La Guerra Florida
Tenés que sortear la loma de la Plaza San Martín: ilusión óptica de valles y hondonadas para el visitante advenedizo en la ciudad de la chata llanura, después pasar junto al imponente Kavanagh y el monumento a Echeverría: primer escritor Gore argentino. Entonces sí, como si fueras un auténtico conquistador podés divisar con ojos vírgenes los frutos de la mítica tierra prometida: llegaste a la Calle Florida.
En sus primeras cuadras La Florida está en cueros: “leder”, “leder” pregonan excéntricos promotores políglotas mientras el olor de la curtiembre se hace carne en tus órganos olfativos. A las dos cuadras de internarte descubrís las ruinas arqueológicas de Harrods: precedente antediluviano del shopping center y templo celebratorio de la influencia británica sobre la economía del Río de la Plata, pero asimismo la caja encristalada de zapatos que atesora los recuerdos perdidos de tu lejana infancia: la primera propaganda de TV, la primera excursión “al centro” con película Disney en el cine Los Angeles y tu primer susurro, casi erótico, a la oreja de ese rechoncho Papá Noel. Te quedarías inmóvil llenando de recuerdos furtivos ese enorme espacio pero la marea humana te atrapa y te impone su ritmo: rozado, pechado, empujado, arrastrado en la poderosa corriente de los cuerpos te dejás llevar por su frenética danza insomne. Sos hábil para surfear con destreza la ola y encaramarte en lo alto salpicado por la espuma de los días, los pelos y los tacos repiqueteantes. Atravesás Tucumán dejando atrás las últimas tolderías y sus cueros de potro sin echar a rodar ni un lagrimón y tu nariz es invadida por la grasa perfumada del Mc Donald’s, las esencias de vainilla y coco de las boutiques con su irresistible olor a compras y las muestras gratis de perfumes caros que azafatas de cabotaje arrojan como dardos sin cerbatanas directo a tus fosas nasales.
El semáforo de Córdoba te hace apreciar a la fuerza la magnificencia del Centro Naval: cumbre barroca de la patria naútica construida por los arquitectos Jacques Durraut y Gastón Mallet en 1914 hasta que el VERDE empuja a la marea y apenas echás un vistazo de reojo al lujo reciclado de las Galerías Pacífico tan pronto como te desviás de tu curso por la aglomeración que suscita una pareja de bailarines de tango al punto que casi estás por chocar, los cuerpos se aprietan y detenerse es morir, hacés un ocho, un giro, arrastrás el pie derecho y de pronto todos están bailando la cumparsita como en esa película de Héctor Babenco. Dos pasos más adelante un retratista te atrapa para siempre en una línea sobre su tela como un calígrafo chino. Combatís el calor sofocante arrimándote a la vereda para recibir los efluvios de aire acondicionado que expulsan los locales desde su confortable interior refrigerado. Te tienta un café en la Richmond pero la marea ya te arrastró una cuadra a la deriva: en La Florida no se puede dudar; esta es la tierra de la decisión y el arrojo. Ahora dos tangueros curtidos en los años 40 se imponen al bullicio con guitarra y bandoneón “Es la revancha del tango” dice entre samplers y loops Gotán Project desde una casa de música como si fuera necesario ponerle un título al cuadro de situación.
De pronto el tiempo se detiene.
Es una pareja. Llevan ropas de lluvia: impermeables y paraguas. Una tremenda ráfaga de viento los azota y tira de sus corbatas, sus abrigos y sus cabellos y hasta ha dado vuelta el esqueleto metálico de sus paraguas. La inesperada aparición de dos estatuas humanas en el vértigo frenético de Florida tiene el mismo efecto que la de un témpano de hielo en las dunas del Sahara. Los espectadores abrevan de la inmovilidad de esos cuerpos prodigiosos y lo más extraño es que les arrojan monedas para que se muevan, cuando vos les darías una fortuna para que permanecieran en ese grado de cero de la motricidad beneficiándonos con su bálsamo estático.
Las estatuas humanas te dan fuerzas y te lanzás con renovados bríos a la marcha fatal de La Florida y así llegás hasta el cruce con Calle Corrientes. La multitud se agolpa a tu alrededor mientras ves al ejército enemigo aprestar sus huestes en la orilla contraria: hay gritos de ánimo y coraje a ambos lados, crece la expectativa y aumenta la excitación, que se expresa en un zumbido de colmena. No mirás a tus compañeros pero sabés que estás dispuesto a dar la vida por ellos, hasta que el semáforo, o Dios, divide las aguas de Corrientes y todos se lanzan en la arremetida final. Dos masas compactas de cuerpos avanzan ansiosas al irremediable encuentro donde los ejércitos demuestran la interpenetrabilidad de la materia. El Cruce de Corrientes impone un enigma a los especialistas a la altura de las formaciones espontáneas de las aves migratorias. Es la antiguerra y la victoria consistirá en un enroque de multitudes que se atraviesan sin tocarse.
Sano y salvo en la otra orilla, entre el tufo grasiento del Burger King y las ofertas deportivas del Show Sport te topás con un blusero idéntico a “Encías Sangrantes”, el personaje de Los Simpsons, que entona “Down by the corner” con el hondo sentimiento de Missouri . Al terminar sólo lo aplaude –aunque hay que decirlo, con fervor desmesurado– un linyera conmovido. “Cambio, cambio” vocea autómata un arbolito pero pronto es superado por un pelado con ínfulas de tenor que anuncia “vendemos todo sin línea, activamos celulares, vendemos todo sin…”. Para no quedarse atrás la miseria también saca sus vidrieras a la calle: nenes de 7 años en harapos estiran la mano y piden sin convicción una moneda a la indiferencia muda de los peatones apurados por llegar a ninguna parte. Un vendedor ambulante ofrece la “revolucionaria lámpara robótica” que abrochada a la solapa de un libro permite leer en la oscuridad y hace su demostración con un ejemplar de Antígona de Sófocles mientras otro vendedor arroja unas vituallas acuáticas a una pequeña piscina inflable donde los juguetes se entrechocan en ciegas órbitas una y otra vez como si fueran espermatozoides en busca de su óvulo. En la paleta sónica no falta ni el armonioso canto de los pájaros, aunque provocado por un gordo con camisa desabrochada y ominoso ombligo al aire que sopla un silbato plástico para simular el gorgeo y lo hace coincidir con los punteos telúricos del guitarrista folklórico a sus espaldas. ¿Es bueno el guitarrista? No podés saberlo porque ya lo silenciaron los acordes de “Volver” que la casa de discos de tango arrojan a la calle desde sus inmensos parlantes y un segundo después sucumben ante los amplificadores del ensamble del Noreste Argentino que interpreta la canción de “Titanic” con un solo de quena. Decidís dejar el mundo en suspenso y te internás en la Galería Güemes para ver el París que no fue y caminar entre sus sobrerrelieves dorados y sus cúpulas de catedral profana y salís listo a afrontar los nuevos peligros: los cruces son cada vez más riesgosos .La gran marcha de lemmings humanos no acepta las interrupciones de las bestias metalmecánicas. A lo largo de La Florida los odios se van acrecentando entre las dos facciones y a la altura de Bartolomé Mitre los ánimos están listos para iniciar las acciones bélicas: es la guerra de los peatones contra los automovilistas. Cuando el semáforo se pone en verde se inicia la lucha: los autos arremeten con su caballería: una horda infernal de motocicletas se lanza a toda velocidad amedrentando a los valientes peatones con sus vocinas biiiip, biiiip, biiiip, mientras aceleran sus rodados. Los peatones retroceden y la primera batalla es para los automóviles, que aprovechan el campo libre abierto por las motos y avanzan. Pero los peatones no se dan por vencidos: se reagrupan al borde de la acera y sus mariscales discuten una nueva estrategia: no se puede ir al choque contra la infantería automotriz, sin embargo la cohesión de su tropa es débil y deja huecos, por un instante el flujo de coches se detiene y los peatones aprovechan para lanzar su aguerrida vanguardia: cientos de soldados cruzan por el surco abierto en las líneas enemigas. Ya llegan refuerzos en cuatro ruedas que aceleran y tocan bocina sin hacer mella en los temerarios peatones: tal vez algunos perezcan como los ñus en las mandíbulas de los cocodrilos, pobres mártires de esta guerra sin cuartel. Pero los autos no se atreven a perpetrar la masacre y frenan a último momento para iniciar una marcha lenta y empantanada, peleando milímetro a milímetro con puteadas y bocinazos. Los valientes y anónimos peatones que se han hecho con la insignia de la victoria ya se pierden en el horizonte de La Florida. El semáforo corta y en pocos minutos esta guerra inmemorial conocerá otro nuevo y cruento episodio.
Ya casi lo lográs, sólo tenés que esquivar unos kioscos de diarios empapelados con mapas del país y unos pósters de 3 pesos cubanos con la imagen del Che. Tan seguro estás de tu victoria que te permitís un pequeño desvío en Av. De Mayo para visitar la “Feria de Libros de Chiche Finkelstein” y adquirís El Gran Gatsby en tapa dura por $3. Cruzás la avenida y retomás el curso de La Florida dispuesto a remontarlo hasta su nacimiento, como si fuera el Nilo. El paisaje ha cambiado, quedaron atrás las tiendas y ahora predomina el edificio de la Legislatura Porteña y otras dependencias estatales. Al fondo ya divisás el monumento ecuestre al “Roca Genocida” tal como lo han rebautizado los grafitos y a sus espaldas la Manzana de las Luces, pero demorás tu avance final para disfrutar del espectáculo: es la tarde del jueves, último día laboral del año en la administración pública y en los edificios los empleados festejan rompiendo y arrojando papeles a la calle. Algunos celebran lanzando papeles y otros recogiéndolos para venderlos por kilo a los recicladotes, aunque deben competir con las cuadrillas del Gobierno de la Ciudad que se empeñan en reprimir cualquier conato de mugre. Así las cosas, te dedicás a caminar entre la nívea lluvia de papelitos y observás en el piso esos fragmentos de informes, formularios y memorándums que durante el transcurso del año han tenido la mayor importancia y que ahora son destruidos y arrojados al vacío para celebrar que el año próximo habrá otros informes, formularios y memorándums que serán de la mayor importancia hasta que en la última jornada laboral del año, etc.
Finalmente y contra todos tus pronósticos arribás a la Diagonal Roca y te detenés a observar La Florida en perspectiva: la marea avanza con indiferencia, tesón y tal vez un secreto éxtasis entre una lluvia de papelitos que caen de los edificios como un premio a este grandioso y gratuito espectáculo humano.
Zedi Cioso
En sus primeras cuadras La Florida está en cueros: “leder”, “leder” pregonan excéntricos promotores políglotas mientras el olor de la curtiembre se hace carne en tus órganos olfativos. A las dos cuadras de internarte descubrís las ruinas arqueológicas de Harrods: precedente antediluviano del shopping center y templo celebratorio de la influencia británica sobre la economía del Río de la Plata, pero asimismo la caja encristalada de zapatos que atesora los recuerdos perdidos de tu lejana infancia: la primera propaganda de TV, la primera excursión “al centro” con película Disney en el cine Los Angeles y tu primer susurro, casi erótico, a la oreja de ese rechoncho Papá Noel. Te quedarías inmóvil llenando de recuerdos furtivos ese enorme espacio pero la marea humana te atrapa y te impone su ritmo: rozado, pechado, empujado, arrastrado en la poderosa corriente de los cuerpos te dejás llevar por su frenética danza insomne. Sos hábil para surfear con destreza la ola y encaramarte en lo alto salpicado por la espuma de los días, los pelos y los tacos repiqueteantes. Atravesás Tucumán dejando atrás las últimas tolderías y sus cueros de potro sin echar a rodar ni un lagrimón y tu nariz es invadida por la grasa perfumada del Mc Donald’s, las esencias de vainilla y coco de las boutiques con su irresistible olor a compras y las muestras gratis de perfumes caros que azafatas de cabotaje arrojan como dardos sin cerbatanas directo a tus fosas nasales.
El semáforo de Córdoba te hace apreciar a la fuerza la magnificencia del Centro Naval: cumbre barroca de la patria naútica construida por los arquitectos Jacques Durraut y Gastón Mallet en 1914 hasta que el VERDE empuja a la marea y apenas echás un vistazo de reojo al lujo reciclado de las Galerías Pacífico tan pronto como te desviás de tu curso por la aglomeración que suscita una pareja de bailarines de tango al punto que casi estás por chocar, los cuerpos se aprietan y detenerse es morir, hacés un ocho, un giro, arrastrás el pie derecho y de pronto todos están bailando la cumparsita como en esa película de Héctor Babenco. Dos pasos más adelante un retratista te atrapa para siempre en una línea sobre su tela como un calígrafo chino. Combatís el calor sofocante arrimándote a la vereda para recibir los efluvios de aire acondicionado que expulsan los locales desde su confortable interior refrigerado. Te tienta un café en la Richmond pero la marea ya te arrastró una cuadra a la deriva: en La Florida no se puede dudar; esta es la tierra de la decisión y el arrojo. Ahora dos tangueros curtidos en los años 40 se imponen al bullicio con guitarra y bandoneón “Es la revancha del tango” dice entre samplers y loops Gotán Project desde una casa de música como si fuera necesario ponerle un título al cuadro de situación.
De pronto el tiempo se detiene.
Es una pareja. Llevan ropas de lluvia: impermeables y paraguas. Una tremenda ráfaga de viento los azota y tira de sus corbatas, sus abrigos y sus cabellos y hasta ha dado vuelta el esqueleto metálico de sus paraguas. La inesperada aparición de dos estatuas humanas en el vértigo frenético de Florida tiene el mismo efecto que la de un témpano de hielo en las dunas del Sahara. Los espectadores abrevan de la inmovilidad de esos cuerpos prodigiosos y lo más extraño es que les arrojan monedas para que se muevan, cuando vos les darías una fortuna para que permanecieran en ese grado de cero de la motricidad beneficiándonos con su bálsamo estático.
Las estatuas humanas te dan fuerzas y te lanzás con renovados bríos a la marcha fatal de La Florida y así llegás hasta el cruce con Calle Corrientes. La multitud se agolpa a tu alrededor mientras ves al ejército enemigo aprestar sus huestes en la orilla contraria: hay gritos de ánimo y coraje a ambos lados, crece la expectativa y aumenta la excitación, que se expresa en un zumbido de colmena. No mirás a tus compañeros pero sabés que estás dispuesto a dar la vida por ellos, hasta que el semáforo, o Dios, divide las aguas de Corrientes y todos se lanzan en la arremetida final. Dos masas compactas de cuerpos avanzan ansiosas al irremediable encuentro donde los ejércitos demuestran la interpenetrabilidad de la materia. El Cruce de Corrientes impone un enigma a los especialistas a la altura de las formaciones espontáneas de las aves migratorias. Es la antiguerra y la victoria consistirá en un enroque de multitudes que se atraviesan sin tocarse.
Sano y salvo en la otra orilla, entre el tufo grasiento del Burger King y las ofertas deportivas del Show Sport te topás con un blusero idéntico a “Encías Sangrantes”, el personaje de Los Simpsons, que entona “Down by the corner” con el hondo sentimiento de Missouri . Al terminar sólo lo aplaude –aunque hay que decirlo, con fervor desmesurado– un linyera conmovido. “Cambio, cambio” vocea autómata un arbolito pero pronto es superado por un pelado con ínfulas de tenor que anuncia “vendemos todo sin línea, activamos celulares, vendemos todo sin…”. Para no quedarse atrás la miseria también saca sus vidrieras a la calle: nenes de 7 años en harapos estiran la mano y piden sin convicción una moneda a la indiferencia muda de los peatones apurados por llegar a ninguna parte. Un vendedor ambulante ofrece la “revolucionaria lámpara robótica” que abrochada a la solapa de un libro permite leer en la oscuridad y hace su demostración con un ejemplar de Antígona de Sófocles mientras otro vendedor arroja unas vituallas acuáticas a una pequeña piscina inflable donde los juguetes se entrechocan en ciegas órbitas una y otra vez como si fueran espermatozoides en busca de su óvulo. En la paleta sónica no falta ni el armonioso canto de los pájaros, aunque provocado por un gordo con camisa desabrochada y ominoso ombligo al aire que sopla un silbato plástico para simular el gorgeo y lo hace coincidir con los punteos telúricos del guitarrista folklórico a sus espaldas. ¿Es bueno el guitarrista? No podés saberlo porque ya lo silenciaron los acordes de “Volver” que la casa de discos de tango arrojan a la calle desde sus inmensos parlantes y un segundo después sucumben ante los amplificadores del ensamble del Noreste Argentino que interpreta la canción de “Titanic” con un solo de quena. Decidís dejar el mundo en suspenso y te internás en la Galería Güemes para ver el París que no fue y caminar entre sus sobrerrelieves dorados y sus cúpulas de catedral profana y salís listo a afrontar los nuevos peligros: los cruces son cada vez más riesgosos .La gran marcha de lemmings humanos no acepta las interrupciones de las bestias metalmecánicas. A lo largo de La Florida los odios se van acrecentando entre las dos facciones y a la altura de Bartolomé Mitre los ánimos están listos para iniciar las acciones bélicas: es la guerra de los peatones contra los automovilistas. Cuando el semáforo se pone en verde se inicia la lucha: los autos arremeten con su caballería: una horda infernal de motocicletas se lanza a toda velocidad amedrentando a los valientes peatones con sus vocinas biiiip, biiiip, biiiip, mientras aceleran sus rodados. Los peatones retroceden y la primera batalla es para los automóviles, que aprovechan el campo libre abierto por las motos y avanzan. Pero los peatones no se dan por vencidos: se reagrupan al borde de la acera y sus mariscales discuten una nueva estrategia: no se puede ir al choque contra la infantería automotriz, sin embargo la cohesión de su tropa es débil y deja huecos, por un instante el flujo de coches se detiene y los peatones aprovechan para lanzar su aguerrida vanguardia: cientos de soldados cruzan por el surco abierto en las líneas enemigas. Ya llegan refuerzos en cuatro ruedas que aceleran y tocan bocina sin hacer mella en los temerarios peatones: tal vez algunos perezcan como los ñus en las mandíbulas de los cocodrilos, pobres mártires de esta guerra sin cuartel. Pero los autos no se atreven a perpetrar la masacre y frenan a último momento para iniciar una marcha lenta y empantanada, peleando milímetro a milímetro con puteadas y bocinazos. Los valientes y anónimos peatones que se han hecho con la insignia de la victoria ya se pierden en el horizonte de La Florida. El semáforo corta y en pocos minutos esta guerra inmemorial conocerá otro nuevo y cruento episodio.
Ya casi lo lográs, sólo tenés que esquivar unos kioscos de diarios empapelados con mapas del país y unos pósters de 3 pesos cubanos con la imagen del Che. Tan seguro estás de tu victoria que te permitís un pequeño desvío en Av. De Mayo para visitar la “Feria de Libros de Chiche Finkelstein” y adquirís El Gran Gatsby en tapa dura por $3. Cruzás la avenida y retomás el curso de La Florida dispuesto a remontarlo hasta su nacimiento, como si fuera el Nilo. El paisaje ha cambiado, quedaron atrás las tiendas y ahora predomina el edificio de la Legislatura Porteña y otras dependencias estatales. Al fondo ya divisás el monumento ecuestre al “Roca Genocida” tal como lo han rebautizado los grafitos y a sus espaldas la Manzana de las Luces, pero demorás tu avance final para disfrutar del espectáculo: es la tarde del jueves, último día laboral del año en la administración pública y en los edificios los empleados festejan rompiendo y arrojando papeles a la calle. Algunos celebran lanzando papeles y otros recogiéndolos para venderlos por kilo a los recicladotes, aunque deben competir con las cuadrillas del Gobierno de la Ciudad que se empeñan en reprimir cualquier conato de mugre. Así las cosas, te dedicás a caminar entre la nívea lluvia de papelitos y observás en el piso esos fragmentos de informes, formularios y memorándums que durante el transcurso del año han tenido la mayor importancia y que ahora son destruidos y arrojados al vacío para celebrar que el año próximo habrá otros informes, formularios y memorándums que serán de la mayor importancia hasta que en la última jornada laboral del año, etc.
Finalmente y contra todos tus pronósticos arribás a la Diagonal Roca y te detenés a observar La Florida en perspectiva: la marea avanza con indiferencia, tesón y tal vez un secreto éxtasis entre una lluvia de papelitos que caen de los edificios como un premio a este grandioso y gratuito espectáculo humano.
Zedi Cioso
Etiquetas: Crónicas
5 Comentarios:
Me gustó mucho.
Alcoyana, alcoyana.
El jueves pasado estuve callejeando por la zona, como hacia mucho tiempo que no lo hacía.
Muy bella tu forma de retratarla.
Tengo varias instantáneas de distintas épocas.
Vos mencionas una, gracias por ese recuerdo.
saludos.
p.d: un cosa que me encanta cuando entro a este blog, es leer sin saber quien escribe, sólo enterarme al final.
La fuerza de este tipo de textos reside entre el contrapunto. De un lado, lo banal de lo narrado. Del otro, lo imponente del símil; batallas, erotismo, el amor, el pasado. Este post entronca firmemente en ese tradición (que Benjamin allá lejos y hace tiempo, que Kohan a la vuelta de la esquina, como si hubiera concurrido con nosotros a un concierto de Reincidentes), con el plus que es propio del autor: humor pop, chascarrillos y humoradas, el cúmulo de referencias que alguien nacido y criado en 1977 puede tener.
Ya sabrá de ello por mis abogados.
Zedi Cioso sacó una nota en Radar y no avisó nada!
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