Ricardo Enrique Bochini: por un fútbol menor
La primera vez que me asomé a una utopía popular fue en la tribuna de Independiente. Miles de voluntades mancomunadas cantaban a voz en cuello, apropiándose de la música de Gieco: “Sólo le pido a Dios/ Que Bochini juegue para siempre/ Siempre para Independiente/ Para toda la alegría de la gente”. El imposible biológico, que un jugador de fútbol venciera el deterioro del tiempo para jugar eternamente, no prometía la muerte de los rivales ni su fervorosa sodomización (leiv motivs de las tribunas) sino algo mucho más extraño y elusivo: su sempiterna alegría. Al final del cantito bajaba de las tribunas un grito ensordecedor Bo-bo-chi-ni Bo-bo-chi-ni y allá lejos, en el campo de juego un hombrecito minúsculo que trotaba en el césped levantaba los brazos, entre agradecido e intimidado. No recuerdo la primera vez que oí hablar de él y si digo que lo vi jugar en realidad quiero decir que estuve presente en una cancha mientras él disputaba un partido pero en aquellas épocas el fútbol se escurría de mi entendimiento y me costaba sostener la atención durante todo un partido. Sí recuerdo nítidamente una mañana del verano de 1988 en Mar del Plata, pero dejemos eso para más adelante.
Gran parte de la genialidad del Bocha está asociada a la aparente contradicción que encarna: en sus épocas de esplendor Bochini parecía cualquier cosa menos un jugador de fútbol: enjuto, bajito, algo desgarbado, portador de una pelada de oficinista y un rictus amargo en la boca, trotaba la cancha con el desdén de un burócrata. Nada de contradicción, no es a pesar sino gracias a esas debilidades que Bochini se convirtió en Bochini: el hombre que supo hacer de su fragilidad su fortaleza, a despecho de los atributos fascistoides que la publicidad nos ofrece como objetos del deseo: fuerza, velocidad, belleza física, dominio, poder. Como salvedad debo reconocer que yo fui testigo de los últimos años futbolísticos del Bocha, cuando ya estaban mermadas sus de por sí exiguas dotes atléticas, pero creo que esta fue su mejor etapa, la que lo terminó de consolidar con la marca que distingue a los más grandes en toda actividad humana: la de convertir su nombre en adjetivo, en esos años en los que las piernas no le daban para correr y gambetear hacia delante ni el físico para poner el cuerpo ni la velocidad para echar un pique se terminó de trazar el camino que va de Bochini a lo Bochinesco. O para decirlo de otro modo: cuanto más se debilitó su cuerpo aún más se fortaleció su fútbol. En lugar de obsesionarse con el gol, meta obvia del juego, demostración de poder y superioridad, Bochini se concentró en el pase: prefirió gestar los goles antes que hacerlos. De ahí tal vez cierto aire desprolijo en sus conquistas, como hechas a pesar de sí mismo. Sus pases, en cambio, son de una belleza inusitada. No importaba cuantos zagueros le pusieran delante: Bochini nos enseñó que con un pase se puede caminar a través de las paredes que elevan las más aguerridas defensas, hizo del pase una línea de fuga sutil, delicada en su trazo que atraviesa todas las piernas dispuestas a romper y desemboca a los pies de un delantero mano a mano frente al arco. Por eso tal vez algunas de las jugadas más hermosas de Bochini ni siquiera hayan terminado en gol, malogradas por la impericia de un novel puntero pero qué importa, qué más da, si nos regalaban la belleza del juego y la lección inolvidable: “por ahí sí que se puede pasar”. Bochini nos mostró que un gran jugador no necesita tirarse a los pies ni correr una maratón interminable, ni insultar a rivales y referee, ni franelear histriónico una camiseta que está dispuesto a abandonar mañana por un puñado de euros. “Si el Bocha frota la lámpara”, decían en las tribunas. Un gran jugador vale en potencia, no en acto, por lo que puede llegar a hacer. Bochini nos regaló una lección domingo a domingo: un gran jugador no juega el partido: lo interviene. El Bocha no ganó una fortuna, no jugó en Europa, no ganó el botín de oro y nunca se destacó en la Selección, eso sí: creó a sus predecesores y uno de ellos, el representante del Fútbol Mayor, lo nombró Maestro poco antes de convertirse en Dios. Jugó toda la vida en el club donde se inició. Quiso que su vida transcurriera como su fútbol: en el brillo fugaz de un pase o una precisa pared, pero hoy puede caminar por la calle que lleva su nombre, junto al estadio donde vivió sus días de gloria y enseñó cómo se puede jugar un fútbol sin voluntad de poder, el fútbol de otro mundo posible que habita dentro de éste en el que nos toca vivir y que algunos quisiéramos ver multiplicarse y proliferar: un Bochini, dos Bochinis.
Ahora estamos en Mar del Plata en el verano de 1988 y mi viejo me dice que me vista, que vamos a ir a ver los jugadores del rojo. A falta de camiseta mi vieja me enchufa una remera roja de algodón, una vergüenza, mi hermanito corre con mejor suerte, en plan de adiestramiento ideológico cuenta con su camiseta oficial con la publicidad de las modernas fotocopiadoras Mita. Independiente está haciendo la pretemporada en la ciudad balnearia y las prácticas son abiertas a todo público. Llegamos temprano, para tratar de enganchar a los jugadores antes de que empiecen a entrenar, pero ya están todos trotando en la cancha auxiliar bajos las órdenes del Indio Solari… menos uno, que se demora en el vestuario. Pedimos permiso y entramos tímidamente al modesto cambiador de un club de barrio. El bocha está sentado sobre un tablón de madera, vendándose los tobillos. Entonces me convierto en testigo azorado de una demostración de amor.
—Perdoname Bocha, yo nunca hago esto con un hombre, pero si no te molesta te voy a pedir si te puedo dar un beso.
Dice mi viejo y sin aguardar respuesta le encaja a nuestro ídolo un chuponazo en la mejilla. El Bocha se pone colorado aunque supongo que experimentará algo de alivio al constatar que el beso no fue directo a la boca y de lengua. Después conversan dos o tres trivialidades sobre la pretemporada y tenemos que salir para dejar que Bochini se termine de cambiar. Antes de irnos bajo la vista y observo los pies del Bocha: unos pies diminutos, casi infantiles. Ese día aprendí que tamaño tienen los pies de los auténticos gigantes.
Ariel Idez
Etiquetas: Epifanías, Micronsayos
12 Comentarios:
Le dedico este post a mi amigo HR, que me lo sugirió entre el efluvio birrístico del bar de los caminantes.
el concepto acuñado por HR fue el de "goles de culto". El caso que trajo a colación fue uno del Toti Ríos, pero vamos con otro. Uno que no vi. Uno que escuché de boca de un hincha de Racing. Este tipo estaba en medio de la popu, en pleno clásico, puteando a nuestros jugadores en pleno ataque. La acción se desarrolla de derecha a izquierda, al borde del área. El tipo avanza con pelota dominada de costado por la medialuna. De repente, clava las guampas. Pasa de largo su marcador. Pasa de largo toda la defensa rival. El arquero queda desconcertado, haciendo equilibrio en el borde del área chica. El delantero, entonces, mete una cucharita. La pelota recorre una parábola en cámara lenta, burlándose del arquero, los defensores, y toda la tribuna antes de clavarse en el ángulo.
Gol del Bocha.
(Curioso que seamos nosotros los culpables de llamarlo "Bo-bo". Pero sí: parecía medio bobo.) (Curioso, también, que acaso sea el único jugador de toda la historia de Independiente -excepción hecha de Perico Pérez- querido por la parcialidad racingista.) (O no tan curioso.)
PD: me gustó mucho lo de "desdé de burócrata".
Quienes tuvimos la dicha inconmensurable de ver al Maestro haciendo magia en el verde césped no lo olvidaremos jamás. Dos ejemplos entre tantos y tantos en los que el Genio frotó la lámpara: Campeón del Campeonato Nacional 1977 en Córdoba con 8 jugadores y Campeón de la Copa Intercontinental el glorioso 28 de noviembre de 1973 en el estadio Olímpico de Roma. Suficiente.-
Sin lugar a dudas un hito del futbol nacional, inolvidable. El gol mas querido y admirado fue sin dudas el que le hizo a Talleres como visitante en la final del Nacional en 1977. Independiente estaba con 3 jugadores abajo y sin embargo el Bocha logro empatar a escasos minutos de que termine el partido. Una gran hazaña que jamas se repetira...
Gracias Trico, y gracias Xilo por recordar esos goles de culto del Bocha.
Felicitaciones por el uso de la maquinaria de guerra conceptual deleuziana. Devine automaticamente hincha del Bocha.
Excelente la foto.
excelente homenaje.
Dice mi hijo de 12 que Diego hizo que Bilardo convocara a Bochini porque era su ídolo.
Vamos Nacho por devenir hincha del Bocha, che!
Es probable, Elastichica, otra versión dice que Bilardo convocó al Bocha por la presión que metió Alfonsín, hincha fanático del rojo. También cuenta la leyenda, repetida hasta el hartazgo, que cuando el Bocha entró para jugar sus cinco minutos de campeón mundial, reemplazando al Diego, éste le dijo al borde del campo de juego:
-Pase, maestro. Lo estábamos esperando.
Lo que pasa es que el Diego era hincha del Rojo, y el Bocha era su ídolo, modelo, genio y figura. (... ¿se puede dejar de ser hincha de un equipo...?)
BOCHINI
¿Quién podrá agradecerte la alegría?
¿Cuántas voces precisa el verso mío
para decir la agreste poesía
que dibuja tu tranco de baldío?
Y el Chaplin que llevás, y esa estatura
De gigante pequeño, y la burbuja
Que suelta el malabar de tu diablura,
Cuando metés un “caño” en una aguja.
¿Quién podrá devolverte tanta fiesta?
¿Con qué pagar tanto gozoso instante
que nos dieron, che Bocha, a toda orquesta,
la pelota y tus pies calzando guantes?
Si habrás llenado tantas tardes mustias,
Lujoso de arabescos y reflejos
Que desataban nudos, mufa, angustias,
O sacaban un gol como un conejo
Los magistrales quiebres de cintura,
El amague feliz, la gran pirueta
De esconder la pelota, o la locura
De bordar media cancha con gambetas.
Y luego el “Bo-Bochini” como premio
Bajando desde el grito de la hinchada.
Cuando en el verde se soltaba el genio,
Chispeando el resplandor de otra jugada.
¡Grande, Bocha...!, vos no pasaste al bardo.
Si habrá que darle juego a la memoria
Para dejar tu estirpe a su resguardo,
Subiendo por el rojo de tu gloria.
Cuando no salgas más entre los once,
Serán los lagrimones del rocío
Los que en el pasto lloren y allí, entonces:
¿Con qué se llenará el domingo mío?
Cuando la “diez” del rojo no te abrigue,
Yo buscaré en la tarde dominguera
-en la función que, pese a todo, sigue-
la semilla que siembre tu madera.
Buscaré por potreros y distancias,
En los picados donde floreciste
Y hasta que no reencuentre aquella magia,
Aunque no se me note, andaré triste...
HECTOR NEGRO/1987
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