"El Pendejo", capítulo 5, página 24
(1) Florencia. Mi compañerita de trabajo. Chica del interior, sola en Bs As. Me enamoré a la tercera o cuarta vez que la vi. Estaba, sin embargo, convencido de que jamás lograría nada. Porque ella, eso creía, también estaba fuera de mi liga, y en una divisional superior. (No recuerdo cuándo erradiqué esta metáfora de mis devaneos. No recuerdo haberlo hecho, tampoco.) Yo entré; ella ya estaba. Portaba un culo como pocos, enmarcado en pantalones de vestir ceñidos a una figura, por lo demás, flaca. Salvo la cara. Tenía una cara lunar. Tenía una nariz larguísima. Tenía unos ojos redondos e inquietos. Ojos curiosos e indefensos. Tenía ojos, boca, mejillas para comer a besos. Tenía lo que debía tener para despertar en mí ese monstruo del pasado que siente como su deber proteger ninfas que no piden ser protegidas. Menos aún ser catalogadas como ninfas. Entonces, como les decía, tal como les informaba: me enamoré. Pesimista enrolado en las filas pesimistas del pesimismo, sentencié: “nunca te la vas a levanta”. Pero proseguí. “Si lo hacés, no vas a pasar del primer beso”. Continué: “si pasás, nunca va a aceptar otra cita”. Prolongué: “nunca te la vas a coger, nunca te vas a poner de novio con ella, nunca te va a ser fiel”. Con ese espíritu no encaré la situación. Digo: mi actitud fue: la de no-encare. Así que un viernes en el que, como cualquier viernes, nada tenía que hacer, escuché que ella manifestaba las ganas de concurrir a un festival público en los bosques de Palermo, donde tocaba una banda de nombre irreproducible. Me ofrecí a acompañarla. Sin segundas intenciones. Sin intenciones concientes. (Las únicas que existen… ¿no?) Finalizamos la jornada laboral. Nos cambiamos en el local y partimos hacia los bosques. Yo, entonces, jamás sonreía. Entonces: no sonreí. Hablé hasta por los codos. Hasta me peleé con ella -en el plano teórico. No llevaba, entonces, ninguna ofensa ni disputa al terreno personal. Estaba convencido de que eso era lo que hacía. Así de estúpido era. Acarreaba esas jactancias y esos errores. No era mal pibe. Llegamos. Vemos, de lejos, el recital. Noto, de modo cada vez más patente, su entusiasmo, su desborde. Noto el cese de sus resistencias. Palpo su comunión con el recital, con el aire libre, con la noche en compañía de un extraño en una ciudad ajena e inabarcable. Noto mis nervios. ¿De qué tengo nervios? Reafirmo: esta mujer me es inalcanzable. Cada vez y cada vez más, más y más nervioso. ¿De qué, de qué, Dios, de qué? El corolario, el final: una estampida. Ella se tuerce el pie o le quiebran la uña. Dolor. Incomodidad. Quiebre del idilio. No quiebre de la complicidad. Vamos a tomar un café. Un café: el alcohol en ese entonces también me era ajeno. (Años más tarde, una compañera de Facultad me tildará de ‘hermanito menor pasteurizado’.) La conversación se extiende. Veo, noto, palpo el titilar de sus ojos. Un rayo atraviesa mi pecho, un retumbar estremece mi aura. ¿De qué, por Dios, de qué por Dios estoy nervioso? Ella no. Ella está más allá. Lo sé. Me lo digo. Lo sé. Me lo digo. ¿De qué? Es tarde. Es tardísimo. La acompaño a la puerta de su casa: la pensión. ¿De qué, de qué estoy más y más nervioso? Ella se detiene. Yo zanjo todo posible inconveniente: la beso en la mejilla y sentencio: hasta el lunes. Me voy. Otro sentimiento crece: soy un pelotudo. Comento, hablo, expongo mi caso ante mis amigos. Ante Pedro, ante Darío, ante Damián. Ellos, duchos para los casos ajenos, fallan: soy un pelotudo. El lunes, con todos los nervios acumulados y temblores desconocidos (como los adquiridos la primera vez que se realiza una actividad física luego de años de molicie), le hablo. Hola. El mundo se desploma. El mundo se restablece a continuación. Hola, dice ella. Al mediodía, me le acerco. Hablo. Doy rodeos. Finalmente, digo lo que quiero (en el fondo, en el frente, en todos lados) decir: salgamos. Por supuesto que no digo: salgamos. Era, entonces, todavía más idiota de lo que soy ahora. Muchísimo muchísimo más ignorante. Creía (y no puedo evitar la aclaración: qué estúpido, qué idiota) que la mujer era un elemento frágil. Qué idiota. Así que no podía ser tan directo. Qué imbécil. La invité al cine, el miércoles. Ella farfulló una cosa así como que no podía prever lo que podía hacer de ahí al miércoles. Yo: rojo de vergüenza. Rectifico: internamente rojo de vergüenza. Y arrepentimiento. Y culpa. (¿De qué, Dios, de qué, pregunto hoy, desde mi yo esclarecido? De haber osado invitarla, de haberme atrevido a pensar en que cabía siquiera una recóndita posibilidad de que aceptara.) Asentí. Retuve, contuve y aferré la íntima, falsa certeza. Ella está más allá. Me retiro. Me pierdo entre anaqueles, estanterías, clientes. Me disuelvo entre libros. Apenas la miro. Apenas recuerdo haber tenido en mente invitarla. Solo queda la culpa y el amor. Porque ya la amo. Porque la amo desde la tercera o cuarta vez que la vi. Mi horario finaliza. Saludo a todos y me pierdo en la ciudad. Sí: ella no está cómoda conmigo. No debí haberla invitado. Martes. Martes, horario de comida. Como aparte. Ella me mira. Yo sé que me desprecia. Peor: sé que doy lástima. Mi horario de trabajo toca a su fin y busco perderme en la ciudad y en fondo del libro que estoy leyendo y en el que olvido todo mi presente y país: Los Buddenbrook, de Thomas Mann. Me voy. Pará, escucho. Ella. Sigue en pie la oferta, pregunta. Qué, pregunto. La oferta. La invitación. Qué. El cine. Sí. Bueno. Bueno. Acepto. Ah. Fantástico. Mañana. Mañana. Me pierdo en la ciudad. No puedo leer. Soy inmensamente feliz. Estoy inmensamente nervioso. Paso el miércoles en babia. Termina nuestro horario. Ella no quiere que nadie se entere, así que nos encontramos directamente en el cine. No recuerdo la película. No quiero recordar ningún detalle, y miento en este preciso instante, cual Epiménides. La película y mi manojo de nervios. Mi manojo de nervios y el café posterior. La charla eterna, íntima. La complicidad que persiste, que se ahonda. Otra vez. Una más. La caminata hacia su pensión, y: en esta esquina la beso. No no: no es el momento. No es El momento. El único existente. Siento que solo hay un momento, una oportunidad. Todo o nada. Poco y nada cuentan en el Federico de entonces las mil y una pistas e indicios a mi favor. Ella está más allá. Ella sigue siendo inalcanzable, aunque el milagro parece posible. Qué pena que fuera tan descreído. La acompaño, sigo, en esta esquina… en esta otra… en esta otra… en esta calle… en esta, que ya llegamos… acá, acá, vamos, acá… llegamos. Ella se detiene. Sube al primer escalón. Qué alta que es. Sonríe. Ríe. Ríe de más. No. Ya no. Si lo tuve, ya no. Ya no, pero sigo conversando. Me acerco, pero no. Vamos, sigo hablando, me acerco, ¡No!, me alejo. Silencio. Bueno. Ella dice: bueno. Yo: nada. Chau, y la que habla es ella. Gira, mete la llave, se pierde en el interior. Pelotudo, y cobarde, y poca y poquísima cosa, y nunca nada jamás probaré los restos de las migajas del amor. Por mi culpa. Por mi sola culpa, a pesar de ser menos que nada. Esto no explica cómo es que, una semana más tarde, la volví a invitar a salir. Menos aún, por qué aceptó. Otro recital. Los recitales manaban cual bebedero desaforado. ¿Dónde? En el Centro. En un lugar que ya no existe. Toca: Peligrosos Gorriones. Me caen bien -no soy fanático. Nervios por millones, y una decisión atorada en mi boca que pugna por salir. De repente lo siento: es inevitable. Voy a hacer cagadas, pero es inevitable: voy a hacer. Lo que no hice ayer, hoy voy a hacerlo mal. Y lo voy a hacer. Las pulsaciones son tantas y tan descarriadas como las salidas anteriores, pero ahora la perspectiva es diferente: ya no me atornillan al suelo. Ahora se amotinan bajo mis pies. Ahora me amotinan bajo mis pies, pero mi corazón, y solo mi corazón, está arriba, corriendo ineluctablemente al error. Los Gorriones empezaron hace rato, y de sopetón: una pausa. Es. Es. Ahora. Es. Y Es: Florencia, digo. ¿Sí?, dice. Me encantás. Muero por vos. Y, Florencia. ¿Sí? Voy a besarte. Tiemblo. Se me nota. Se me nota muchísimo. Avanzo. Solo con la cara, avanzo. Apunto a su boca, y: fuego fatuo. Allí donde instantes ha se manifestara una boca, ahora lo hace una mejilla. Fallo. Todo bien, sonrío. ¿Vos?, pregunto. Bien, y percibo la tensión. Hay un costado muy agradable y un costado muy desagradable combatiendo en su interior, turnándose en el ejercicio del poder, incluso manteniendo aberrantes instancias de cogobierno. Sufre y goza. Yo solo percibo tensión. Solo veo fracaso. Estoy desbocado, estoy corriendo a la velocidad del sonido y con el corazón roto. Estoy hecho trizas, y tomo, por primera vez en meses, una cerveza. Estoy fuera de mí. Comienzo a hablar. Le digo que es hermosa. Le digo, le digo, le digo… una barbaridad. Le digo que sé que yo también le gusto. Le digo que sé que quiere que la bese. La tomo del brazo. Se zafa. Funde a negro: vuelve la banda. Clavo la vista en el escenario, y no la remuevo hasta que terminan. Hablo con ella. Hablo de más. Digo lo que no hay que decir, la piropeo, estoy desbocado. Estoy algo borracho. El show termina; la miro. Desclavo los ojos del escenario y los clavo en los suyos y me pierdo. Se pone colorada, desvía la mirada. Vamos, pregunta. Vamos, accedo. Vamos a caminar: no mejor no. Dale…: no. Me voy a casa. Te acompaño: … okey. En el camino, se derrumba la fachada. El coraje se desvanece con la sobriedad. Cito nuevamente al poeta: sobrio no te puedo ni hablar. No podía. No la miraba porque temía perder los estribos, porque no quería dejar escapar el fantasma de mi última esperanza. Así, llegamos a la pensión. Espera, en silencio. ¿Por qué? ¿Por qué ahora, ahora que no tengo coraje, ahora que vuelvo a comprender que me sos inaccesible? Te odio. Ella sigue en silencio. Yo también. Algo, decir algo, decir algo como cualquier cosa. Nada. Algo, algo, como “cualquier cosa”. Silencio. Chau: doy uno, dos pasos y estoy a su altura. Apunto y: ella ya no está. No me dio tiempo. Entra sin besarme.
Una semana después se cumplen tres meses de trabajo, el fin del período de prueba. Se reinician las clases. Comunico mi voluntad de no continuar. Alego un cambio de prioridades, una apuesta definitiva al estudio. Casi no le hablo en toda la semana. El último día me despido con un beso.
En la mejilla.
Matías Pailos
Una semana después se cumplen tres meses de trabajo, el fin del período de prueba. Se reinician las clases. Comunico mi voluntad de no continuar. Alego un cambio de prioridades, una apuesta definitiva al estudio. Casi no le hablo en toda la semana. El último día me despido con un beso.
En la mejilla.
Matías Pailos
Etiquetas: Relatos
16 Comentarios:
Parte de lo que sobrevivió al proceso de revisión de la novela "El Pendejo", a la izquierda de su pantalla, señora. (Acá conviene que alguien diga, con media sonrisa suspicaz, "cómo será lo que quedó afuera".)
(Lo que está a la izquierda de su pantalla, señora, es la versión primitivísima, aún sin corregir.)
espero que no hayas sacado la anécdota del baño (página 4) que me mató de la risa...
beso.
no, quedó, quedó. Lo que estoy haciendo es sacar algunos capítulos del final (y el final de algún capítulo clave) y enchufar ahí una segunda parte con otras historias. Sigo los consejos de uno de mis asesores literarios, un tal Ariel Idez.
Trust the editor
solo sigo mi propio criterio para confiar más en el -selecto- criterio ajeno.
¿Estás escribiendo otras historias para El Pendejo? Tiemblo.
Eso mismo estaba pensando hace unos días, a veces es tan o más importante la elección del propio editor que las historias y la técnica para narrarlas. Digo, parte del talento está en elegir a quién escuchar. Me parece que ustedes hacen una prometedora dupla.
..por mi parte, me estoy divirtiendo como loca con el Enano Más Sexy del Mundo (de la novela de Idez, se entiende). Ya la recomendé a varia gente, que también la está lleyendo. No; si esta bola de nieve no se frena así nomás.
slds!
Excelente che, a mí me encantó, yo era así de perdedor, pero ni siquiera lo podría contar tan bien :P
Me encanto Pailos, como la mayoría de las cosas que escribís.
ya no sos un perdedor?
Coincido con CC, hay que prestarle oído al editor. Gracias por recomendar la novela!
Besos
CC: tranquila. Solo estoy insertando historias ya escritas (bajo la égida del consejo editorial) algún tiempo después de terminar la primera versión primitiva.
El editor es importantísimo. Ariel es el jefe de mi equipo (el que lee cosas imposibles), secundado por Playmobil Hipotético y el especialista en finales: Eric G.
El EEMSDM no frena más. Pero hace una primera parada con la próxima publicación. (No sé cómo Ariel no va de editorial en editorial enarbolando como bandera las declaraciones de Aira.)
TM: gracias, camarada compañero.
Anónimo: no. Lo siento.
Me alegra que le haya gustado.
AI: Escribiremos 'Raymond Carver' pero pensaremos 'Gordon Leach'.
Bueno: terminé de corregir. Supongo la novela que va a quedar así hasta que logre engatusar a alguien para publicarla -momento en el que seré engatusado para retocarla una vez más.
Hace tiempo, le había dicho,estimado pailos, que había leído su novela, ahora me encuentro con que la "retocó" y me pregunto: que se hace con la otra versión, se tira o se guarda para cuando ud publique, se haga famoso y una pueda decir "yo tengo un borraror"?
No sé, dígame que hacer.
Por lo pronto este post me llevo a la reflexion y puedo hacer una critica hacia a mi persona ya que no leí la de Ariel, asi que si mi impresora tiene buena onda conmigo, hoy mismo será resuelta la falta.
Les mando un afectuoso saludo a ambos,
Aristóteles postuló que cada cosa tiene su 'lugar natural'. El de esa versión es el tacho de basura.
(El de esta también, no se vaya a creer: nada cambió tanto.)
Gracias por pasar en este día de recogimiento cívico.
MP, se viene El pendejo reloaded. ¿lo de recogimiento cívico lo dice por el boca de urna?
Pau, gracias por pasar y por la promesa de lectura.
MP again, estamos dejando que el Enano más sexy del mundo haga su propio camino. Para los que me preguntaron, no, al momento de escribirlo todavía no había leído "Kafka, por una literatura menor", de Deluze.
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