El largo aliento
que, este mismo día, en este mismo río, nadan cincuenta y cinco kilómetros. Hace dos horas los vimos partir y ahora, calculamos, deben estar llegando al kilómetro treinta y cuatro, El Chapetón: una lengua apenas de arena en la costa entrerriana de donde parte la travesía. La silueta difusa del puntero de esa prueba es nuestra señal de largada. Son casi las dos de la tarde, hace calor y el agua del río se arremolina tibia en los tobillos. El sol del siete de diciembre nos pega fuerte sobre las espaldas impresas con el número de competidor en las escápulas.Me toca en suerte el cinco: veo cómo un señor mayor, diestro con el pincel, me lo dibuja en mis hombros untuosos de protector solar y vaselina en las axilas, las ingles, para no irritarme la piel con la mecánica monótona de horas rozando.



Son los primeros metros, los primeros minutos. Me siento fuerte, confiado en los dieciocho kilómetros semanales que nadé los últimos meses. Con cada brazada estiro los brazos, los dejo ir con la corriente inmensa del Paraná; pero mi hermano me advierte desde la pizarra “estás en 70 brzs x min, bajá la frecuencia”, así que trato de estirarme más, volverme de goma en el agua. Los minutos corren mucho más lento que el agua y siento que el río es una clepsidra que atrasa. No pasa más el tiempo, como si se hubiera disuelto en la corriente del río. Cada veinte minutos hay que parar para tomar una bebida isotónica y cada cuarenta para chupar un gel nutritivo y bajarlo con un buche de agua. Aguardo esa primera parada para la hidratación pero la pausa no llega, brazada a brazada, si no bajo la frecuencia y sigo a setenta serán dos mil cuatrocientas hasta la primera pausa. Finalmente veo el bote sofrenarse (es una ilusión, porque todo se está moviendo todo el tiempo en ese río, empujado por una corriente desquiciada) y me arrimo para atajar la caramañola atada a una soga que me lanza mi hermano. “Seguís a setenta, bajá la frecuencia”, me advierte mientras aprieto la cantimplora y me arrojo chorros de Powerade a la garganta sin dejar de mantenerme a flote porque no se puede, está prohibido bajo pena de descalificación, tocar el bote a lo largo de todo el trayecto. Sigo fuerte, construyendo el recorrido brazada a brazada “Soy el nadador –recito a dúo con Héctor Viel Témperley– Soy el hombre que nada”, veo a mi izquierda las lomas de las barrancas en la costa entrerriana y el río ancho, vasto, inmenso, cuando saco la cabeza del lado derecho para respirar y es un gesto, es un rezo, es un mantra el movimiento que se perpetúa como en una máquina forzada a trabajar contra la extenuación.
Nunca intenté nadar tanto. Todas las pruebas de aguas abiertas en las que participé fueron de 7, 8, 9 kilómetros, lo que equivale a una hora, una hora y cuarto de carrera. Nunca entrené más de dos horas, nunca me propuse estar tanto tiempo en el agua para recorrer semejante distancia. No sé lo que puede pasar, ignoro cómo me voy a sentir, qué voy a experimentar, quiero llegar a la meta, es lo único que sé, me concentro en cada brazada que doy, en deslizarme con la corriente, en fundirme con el río, en dejarme absorber por el paisaje. Pero pasa una hora y entonces siento el cuerpo: de a poco los brazos se van endureciendo, el tríceps se agarrota cuando intento estirar la mano hacia atrás, en la propulsión final de la brazada, los hombros se ponen duros y los brazos parecen de bronce cada vez que tengo que sacarlos del agua y llevarlos hacia delante en el recobro. Mi hermano advierte que me flaquean las fuerzas; se para sobre el piso del bote y me muestra la brazada, como si estuviera al borde de la pileta en una clase de natación estira bien los brazos, bajo la cabeza y me acuerdo del poema de Michaux que Baigorria cita en su libro Sobre Sánchez : “Yo remo”; “Yo nado”, mi hermano grita, el botero rema, al tiempo lo arrastra la corriente, pero el agotamiento se deposita como un residuo (y lo es, se llama ácido láctico) gota a gota en cada rincón del cuerpo.
De pronto el bote cambia de dirección, lo advierto porque ya no veo las orillas cuando respiro de costado, sólo el agua y el cielo, con manchones de nubes barridas por el viento; mi hermano me muestra la pizarra “1º CRUCE”: es el primer cruce del río, nos vamos para Santa Fe. Me habían contado que este era el momento más difícil de la prueba, pero recién lo comprendí cabalmente, lo entendí con el cuerpo, en mitad del río. Cuando hacés el cruce te ponés perpendicular al río y perdés la corriente, ese plus de avance que te impulsa siempre hacia delante y tenés que luchar –a brazo partido– contra esa misma corriente para poder seguir al bote que traza una recta entre ambas orillas y el agua se encabrita y te pega en la cara y se te mete en la boca y la sentís correr por adentro del cuerpo y remás y remás pero ves al bote cada vez más lejos, te sentís inmóvil en mitad del río y vos sos el caballo y el jinete sos el bote y sos el remo sos el arco, la flecha y la trayectoria exhausta y el río es ancho, es el Señor Paraná y para darte el lujo de cruzarlo tenés que seguir así: tres kilómetros de eternidad. No sé cómo, no sé cuando, pero en algún momento estamos en la otra orilla, del lado santafecino del río, el bote vuelve a navegar paralelo a la costa y se siente de vuelta en el cuerpo el empuje brioso de la corriente. Pero el cuerpo no es el mismo: transido por el cansancio, vuelto nervio por la tensión y el esfuerzo, siento que un brazo le pide permiso al otro para dar cada brazada; y recién va un tercio de la carrera. Mi hermano sigue fiel a su esquema, me pide que me arrime hasta el bote y enseguida lo desplaza. Saco la cabeza del agua y le digo, le imploro que afloje, que estoy al límite, que no doy más y que no quiero ganarle a nadie, solamente quiero llegar y llenarme de barro los pies en la otra orilla, me apura un poco más pero se da cuenta que hablo en serio y baja el ritmo. Después le pido que ponga el bote a mi derecha, porque al ir adelante me obliga a sacar más la cabeza y tengo el cuello (como los brazos, los hombros, la espalda las piernas) duro. Me dice que sí pero manda el bote otra vez adelante, lo puteo bajo el agua pero sólo produzco burbujas y un murmullo apagado, sigo nadando, la costa santafecina es monótona, sin accidentes, el amarillo de la orilla donde el agua cabrillea y las copas de los árboles: nubes verdes de follaje.

SEGUI
Aprovecho la respiración para corregir: “Falta la tilde”. Veo a mi hermano retirar la pizarra y volver a tomar el marcador. Al rato leo el nuevo mensaje:
SEGUI
PUTO
Me río bajo el agua y quiero llorar también pero se me va todo el líquido que ingiero por los poros y de pronto advierto que ya no siento el cuerpo, es como si me hubieran aplicado una anestesia. Me habían dicho que sucedía pero nunca lo había experimentado: llevé al cuerpo hacia el umbral del esfuerzo físico, el límite biológico. Es como aquel cuento de Kafka, hay un guardián que no te deja pasar, pero al final te revela que esa puerta era la tuya; superado ese umbral ya no hay dolor, la materia se desvanece, disuelta en el agua, sos el río en el que estás nadando, sos la corriente, sos el espíritu y la mente que te sostienen y te empujan para seguir. “Voy hacia lo que menos conocí en mi vida, voy hacia mi propio cuerpo” decía Viel Temperley. De pronto mi hermano me dice que sólo faltan siete kilómetros y es como si me dijera dos cuadras. Me emociono, porque ahora sí estoy seguro que llego. Cada uno tiene su mitología, la mía fue forjada por los estudios de Hollywood y en ese panteón hay un héroe y un momento que para mí sintetiza lo que realmente se propone un deportista, no la farsa exitista de triunfar sobre otro con la que Nike vende zapatillas sino la auténtica lucha con, contra, uno mismo, no ganar sino ganarse, dar de sí un poco más, ir más allá de lo meramente posible. Alzo la voz cuando saco la cabeza y le gritó a mi hermano:
_¡Córtame el párpado!

Ariel Idez