Tomala vos, damela a mí
Se viene la Revolución. La espero encerrado en el baño del quinto piso, entre escobas, baldes y lampazos. Ya me vomité dos veces. Ya me cagué por toda la eternidad. El camarada León me lo dejó clarito: no salgas hasta que te hayas echado el séptimo garco. Detrás del séptimo garco está la puerta que te va a convertir en un Hombre Nuevo, Super, en Todounrevolucionario. Abrila, que las vestales del hippomarxismo te van a sacar a mordiscones subversivos el traje de pequeño burgués cómodo, petulante y narcicista que todo estudiante de Filosofía esconde y, por fin, vas a poder entrar, desnudo, en el Reino del Proletariado.
Es el sexo día de la toma. Ya pasaron cuatro Asambles. La victoria fue cada día más contundente. Vamos a obligar al Gobierno Nacional Agente del Imperialismo Yanqui a torcer el brazo. Desde la Facultad de Filosofía y Letras, vamos a hacer caer a este sistema perverso, despótico y… ¿qué más era…? ¡Ah…! … no… ¡Ah, sí: ¡egoísta!!
León. No sé qué haría sin él. ¿Vos sos el pendejo que está enamorado de Victoria?, me dijo en la primera Asamblea. Me quedé sin palabras. Creo que empecé a temblar. Me dije: cagué fuego. Pero no, porque no sabía qué era cagar fuego, y lo que no se puede pensar no exis… digo (perdón), que León es el novio de Victoria –Vicky, para Juan Cruz, porque yo la conocí por Juan Cruz, en la primera clase de Antigua. Creo que él también estaba enamorada de Vic… toria. Pero a la semana la vimos en la mesita del primer piso con un barbudo como de 25, y Juan Cruz me dijo chau. Chau, me dijo. No entendía nada. Pero después la empezamos a ver siempre con él, y pensamos que estaban curtiendo, pero la otra noche me puse en pedo y le dije que la amaba, sí, un boludo, dije amaba, qué falsedad burguesa, amaba, y entonces en la Asamblea León me dijo vos sos el pendejo que está enamorado de Victoria, pero qué raro, pensé después, porque el noviazgo implica propiedad privada, pero no, me dijo el espíritu del último empujón al capitalismo tardío, te quedaste en el cuarenta y cinco.
Tercer vómito. Necesito que alguien apague la luz del sistema posmosojuzgador, así todo esto deja de vibrar. No puedo más. ¿Quién va a limpiar? ¡La Revolución! Se piensan que somos tarados, que creemos que la Revolución es fácil. Que alcanza con tomar un edificio. ¡Es solo el primer paso! Vení, me dijo, y fuimos a apretar a unos boludos que querían dar clases. ¡Egoístas! ¡Egoístas hijos de puta! ¡Egoístas hijos de puta, rajen ya mismo que los vamos a hacer cagar fuego… (por favor)! Éramos veinte contra uno. Un acto de cobardía, podrán decir. ¡Egoístas! ¡Agentes de la mala fe pequeño burguesa! No hay moral por encima de la Revolución, me dijo León, mientras me acompaña al patio, al fogón del aula 2. Tomá, dijo: la Quilmes es burguesía transnacional. El Revolucionario toma Palermo. Se piensan que no tenemos sentido del humor.
Así que vos el pendejo que se quiere coger a Victoria. Estábamos solos, en el cuarto piso. No tengas miedo, boludo. Estaba temblando. Decime, vos, ¿la pusiste alguna vez? Porque tenés una cara de Virginia espantosa. Un Revolucionario es un hombre hecho y derecho. No se puede ser revolucionario si no se coge. No hay excepciones. Vas a tener que tomar un curso acelerado. Decime, ¿no querés ir a una orgía?
Abrió la puerta del Instituto. Tres pibes –tres hombres, todos barbudos- le daban por adelante, por atrás y por abajo a una chica que se llama María. Sé que se llama María porque fuimos juntos al CBC, y es preciosa. Todos estábamos enamorados de María. Flaca, rubia, ojos hermosos. Todos, pero absolúta-mente todos. Nunca le hablé. Nadie se animaba. Todos, absolúta-mente todos. Hasta que llegó Victoria.
Detrás, tres chicas –más grandes, tendrán veinti… no sé… ¿veintisiete? Que se la estaban chupando a uno medio pelado, musculoso, que anda todo el tiempo con León, que cerró la puerta. ¿Querés coger? Tomá esto.
Me agarró del cuello. Suavemente, pero con firmeza. Abrí la boca. No tuve opción. Tampoco quería resistirme. No quería que pensara, no sé… yo soy todo un hombre. Un Revolucionario no usa agua, dijo. Tragá. ¿Qué podía hacer?
Tragué.
Eso te va a hacer ver las estrellas. Es un curso acelerado de Marxismo para casos especiales. Y ahí me largó lo de vomitar y me dijo lo del séptimo garco. Sentate, me dijo. Vamos a hablar. Cómo habla ese hombre. Las palabras son cosas en su boca. Escupe. Las palabras salen de su boca y empiezan a construir los cimientos de la Revolución en plena Facultad de Filosofía y Letras. ‘Victoria’ es la que cava más hondo. ‘Coger’ es la que da órdenes. ‘Vos’ va y viene. Concentrate, dice León. Quiero concentrarme. Quiere hacerle caso. Quiero hacer todo lo que me pida. ¿Lo ves?, pregunta. No se le mueven los labios. ¡Qué hombre! Lo veo. ¡Lo veo, lo veo! Son los Ángeles del Infierno, los Ángeles del Apocalipsis Marxista. El primero que baja es León, que me toma de la mano y me dice vení. Voy. Ir es ponerse de pie. ¿Ves?
No veo nada.
Acercate.
Me acerco.
¿Ves?
…
Inclinate. Miralo bien de cerca. Eso. ¿Ves? (No veo nada.) Inclinate más. ¿Ves? (No veo, no veo, no veo.)
Hasta que veo. Las estrellas. El empuje supremo de la Revolución, que desde atrás me tira para adelante, hacia el futuro. Y vuelve a empujarme, como si quisiera desgarrarme, como si quisiera abrirse paso por mis entrañas hacia la tierra prometida, hacia la abolición del proletariado y del mundo del trabajo esclavo, que para no empujar más tiene que empujar con todo, tiene que darlo todo, tiene que meterlo todo hasta el fondo, hasta que no entre más. Y entonces estallar.
Y lo vi.
Marx. El joven Marx. Su sonrisa escapa de la barba. Sus manos sostienen el cartel en el que se encuentra (lo sé) la clave de esta Revolución y de Todas las Revoluciones Definitivas. “Como dice mi abuela”, dice el cartel, “el que no coge se deja”.
Apenas tuve la revelación, la certeza, la muestra palpable de que no estoy solo, de que esto es real, de que basta con pedir lo imposible para que el pan se multiplique en actos, Marx, el joven Marx, me hizo una zancadilla, y León y el resto de los Ángeles TroscoMarxistas me llevaron en andas, por los aires, hasta el fondo del cielo. Que es oscuro como la tumba en la que yacen los instrumentos de limpieza. Me quiero sentar y no puedo. Hace mil años que me quiero sentar y no puedo. Ahí está. Ahí viene. El séptimo garco. El cuarto vómito. Imposible percibir la diferencia: no la hay. Despierto. ¿Qué hago? ¿Dónde estoy? No puedo mantenerme en pie. ¿Quién va a limpiar? O mejor: ¿cómo? Algo me molesta. Es la… puta… puta… ahí… ¡mierda! Si abro un poco más… ¡mierda…! Un último esfuerzo (un último esfuerzo, ¡por favor, Dios!), un último, un último (¡por favor!)… uffff…
¿Cómo llego la escoba ahí dentro? Recuerdos vagos, tibios, vaporosos. León que agarra la escoba y me hace mirar, inclinate, me dice, y mirá. Y entonces la escoba desaparece. Y antes de cerrar la puerta me da un papelito, muy parecido a este que tengo en la mano. Acá –lo sé- tiene que estar lo que explique todo esto. Lo abro y leo. No entiendo. Vuelvo a leer. Sigo sin entender. Esto requiere un esfuerzo supremo de concentración revolucionaria. Nada. Me concentro y me concentro, pero no hay caso. No hay caso, no hay mundo. No entiendo qué puede haber querido decir. No entiendo cómo alguien como él puede haber dicho (o escrito) eso de que “la victoria no se socializa”.
Matías Pailos
Etiquetas: Relatos
6 Comentarios:
Muy bueno. La revolución no se detiene nunca.
Es lo bueno de la Revolución, que da para tanto.
Me gustó, Pailos. Mucho.
Me pareció que decae hacia el final. Pero es sólo una apreciación personal.
Eddie el Oso
Gracias, Eddie. Sí, puede ser. De hecho lo empecé, lo colgué y el final lo escribí rapidito para sacármelo de encima.
qué bueno!
gracias, Clau.
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