Escasos meses han transcurrido desde que adquirí mi último vicio. Me desperté temprano (era domingo) e hice la combineta tren-bondi hasta aproximarme al área en dónde concretaría mi primera compra de material. El colectivo me dejó algo lejos, así que, envalentonado y excitadamente excitado, surqué a paso firme, apoyando todo el pie en el zapato, todo el zapato en cada pisada, y me adentré en lo desconocido.
“Quiero estos”, dije, y le extendí un papelito. Ahí estaban consignados nombres, números, estratos. El receptor se perdió entre la muchedumbre y las tiendas de color canela. Esperé, pacientemente, impacientemente, dando vueltas al catálogo. ¡Por fin! Pagué (el paquete temblaba en mi mano), caminé más rápido, mejor dicho: más apurado, monté al 65 y esperé. Finalmente, ya llegando a Cabildo, solo en un asiento individual al fondo del vehículo, abrí la mochila y tomé el paquete. Parpadeaba y no dejaba de parpadear, temblando con los ojos. Abrí.
Cinco. Cinco. No recuerdo cuáles. Puedo arriesgar y decir: The Who, Hendrix, Van der Graaf, Roxy Music, Prince. Pero les estaría mintiendo, porque en la primera compra me traje un Zappa (insatisfactorio; no faltará oportunidad. Quizás en un futuro sí pueda decir que me gustan Proust, Zappa, Nabokov), me compré Soul Asylum (deuda de adolescencia), me compré algo más distinto a tirios y troyanos. Hubo una segunda tanda, a la que siguió una tercera y así continúo hasta hoy. Cambié de distribuidor (Parque Rivadavia por Puán, más accesible pero de más limitada oferta), se espaciaron las transacciones. Muchas de las compras eran sometidas a regañadientes a una escucha superficial y devueltas a las pilas de MP3 ya polvorientas. Creo que escuché sólo una vez algo del de Kraftwerk. Pulp, tiempo atrás, había corrido igual suerte. No puede precisar qué capricho lo rescató (una última oportunidad en largo tiempo) del olvido. Sondeé la lista de discos. En fin: ahí está ‘Different Class’, cagándose de risa y mudo (increíble). Recordé que Di Natale lo había señalado como disco del año (1995). Bien, démosle otra chance. Así que mientras escribía (filosofía, la novela, algún post, no sé) comenzaron a correr los temas. Nada mal. Al principio pensé: nada mal. Esto está muy bien, y después me dije: esto está muy bien. Epa, pensé, me dije. Después no pude decirme nada más.
Terminó el tema y, (guau) guau; ¡Guau! No lo puedo creer. ¿Qué pasó? Sé qué pasó, pero lo que quiero saber es: ¿qué pasó?, y no lo sé. Ya empezó a correr el otro tema. Agarro el mouse y pongo de nuevo el tema anterior. Y otra vez no lo puedo creer. Así que para creerlo (me digo), para comprender qué pasó (especifico, me miento), para maravillarme una vez más lo pongo otra vez. Y otra vez, y otra vez, hasta el hartazgo. Después busco en los archivos la letra, y después estoy parado, haciéndome el Jarvis Cocker, yo, petiso morrudo, él, flacoalto desgarbado, me contoneo, me hago el crooner, el dandy de poca monta con menos lecturas encima de las que ellos creen, ligeramente pasadísimo de drogas, le canto a ella, a ella, a ella, también a ella, loas, lamentos, el amor pasado, vivido, perdido.
El tema se llama ‘Underwear’. El tema es ‘Underwear’. La voz de Cocker, perpetuamente afectada, pasea por un espectro mayor al que su registro le permite. Se lo oye decir con tono de bajo (Cocker siempre es pronunciado, como los escotes), de ahí a cantar melodiosamente (casi) sin afectación, para rápidamente cortar con agudísimas disonancias, como si se estuviera estrujando los huevos. Y, tarde, más bien tarde, de modo indefectiblemente sorpresivo, atrona con un grito lacerante de dolor, más bien de resentimiento, más bien de pena, más bien de llaga abierta. La voz es acompañada por los instrumentos, que siempre son más menos destemplados que aquella, que subrayan menos, que acamalan. Empiezan suave, apenas pulsados, con desgana. Después un quejido de guitarra y el comienzo del increscendo. La batería cada vez más insidiosa y vuelta a la calma chicha. Cocker susurra. Vuelve el estallido. Batería que subraya, se escucha el teclado en función de órgano de cajita de sonidos marcar la melodía, la guitarra puntúa, acompaña. Nada: otra calma que precede a la tormenta y Cocker que resurge y la increpa. ‘¿Cómo carajo es te encontrás semidesnuda en el cuarto de otro?’. Pero todo pasa, cada vez más exasperado, cada vez más arriba. Ya las calmas no son ausencias. El tema se diluye.
¿Importa la letra? No importa si importa: en este caso atender a lo que dice Cocker hace a todo mejor, es decir, más terrible. Que un tema sea más terrible siempre es bueno. No sé de qué habla el tema, es decir: no estoy seguro. Dos son las versiones más plausibles. Prefiero esta: el que habla es un cornudo. El que habla se acaba de enterar que es un cornudo. El que habla acaba, además, de ser abandonado. Está solo. Ya lloró, está a punto de volver a llorar. Y repasa el imaginado acontecer de su derrota. Se detiene, moroso, en las dudas de ella. En el deseo de él, del otro. En la fatalidad del sexo, en el morbo del éxtasis ajeno, indirectamente propio. Ya lloró. Y está a punto de llorar otra vez.
El tema me gustó tanto que lo escuché mil veces. Mil veces en las que, a veces, también escuchaba el resto del disco. Hasta que logró, casi, fastidiarme. Pero Pulp ya me gustaba tanto, pero tanto, que no podía (ni quería) escapar de sus redes. ¿Para qué se detenta un MP3? Para escuchar más de un disco del mismo cedé. Así pues pasé a otro. Pasé a al disco anterior, a ‘His ‘n’ Hers’ (del ’94). Claro, ya lo prevén, ya lo saben. Otra vez. Otra vez sin esperarlo (¿es condición necesaria?), recibí el estacazo, y caí desmayado. Otra vez, otra vez, otra vez: para creerlo, para comprender qué pasó, para maravillarme una vez más lo pongo otra vez. Y otra vez, y otra vez, hasta hartarme.
Otra vez el crescendo. Es un crescendo general con tres o cuatro subcrescendos, con dos o tres parar y comenzar de nuevo, pero algo más arriba que antes. Cocker empieza a susurrar, y sin dejar de hacerlo pasa a decir y de ahí, con un rasgueo de guitarra española, con la ominosa atmósfera del teclado y la batería taladrando en voz baja, en otro susurro, se desata la convulsión en la voz, el grito, un breve y mordiente rasgueó de guitarra (otro, el mismo) y estalla, y vuelve, y vuelve, y el crescendo final, el más largo. Un recitado de Cocker que cada vez más (cada vez más) eleva la voz, cada vez más, (cada vez más) cada vez más, y el rasgueo y el rasgueo y la amenaza y el fin. La amenaza. Cocker, que le habla a ella, la misma y otra, amenaza. Porque invertido en el espejo, la letra nos cuenta la misma historia desde otro lado. Pero a Cocker también le toca sufrir acá. Porque entre la celebración y el lamento, Cocker, haga lo que hiciera (incluso cogiendo), se lamenta. Y amenaza. Cocker es el otro. Cocker es el amante que (mala suerte pobre tigre siempre tuvo) se enamora. Y amenaza: ‘debés creer que estoy bromeando, pero si lo tocás de nuevo no me ves más’. El tema se llama, el tema es ‘Pink Glove’. Lo que podemos traducir (y déjenme engañarme), un poco como un Sumo avant la lettre, ‘Bombachita Rosa’. Ella, la amada, está indisolublemente ligada a su novio. ¿Por qué? Porque con él hace cosas que con Cocker no puede. ¿Qué cosas? “Baby-doll nighties with synthetic fluff”. Sexo sadomaso.
Los dejo. Cocker, yo mismo en este instante, me contoneo y, en falsete, lanzo un grito. Y la amenazo.