Lo publico rápido a ver si todavía...
Al final
El día que se acabó el mundo yo estaba en un bar de La Paternal mirando por la ventana. El bar se llama La Cumbre y está (estaba) en la Avenida San Martín y Nicasio Oronio. No hacía nada en particular, miraba los autos que pasaban por la avenida, apurados por llegar a ningún lugar. Tenía sobre la mesa el cortado en jarrito todavía humeante y el diario desplegado justo ¡justo! con la nota central acerca del inicio del más grande experimento jamás emprendido por el hombre: el Gran Colisionador de Hadrones (o LCH en su acepción inglesa). Todo tenía un aire extraño, empezando por mi presencia en el bar: era domingo y me correspondía estar con mi mujer, Mariana, en casa de mis suegros, a esa hora de la tarde seguramente derrumbado sobre el sillón tratando de reponerme de un opíparo almuerzo regado con mucho vino. Por una vez decidí saltearme las obligaciones familiares y alegando una improbable gripe me quedé en casa mirando la tele hasta que me aburrí y me vine al bar. Ese placer de estar en el lugar incorrecto acrecentaba la molicie con la que me abandonaba al tránsito de los autos y el paso apurado de los peatones que desfilaban por la vidriera del bar. Pero sobre todo me concentraba en los autos y su forma de ir sin ton ni son de acá para allá. El artículo Csi-Fi me tenía sin cuidado, pero lo picoteaba de tanto en tanto para que ningún parroquiano viniera a reclamarme el diario. Así me enteré que el aparato era un acelerador de partículas gigante, construido 120 metros bajo tierra, que tenía 27 km de diámetro y que se extendía entre dos países: Francia y Suiza. También que lo de hadrones era porque las partículas –protones- que mandaban al muere, acelerándolas hasta alcanzar el 99% de la velocidad luz para después hacerlas chocar y ver que pasa, correspondían a un tipo de hadrón. Al abandonar la nota y quedarme fijo en la ventana pensé en 2 autos que tras dar la vuelta al mundo a la velocidad de luz venían a chocar justo en este tramo de la avenida San Martín y que esa colisión provocaba una estampida multicolor que era como vivir adentro de un fuego de artificio. Lo que esperaban los científicos del palo que se pegaban los hadrones, en cambio, era la aparición del Bosón de Higgs, una partícula fruto de la especulación teórica que sería la responsable de que la materia se imponga sobre la antimateria en el universo. Eso, y algunas otras boludeces más, como recrear el instante después de que a Dios le sonara el despertador: el famoso big bang. Parece que unos meses atrás un agitador de esos que nunca faltan había presentado una acción judicial para impedir el inicio del experimento alegando que podría causar un agujero negro que se tragaría a La Tierra. En un recuadro chiquito al costado del artículo un científico de extenso currículum echaba por tierra la sugestiva hipótesis diciendo que según los supuestos de la física moderna, si sucediera tal cosa el agujero negro duraría tan poco que apenas podría masticarse un protón antes de decir adiós. Más abajo, agregaba que el experimento podría arrojar datos que cambiaran las bases sobre las que se asentaba la física moderna. Al final el artículo había capturado mi curiosidad, y a tal punto que no fue hasta terminar de leerlo que noté el bar vacío. No era que los parroquianos se hubiesen ido, sino que se amontonaban junto al televisor del fondo, de pie y estupefactos frente a la pantalla. Me acerqué a la improvisada teleplatea para ver qué pasaba. Pues bien, algo salió mal y esta vez la cagamos en serio. Parece que el agorero tenía razón. El canal de noticias reproducía las últimas imágenes (literalmente “últimas”) que había captado la televisión francesa. Nada claro, en verdad: gente que corría y gritaba de acá para allá. Una especie de embudo que me hizo acordar al dique del lago San Roque en Córdoba era lo más cercano que las cámaras habían llegado del “desastre”. La imagen duraba un segundo, el cámara se asomaba al abismo, hacía la toma y la imagen se cortaba. Los informes que llegaban ahora, en un rabioso minuto a minuto, eran confusos. Los países que trasmitían las primicias eras precisamente los próximos en desaparecer. Mostraban un borde oscuro, una especie de marea negra que crecía sin límites a la vista. Los parroquianos no hacían comentarios. Uno abrió la boca y dijo “y bueh”. Era un viejo y supongo que estaba satisfecho porque había vivido lo suficiente. Yo en cambio volví corriendo a mi mesa y llamé a Mariana, que me atendió lo más pancha, “hola sí, ¿Qué´pasa”. En su casa nadie estaba mirando la tele. Los hermanos habían salido, el padre dormía la siesta, la madre lavaba los platos y la abuela le daba charla, ella jugaba con el gato en el patio. Traté de explicarle que se acababa el mundo, pero pensó que la estaba cachando, hay cosas que no entran en la cabeza. Le dije que prendiera la tele y que no se moviera de ahí, que yo iba para allá. Miré por última vez la ventana y me dio la impresión que todo, el banco, la librería, el kiosco de diarios, la inmobiliaria, se corría un milímetro y volvía a su lugar; traté de pensar que era producto de mi sugestión. Salí a la calle. Era un domingo gris, destemplado. Quise parar un taxi. Al tercer intento fallido comprendí: siempre atentos a las noticias de las radios los tacheros volaban sobre las avenidas rumbo a sus casas para reencontrarse con sus familias y pasar con éstas lo que quedara de tiempo, o por ahí iban directo a los puteríos, lo cierto es que en lo último que pensaban en esas circunstancias era en levantar un pasajero. Igual no era tan buena idea abordar un auto: la premura de los conductores empezó a desencadenar una avalancha de choques (escuché uno cerca, precedido por una aguda frenada) y sus consiguientes embotellamientos. Lo ideal era una bicicleta o una moto, pero también acarreaban ciertos riesgos porque como todos los de a pie habían advertido las ventajas de estos medios de locomoción se los disputaban a los legítimos dueños lanzándose sobre éstos cuando pasaban junto a ellos. Sin embargo el caos no era para tanto seguramente porque se trataba de un día domingo y la mayoría se encontraba reunido con su familia en sus casas atentos a la evolución de los hechos o aguardando el inminente final. No me quedaba otra que ir a pie. La casa de mis suegros está (estaba) en Flores. Yo vivo en Paternal. Serán unas 30 o 40 cuadras. Podría ser peor, pensaba. Me propuse trazar una recta por las avenidas: tomar la diagonal de San Martín hasta Gaona y de ahí derecho hasta dar con Nazca y de ahí ya sólo eran diez cuadras. Salí corriendo a trote sostenido. A la altura de Juan B. Justo sentí que la mochila me pesaba, me la saqué a la carrera y la arrojé a un costado de la calle. Ahí quedaban los dos libros que estaba leyendo (pensar que los llevé al bar y ni los había tocado) el cuaderno con mis originales sin pasar en limpio, el folleto de una muestra de arte, los estuches de mis anteojos, la lapicera con la que escribía, el lápiz con el que subrayaba. Empecé a extrañar mi mochila, di vuelta la cabeza sin dejar de correr y ya no estaba. En verdad tampoco reconocía el camino a mis espaldas como el que acababa de recorrer. Un obelisco de piedra con escrituras talladas en la intersección de cinco esquinas me confirmó que había llegado al Cid Campeador. Torcí a mi derecha para tomar Gaona. Me sonó el celular que llevaba en el bolsillo de la campera. “Hijo, cómo no fuiste capaz de llamarme” ni en el último minuto del universo mi madre iba a dejar pasar la oportunidad de reprocharme algo. “Tu padre fue a la terraza a ver el cielo y no volvió”, dijo Mamá. “Ya llegó acá, veo los bordes en jardín del patio, hijo, tus padres te amamos” “Mamá yo..:” quise hablar pero se cortó la comunicación. Me miré la mano y vi que sostenía un ladrillo de barro cocido, se lo arrojé a la vidriera de un comercio de moda femenina. No quería dejar pasar la oportunidad del vandalismo. El vidrio absorbió el proyectil y se onduló en círculos concéntricos como si fuera un estanque. Después me arrepentí de haber arrojado el celular porque ya no podía llamar a Mariana y no estaba tan seguro de poder llegar a la casa de mis suegros. Después pensé en papá fundiéndose con el cielo en el afán inquieto de una curiosidad tan suya que nunca midió los riesgos. Es papá subiendo por las escaleras de portland gris que conducen a la terraza hasta advertir que ya no pisa escalones sino que asciende en el aire. Después pensé en la casa de Saavedra y en que todos los lugares donde había crecido y transcurrido mi infancia habían sido tragados por el agujero negro y que en el acelerador de partículas de mi cerebro, donde los electrones iban y venían a la velocidad de la luz, tenía sede el último reducto desde el que la materia libraba la batalla inútil por preservar aquello que yo había sido y lo que todavía, a pesar de todo, era.
Alcé la vista y miré el cielo: estaba púrpura y albergaba círculos concéntricos en los que la atmósfera parecía sometida a los efectos de varias licuadoras trabajando al mismo tiempo. Yo seguía corriendo pero no tenía ni idea de por donde iba. El aire también estaba enrarecido: olía a una mezcla de plástico quemado con flores podridas y cada vez se hacía más difícil de respirar. Yo trataba de seguir en línea recta pero la misma noción de línea y recta parecía haberse puesto cuestión. Calculaba que el próximo espacio verde sería Plaza Irlanda. La naturaleza oponía mayor resistencia a la transmutación que las cosas inanimadas. De pronto vi a una persona que corría a mi encuentro, no tuve tiempo de esquivarlo y se me vino encima y me atravesó y continuó corriendo a mis espaldas. Giré la cabeza para verlo perderse y cuando la volví al frente ya no había calle sino un páramo y mis botas de caucho pisaban un suelo de tierra yerma y agrietada. Iba vestido de impermeable azul, después de saco y corbata, después con vestido de seda, después llevaba un kimono y después tenía un conjunto ceñido al cuerpo de una tela elástica, vaporosa y a la vez resistente obra de la industria textil de un futuro pretérito que ni yo ni mis imposibles descendientes llegarían a conocer. De pronto divisé, en el medio del desierto, la pinturería que se alza imponente en la esquina de Nazca y Gaona y que tantas veces me salvara de pasarme cuando Mariana vivía con sus padres y yo iba en auto a visitarla. Doblé a la izquierda en el desierto y me interné en una jungla tupida (pensé en la plaza de Nazca y Neuquén). Me acordé que ahí se alzaba una iglesia, miré a mi izquierda y, en efecto, ahí estaba: la gente se agolpaba a las puertas como si ahí dentro se rifara la salvación de las almas. El párroco, vestido de punta en blanco a las puertas del templo, bendecía a tontas y a locas mientras un monaguillo echaba baldazos de agua bendita sobre la ávida multitud. Me interné más y más en la jungla, que se hacía cada vez más espesa, abriéndome camino con los brazos, tenía las manos laceradas por abrojos y espinas. Di a un claro y seguí un sendero que desembocó en una calle. Pisar asfalto me dio nuevos bríos, pero ya sentía las fuerzas menguadas. Cada paso era una victoria arrancada a la inmovilidad general del mundo. Encima, al caminar, el macadam se me quedaba adherido a las sandalias. Hasta que ya no pude resistir la tentación y miré hacia atrás y ahí estaba: el horizonte reemplazado por un telón negro que era como la señal de cierre de transmisión avanzando sobre nosotros. El negro vibraba como las cosas que se ven a través del calor y era como que te cautivaba y te llamaba. Sentí unas ganas tremendas de correr y zambullirme de cabeza. Recobré el placer que siembre había experimentado al nadar. Estaba por dar un paso en esa dirección cuando recordé a Mariana. Mariana en la casa de mis suegros, en Flores, abrazada a la esperanza que prometía mi llamado de encontrarnos para irnos juntos. Volví la cabeza al frente y me encontré con Nazca y Rivadavia. Sólo 5 cuadras más. Parecía cosa de nada aunque a esta altura el espacio era como la bolita de la ruleta bailando dislocado en la timba del tiempo. Di un paso, dos, tres. Caminé con bastón, en patineta, en cuatro patas, volví a ser homo erectus a la altura de Directorio. 3 Cuadras. Se me ralentó el paso. Cada vez que caminaba sentía que arrastraba conmigo el peso del mundo remanente. A mitad de cuadra dejé de sentir el pie derecho, después el izquierdo. No darse vuelta, no mirar atrás. Evolucioné tres metros de rodillas, dos con los muñones de los muslos, uno arrastrándome con las manos. Me quedaban cabeza y hombros. Sentí una picazón en la espalda y me llevé instintivamente la mano izquierda hacia ahí y la perdí. Era como si el resto del cuerpo se me estirara, largo como un fideo, hasta el confín de la nada. Pensé en Mariana, en la forma como se reía, en cómo se enojaba, en la postura que adoptaba al quedarse dormida, encogida en la cama y ya no podía pensar más porque el negro se me enroscaba en el pensamiento, estaba a una cuadra, miré hacia delante y no reconocí nada, era como mirar de frente la puesta de sol en el mar, cerré los ojos y puse a Mariana en mi cabeza, fija sobre el negro y me dispuse a retener esa imagen todo lo que aguantara, estiré la mano derecha que era lo último que me quedaba de este mundo y sentí que unos dedos suaves la rozaban. Después todo fundió a negro y fue basta para mí y basta para todos.
Ariel Idez
El día que se acabó el mundo yo estaba en un bar de La Paternal mirando por la ventana. El bar se llama La Cumbre y está (estaba) en la Avenida San Martín y Nicasio Oronio. No hacía nada en particular, miraba los autos que pasaban por la avenida, apurados por llegar a ningún lugar. Tenía sobre la mesa el cortado en jarrito todavía humeante y el diario desplegado justo ¡justo! con la nota central acerca del inicio del más grande experimento jamás emprendido por el hombre: el Gran Colisionador de Hadrones (o LCH en su acepción inglesa). Todo tenía un aire extraño, empezando por mi presencia en el bar: era domingo y me correspondía estar con mi mujer, Mariana, en casa de mis suegros, a esa hora de la tarde seguramente derrumbado sobre el sillón tratando de reponerme de un opíparo almuerzo regado con mucho vino. Por una vez decidí saltearme las obligaciones familiares y alegando una improbable gripe me quedé en casa mirando la tele hasta que me aburrí y me vine al bar. Ese placer de estar en el lugar incorrecto acrecentaba la molicie con la que me abandonaba al tránsito de los autos y el paso apurado de los peatones que desfilaban por la vidriera del bar. Pero sobre todo me concentraba en los autos y su forma de ir sin ton ni son de acá para allá. El artículo Csi-Fi me tenía sin cuidado, pero lo picoteaba de tanto en tanto para que ningún parroquiano viniera a reclamarme el diario. Así me enteré que el aparato era un acelerador de partículas gigante, construido 120 metros bajo tierra, que tenía 27 km de diámetro y que se extendía entre dos países: Francia y Suiza. También que lo de hadrones era porque las partículas –protones- que mandaban al muere, acelerándolas hasta alcanzar el 99% de la velocidad luz para después hacerlas chocar y ver que pasa, correspondían a un tipo de hadrón. Al abandonar la nota y quedarme fijo en la ventana pensé en 2 autos que tras dar la vuelta al mundo a la velocidad de luz venían a chocar justo en este tramo de la avenida San Martín y que esa colisión provocaba una estampida multicolor que era como vivir adentro de un fuego de artificio. Lo que esperaban los científicos del palo que se pegaban los hadrones, en cambio, era la aparición del Bosón de Higgs, una partícula fruto de la especulación teórica que sería la responsable de que la materia se imponga sobre la antimateria en el universo. Eso, y algunas otras boludeces más, como recrear el instante después de que a Dios le sonara el despertador: el famoso big bang. Parece que unos meses atrás un agitador de esos que nunca faltan había presentado una acción judicial para impedir el inicio del experimento alegando que podría causar un agujero negro que se tragaría a La Tierra. En un recuadro chiquito al costado del artículo un científico de extenso currículum echaba por tierra la sugestiva hipótesis diciendo que según los supuestos de la física moderna, si sucediera tal cosa el agujero negro duraría tan poco que apenas podría masticarse un protón antes de decir adiós. Más abajo, agregaba que el experimento podría arrojar datos que cambiaran las bases sobre las que se asentaba la física moderna. Al final el artículo había capturado mi curiosidad, y a tal punto que no fue hasta terminar de leerlo que noté el bar vacío. No era que los parroquianos se hubiesen ido, sino que se amontonaban junto al televisor del fondo, de pie y estupefactos frente a la pantalla. Me acerqué a la improvisada teleplatea para ver qué pasaba. Pues bien, algo salió mal y esta vez la cagamos en serio. Parece que el agorero tenía razón. El canal de noticias reproducía las últimas imágenes (literalmente “últimas”) que había captado la televisión francesa. Nada claro, en verdad: gente que corría y gritaba de acá para allá. Una especie de embudo que me hizo acordar al dique del lago San Roque en Córdoba era lo más cercano que las cámaras habían llegado del “desastre”. La imagen duraba un segundo, el cámara se asomaba al abismo, hacía la toma y la imagen se cortaba. Los informes que llegaban ahora, en un rabioso minuto a minuto, eran confusos. Los países que trasmitían las primicias eras precisamente los próximos en desaparecer. Mostraban un borde oscuro, una especie de marea negra que crecía sin límites a la vista. Los parroquianos no hacían comentarios. Uno abrió la boca y dijo “y bueh”. Era un viejo y supongo que estaba satisfecho porque había vivido lo suficiente. Yo en cambio volví corriendo a mi mesa y llamé a Mariana, que me atendió lo más pancha, “hola sí, ¿Qué´pasa”. En su casa nadie estaba mirando la tele. Los hermanos habían salido, el padre dormía la siesta, la madre lavaba los platos y la abuela le daba charla, ella jugaba con el gato en el patio. Traté de explicarle que se acababa el mundo, pero pensó que la estaba cachando, hay cosas que no entran en la cabeza. Le dije que prendiera la tele y que no se moviera de ahí, que yo iba para allá. Miré por última vez la ventana y me dio la impresión que todo, el banco, la librería, el kiosco de diarios, la inmobiliaria, se corría un milímetro y volvía a su lugar; traté de pensar que era producto de mi sugestión. Salí a la calle. Era un domingo gris, destemplado. Quise parar un taxi. Al tercer intento fallido comprendí: siempre atentos a las noticias de las radios los tacheros volaban sobre las avenidas rumbo a sus casas para reencontrarse con sus familias y pasar con éstas lo que quedara de tiempo, o por ahí iban directo a los puteríos, lo cierto es que en lo último que pensaban en esas circunstancias era en levantar un pasajero. Igual no era tan buena idea abordar un auto: la premura de los conductores empezó a desencadenar una avalancha de choques (escuché uno cerca, precedido por una aguda frenada) y sus consiguientes embotellamientos. Lo ideal era una bicicleta o una moto, pero también acarreaban ciertos riesgos porque como todos los de a pie habían advertido las ventajas de estos medios de locomoción se los disputaban a los legítimos dueños lanzándose sobre éstos cuando pasaban junto a ellos. Sin embargo el caos no era para tanto seguramente porque se trataba de un día domingo y la mayoría se encontraba reunido con su familia en sus casas atentos a la evolución de los hechos o aguardando el inminente final. No me quedaba otra que ir a pie. La casa de mis suegros está (estaba) en Flores. Yo vivo en Paternal. Serán unas 30 o 40 cuadras. Podría ser peor, pensaba. Me propuse trazar una recta por las avenidas: tomar la diagonal de San Martín hasta Gaona y de ahí derecho hasta dar con Nazca y de ahí ya sólo eran diez cuadras. Salí corriendo a trote sostenido. A la altura de Juan B. Justo sentí que la mochila me pesaba, me la saqué a la carrera y la arrojé a un costado de la calle. Ahí quedaban los dos libros que estaba leyendo (pensar que los llevé al bar y ni los había tocado) el cuaderno con mis originales sin pasar en limpio, el folleto de una muestra de arte, los estuches de mis anteojos, la lapicera con la que escribía, el lápiz con el que subrayaba. Empecé a extrañar mi mochila, di vuelta la cabeza sin dejar de correr y ya no estaba. En verdad tampoco reconocía el camino a mis espaldas como el que acababa de recorrer. Un obelisco de piedra con escrituras talladas en la intersección de cinco esquinas me confirmó que había llegado al Cid Campeador. Torcí a mi derecha para tomar Gaona. Me sonó el celular que llevaba en el bolsillo de la campera. “Hijo, cómo no fuiste capaz de llamarme” ni en el último minuto del universo mi madre iba a dejar pasar la oportunidad de reprocharme algo. “Tu padre fue a la terraza a ver el cielo y no volvió”, dijo Mamá. “Ya llegó acá, veo los bordes en jardín del patio, hijo, tus padres te amamos” “Mamá yo..:” quise hablar pero se cortó la comunicación. Me miré la mano y vi que sostenía un ladrillo de barro cocido, se lo arrojé a la vidriera de un comercio de moda femenina. No quería dejar pasar la oportunidad del vandalismo. El vidrio absorbió el proyectil y se onduló en círculos concéntricos como si fuera un estanque. Después me arrepentí de haber arrojado el celular porque ya no podía llamar a Mariana y no estaba tan seguro de poder llegar a la casa de mis suegros. Después pensé en papá fundiéndose con el cielo en el afán inquieto de una curiosidad tan suya que nunca midió los riesgos. Es papá subiendo por las escaleras de portland gris que conducen a la terraza hasta advertir que ya no pisa escalones sino que asciende en el aire. Después pensé en la casa de Saavedra y en que todos los lugares donde había crecido y transcurrido mi infancia habían sido tragados por el agujero negro y que en el acelerador de partículas de mi cerebro, donde los electrones iban y venían a la velocidad de la luz, tenía sede el último reducto desde el que la materia libraba la batalla inútil por preservar aquello que yo había sido y lo que todavía, a pesar de todo, era.
Alcé la vista y miré el cielo: estaba púrpura y albergaba círculos concéntricos en los que la atmósfera parecía sometida a los efectos de varias licuadoras trabajando al mismo tiempo. Yo seguía corriendo pero no tenía ni idea de por donde iba. El aire también estaba enrarecido: olía a una mezcla de plástico quemado con flores podridas y cada vez se hacía más difícil de respirar. Yo trataba de seguir en línea recta pero la misma noción de línea y recta parecía haberse puesto cuestión. Calculaba que el próximo espacio verde sería Plaza Irlanda. La naturaleza oponía mayor resistencia a la transmutación que las cosas inanimadas. De pronto vi a una persona que corría a mi encuentro, no tuve tiempo de esquivarlo y se me vino encima y me atravesó y continuó corriendo a mis espaldas. Giré la cabeza para verlo perderse y cuando la volví al frente ya no había calle sino un páramo y mis botas de caucho pisaban un suelo de tierra yerma y agrietada. Iba vestido de impermeable azul, después de saco y corbata, después con vestido de seda, después llevaba un kimono y después tenía un conjunto ceñido al cuerpo de una tela elástica, vaporosa y a la vez resistente obra de la industria textil de un futuro pretérito que ni yo ni mis imposibles descendientes llegarían a conocer. De pronto divisé, en el medio del desierto, la pinturería que se alza imponente en la esquina de Nazca y Gaona y que tantas veces me salvara de pasarme cuando Mariana vivía con sus padres y yo iba en auto a visitarla. Doblé a la izquierda en el desierto y me interné en una jungla tupida (pensé en la plaza de Nazca y Neuquén). Me acordé que ahí se alzaba una iglesia, miré a mi izquierda y, en efecto, ahí estaba: la gente se agolpaba a las puertas como si ahí dentro se rifara la salvación de las almas. El párroco, vestido de punta en blanco a las puertas del templo, bendecía a tontas y a locas mientras un monaguillo echaba baldazos de agua bendita sobre la ávida multitud. Me interné más y más en la jungla, que se hacía cada vez más espesa, abriéndome camino con los brazos, tenía las manos laceradas por abrojos y espinas. Di a un claro y seguí un sendero que desembocó en una calle. Pisar asfalto me dio nuevos bríos, pero ya sentía las fuerzas menguadas. Cada paso era una victoria arrancada a la inmovilidad general del mundo. Encima, al caminar, el macadam se me quedaba adherido a las sandalias. Hasta que ya no pude resistir la tentación y miré hacia atrás y ahí estaba: el horizonte reemplazado por un telón negro que era como la señal de cierre de transmisión avanzando sobre nosotros. El negro vibraba como las cosas que se ven a través del calor y era como que te cautivaba y te llamaba. Sentí unas ganas tremendas de correr y zambullirme de cabeza. Recobré el placer que siembre había experimentado al nadar. Estaba por dar un paso en esa dirección cuando recordé a Mariana. Mariana en la casa de mis suegros, en Flores, abrazada a la esperanza que prometía mi llamado de encontrarnos para irnos juntos. Volví la cabeza al frente y me encontré con Nazca y Rivadavia. Sólo 5 cuadras más. Parecía cosa de nada aunque a esta altura el espacio era como la bolita de la ruleta bailando dislocado en la timba del tiempo. Di un paso, dos, tres. Caminé con bastón, en patineta, en cuatro patas, volví a ser homo erectus a la altura de Directorio. 3 Cuadras. Se me ralentó el paso. Cada vez que caminaba sentía que arrastraba conmigo el peso del mundo remanente. A mitad de cuadra dejé de sentir el pie derecho, después el izquierdo. No darse vuelta, no mirar atrás. Evolucioné tres metros de rodillas, dos con los muñones de los muslos, uno arrastrándome con las manos. Me quedaban cabeza y hombros. Sentí una picazón en la espalda y me llevé instintivamente la mano izquierda hacia ahí y la perdí. Era como si el resto del cuerpo se me estirara, largo como un fideo, hasta el confín de la nada. Pensé en Mariana, en la forma como se reía, en cómo se enojaba, en la postura que adoptaba al quedarse dormida, encogida en la cama y ya no podía pensar más porque el negro se me enroscaba en el pensamiento, estaba a una cuadra, miré hacia delante y no reconocí nada, era como mirar de frente la puesta de sol en el mar, cerré los ojos y puse a Mariana en mi cabeza, fija sobre el negro y me dispuse a retener esa imagen todo lo que aguantara, estiré la mano derecha que era lo último que me quedaba de este mundo y sentí que unos dedos suaves la rozaban. Después todo fundió a negro y fue basta para mí y basta para todos.
Ariel Idez
Etiquetas: Relatos
15 Comentarios:
guau. impresionante. copiarte todas las imágenes que me gustaron sería tanto como copiar el cuento. cuando describías cómo le va desapareciendo el cuerpo al tipo, me acordé de La falla. realmente muy bueno. un placer.
Así que tu padre se fundió con el cielo. Escuchame turrito, eso es lo que vos querés, pero vas a tener que esperar un poco. Tené paciencia. Un abrazo grande y te felicito por el cuento. Para tu padre, que es un baboso, vos sos el mejor.-
¿JMI? ¿Jxxx Mxxx Idez?
Papá sabe que lo quiero con los pies en la tierra y sabrá disculpar las licencias poéticas (aparte en el apocalipsis, la cagamos todos)
Gracias Julieta, la primera frase se la robé a un relato de Eric G, del blog de los noventa, el resto está libremente inspirado en el Dick de Ubik. Saludos
UBA: ESCANDALOSO CONCURSO EN LITERATURA LATINOAMERICANA ii, COMO SI NO TUVIERAMOS SUFUCUENTES PROBLEMAS, AHORA, LA TRANSPARENCIA EN JAQUE.
Estaba pensando en por qué este cuento funciona, e inmediatamente comprendí que las razones son multitud. Empecemos por una gilada.
1-"está (estaba)". Quizás no te acuerdes, pero en 'El neón de siempre', de mi héroe personal (DF Wallace) se juega todo el tiempo con este ir y venir en el tiempo de la narración, con el sujeto de la enunciación más allá de esta vida.
2-Dick, Ballard, buena parte de la colección Minotauro.
3-La virtud de este cuento es la extensión. Lo hacés durar (es largo para post). Muy bien.
4-La dilación. El encuentro que nunca llega. Kafka, Buzzati,Melville.
5-El amor como horizonte, como fin. Difícil no conmoverse.
6-La situación límite. En un sentido imposiblemente más literal.
7-El apocalipsis. 'La carretera' en particular, pero todo McCarthy en general.
8-Esta es la papa: el agujero negro no se genera instantáneamente. Tarda. Demora. Esto hace posible 7, 6, 5 y 4.
Gracias Matías por tantas y tan buenas afinidades electivas, son todas claves con las que acuerdo. En cuanto al punto 8, hasta podría pensarse en un agujero negro que tardara mucho, muchísimo más en colapsar y que mientras tanto nos hiciera sentir los efectos del tiempo plegándose sobre el espacio y entonces no tendríamos un cuento sino una novela de Ballard.
Abrazo
Zunino, nos habían llegado rumores sobre la injusticia cometida en la UBA. Estamos dispuestos a apoyar su impugnación, siempre y cuando nos incluyan en los nuevos planes de estudio...
Saludos
"baldazos de agua bendita"
Aira (Idez) asoma entre Ballard y Dick.
Realmente un cuento clásico de ciencia ficción.
Felicitaciones.
Gracias Nacho por tan desmedidos elogios. Un abrazo
Querido Idez, usted no me robó nada, este cuento es mucho mejor que cualquier cosa que yo haya escrito. Asoma Dick, es verdad. Pero acá me parece que hay algo distinto, a ver si lo puedo formular: hay una cotidianeidad que se va diluyendo, y que está ausente en cualquier cosa que yo haya leído de Dick. Con toda la admiración que le tengo, debo reconocer que en sus relatos y novelas los personajes parecen más bien de cartón. Acá sentís el fin del mundo. ¿Qué harías si eso pasa? Es todo un acierto que esté narrado en primera persona. Y la imagen del padre es genial.
Muchas Gracias, Eric, y ya que hablamos de Dick, no se pierda la obra "La Paranoia", de Rafael Spregelburd, los domingos en el teatro 25 de mayo, que es como una puesta de Dick en teatro.
gran abrazo
Ariel, muy bueno tu cuento con ribetes "dickianos" y quizás con ese traslado a nuestra carnadura que lo hace más potente (aunque no creo para nada que los personajes de Dick sean acartonados)
Te das cuenta que funciona, cuando a pesar de su extensión, rompés la imprimación del formato blogger y uno sigue leyendo ávido, para llegar al final.
no hay mucho para agregar a esa impecable lista que hizo Matías
saludos
Lilián
Muchas Gracias Lilián! Me da la impresión de que el "acartonamiento" de los personajes de Dick tiene que ver con su trabajo con el género, que por un lado resuelve un montón de cuestiones que traban la escritura (estilo, sintaxis, localización espacio-temporal de la historia, etc) pero por el otro limita el desarrollo de los personajes. Gracias nuevamente por la lectura.
Saludos
Que cuento!!! Me hiciste llorar, pensé que al final te despertabas. Me conmueve mucho cuando mis hijos hablan de la muerte.
Gracias, mamá...
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