Colonia: la ciudad de los perros tristes (segunda parte)
¡Qué emoción! Recorrer las instalaciones del imponente Eladia Isabel: un buque de tres pisos (sin contar la bodega para guardar los automóviles y la cubierta), con sus alfombras de estilo persa, sus escaleras de reluciente metal dorado y unas lucecitas más bien navideñas que recorren todo el salón, repleto de mesas circulares rodeadas de mullidos sillones, todo, en fin, como una suerte de Bingo de Ciudadela flotante (y temo dar ideas, tranquilamente en mi próximo viaje podría recibir mi cartón de manos de la camarera). Adentro del ferry el movimiento es febril, todos se afanan en buscar la mejor ubicación posible, o lo mejor de lo que la rapiña de los primeros pasajeros ha dejado. Las mesas circulares son tomadas por asalto a cargo de familias enteras con almas de conquistadores: las grandes potencias se reparten el botín y anexan a los débiles países nativos. Así, mientras algunos distraídos que cometieron el fatal error de subir a cubierta o se demoraron en el free shop vagan en busca de una mísera banqueta, hay grupos que acaparan una mesa para ellos, otra para sus hijos, otra para tomar mate y otra más para los juegos de mesa con los que esperan matizar la travesía.
Como buenos argentinos que somos descendemos del barco: a los empujones, buscando alguna salida alternativa que nos permita evadir la fila mastodóntica. Los ricoteros se pierden en los micros que los trasladarán a Montevideo. Al fin llegamos a Colonia del Sacramento. Ya en el puerto uno se siente inclinado a henchir los pulmones con el aire puro aunque un tanto mezclado aún con el humo del gasoil quemado por los motores del aparatoso Eladia Isabel. De inmediato nos enteramos que no llegamos dos horas más tarde, sino tres, porque en Uruguay corren la hora para ahorrar energía eléctrica. Es la diferencia entre un país donde la luz es provista por una empresa estatal que aplica criterios racionales y otro donde manda un consorcio privado que busca incrementar el consumo de electricidad hasta saturar las líneas y provocar gigantescos apagones de los cuales nunca se hace responsable. Pero en lo que a nosotros respecta el hecho es que nos han retaceado una hora del primer día de vacaciones, lo que añade una presión extra para poder disfrutar esa jornada antes que llegue a su fin.
Caminamos al hotel de frente al viento frío mientras miramos de reojo el cielo plomizo. Bienvenidos al Gran Hotel Royal. “Hola, el desayuno es de siete treinta a diez treinta” nos recibe la dueña-recepcionista, y le pide a una de las mucamas que nos muestre nuestra habitación: la 507. Subimos cinco pisos por ascensor y desembocamos en un pequeño hall. La camarera se dirige a una puerta que lleva el número 501, estoy a punto de señalarle su error cuando la puerta se abre y muestra un largo pasillo, a su vez, lleno de puertas numeradas a ambos lados. ¿Qué sucede con los hoteles uruguayos? No es casual, pienso, que la misma habitación de un hotel en Montevideo les haya sugerido, en distintas épocas, el mismo cuento a Cortázar y a Bioy Casares. Lo cierto es que nunca, en la decena de veces que lo crucé, dejé de sentir un ligero estremecimiento cada vez que me interné en ese pasillo que se ocultaba detrás de una puerta de habitación, como si me introdujera en una suerte de dimensión paralela, vaya uno a saber, tal vez los uruguayos descubrieron el secreto de la cuarta dimensión y lo aprovechan para ampliar sus locaciones. Recorrimos con la camarera ese pasillo con la alfombra crujiente bajo los pies y al fondo giramos a la derecha y al fin nuestro número: 507
Comer chivito es un ritual en que todo argentino reincide cada vez que visita la Repúlica Oriental. Al placer gastronómico se suma el estupor semántico de constatar que lo que antes era un cabrito tras cruzar el Río de la Plata se ha convertido en un suculento sándwich de carne a la plancha. Apenas terminamos el almuerzo, el cielo descarga un aguacero de proporciones bíblicas. Empapados, corremos a refugiarnos en nuestro Royal Hotel. Una pequeña ventana de la habitación cumple con la promesa de “vista panorámica”: terrazas de los otros edificios, copas frondosas de los árboles, el faro, algo de costa, bastante río marrón y un resto de cielo. Junto a la ventana hay una mesa circular y dos sillas. Trato de leer sentado ahí pero a los cinco minutos estoy echado durmiendo la siesta. Tirado en la cama, entre sueños, atisbo la luz lechosa que se filtra por la ventana y pienso, o siento, mejor, que es esa claridad densa y crepuscular, que se filtra por un ventanuco y se adivina en la modorra de una cama de hotel, el máximo placer que justifica cruzar un río de proporciones oceánicas. Pero superado el instante epifánico me pongo de pie de un salto y asomo el brazo por la ventana: ya casi no llueve. Son las seis (¿o las siete?), todavía hay tiempo, sacudo a Momé para despertarla y salimos a caminar, a recorrer, a conocer la ciudad antes que se ponga el sol.
Transitando las calles de Colonia es muy fácil distinguir a los argentinos de los uruguayos: los argentinos son los que no llevan un termo bajo el brazo. Costumbres extrañas: ¿Qué es eso de llevar el mate a todos lados? Creo que a esta altura los uruguayos deben haber sufrido una mutación genética, un ligero sobrehueso asoma de sus costillas y los ayuda a sostener el termo bajo las axilas, sino no se explica semejante afición. Caminamos por la ciudad vieja iluminada cinematográficamente por la caída del sol. Calle de San Pedro, Calle del Comercio, Calle de las Flores, trazadas por los portugueses que fundaron la ciudad en 1680 con las piedras del macizo que todavía asoman en la playa. Esas piedras, afiladas por los pasos de innumerables transeúntes a lo largo de los siglos, nos obligan a prestarle más atención que las pintorescas casas coloniales, a riesgo de perder la pisada y caer estrepitosamente. De modo que caminamos mirando más el suelo que el paisaje.
De noche, no nos ponemos de acuerdo. Momé quiere tallarines, yo pretendo una Pamplona a la parrilla, una de esas parrillas alimentadas por la madera que al entrar en combustión desprende un perfume suculento y tentador. Recorremos restoranes tratando de descifrar precios ¿Cuántos pesos son ochenta uruguayos? Y llegamos a la conclusión de que todos cobran más o meno lo mismo: muy caro. Terminamos tomando asiento en un local casi vacío, pero que promete en el pizarrón de la entrada la respuesta a nuestro conflicto:
HOY: PAMPLONA Y PASTAS CASERAS
Llega la moza, y nos prende una velita.
_¿Pamplona de qué hay?, consulto.
_De pollo.
_¿Y de qué más?
_De pollo. Nada más.
Por lo menos la ausencia de comensales nos da la posibilidad de disfrutar de la cena íntima, de construir la escena del romance, hasta que un candelabro decorativo de hierro forjado se viene abajo y cae sobre la cabeza de una nena, probablemente la hija del dueño, que irrumpe en un desgarrador llanto. No pedimos postre, el plan es tomar un helado en la costanera. Recuerdo haber pasado por una heladería en la avenida Las Flores y allá nos dirigimos. La heladería es un local rasposo, pero ofrece menos de diez gustos, por lo menos el vasito sale cinco pesos, aunque hay que reconocer que el helado aguachento se derrite en cuestión de segundos, así que casi no hay helado que tomar después de caminar la cuadra que nos separa del río.
Volvemos exhaustos al hotel, el recepcionista de la noche nos saluda “Hola, el desayuno es de siete treinta a diez treinta”, a su lado, pegado a la columna hay un inmenso cartel:
DESAYUNO: 7:30 a 10:30_Bueno, gracias.
_¿Quieren que los llamemos mañana a alguna hora para bajar a desayunar?
_No, no, está bien.
Huimos al ascensor.
Cedi Zioso
Como buenos argentinos que somos descendemos del barco: a los empujones, buscando alguna salida alternativa que nos permita evadir la fila mastodóntica. Los ricoteros se pierden en los micros que los trasladarán a Montevideo. Al fin llegamos a Colonia del Sacramento. Ya en el puerto uno se siente inclinado a henchir los pulmones con el aire puro aunque un tanto mezclado aún con el humo del gasoil quemado por los motores del aparatoso Eladia Isabel. De inmediato nos enteramos que no llegamos dos horas más tarde, sino tres, porque en Uruguay corren la hora para ahorrar energía eléctrica. Es la diferencia entre un país donde la luz es provista por una empresa estatal que aplica criterios racionales y otro donde manda un consorcio privado que busca incrementar el consumo de electricidad hasta saturar las líneas y provocar gigantescos apagones de los cuales nunca se hace responsable. Pero en lo que a nosotros respecta el hecho es que nos han retaceado una hora del primer día de vacaciones, lo que añade una presión extra para poder disfrutar esa jornada antes que llegue a su fin.
Caminamos al hotel de frente al viento frío mientras miramos de reojo el cielo plomizo. Bienvenidos al Gran Hotel Royal. “Hola, el desayuno es de siete treinta a diez treinta” nos recibe la dueña-recepcionista, y le pide a una de las mucamas que nos muestre nuestra habitación: la 507. Subimos cinco pisos por ascensor y desembocamos en un pequeño hall. La camarera se dirige a una puerta que lleva el número 501, estoy a punto de señalarle su error cuando la puerta se abre y muestra un largo pasillo, a su vez, lleno de puertas numeradas a ambos lados. ¿Qué sucede con los hoteles uruguayos? No es casual, pienso, que la misma habitación de un hotel en Montevideo les haya sugerido, en distintas épocas, el mismo cuento a Cortázar y a Bioy Casares. Lo cierto es que nunca, en la decena de veces que lo crucé, dejé de sentir un ligero estremecimiento cada vez que me interné en ese pasillo que se ocultaba detrás de una puerta de habitación, como si me introdujera en una suerte de dimensión paralela, vaya uno a saber, tal vez los uruguayos descubrieron el secreto de la cuarta dimensión y lo aprovechan para ampliar sus locaciones. Recorrimos con la camarera ese pasillo con la alfombra crujiente bajo los pies y al fondo giramos a la derecha y al fin nuestro número: 507
Comer chivito es un ritual en que todo argentino reincide cada vez que visita la Repúlica Oriental. Al placer gastronómico se suma el estupor semántico de constatar que lo que antes era un cabrito tras cruzar el Río de la Plata se ha convertido en un suculento sándwich de carne a la plancha. Apenas terminamos el almuerzo, el cielo descarga un aguacero de proporciones bíblicas. Empapados, corremos a refugiarnos en nuestro Royal Hotel. Una pequeña ventana de la habitación cumple con la promesa de “vista panorámica”: terrazas de los otros edificios, copas frondosas de los árboles, el faro, algo de costa, bastante río marrón y un resto de cielo. Junto a la ventana hay una mesa circular y dos sillas. Trato de leer sentado ahí pero a los cinco minutos estoy echado durmiendo la siesta. Tirado en la cama, entre sueños, atisbo la luz lechosa que se filtra por la ventana y pienso, o siento, mejor, que es esa claridad densa y crepuscular, que se filtra por un ventanuco y se adivina en la modorra de una cama de hotel, el máximo placer que justifica cruzar un río de proporciones oceánicas. Pero superado el instante epifánico me pongo de pie de un salto y asomo el brazo por la ventana: ya casi no llueve. Son las seis (¿o las siete?), todavía hay tiempo, sacudo a Momé para despertarla y salimos a caminar, a recorrer, a conocer la ciudad antes que se ponga el sol.
Transitando las calles de Colonia es muy fácil distinguir a los argentinos de los uruguayos: los argentinos son los que no llevan un termo bajo el brazo. Costumbres extrañas: ¿Qué es eso de llevar el mate a todos lados? Creo que a esta altura los uruguayos deben haber sufrido una mutación genética, un ligero sobrehueso asoma de sus costillas y los ayuda a sostener el termo bajo las axilas, sino no se explica semejante afición. Caminamos por la ciudad vieja iluminada cinematográficamente por la caída del sol. Calle de San Pedro, Calle del Comercio, Calle de las Flores, trazadas por los portugueses que fundaron la ciudad en 1680 con las piedras del macizo que todavía asoman en la playa. Esas piedras, afiladas por los pasos de innumerables transeúntes a lo largo de los siglos, nos obligan a prestarle más atención que las pintorescas casas coloniales, a riesgo de perder la pisada y caer estrepitosamente. De modo que caminamos mirando más el suelo que el paisaje.
De noche, no nos ponemos de acuerdo. Momé quiere tallarines, yo pretendo una Pamplona a la parrilla, una de esas parrillas alimentadas por la madera que al entrar en combustión desprende un perfume suculento y tentador. Recorremos restoranes tratando de descifrar precios ¿Cuántos pesos son ochenta uruguayos? Y llegamos a la conclusión de que todos cobran más o meno lo mismo: muy caro. Terminamos tomando asiento en un local casi vacío, pero que promete en el pizarrón de la entrada la respuesta a nuestro conflicto:
HOY: PAMPLONA Y PASTAS CASERAS
Llega la moza, y nos prende una velita.
_¿Pamplona de qué hay?, consulto.
_De pollo.
_¿Y de qué más?
_De pollo. Nada más.
Por lo menos la ausencia de comensales nos da la posibilidad de disfrutar de la cena íntima, de construir la escena del romance, hasta que un candelabro decorativo de hierro forjado se viene abajo y cae sobre la cabeza de una nena, probablemente la hija del dueño, que irrumpe en un desgarrador llanto. No pedimos postre, el plan es tomar un helado en la costanera. Recuerdo haber pasado por una heladería en la avenida Las Flores y allá nos dirigimos. La heladería es un local rasposo, pero ofrece menos de diez gustos, por lo menos el vasito sale cinco pesos, aunque hay que reconocer que el helado aguachento se derrite en cuestión de segundos, así que casi no hay helado que tomar después de caminar la cuadra que nos separa del río.
Volvemos exhaustos al hotel, el recepcionista de la noche nos saluda “Hola, el desayuno es de siete treinta a diez treinta”, a su lado, pegado a la columna hay un inmenso cartel:
DESAYUNO: 7:30 a 10:30_Bueno, gracias.
_¿Quieren que los llamemos mañana a alguna hora para bajar a desayunar?
_No, no, está bien.
Huimos al ascensor.
Cedi Zioso
1 Comentarios:
¿'0 comments'? !Cuánta injusticia campea en este mundo, dios!
La crónica es excelente, usted lo sabe, y divertida, y graciosísima.
Destaco el comentario darwiniano sobre el anómalo (pero extraordinarioamente funcional) desarrollo costillar oriental, así como el episodio con los números de habitación. Me hizo recordar (no me pregunte por qué si pretende una respuesta satisfactoria) al episodio del 'falso piso 13' de Maxwell Smart.
Ampliaremos.
Matías Pailos
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