Camuflaje
Quien porta una estrategia tiene la mitad de la batalla ganada. Esta afirmación, de dudosa validez general, sí se aplica con fortuna al problema de cómo sobrevivir al colegio secundario.
Yo no supe hacerlo. Salí magullado, amorotonado, con las marcas de su institucionalidad opresiva y normalizadora en mi piel. Salí con los pies para adelante, pero sin cortejo fúnebre que me llorara.
Salí y ocurrió el milagro. Lázaro vernáculo, volví a la vida. Como no soy desagradecido, opté por no mirar atrás. Salvo exigencias dialógicas a las que constriñe la amistad, nunca me abandoné al análisis moroso de mis años en el Purgatorio. Yo no soy Pailos; la adolescencia no es mi tema. Pero cuando no hay tema, buenos son los traumas. A por ellos, pues.
Allá adentro es la jungla. Como tal, rige la ley de la selva. Quien no haya sido seleccionado con las facultades adaptativas pertinentes, sucumbirá en ese nicho ecológico de los años de formación que es la escuela media. Pero lograr una cabal adaptación al medio no necesariamente supone ser el más fuerte. Esta es solo una de las vías disponibles para el ingenuo que se vea de bruces en los prolegómenos de la adultez, o al menos ya fuera de la niñez. Si se es fachero, si se es peleador (y si se sabe pelear), si se tiene la fortuna (a esa edad vale más que nunca el talento sin pulir del diamante en bruto) de tener levante, se verá mayormente eximido de burlas, chanzas, cargadas y, verbigracia, maltratos, golpizas, y humillaciones a granel. Más aún: se propinará todo esto a otros. Si no se es galán, si no se sabe boxear (vale aquí también cualquier el dominio de cualquier arte marcial, menos el haikido), si se desconoce todo de cómo seducir, vamos fritos. O al menos lo vamos si pretendemos pertenecer al mundo de lo que la pantalla yanqui da en llamar ‘los populares’. Ese fue mi caso. Esa fue la cifra de mi malhadado trajinar por los pasillos del Nacional Vicente López. Eso me pasó por no asumir el nerd que había en mí. Porque los nerds, o algunos nerds, tenían muchas mejores posibilidades de salir indemnes de esa experiencia que yo.
Hace no mucho les conté cómo con un amigo, infiltrados tras las líneas de un emporio dedicado al tráfico de libros, nos las arreglamos para saquear uno de sus locales. Ese mismo personaje es el que, como un Charly García (noveno piso) o un Jarvis Cocker (tercer piso) a pequeña escala, saltó desde el balcón de su pieza (primer piso) a la calle. Ese mismo sujeto comprendió, sin palabras, a nivel inconsciente, cuáles eran sus oportunidades, y supo jugar sus fichas con sapiencia y tino.
Cuando lo conocí era un gordito petiso, más bien roñoso, que más o menos la movía en un ámbito que me fue por regla esquivo por mucho tiempo: el fútbol. A los pocos años era el hijo del Tío Cosa. Había agregado a su rechoncha condición una surtida pelambre que le llegaba hasta las tetas. (Una vez, exhibiendo sus habilidades, me mostró cómo podía comerse su pelo sin arrancárselo. Yo no podía tanto.) Eran los tempranos noventa, hoy tan lejanos. El pelo largo era de rigor. (Queriendo emular al cantante de Soul Asylum, intentó que sus cabellos trasmutaran en dreadlocks. ¿Qué hizo, en consecuencia? No se lavó el pelo por dos meses. Sí, el olor era palpable.) Mas no se debe solo a su aspecto (solía acompañar la panza y los granos con camisas grunge o chombas insulsas sobre camisetas fuera del pantalón) que haya logrado escapar a la Gestapo que perseguía a los faltos de cooltura. Mi amigo tenía un don altamente anhelado por todo adolescente: la invisibilidad. Era, genuinamente, un amigo invisible. Hablaba con poca gente, y todo lo que salía de su boca eran epigramas incomprensibles. Su vida fuera del secundario era, me enteraré después, una inclemente dieta de pajas y libros. No sé si logré expresarlo con claridad: el tipo leía al menos ocho horas por día. No hacía otra cosa (además de cultivar el onanismo, como quedó establecido). Leía clásicos (mucho ruso, mucho siglo diecinueve), leía filosofía (Kierkegaard a morir. Incomprensible). Las personas, por tanto, le rehuían. Para acentuar su aislamiento, iba continuamente contra la corriente. ¿Qué hace un alumno al oír el timbre que señala el inicio del recreo? Sale disparado a los pasillos. ¿Qué hacía este individuo? Se quedaba clavado en el aula. ¿Qué hacía en el aula? No podemos saberlo. Nadie se queda en el aula en los recreos. Carecemos, por tanto, de quien pueda dar testimonio de sus actos en esos momentos. Sé de buena fuente, sin embargo, que a veces, para no ser tan previsible, seguramente, abandonaba el aula. ¿Para ir al kiosko? ¡Pardiez! ¡Eso jamás! ¿Adónde iba, entonces? ¿Cuál puede ser el destino de un nerd? ¿Cuál, de entre todos los rincones de un secundario, constituye un reducto inexpugnable contra sádicos populares? ¿Cuál, entre todos sus recovecos, es el bastión de los que no cogen? Sí: el mismo. Mi amigo, cuando no se encerraba en el aula, se encerraba en la biblioteca.
No creo haber logrado que comprendan el tamaño de su genio. Quizás el siguiente episodio consiga lo que me fue, hasta el momento, esquivo. Hacia cuarto año devenimos compañeros de curso. Para eso, dimos una serie de exámenes junto a otros 98 aspirantes, más o menos. Se trataba de entrar al selecto círculo de los más estudiosos para recibir, presuntamente, una educación de elite. En fin… La cosa es que mi amigo sacó la puntuación más alta. (Aunque no se sirvió para ello de las más puras artes, cabe aclarar.) ¿Qué se hace, que hacen los populares, con aquél que ha demostrado ser el más aplicado/inteligente/capaz? Se lo caga a trompadas. Por supuesto.
Sabían que el individuo en cuestión pertenecía a la división tercera, cuarta sección. Sabían cuál era el aula de la división tercera, cuarta sección. Había, sin embargo, un problema: no sabían quién era. El método de mi amigo había probado ser extraordinariamente eficaz. Cabía, no obstante, superar la más dura prueba. Todo el colegio lo estaba buscando para darle su merecido. No iba a escapar. La furia redentora de la masa dura unas pocas horas. La semana siguiente, el objeto de su deseo se iba a correr. Tenía que resistir esas horas. Tenía que desaparecer una vez más.
Pero el enemigo no era definitivamente estúpido. Se organizaron. Mandaron, entre otras cosas, una partida de dos de sus mejores agentes a la caza del nerd. El primer destino era el aula de la división tercera, cuarta sección.
Antes de seguir adelante, necesitaré asignar a mi amigo un nombre de fantasía. Llamémoslo Riber.
Timbre del recreo. Riber está sobre aviso. Sabe que lo buscan por un crimen que sí cometió. Sabe que, una vez en poder enemigo, será sometido a todo tipo de vejaciones. Pero es conciente de sus fuerzas. Confiado, espera.
El aula se vacía. Afuera: todos. Menos él.
El tiempo pasa. Las fieras huelen sangre. Sus garras crecen. Sus colmillos están a la vista. Su boca despide saliva.
La puerta se abre. Frente a frente, los lobos y el cordero.
Los lobos miran al cordero. ¿Qué ven cuándo lo ven?
Un lobo abre la boca.
-Che… ¿Riber está por acá?
Riber se da vuelta. Mira a izquierda, mira a derecha.
-No.
-…Ah, bueno… avisanos si lo ves.
-Dale.
Las garras se esconden, la boca se cierra. Dejan de salivar.
Los lobos abandonan el prado.
Zedi Cioso
Yo no supe hacerlo. Salí magullado, amorotonado, con las marcas de su institucionalidad opresiva y normalizadora en mi piel. Salí con los pies para adelante, pero sin cortejo fúnebre que me llorara.
Salí y ocurrió el milagro. Lázaro vernáculo, volví a la vida. Como no soy desagradecido, opté por no mirar atrás. Salvo exigencias dialógicas a las que constriñe la amistad, nunca me abandoné al análisis moroso de mis años en el Purgatorio. Yo no soy Pailos; la adolescencia no es mi tema. Pero cuando no hay tema, buenos son los traumas. A por ellos, pues.
Allá adentro es la jungla. Como tal, rige la ley de la selva. Quien no haya sido seleccionado con las facultades adaptativas pertinentes, sucumbirá en ese nicho ecológico de los años de formación que es la escuela media. Pero lograr una cabal adaptación al medio no necesariamente supone ser el más fuerte. Esta es solo una de las vías disponibles para el ingenuo que se vea de bruces en los prolegómenos de la adultez, o al menos ya fuera de la niñez. Si se es fachero, si se es peleador (y si se sabe pelear), si se tiene la fortuna (a esa edad vale más que nunca el talento sin pulir del diamante en bruto) de tener levante, se verá mayormente eximido de burlas, chanzas, cargadas y, verbigracia, maltratos, golpizas, y humillaciones a granel. Más aún: se propinará todo esto a otros. Si no se es galán, si no se sabe boxear (vale aquí también cualquier el dominio de cualquier arte marcial, menos el haikido), si se desconoce todo de cómo seducir, vamos fritos. O al menos lo vamos si pretendemos pertenecer al mundo de lo que la pantalla yanqui da en llamar ‘los populares’. Ese fue mi caso. Esa fue la cifra de mi malhadado trajinar por los pasillos del Nacional Vicente López. Eso me pasó por no asumir el nerd que había en mí. Porque los nerds, o algunos nerds, tenían muchas mejores posibilidades de salir indemnes de esa experiencia que yo.
Hace no mucho les conté cómo con un amigo, infiltrados tras las líneas de un emporio dedicado al tráfico de libros, nos las arreglamos para saquear uno de sus locales. Ese mismo personaje es el que, como un Charly García (noveno piso) o un Jarvis Cocker (tercer piso) a pequeña escala, saltó desde el balcón de su pieza (primer piso) a la calle. Ese mismo sujeto comprendió, sin palabras, a nivel inconsciente, cuáles eran sus oportunidades, y supo jugar sus fichas con sapiencia y tino.
Cuando lo conocí era un gordito petiso, más bien roñoso, que más o menos la movía en un ámbito que me fue por regla esquivo por mucho tiempo: el fútbol. A los pocos años era el hijo del Tío Cosa. Había agregado a su rechoncha condición una surtida pelambre que le llegaba hasta las tetas. (Una vez, exhibiendo sus habilidades, me mostró cómo podía comerse su pelo sin arrancárselo. Yo no podía tanto.) Eran los tempranos noventa, hoy tan lejanos. El pelo largo era de rigor. (Queriendo emular al cantante de Soul Asylum, intentó que sus cabellos trasmutaran en dreadlocks. ¿Qué hizo, en consecuencia? No se lavó el pelo por dos meses. Sí, el olor era palpable.) Mas no se debe solo a su aspecto (solía acompañar la panza y los granos con camisas grunge o chombas insulsas sobre camisetas fuera del pantalón) que haya logrado escapar a la Gestapo que perseguía a los faltos de cooltura. Mi amigo tenía un don altamente anhelado por todo adolescente: la invisibilidad. Era, genuinamente, un amigo invisible. Hablaba con poca gente, y todo lo que salía de su boca eran epigramas incomprensibles. Su vida fuera del secundario era, me enteraré después, una inclemente dieta de pajas y libros. No sé si logré expresarlo con claridad: el tipo leía al menos ocho horas por día. No hacía otra cosa (además de cultivar el onanismo, como quedó establecido). Leía clásicos (mucho ruso, mucho siglo diecinueve), leía filosofía (Kierkegaard a morir. Incomprensible). Las personas, por tanto, le rehuían. Para acentuar su aislamiento, iba continuamente contra la corriente. ¿Qué hace un alumno al oír el timbre que señala el inicio del recreo? Sale disparado a los pasillos. ¿Qué hacía este individuo? Se quedaba clavado en el aula. ¿Qué hacía en el aula? No podemos saberlo. Nadie se queda en el aula en los recreos. Carecemos, por tanto, de quien pueda dar testimonio de sus actos en esos momentos. Sé de buena fuente, sin embargo, que a veces, para no ser tan previsible, seguramente, abandonaba el aula. ¿Para ir al kiosko? ¡Pardiez! ¡Eso jamás! ¿Adónde iba, entonces? ¿Cuál puede ser el destino de un nerd? ¿Cuál, de entre todos los rincones de un secundario, constituye un reducto inexpugnable contra sádicos populares? ¿Cuál, entre todos sus recovecos, es el bastión de los que no cogen? Sí: el mismo. Mi amigo, cuando no se encerraba en el aula, se encerraba en la biblioteca.
No creo haber logrado que comprendan el tamaño de su genio. Quizás el siguiente episodio consiga lo que me fue, hasta el momento, esquivo. Hacia cuarto año devenimos compañeros de curso. Para eso, dimos una serie de exámenes junto a otros 98 aspirantes, más o menos. Se trataba de entrar al selecto círculo de los más estudiosos para recibir, presuntamente, una educación de elite. En fin… La cosa es que mi amigo sacó la puntuación más alta. (Aunque no se sirvió para ello de las más puras artes, cabe aclarar.) ¿Qué se hace, que hacen los populares, con aquél que ha demostrado ser el más aplicado/inteligente/capaz? Se lo caga a trompadas. Por supuesto.
Sabían que el individuo en cuestión pertenecía a la división tercera, cuarta sección. Sabían cuál era el aula de la división tercera, cuarta sección. Había, sin embargo, un problema: no sabían quién era. El método de mi amigo había probado ser extraordinariamente eficaz. Cabía, no obstante, superar la más dura prueba. Todo el colegio lo estaba buscando para darle su merecido. No iba a escapar. La furia redentora de la masa dura unas pocas horas. La semana siguiente, el objeto de su deseo se iba a correr. Tenía que resistir esas horas. Tenía que desaparecer una vez más.
Pero el enemigo no era definitivamente estúpido. Se organizaron. Mandaron, entre otras cosas, una partida de dos de sus mejores agentes a la caza del nerd. El primer destino era el aula de la división tercera, cuarta sección.
Antes de seguir adelante, necesitaré asignar a mi amigo un nombre de fantasía. Llamémoslo Riber.
Timbre del recreo. Riber está sobre aviso. Sabe que lo buscan por un crimen que sí cometió. Sabe que, una vez en poder enemigo, será sometido a todo tipo de vejaciones. Pero es conciente de sus fuerzas. Confiado, espera.
El aula se vacía. Afuera: todos. Menos él.
El tiempo pasa. Las fieras huelen sangre. Sus garras crecen. Sus colmillos están a la vista. Su boca despide saliva.
La puerta se abre. Frente a frente, los lobos y el cordero.
Los lobos miran al cordero. ¿Qué ven cuándo lo ven?
Un lobo abre la boca.
-Che… ¿Riber está por acá?
Riber se da vuelta. Mira a izquierda, mira a derecha.
-No.
-…Ah, bueno… avisanos si lo ves.
-Dale.
Las garras se esconden, la boca se cierra. Dejan de salivar.
Los lobos abandonan el prado.
Zedi Cioso
10 Comentarios:
Me gustó.
clap, clap, clap...me encantó.
saludos.
demasiada idealización
Bueno, desdichada, pedirle a un relato épico que no sea idealista, es ser demasiado idealista.
salud
Gracias a todos, me salió tan bueno que apenas puedo creer que lo haya escrito yo.
¿y quién te dijo que lo escribiste vos?
Lo que pasa, Cioso, es que como te noto algo vagoneta me tomé el atrevimiento de pasar en limpio lo que estaba en tu mente. Para ahorrarte trabajo, nomás. (Confieso que, entre otras cosas, no pude desprenderme de la profusión de preguntas que son como mi sello de fábrica.)
Despreocupate, mp, ya me saqué la modorra de encima. Prometo volver más cioso que nunca.
Recién ahora lo leí.
La secundaria no importa. En el momento parece ser la etapa más decisiva y relevante de la vida (me dirán que esto pasa con todas las etapas de la vida. Yo creo que no tanto como con esta.) No lo es. A medida que pasa el tiempo, va perdiendo todo su sentido hasta que queda sepultado por todo lo que viene después. Al menos a mí me pasó eso.
r, estoy absolutamente de acuerdo con usted.
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