuviéramos medias de nylon en la cabeza y ametralladoras en las manos y gritáramos “¡Queremos todo el dinero!”, pero papá, imperturbable, sigue caminando hasta la salida como si hiciera ese camino todos los días. Ya jugados, Momé y yo lo seguimos, salimos a la plataforma comercial, donde las miradas se repiten, y de ahí finalmente al acceso al público, desde donde finalmente ganamos la puerta de calle y nos vamos al bar de enfrente a festejar. Lamentablemente no podemos pedir pizza porque papá hizo carne mi propio síntoma y mientras yo me curaba él se atormentaba con el mismo cuadro de colon irritable, así que le encargamos al mozo unos tostados y gaseosas y mientras brindamos yo prometo seguir esa noche los festejos con Momé llevándola a comer a algún buen restaurante. Mientras mastica el tostado papá sugiere:
_También pueden ir a un telo, no todo es comer en la vida.
No conforme con eso, papá acota:
_Además después te sirven el desayuno.
Zedi Cioso
Etiquetas: Crónicas
5 Comentarios:
No puedo parar de reír :-))
Abrazos
Gracias Cobiñas, me alegra su alegría.
Besos
adhiero a cobiñas, muy buena crónica!!
y felicitaciones !!
saludos
p.d: los padres son tremendos cuando se hacen los copados...
Que final. Que papá.
Gracias Pau, es cierto los padres copados son un peligro...
Para MP y toda la gente que ha preguntado al respecto, las palabras pronunciadas al final por mi padre son verídicas. Tengo testigos.
Saludos
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