Colectivo imaginario
No siempre el cronista es ese tipo arrojado que se zambulle de lleno en la aventura en procura de esa joya asaz perdida: la experiencia. A veces es simplemente el pelagatos que erró el cálculo y gastó más de la cuenta en su semana off y ahora tiene que ingeniárselas para volver al pago evadiendo los cuatrocientos pesitos del pasaje de micro línea San Salvador-Buenos Aires. Estragado por la aridez (ditología de mi propio nombre) y el sol tremendo del altiplano, los labios ajados y la cara roja que me legaron unas horas en las salinas, recuerdo aquella copla que cantaba en Purmamarca una pícara neo-coplera: se hacía llamar la cyber-colla y acompañada por el tam tam de su caja entonaba estas estrofas en la plaza del pueblo:
Quiera Dios que con la ayuda
De su mano poderosa
Gane yo mucha platita
En la fiesta bulliciosa
Yo lucho
Y trabajo mucho
Pa’ ganarme mi platita
Y no viajar en micro trucho
A buscar mis mercancías
Lo del micro trucho me quedó resonando como la caja coplera y con mis últimos doscientos pesos me arrimé a la terminal de la capital jujeña y me puse en campaña, los puesteros del mercado contiguo, en el que se enciman la última de George Clooney junto al milenario papín andino o el arrope de tuna, me pusieron en la pista:
_Arrimate enfrente de la terminal, nomás, que ahí vas a encontrar todos los que ofrecen el viaje, me dijo una señora mientras me servía en bandeja de plástico un cuarto de pollo dorado con arroz, papa y picante de ají por diez pesos y que se suponía podría comer con la mera ayuda de una cucharita de plástico.
Con estómago lleno y mano engrasada atravieso la terminal de San Salvador: relucientes locales de Andesmar, La veloz del Norte, Balut o Chevalier que dejo atrás para cruzar la calle Dorrego y asomarme a una realidad paralela: como en un Harry Potter del subdesarrollo, allí enfrente, junto a la estación de servicio, en apartados locales de las laberínticas galerías, sus oficinas reducidas a una mesita de mimbre en la vereda, los carteles vocean con tiza su blanca promesa:
VIAJES A BUENOS AIRES
Entro a la agencia Balderrama, porque me habita la superstición de que una oficina representa más respaldo y responsabilidad que una mesa a la calle. Como sus pares oficiales, los micros truchos tienen tarifa unificada: $160 directo San Salvador-Buenos Aires. Hago rápido las cuentas y saco mi pasaje. Me entregan a cambio un recibo no oficial que dice “Agencia Balderrama” con la tarifa abonada y me dicen que espere hasta las 16hs, horario de salida del segundo micro del día (en temporada baja sólo salen dos coches por día, a las 14 y 16hs, en temporada alta se agrega otro a las 6 y en temporada altísima se agregan todos los que sean necesarios, llegando a diez o doce coches por día).
Cuando comenté en el hostel de Tilcara que pensaba volverme en un micro trucho las advertencias llovieron sobre mí: que siempre e indefectiblemente los coches se rompían, que había que hacer trasbordo en Santiago del Estero, que aquel amigo de un amigo que no advirtió la caja que una chola ponía junto a su asiento y que tras una inspección de gendarmería resultó contener cinco kilos de cocaína extra pura. Los bondis clandestinos ya han forjado toda una mitología que los precede en el camino.
Las cuatro de la tarde me encuentran sentado en la oficina de Balderrama, junto a otros pasajeros que se han ido arrimando en las últimas horas. Media hora más tarde se estaciona en la puerta una Mitsubishi Montero y de ella desciende una mujer gorda y enérgica. Encara a algunos de nosotros y nos dice:
_Ustedes van a venir conmigo, el resto va en el remise, vamos a subir al micro en Los Lapachos, agrega después, como si esto significara algo, pero al menos hay que agradecerle la condescendencia de explicarnos vagamente qué va a ocurrir con nosotros en las próximas horas. A pesar del aviso de partida inminente pasamos un buen rato más esperando en la oficina. La mujer de la Mistubishi, a la que llaman Doña Elisa, va de acá para allá, celular en mano, confirmando o cancelando posibles pasajeros. Finalmente abre el capot de la camioneta y nos pide que dejemos nuestro equipaje. Cuando terminamos de acomodar todo, un grupo confirma si van para Salta y le explican que no, que vamos para la Capital, pues y hay que sacar la mitad del equipaje y volver a poner el nuestro. Después me subo junto a otros dos pasajeros, una chica y un muchacho de veintitantos, apretándonos en los asientos traseros de la Montero. En el asiento del acompañante hay un hombre de camisa a cuadros celeste y anteojos oscuros que no nos saluda y a modo de única bienvenida opera el stéreo de la Montero para poner cumbia al palo. Suena una cadenciosa versión tropical de Bandy2 perpetrada sobre I wanna know what love is (foreigner)
Quiero sabeeeer quesel amoooor/ quieroque men seeeeñes.
Durante otros largos treinta minutos no haremos otra cosa más que recorrer los grandes éxitos de la movida tropical en el silencio expectante del asiento trasero con nuestros bolsos y anhelos sobre el regazo.
Las clases populares viven en la incertidumbre, hete aquí el quid de su estilo de vida. Dos horas después de lo pautado estamos sentados en el asiento trasero de una camioneta que no sabemos hacia donde nos llevará para abordar un micro fantasma que si la suerte está de nuestro lado nos dejará en Buenos Aires al mediodía siguiente. La clandestinidad del acuerdo, garantizada en los doscientos cincuenta pesos ahorrados, asfixia cualquier conato de reclamo o comentario. A las seis de la tarde, dos horas después de lo pautado, doña Elisa sacude la camioneta con su intempestivo ingreso en el asiento del conductor, pone en marcha el motor y, aparentemente, da por comenzado el viaje.
_Don Arjona ¿Es seguro ese pasajero de Güemes?
Elisa habla por celular y conduce y las dos cosas las hace a las apuradas y mal. Vamos hacia las afueras de la ciudad, dejamos atrás el Estadio de Gimnasia de Jujuy y tomamos la ruta 9.
_Ayer les metí treinta y cinco pasajeros, les llené el micro y hoy me quieren descontar un pasajero, no es justo. Elisa se queja amargamente con su copiloto. El copiloto pone cumbia: un hombre es infiel y sufre él y sufre su mujer y sufren sus hijos.
_Don Arjona, ¿Ese pasajero está esperando en Güemes? insiste Elisa. Y al copiloto: después de dejar a éstos vamos a tener que apurarnos para recogerlo antes de que se tome otro bus. El copiloto, inescrutable tras sus lentes de sol, sube el volumen del stéreo. El adúltero se lamenta de su suerte:
Como besarte/si cuando te beso/pienso en otraaaa
_Uh, me pasé, dice Doña Elisa tras cerrar la tapa de su celular. Y aprovechando un semáforo pega una vuelta en U en plena ruta, pero tiene que hacer varias maniobras para volver a poner la camioneta en la dirección correcta.
Nos alejamos de San Salvador viendo por la ventanilla el barrio de la Tupac Amaru en Alto Comedero, fácil de distinguir por sus miles de tanques de agua pintados de negro con la figura del Che en el centro y apostados, como en formación, sobre los techos de las casas. La ruta es una línea recta con los campos humeantes recién levantados y prendidos fuego, práctica prohibida que tiñe el sol de un naranja marciano en los ocasos norteños. Elisa pisa el acelerador y su ayudante saltea una versión cumba de La bestia pop, quisiera pedirle que la deje, pero no estoy en posición de pedir nada. Si yo fuera Roberto Bolaño crearía una atmósfera en la que sería probable que éstos dos paren el auto en medio de un descampado, nos peguen un tiro a los dos hombres, violen y vendan a la chica y se queden con nuestras pertenencias. Pero Jujuy no es Juárez (por suerte).
Al final la Mitsubishi toma un desvío y se mete en una estación Refinol donde ya están los pasajeros del remise, huérfanos en la intemperie, esperándonos al pie del camino.
_Mirá que le dije al remisero que los deje adentro de la estación, se queja Elisa, y les hace señas para que caminen hasta el drugstore. Descendemos de la camioneta y el copiloto nos pasa amablemente nuestros bolsos, hasta que se queda con uno verde en la mano.
_¿Este no es de nadie?
Nadie lo reconoce como propio y el ayudante de Elisa lo vuelve a guardar en el capot. En la playa de la estación nos aguarda el micro. Mientras caminamos, el otro pasajero me mira y me dirige la palabra por primera y única vez en el viaje:
_Ahora espero que ésta no se suba a manejar el micro.
Junto al micro nos espera un chico lista en la mano. Me pide mi nombre, me marca en la lista y me dice que le dé mi recibo. Se lo doy y no recibo nada a cambio, no hay prueba alguna de que me voy a subir a ese micro. Después encaro al maletero, que acomoda mi bolso y cuando le entrego el peso de cortesía me mira torcido y me dice:
_Son cinco pesos, papi.
No es la veleidad del changarín sino la tarifa por bulto. La economía paralela propiciada por el fenómeno de las ferias de la Salada y sus “tours de compras” hace de estos micros y sus pasajeros, un trasporte de hormiga que mueve miles de toneladas de mercaderías por año, al punto que en el viaje de vuelta los últimos pasajeros deben subir con su equipaje a cuestas porque las bodegas suelen estar completas.
El micro, al menos en apariencia, es de primera: un bus de dos pisos con pinta de nuevo. El chico de la lista me asignó el asiento 46, el primero de la parte de abajo (yo siempre elijo arriba y al fondo). Frente a mí, una mampara de acrílico, a mi derecha, el baño. Perfecto, pienso, en caso de accidente van a encontrar mi cuerpo decapitado, lleno de mierda y bañado de orines; bonita forma de pasar al más allá. Por lo menos nadie viaja en el asiento contiguo, moriré cómodo.
A las seis y media el micro se pone en marcha, ahora sí, empieza el viaje y la gente grita ¿La gente grita? Hemos olvidado un pasajero en la estación de servicio. Los gritos no llegan a la cabina de los choferes y en mi carácter de pasajero más cercano, me apersono y con el micro en movimiento les pido que paren, que se olvidaron un pasajero. Escucho la voz del chofer detrás de la cortinilla:
_¿Pero no me habían dicho que estaba Ok? No, si estos son unos pajueranos.
El micro se detiene al costado de la ruta y el rezagado llega con el último resuello y sube y volvemos a arrancar.
Nos detenemos en Güemes, Salta, para cargar pasajeros. Una señora voluminosa sube con dificultad los escalones y recorre el pasillo. Discute con una pasajera y vuelve sobre sus pasos para reclamarle al chofer que el asiento asignado está ocupado por una mujer que subió en Palpalá. El chofer le responde con altas dosis de sentido común:
_Bueno, si ve un asiento vacío, ocúpelo.
Así resigno la última comodidad que podía depararme este viaje.
A lo largo del trayecto me enteraré que la señora se llama Amalia, que es de Florencio Varela, que viajó a Salta para visitar a una amiga, emprender el ascenso a la Virgen del Cerro y hacerse atender por una viejita que hace imposición de manos. Después de subir todo el cerro nos venimos a enterar que habían micros que te llevaban hasta arriba, pero es mejor así, ¿no? Amalia me cuenta que ella pagó $120 el pasaje porque su amiga es “coordinadora”, es decir, que recluta pasajeros para los micros y le descontó la comisión. Según me cuenta Amalia las agencias que organizan estos viajes son meros intermediarios: alquilan los micros y le pagan a los choferes, no son dueñas de nada. Se me impone una pregunta: si estos piratas ganan dinero alquilando todo y cobrando $120 por pasajero ¿Qué margen de ganancia tienen las empresas “legales”, dueñas de los micros, con su tarifa oligopólica de cuatrocientos pesos?
Tomamos la ruta 34, de doble mano y atestada de camiones y nos detenemos a cenar recién a medianoche en Beltrán, Santiago del Estero. Elijo el mismo restorán que los choferes y no les saco el ojo de encima: ya aprendí que en estos viajes hay pocas chances para los despistados. En las afueras del parador rutero cruzo unas palabras con Rodrigo, uno de esos mochileros que hacen de la precariedad de los pobres otro condimento para su aventura:
_Me encanta el norte y siempre viajo en micros truchos, es mucho más barato y está todo bien, el único garrón es que si te para Gendarmería te demora por cualquier cosa: un porro, una bolsita de hojas de coca, un bolsón de ropa de marca, y si tienen ganas de hinchar las bolas paran todo y te revisan hasta los calzones.
Pero hasta ahora hemos superado exitosamente dos controles de Gendarmería y superaremos otros dos más, suerte de principiante: mi primer viaje en el bondi clandestino me eximirá del ojo avizor de los hombres de verde.
Pasadas las doce de la noche reiniciamos la marcha en la ruta oscura entre los camiones de doble acoplado. Una frenada con mordida de banquina incluida hacen que me aferre a mi circunstancial compañera de viaje y no prometen nada bueno, pero igual me duermo profundo y me despierto entre las brumas del alba, como si el micro también atravesara las nieblas del sueño. No paramos para desayunar y sólo nos detenemos para el descenso ocasional de algún pasajero, en la entrada a algún pueblo, junto a una estación de servicio o simplemente al costado de la ruta.
_Siempre hay niebla en esta parte de la ruta.
Me cuenta al pie de la escalera Héctor, paisano de Ibarlucea, en las afueras de Rosario, y también me dice que el micro tuvo cuatro o cinco más de esas frenadas con mordida de banquina a lo largo de la noche.
_Para mí que los choferes se estaban durmiendo, es que no descansan, si se venían quejando que este es el tercer viaje seguido que hacen entre Buenos Aires y Jujuy. Yo en un momento de la noche me acerqué a la cabina y fui a decirles, siempre con el debido respeto.
Héctor tiene su equipaje a mano, porque ya está a punto de bajarse, perdido entre la niebla Ibarlucea es el próximo pueblo.
Sin escalas, ininterrupidamente desde Santiago del Estero llegamos a Buenos Aires y nuestro micro trucho desfila triunfal entre los lujosos departamentos de Libertador, dobla en Pueyrredón y desemboca en el Once. Desembarcamos en plena calle Misiones, frente a las oficinas de Balderrama, agencia de viajes. Se me viene a la cabeza aquel axioma de la miseria que le escuché decir una vez a un mexicano en la plaza Garibaldi:
_Estamos vivos, y eso es ganancia.
Ariel Idez
Quiera Dios que con la ayuda
De su mano poderosa
Gane yo mucha platita
En la fiesta bulliciosa
Yo lucho
Y trabajo mucho
Pa’ ganarme mi platita
Y no viajar en micro trucho
A buscar mis mercancías
Lo del micro trucho me quedó resonando como la caja coplera y con mis últimos doscientos pesos me arrimé a la terminal de la capital jujeña y me puse en campaña, los puesteros del mercado contiguo, en el que se enciman la última de George Clooney junto al milenario papín andino o el arrope de tuna, me pusieron en la pista:
_Arrimate enfrente de la terminal, nomás, que ahí vas a encontrar todos los que ofrecen el viaje, me dijo una señora mientras me servía en bandeja de plástico un cuarto de pollo dorado con arroz, papa y picante de ají por diez pesos y que se suponía podría comer con la mera ayuda de una cucharita de plástico.
Con estómago lleno y mano engrasada atravieso la terminal de San Salvador: relucientes locales de Andesmar, La veloz del Norte, Balut o Chevalier que dejo atrás para cruzar la calle Dorrego y asomarme a una realidad paralela: como en un Harry Potter del subdesarrollo, allí enfrente, junto a la estación de servicio, en apartados locales de las laberínticas galerías, sus oficinas reducidas a una mesita de mimbre en la vereda, los carteles vocean con tiza su blanca promesa:
VIAJES A BUENOS AIRES
Entro a la agencia Balderrama, porque me habita la superstición de que una oficina representa más respaldo y responsabilidad que una mesa a la calle. Como sus pares oficiales, los micros truchos tienen tarifa unificada: $160 directo San Salvador-Buenos Aires. Hago rápido las cuentas y saco mi pasaje. Me entregan a cambio un recibo no oficial que dice “Agencia Balderrama” con la tarifa abonada y me dicen que espere hasta las 16hs, horario de salida del segundo micro del día (en temporada baja sólo salen dos coches por día, a las 14 y 16hs, en temporada alta se agrega otro a las 6 y en temporada altísima se agregan todos los que sean necesarios, llegando a diez o doce coches por día).
Cuando comenté en el hostel de Tilcara que pensaba volverme en un micro trucho las advertencias llovieron sobre mí: que siempre e indefectiblemente los coches se rompían, que había que hacer trasbordo en Santiago del Estero, que aquel amigo de un amigo que no advirtió la caja que una chola ponía junto a su asiento y que tras una inspección de gendarmería resultó contener cinco kilos de cocaína extra pura. Los bondis clandestinos ya han forjado toda una mitología que los precede en el camino.
Las cuatro de la tarde me encuentran sentado en la oficina de Balderrama, junto a otros pasajeros que se han ido arrimando en las últimas horas. Media hora más tarde se estaciona en la puerta una Mitsubishi Montero y de ella desciende una mujer gorda y enérgica. Encara a algunos de nosotros y nos dice:
_Ustedes van a venir conmigo, el resto va en el remise, vamos a subir al micro en Los Lapachos, agrega después, como si esto significara algo, pero al menos hay que agradecerle la condescendencia de explicarnos vagamente qué va a ocurrir con nosotros en las próximas horas. A pesar del aviso de partida inminente pasamos un buen rato más esperando en la oficina. La mujer de la Mistubishi, a la que llaman Doña Elisa, va de acá para allá, celular en mano, confirmando o cancelando posibles pasajeros. Finalmente abre el capot de la camioneta y nos pide que dejemos nuestro equipaje. Cuando terminamos de acomodar todo, un grupo confirma si van para Salta y le explican que no, que vamos para la Capital, pues y hay que sacar la mitad del equipaje y volver a poner el nuestro. Después me subo junto a otros dos pasajeros, una chica y un muchacho de veintitantos, apretándonos en los asientos traseros de la Montero. En el asiento del acompañante hay un hombre de camisa a cuadros celeste y anteojos oscuros que no nos saluda y a modo de única bienvenida opera el stéreo de la Montero para poner cumbia al palo. Suena una cadenciosa versión tropical de Bandy2 perpetrada sobre I wanna know what love is (foreigner)
Quiero sabeeeer quesel amoooor/ quieroque men seeeeñes.
Durante otros largos treinta minutos no haremos otra cosa más que recorrer los grandes éxitos de la movida tropical en el silencio expectante del asiento trasero con nuestros bolsos y anhelos sobre el regazo.
Las clases populares viven en la incertidumbre, hete aquí el quid de su estilo de vida. Dos horas después de lo pautado estamos sentados en el asiento trasero de una camioneta que no sabemos hacia donde nos llevará para abordar un micro fantasma que si la suerte está de nuestro lado nos dejará en Buenos Aires al mediodía siguiente. La clandestinidad del acuerdo, garantizada en los doscientos cincuenta pesos ahorrados, asfixia cualquier conato de reclamo o comentario. A las seis de la tarde, dos horas después de lo pautado, doña Elisa sacude la camioneta con su intempestivo ingreso en el asiento del conductor, pone en marcha el motor y, aparentemente, da por comenzado el viaje.
_Don Arjona ¿Es seguro ese pasajero de Güemes?
Elisa habla por celular y conduce y las dos cosas las hace a las apuradas y mal. Vamos hacia las afueras de la ciudad, dejamos atrás el Estadio de Gimnasia de Jujuy y tomamos la ruta 9.
_Ayer les metí treinta y cinco pasajeros, les llené el micro y hoy me quieren descontar un pasajero, no es justo. Elisa se queja amargamente con su copiloto. El copiloto pone cumbia: un hombre es infiel y sufre él y sufre su mujer y sufren sus hijos.
_Don Arjona, ¿Ese pasajero está esperando en Güemes? insiste Elisa. Y al copiloto: después de dejar a éstos vamos a tener que apurarnos para recogerlo antes de que se tome otro bus. El copiloto, inescrutable tras sus lentes de sol, sube el volumen del stéreo. El adúltero se lamenta de su suerte:
Como besarte/si cuando te beso/pienso en otraaaa
_Uh, me pasé, dice Doña Elisa tras cerrar la tapa de su celular. Y aprovechando un semáforo pega una vuelta en U en plena ruta, pero tiene que hacer varias maniobras para volver a poner la camioneta en la dirección correcta.
Nos alejamos de San Salvador viendo por la ventanilla el barrio de la Tupac Amaru en Alto Comedero, fácil de distinguir por sus miles de tanques de agua pintados de negro con la figura del Che en el centro y apostados, como en formación, sobre los techos de las casas. La ruta es una línea recta con los campos humeantes recién levantados y prendidos fuego, práctica prohibida que tiñe el sol de un naranja marciano en los ocasos norteños. Elisa pisa el acelerador y su ayudante saltea una versión cumba de La bestia pop, quisiera pedirle que la deje, pero no estoy en posición de pedir nada. Si yo fuera Roberto Bolaño crearía una atmósfera en la que sería probable que éstos dos paren el auto en medio de un descampado, nos peguen un tiro a los dos hombres, violen y vendan a la chica y se queden con nuestras pertenencias. Pero Jujuy no es Juárez (por suerte).
Al final la Mitsubishi toma un desvío y se mete en una estación Refinol donde ya están los pasajeros del remise, huérfanos en la intemperie, esperándonos al pie del camino.
_Mirá que le dije al remisero que los deje adentro de la estación, se queja Elisa, y les hace señas para que caminen hasta el drugstore. Descendemos de la camioneta y el copiloto nos pasa amablemente nuestros bolsos, hasta que se queda con uno verde en la mano.
_¿Este no es de nadie?
Nadie lo reconoce como propio y el ayudante de Elisa lo vuelve a guardar en el capot. En la playa de la estación nos aguarda el micro. Mientras caminamos, el otro pasajero me mira y me dirige la palabra por primera y única vez en el viaje:
_Ahora espero que ésta no se suba a manejar el micro.
Junto al micro nos espera un chico lista en la mano. Me pide mi nombre, me marca en la lista y me dice que le dé mi recibo. Se lo doy y no recibo nada a cambio, no hay prueba alguna de que me voy a subir a ese micro. Después encaro al maletero, que acomoda mi bolso y cuando le entrego el peso de cortesía me mira torcido y me dice:
_Son cinco pesos, papi.
No es la veleidad del changarín sino la tarifa por bulto. La economía paralela propiciada por el fenómeno de las ferias de la Salada y sus “tours de compras” hace de estos micros y sus pasajeros, un trasporte de hormiga que mueve miles de toneladas de mercaderías por año, al punto que en el viaje de vuelta los últimos pasajeros deben subir con su equipaje a cuestas porque las bodegas suelen estar completas.
El micro, al menos en apariencia, es de primera: un bus de dos pisos con pinta de nuevo. El chico de la lista me asignó el asiento 46, el primero de la parte de abajo (yo siempre elijo arriba y al fondo). Frente a mí, una mampara de acrílico, a mi derecha, el baño. Perfecto, pienso, en caso de accidente van a encontrar mi cuerpo decapitado, lleno de mierda y bañado de orines; bonita forma de pasar al más allá. Por lo menos nadie viaja en el asiento contiguo, moriré cómodo.
A las seis y media el micro se pone en marcha, ahora sí, empieza el viaje y la gente grita ¿La gente grita? Hemos olvidado un pasajero en la estación de servicio. Los gritos no llegan a la cabina de los choferes y en mi carácter de pasajero más cercano, me apersono y con el micro en movimiento les pido que paren, que se olvidaron un pasajero. Escucho la voz del chofer detrás de la cortinilla:
_¿Pero no me habían dicho que estaba Ok? No, si estos son unos pajueranos.
El micro se detiene al costado de la ruta y el rezagado llega con el último resuello y sube y volvemos a arrancar.
Nos detenemos en Güemes, Salta, para cargar pasajeros. Una señora voluminosa sube con dificultad los escalones y recorre el pasillo. Discute con una pasajera y vuelve sobre sus pasos para reclamarle al chofer que el asiento asignado está ocupado por una mujer que subió en Palpalá. El chofer le responde con altas dosis de sentido común:
_Bueno, si ve un asiento vacío, ocúpelo.
Así resigno la última comodidad que podía depararme este viaje.
A lo largo del trayecto me enteraré que la señora se llama Amalia, que es de Florencio Varela, que viajó a Salta para visitar a una amiga, emprender el ascenso a la Virgen del Cerro y hacerse atender por una viejita que hace imposición de manos. Después de subir todo el cerro nos venimos a enterar que habían micros que te llevaban hasta arriba, pero es mejor así, ¿no? Amalia me cuenta que ella pagó $120 el pasaje porque su amiga es “coordinadora”, es decir, que recluta pasajeros para los micros y le descontó la comisión. Según me cuenta Amalia las agencias que organizan estos viajes son meros intermediarios: alquilan los micros y le pagan a los choferes, no son dueñas de nada. Se me impone una pregunta: si estos piratas ganan dinero alquilando todo y cobrando $120 por pasajero ¿Qué margen de ganancia tienen las empresas “legales”, dueñas de los micros, con su tarifa oligopólica de cuatrocientos pesos?
Tomamos la ruta 34, de doble mano y atestada de camiones y nos detenemos a cenar recién a medianoche en Beltrán, Santiago del Estero. Elijo el mismo restorán que los choferes y no les saco el ojo de encima: ya aprendí que en estos viajes hay pocas chances para los despistados. En las afueras del parador rutero cruzo unas palabras con Rodrigo, uno de esos mochileros que hacen de la precariedad de los pobres otro condimento para su aventura:
_Me encanta el norte y siempre viajo en micros truchos, es mucho más barato y está todo bien, el único garrón es que si te para Gendarmería te demora por cualquier cosa: un porro, una bolsita de hojas de coca, un bolsón de ropa de marca, y si tienen ganas de hinchar las bolas paran todo y te revisan hasta los calzones.
Pero hasta ahora hemos superado exitosamente dos controles de Gendarmería y superaremos otros dos más, suerte de principiante: mi primer viaje en el bondi clandestino me eximirá del ojo avizor de los hombres de verde.
Pasadas las doce de la noche reiniciamos la marcha en la ruta oscura entre los camiones de doble acoplado. Una frenada con mordida de banquina incluida hacen que me aferre a mi circunstancial compañera de viaje y no prometen nada bueno, pero igual me duermo profundo y me despierto entre las brumas del alba, como si el micro también atravesara las nieblas del sueño. No paramos para desayunar y sólo nos detenemos para el descenso ocasional de algún pasajero, en la entrada a algún pueblo, junto a una estación de servicio o simplemente al costado de la ruta.
_Siempre hay niebla en esta parte de la ruta.
Me cuenta al pie de la escalera Héctor, paisano de Ibarlucea, en las afueras de Rosario, y también me dice que el micro tuvo cuatro o cinco más de esas frenadas con mordida de banquina a lo largo de la noche.
_Para mí que los choferes se estaban durmiendo, es que no descansan, si se venían quejando que este es el tercer viaje seguido que hacen entre Buenos Aires y Jujuy. Yo en un momento de la noche me acerqué a la cabina y fui a decirles, siempre con el debido respeto.
Héctor tiene su equipaje a mano, porque ya está a punto de bajarse, perdido entre la niebla Ibarlucea es el próximo pueblo.
Sin escalas, ininterrupidamente desde Santiago del Estero llegamos a Buenos Aires y nuestro micro trucho desfila triunfal entre los lujosos departamentos de Libertador, dobla en Pueyrredón y desemboca en el Once. Desembarcamos en plena calle Misiones, frente a las oficinas de Balderrama, agencia de viajes. Se me viene a la cabeza aquel axioma de la miseria que le escuché decir una vez a un mexicano en la plaza Garibaldi:
_Estamos vivos, y eso es ganancia.
Ariel Idez
Etiquetas: Crónicas
10 Comentarios:
Cada vez que llego tarde al terminal y debo tranzar con el ayudante para tomar un último bus, siento terror cuando pronuncia un número mayor al 40 para mi asiento: siempre después del 40, cualquier puesto consiste en sobrevivir una nuclear de olores.
Sí, pero parece ser que las clases populares tienen más códigos o están mejor educadas o contemplan más al prójimo, porque durante todo el viaje fue respetada la prohibición de sólidos en el toilette, no como los hipócritas clases medias que llegan silbando bajito y se hechan un garco de novela.
Algo huele mal en el transporte público argentino.
Cautivante relato, prolija, minuciosa y pormenorizada descripción de los acontecimientos; de lo mejorcito que leí últimamente. Muy interesante aventura amén del ahorro de dinero y ¡Qué suerte que llegaste vivito y coleando!!!Porque al no existir constancias de tu viaje, si te matabas y encima perdías los documentos, hubiera sido un quilombo identificar los restos.- identificar los restos.
Cautivante relato, prolija, minuciosa y pormenorizada descripción de los acontecimientos; de lo mejorcito que leí últimamente. Muy interesante aventura amén del ahorro de dinero y ¡Qué suerte que llegaste vivito y coleando!!!Porque al no existir constancias de tu viaje, si te matabas y encima perdías los documentos, hubiera sido un quilombo identificar los restos.- identificar los restos.
Gracias Papá, igual tengo una dentadura muy particular, o por ahí le terminabas llevando flores a la gorda del asiento de al lado.
la vida económica florece al margen del trabajo en blanco. E, increíblemente, las condiciones laborales no son sustancialmente peores en un caso que en el otro. (Me despistaste, guacho: pensé que, lo menos, la Gendarmería los paraba cuatro veces.)
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Es una lotería, a veces te paran, a veces no. La realidad también te da sorpresas.
Excelente crónica. Va para la antología.
Gracia' Nacho.
Abrazo
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