Colonia: la ciudad de los perros tristes (primera parte)
Ahh, con un fin de semana libre por delante (no se ustedes, pero yo trabajo los sábados todo el día) decidimos junto a Momé visitar la ciudad de Colonia del Sacramento, en la vecina República Oriental del Uruguay. ¿Qué mejor, pensé, para olvidar las preocupaciones mundanas que pasar dos días en una ciudadela histórica a la vera del Río de la Plata? Pero casi de inmediato a las preocupaciones mundanas se sumaron las preocupaciones extraordinarias que los preparativos de todo viaje, por mínimo que sea, entrañan: ¿Alíscafo lento o rápido? ¿Hotel u hostería? ¿Viajar el Viernes a la noche o el sábado a la mañana? ¿Pesos uruguayos o dólares? ¿A cuanto cerró el cambio? ¿Cómo que renunció Lavagna? ¡Nooo! En fin, de todas las coquetas hosterías con terrazas que miran al río no pudimos encontrar ni una con alojamiento disponible por lo que acabamos reservando una habitación en el Hotel Royal, un lugar que prometía una estancia inversamente proporcional a la alcurnia que su nombre ostentaba: 6 pisos de puro hormigón armado sobre una de las pocas avenidas del lugar.
¿Cómo disfruta aquel que todos los sábados de su vida sufre para levantarse a las ocho de la mañana su único sábado libre en el año? Despertándose a las siete de la mañana. Entre las telarañas del sueño me cargo la mochila (entre paréntesis, otro motivo de amargas disputas internas: ¿Qué llevar? ¿Malla o bermudas? ¿Uno o dos pantalones? ¿Cuántos calzones? ¿Y si refresca?) y me encamino como un zombi a la boca del subte. Arribo puntual a las 8 AM a la dársena de Buquebus en puerto Madero, donde me encuentro con Momé que hace fila entre un hervidero de gente apiñada en el inmenso hall.
Ya de entrada un empleado de la compañía nos aclara cuando hacemos el check in que “hay 45 minutos de demora” que en su voz resuenan como los “15 minutos” de espera para comer en un restorán un sábado a la noche. Tras un sucinto pasaje por migraciones somos transportados por una escalera mecánica y arrojados a la sala pre-embarque: moquette azul, sillas y sillones y avisos de perfumes varios, todo es muy airport, Buquebús sabe como colmar las necesidades de clase media insatisfecha que ya no puede premiarse con su vuelo anual a destinos exóticos.
Los 45 minutos pasan como el ferry ultrarrápido, que cruza el charco en cuestión de una hora, pero nuestros 45 corresponden al Eladia Isabel, y como tales van a tomarse su tiempo en transcurrir. Mientras tanto los pasajeros nos entregamos a una pasión nacional: hacer fila: una inmensa anfisbena humana que se muerde la cola recorre todo el salón. Otros compatriotas se entregan a la segunda pasión nacional: saltar la fila, así es que Momé se apura en advertirme la presencia de una “pareja joven” que, apostada a nuestra diestra, espera el momento propicio para dar el zarpazo. Aburrido por demás, trato de tomar un café para desentumecer mis sentidos pero el precio (obvio) es prohibitivo y vuelvo a mi lugar (legítimo) en la cola. Entonces reparo por primera vez en el heterogéneo mosaico que conforma el pasaje del Ferry demorado: imperan las parejas: jóvenes, maduras, maduras con jóvenes y otras tantas combinaciones, después están los extranjeros que parlotean en inglés con la prepotencia del idioma foráneo y por último un extraño colectivo de coyuntura: disgregados, en un principio, no los había percibido, una remera por allá, otra más allá, pero ahora, agrupados en la antesala no hay lugar a dudas: viajamos junto a un grueso contingente de fanáticos de los Redonditos de Ricota que peregrinan a Montevideo para asistir al show que esa noche brindará Carlos “El Indio” Solari: los consabidos ricoteros.
Al fin una voz de falsa locutora anuncia: “Se informa que el buque (pausa dramática) Eeeeeladia Issssabellll arribará al puerto en (nueva pausa dramática) quince minutos” Hay vivas y hurras, aplausos y chiflidos, los ricoteros no encuentran mejor forma de expresar su algarabía que cantar:“Oooooh, vamo’ lo redó’/lo redó/lo redó/vamo’ lo redó” canto que, de variar tan solo una sílaba podría ser la expresión misma de las notas que lo componen (“do-re-do/do-re-do/Vamos do-re-do) pero que provoca en el resto de los pasajeros asociaciones menos pentagramáticas y los inclina a aferrarse a sus bolsos e implorar por las fuerzas vivas del orden. A todo esto, la pareja al margen de nuestra fila ha realizado enormes progresos merced a un avance ínfimo pero constante precedido por unas notables caras de póker: ya casi nos arrojan a sus espaldas, yo trato de interpelarlos con la mirada, de las tres opciones que tiene a mano la víctima de la colada: invocar el escándalo, iniciar una lucha soterrada o dejar las cosas como están consolándose al pensar las veces que él mismo lo ha hecho, yo opto por la segunda. Loa miro: la chica viste un jogging celeste y lleva una cartera imitación Luois Vuitton ¿Cómo sé que es imitación? Porque todas las carteras Louis Vouitton son imitación, a esta altura hasta las auténticas carteras Louis Vouiton son imitación de sí mismas. El chico tiene un equipo de gimnasia de la selección argentina de fútbol, ambos como si nada. Pero yo me adelanto por un delgado resquicio y me aprieto junto a las espaldas de mis precedentes originarios: no me vencerán tan fácil, malandras. De pronto, como reanimada tras un sueño milenario, la anfisbena cobra vida, todos se ponen de pie y precedidas por un breve estrépito las puertas del preembarque se abren. Es la hora de la verdad, pero mis contendientes nos ignoran olímpicamente y pasan junto a nosotros para ubicarse más allá, en el fondo de la fila que, en su último tramo está paralela a nuestra sección. No hay metáforas inocentes, si hubiera revisado mis libros de mitología habría recordado que la anfisbena no tiene cola, sino dos cabezas, por lo que los últimos de la fila, con pleno derecho giraron sobre sí mismos y entraron al barco junto a los primeros. A Momé y a mí no nos quedó más remedio que recorrer todo el tracto intestinal hasta llegar en buena ley a la puerta, cuando el ochenta por ciento de los pasajeros ya se habían embarcado.
Zedi Cioso
¿Cómo disfruta aquel que todos los sábados de su vida sufre para levantarse a las ocho de la mañana su único sábado libre en el año? Despertándose a las siete de la mañana. Entre las telarañas del sueño me cargo la mochila (entre paréntesis, otro motivo de amargas disputas internas: ¿Qué llevar? ¿Malla o bermudas? ¿Uno o dos pantalones? ¿Cuántos calzones? ¿Y si refresca?) y me encamino como un zombi a la boca del subte. Arribo puntual a las 8 AM a la dársena de Buquebus en puerto Madero, donde me encuentro con Momé que hace fila entre un hervidero de gente apiñada en el inmenso hall.
Ya de entrada un empleado de la compañía nos aclara cuando hacemos el check in que “hay 45 minutos de demora” que en su voz resuenan como los “15 minutos” de espera para comer en un restorán un sábado a la noche. Tras un sucinto pasaje por migraciones somos transportados por una escalera mecánica y arrojados a la sala pre-embarque: moquette azul, sillas y sillones y avisos de perfumes varios, todo es muy airport, Buquebús sabe como colmar las necesidades de clase media insatisfecha que ya no puede premiarse con su vuelo anual a destinos exóticos.
Los 45 minutos pasan como el ferry ultrarrápido, que cruza el charco en cuestión de una hora, pero nuestros 45 corresponden al Eladia Isabel, y como tales van a tomarse su tiempo en transcurrir. Mientras tanto los pasajeros nos entregamos a una pasión nacional: hacer fila: una inmensa anfisbena humana que se muerde la cola recorre todo el salón. Otros compatriotas se entregan a la segunda pasión nacional: saltar la fila, así es que Momé se apura en advertirme la presencia de una “pareja joven” que, apostada a nuestra diestra, espera el momento propicio para dar el zarpazo. Aburrido por demás, trato de tomar un café para desentumecer mis sentidos pero el precio (obvio) es prohibitivo y vuelvo a mi lugar (legítimo) en la cola. Entonces reparo por primera vez en el heterogéneo mosaico que conforma el pasaje del Ferry demorado: imperan las parejas: jóvenes, maduras, maduras con jóvenes y otras tantas combinaciones, después están los extranjeros que parlotean en inglés con la prepotencia del idioma foráneo y por último un extraño colectivo de coyuntura: disgregados, en un principio, no los había percibido, una remera por allá, otra más allá, pero ahora, agrupados en la antesala no hay lugar a dudas: viajamos junto a un grueso contingente de fanáticos de los Redonditos de Ricota que peregrinan a Montevideo para asistir al show que esa noche brindará Carlos “El Indio” Solari: los consabidos ricoteros.
Al fin una voz de falsa locutora anuncia: “Se informa que el buque (pausa dramática) Eeeeeladia Issssabellll arribará al puerto en (nueva pausa dramática) quince minutos” Hay vivas y hurras, aplausos y chiflidos, los ricoteros no encuentran mejor forma de expresar su algarabía que cantar:“Oooooh, vamo’ lo redó’/lo redó/lo redó/vamo’ lo redó” canto que, de variar tan solo una sílaba podría ser la expresión misma de las notas que lo componen (“do-re-do/do-re-do/Vamos do-re-do) pero que provoca en el resto de los pasajeros asociaciones menos pentagramáticas y los inclina a aferrarse a sus bolsos e implorar por las fuerzas vivas del orden. A todo esto, la pareja al margen de nuestra fila ha realizado enormes progresos merced a un avance ínfimo pero constante precedido por unas notables caras de póker: ya casi nos arrojan a sus espaldas, yo trato de interpelarlos con la mirada, de las tres opciones que tiene a mano la víctima de la colada: invocar el escándalo, iniciar una lucha soterrada o dejar las cosas como están consolándose al pensar las veces que él mismo lo ha hecho, yo opto por la segunda. Loa miro: la chica viste un jogging celeste y lleva una cartera imitación Luois Vuitton ¿Cómo sé que es imitación? Porque todas las carteras Louis Vouitton son imitación, a esta altura hasta las auténticas carteras Louis Vouiton son imitación de sí mismas. El chico tiene un equipo de gimnasia de la selección argentina de fútbol, ambos como si nada. Pero yo me adelanto por un delgado resquicio y me aprieto junto a las espaldas de mis precedentes originarios: no me vencerán tan fácil, malandras. De pronto, como reanimada tras un sueño milenario, la anfisbena cobra vida, todos se ponen de pie y precedidas por un breve estrépito las puertas del preembarque se abren. Es la hora de la verdad, pero mis contendientes nos ignoran olímpicamente y pasan junto a nosotros para ubicarse más allá, en el fondo de la fila que, en su último tramo está paralela a nuestra sección. No hay metáforas inocentes, si hubiera revisado mis libros de mitología habría recordado que la anfisbena no tiene cola, sino dos cabezas, por lo que los últimos de la fila, con pleno derecho giraron sobre sí mismos y entraron al barco junto a los primeros. A Momé y a mí no nos quedó más remedio que recorrer todo el tracto intestinal hasta llegar en buena ley a la puerta, cuando el ochenta por ciento de los pasajeros ya se habían embarcado.
Zedi Cioso
4 Comentarios:
Muy linda la historia del buquebus y la parejita que se quería colar... típico de los que tienen algo tan bueno como es la oportunidad de viajar, cuentan las cosas malas que vieron. Aparte, me parece que hay mucho palabrerío para decir algo tan simple como ser: "Me desperté más temprano que de costumbre para aprovechar mi sábado libre. Nos fuimos con mi novia a Colonia pero cuando llegamos vimos que había demora (cuando no!). A todo esto un café te lo cobraban un ojo de la cara y una pareja de pelotudos se nos querían colar" Ari, como es eso que siempre decís que me falta??? Aprender a resumir, no? Y por casa como andamos? Sé que escribís mejor que esto, ya te lo dije con manu chao, dejá de escribir como si fuera la columna ojos de ciudad del sí! de clarín.
Mucho tiempo ha que no me cagaba tanto de risa como con el siguiente chiste-sorpresa (como todo chiste): '¿Cómo disfruta aquél que todos los sábados de su vida sufre para levantarse a las ocho de la mañana su único sábado libre en el año? Despertándose a las siete de la mañana'. Soberbio el descubrimiento del canto redondístico, pero acotaría una observación: el canto sabe composición, y te lo comunica subliminalmente. En ese sentido, mengua la honra de tu descubrimiento: es sólo el dios canto revelándosete (tenés a tu favor el mérito de haber sido elegido).
Coincido con Pablo acerca de lo maravilloso del relato de la disputa con (y fracaso ante) la pareja con ínfulas coladísticas. Pero disiento en la acusación de exceso narrativo. El relato no tiene como propósito informar, sino maravillar (o al menos entretener). Y nadie maravilla (o al menos entretiene) como Cioso.
A propósito del comentario de Pablo: ¿quién es 'Ari'? El autor del relato se llama Zedi Cioso, caballero. Llame a las cosas (al autor, por ejemplo) por su nombre.
Matías Pailos
Pido disculpas, sinceras disculpas. este tal ari debe ser alguien que conozco de ora vida y quiere manifestarse a través del teclado de mi cumputadora. Por otro lado, he leído otras cosas de Cioso y me han maravillado, esta, particularmente...no.
Pailos es usted un ejemplo, no sé bien de qué, pero siento que cosas buenas se pueden extraer de su intelecto, y de no ser así, le podremos extraer los órganos-
No se me retobe, Pablo, y no falte el respeto a sus mayores, que de lejos se ve que todavía no porta pantalones largos. Dispulpas aceptadas.
MP
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