El Mate Tuerto

"Se fingirá el saber que no se tiene."

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Nombre: El Mate Tuerto
Ubicación: Argentina

26 abril, 2006

Las peliculas que vi en el Bafici (por Zedi Cioso)

Antes que nada quiero recomendar los excelentes comentarios sobre las películas del festival que ha realizado nuestro amigo playmobil hipotético (www.playmobilhipotetico.blogspot.com) de los que éstos sólo pueden ser un triste remedo.

Se Arrienda, de Alberto Fuguet.

Aunque no leí nada de Fuguet después de ver su película sólo puedo decir que como director de cine es un buen escritor. Pero no me quedo sólo con el chiste remanido sino que esta es una impresión sincera: Fuguet, más que transponer los géneros los superpone, y lo que en la novela funciona a las mil maravillas: extensión del relato, ficción dentro de la ficción, intensos monólogos confesionales, en el cine ralenta el relato y exacerba la paciencia del espectador. Eso sí, las chicas son todas preciosas.
La conclusión del productor en la charla posterior del productor habla por si sola: “No hay que venderse al sistema, hay que alquilarse por un rato”.
Calificación de la película: 2 Zedis (sobre 5)
Casting femenino: 5 Zedis

Porno, de Horacio Cirelli

¿Quién no vio una película pornográfica? ¿Quién no quiso ver como se hace una película pornográfica? A esta necesidad extrañamente no satisfecha apunta en parte el documental de Cirellli. Y si la cosa quedara ahí sería perfecta, pero Cirelli la embarra con una fastidiosa actitud “artie” que lo obliga a remanidos planos detalle de hormiguitas (¿será por aquello de la hormiga y el elefante?) perros, globos, plantas. Sí, si, ya sabemos que se puede interpretar a la pornografía como “el reino del detalle” la imposición de la parte sobre el todo, pero se pierden valiosos minutos de película en los que podríamos haber conocido las impresiones de esos voluntariosos actores que ponen el cuerpo para satisfacer nuestro apetito voyeur. Cuando no la convoca la naturaleza, la cámara de Cirelli nos entrega fascinantes postales del mundo porno que nos muestran la verdad de la trama: coger es un trabajo como cualquier otro.
Calificación: 3 Zedis

En el hoyo, de Juan Carlos Rulfo

¿Una película sobre una autopista gigante construida sobre el DF? ¿Y dirigida por el hijo del que te jedi? Sí, y aunque no lo crean está a la altura de las expectativas. Todo en este planeta es peligroso y desmesurado. Los obreros son cada uno un personaje digno de su propio documental y la mujer que cuida el obrador de noche dice “es necesario que haya un muerto por cada pilar que se levanta, para que su alma proteja la estructura”. En el hoyo nos da la pista de donde ambientaría hoy papá su novela, mientras el famoso plano secuencia final que recorre la obra de punta a punta nos arroja las voces perdidas que laten sordas bajo el asfalto cruel del DF mexicano.
Calificación 5 Zedis


Lunacy, de Jan Svankmajer

Al inicio de esta película el director tiene la amabilidad de plantarse frente a la cámara y decirnos de qué trata, cuáles son sus influencias y qué quiso hacer con su película (¿Cómo, no estamos grandecitos ya?). Y lo peor es que no era necesario porque las citas a Poe y Sade son más que evidentes. Aires a Passolini recorren esta película que alcanza muy buenos momentos pero desgasta un poco con la carne cruda animada (simpática al principio, insoportable al final) y los discursos de los personajes. Es el tipo de película que uno le pide al festival porque difícilmente vaya a verla en otro contexto.
Calificación 3 Zedis

Takeshis, de Takeshi Kitano

Sí señores, Kitano se volvió loco y se cansó de ser kitano y filmó esta película donde se parodia a sí mismo y se apropia de Fellini con mirada sesgada de oriental (payaso incluído). No hay banda no hay orquesta, los yakuzas, a falta de una, mueren como quince veces y la historia vuelve sobre si misma una y otra vez. Da la impresión de que Kitano filmó todo lo que se le pasaba por la cabeza y se cagó en todo. Y está bien (por una vez, que quede claro). Imperdible: la escena en que los fogonazos de los tiroteos se elevan al cielo para transformarse en constelaciones astrales.
Calificación 3 Zedis

The Beauty Exchange, de Erika Hníkova

Documental-debate sobre los sacrificios a los que las mujeres se someten para amoldarse al opresivo ideal de belleza que impone la sociedad contemporánea. Y nada más. Si piensan salir con una mujer de siliconas llevar, no la vean. Si no, está todo bien, pero no aporta mucho: es un buen programa de la TV checa.
Calificación 2 Zedis


I’m a sex addict, de Caveh Zahedi

1 No, el director no es pariente lejano mío, por lo que no hay influencia familiar en este comentario.
2 ¿Dónde estuviste todos estos años Zahedi?
3 La mejor del festival (de mi festival privado que abarcó 8 títulos). Cruza de documental con biografía (atentos los que disfrutaron American Splendor) con un director-protagonista que camina igual a la pantera rosa y sueña con llevarse a la cama a toda puta que se le cruza, amén de no poder evitar contárselo después a su esposa, novia o pareja de ocasión. Hilarante, construida con inteligencia suficiente como para hacer un buen uso del metalenguaje y mucho, pero mucho, sentido del ritmo y del humor (¿no son acaso la misma cosa?). Hagan con esta peli como Caveh con las putas: si alguna vez se la cruzan, no se la pierdan.
Calificación 5 Zedis

Last Days, de Gus Van Sant.

Sí, debo admitir que Elephant me gustó, pero tampoco me volvió loco y ahora Last Days era uno de los “must” del festival, la película que todo buen snob no podía dejar de ver. Se supone que narra los últimos días (“last days” ¿La cazás?) de la vida de Kurt Cobain. Lo que vemos es un zombi que se viste de mujer y anda de acá para allá sin ton ni son, articulando sonidos guturales para comunicarse como si estrenara una lobotomía que le hubiese trepanado un hemisferio entero. Lo peor no fue quedarme dormido a la mitad de la película sino despertarme diez minutos después por los gritos salvajes de “Blake” (por suerte no dejaron que le pusiera Cobain) y tener que seguir mirando. Si Kurt resucita aquí tiene motivos de sobra para tomar el rifle.
Calificación: 1 Zedi

25 abril, 2006

Reincidente

Si ya lo sabías, si el año pasado dijiste “esta fue la última vez” “no vuelvo más”, si no querías formar parte de un desfile de freaks dándose aires, si no pensabas arrepentirte porque el marco de tus anteojos no fuera lo suficientemente grueso, si no era tu intención ver a Betty Sarlo instalada a dos mesas de la tuya degustando un capuchino de Bocazzi y fumando en boquilla mientras vos saboreabas un potaje automático del mismo nombre que compraste en Burger King. si no alentabas ningún interés científico en estudiar las respuestas fisiológicas que tu organismo ensaya tras permanecer 15 horas en un shopping, oliendo a la fuerza ese olor a shopping, quizá producto de la ozonización de la atmósfera, con los ojos hinchados por la luz artificial, inmerso en el clima controlado, como un pollo de criadero en Entre Ríos, si nadie te obligaba a ver una película malísima que elegiste porque te pareció bueno el nombre, si ya estabas cansado de decir “interesante” cuando querías decir “una cagada”, si te daba tortícolis dormir en la butaca del cine, si no tenías la menor intención de acostarte todos los días después de las 2 AM y andar como un zombi al día siguiente, si no pretendías provocar una discusión con tu pareja y que te acusara de no dedicarle la más mínima atención, si no querías dar la vida por conseguir la entrada a una película que meses después ignorarías olímpicamente ante su estreno comercial, si sentías claustrofobia en el subte línea B, si no querías cruzarte con tus ex compañeros de facultad desesperados en su empeño por demostrar cómo se preocupan por la “movida cultural”, si no te interesaba ver, ni siquiera de lejos, al jefe de gobierno de turno inaugurando o clausurando un festival con nombre de gramática anglosajona con su sonrisa de ocasión, si nadie te obligaba, entonces ¿Por qué lo hiciste todo de nuevo por octava vez en el Festival de Cine Independiente de Buenos Aires?

Zedi Cioso

24 abril, 2006

nadear, nadita, nadalín, ahogado!

Finalmente, luego de muchos meses luego de muchos años pero algunos salvados del naufragio, del nauseoso mundo, me organizo el trabajo.
Luego de la internación y el reposo y el repozo y el propio leproso, me organizo.
Luego del asco y las noches pútridas del ocio culpozo, organizóme .
Me organizo para no dejarme atormentar por el trabajo, por los desastres traseros, por ser el tren delantero de la organización, y así digo que me organizo.
Y digo que tal día voy, que tal no, que ahora sí, que el tiempo para este ilustre idiota, que por afuera un poco, que a tal cosa no voy, que mis hijos me verán más temprano, que las cosas me resbalan, que soy un tobogán, que ahora además soy un tobogán organizado.
Y me organizo y digo la verdad pero la novela no aparece, hace ya cuatro meses que se silencia, burlándose de sí misma, burlándome de sí, de mí, de ella, burlándonos del burlón, organizado en el pudor culposo, tal vez, en el fulgor culpozo del silencio, en el sinsentido de la vida inescribible, en la noche boscosa follaje silencio, silbidos de un viento que se chupa la letra, como una implosión, como los pedos que uno se tira hacia adentro, de tanto aguantar por el bien de los vecinos.

23 abril, 2006

don de ausencias

Bien, pues vamos a ver, en la anodina noche otoñal de mitad de semana, Derecho de Familia, de Daniel Burman.
Y a pesar de la impronta autoayúdica que puede mutar su título en Derecho a una familia, a pesar del narrador en off que intenta hacernos digerir la introducción aclaratoria, ¿por qué es una película mirable?
Será por el recorte de la mirada sin la tonta ilusión de la totalidad, la construcción de una mirada fílmica, el intento de hacer cine, de rodear a un personaje con la telaraña de lo cotidiano, y a través de lo no dicho, decir la extranjería, o mejor las finas líneas entre la extranjería y la pertenencia, entre lo propio ajeno, casi siniestro, y lo ajeno e íntimo, de un tiempo que transcurre y que se hace invitar a tu propia casa, furtivo, egoísta.
Los huecos posibles para deshacer dentro del sí mismo el lugar del padre, del déspota amado, y la extrañeza furibunda de la propia paternidad.
Y todo esto, con la tinta suave y sutil de una ausencia permanente, ausencia más fuerte que cualquier fortaleza.

ER

Introducción al Existencialismo

Hacia fines del año 2004, el recientemente licenciado en Filosofía conocido bajo el alias de Playmobil Hipotético decidió que ya era tiempo. Demasiadas veces había postergado el viaje de carácter iniciático extramuros de Argentina, intramuros de Latinoamérica. A fin de que la travesía no trocase al poco de comenzar en una carrera de obstáculos, PH tomó una astuta decisión: cartearse con otro héroe de nuestro tiempo: Rodrigo Salgado Boza, escritor, pero más importante aún: chileno, y para más datos: residente en Santiago. El objetivo: tener dónde dar con sus petates cuando hubiese abandonado suelo patrio. El Hosco RSB, previa increpación e increpaciones (eficazmente) intimidatorias, accedió a alojarlo. ‘Con una condición’. Cuál, se preguntó PH. ‘Una cita a concertarse en este acto en la punta del Aconcagua’. Qué, se preguntó PH. ‘Tendrá el carácter de un duelo. Tranquilo, pelearemos con tus armas. Será una disputa dialéctica’. Ajá, pareció afirmar, pero en verdad se preguntó PH. ‘De salir no digo victorioso, mas sólo indemne de la batalla, te serán otorgadas las llaves de todo nuestro continente’. Muy bien, enfatizó PH, ya atizado, y se sabe que un PH atizado es un PH desbocado. Enfermo del orto, se dijo PH, atiborrado de poesía tenía que estar, justo ahora, la reputa madre. Un poco (confesémoslo) arrepentido, pero comprendiendo redondamente que el compromiso no tenía vuelta atrás (salvo la ignominiosa retirada de la contienda, lo que, dado el temple de sus amistades, significaba el abandono de la ciudad, del país, del mundo. Así de intransigentes son mis amigos, concedió PH, y echó a llorar.) Qué quiere, se preguntó PH en camino a la cordillera, atravesando la pampa inmutable en compañía de su colega del Mar Dragón, babeante en el asiento contiguo. El secundado había sido otra solicitud de RSB, quien tampoco dejó que eligiera la encarnación de su auxiliar. Debía ser DDM. Muy bien, subrayó PH, vos traés a Gernández. Un ruido confuso y turbio, luego el silencio se oyó del otro lado de la línea. Habían cortado. PH se preguntó si esa requisitoria no había sido también prevista por RSB. Después de todo, ¿qué otro amigo de RSB conocía él que no fuera G? PH elevó sus pies del suelo. La baba de DDM inundó el primer piso del micro y ya rebalsaba amenazante hacia la planta baja. El micro frenó. La ayudante de abordo, el copiloto, el piloto, y finalmente PH mismo amordazaron y ataron a DDM. Pero la baba era ya incontenible. La baba, de hecho, atoró radiadores y desató el fuego bajo el vehículo. La baba, entonces, viéndose dominante del terreno, habiendo copado la parada, adoptó modos antropomórficos y atacó a la población de la planta baja. Todo esto redundó en una merma considerable de la población humana ambulante por las arterias de la pampa desértica. La fauna, quizás, ganase en variedad con la baba devoradora, que ahora ascendía al primer piso sirviéndose del manto tendido sobre el suelo cual enorme pseudópodo. La que subía, entonces, era la boca de la baba que, habiéndose fagocitado a los valientes o durmientes que retozaban (¡todavía!) en los primeros asientos, se disponía a hacer algo útil de PH y compañía: los haría comida. Destino no menor, bien visto, el de servir de alimento a una especie mejor adaptada. Extrañamente, la usual ecuanimidad de PH y la parsimonia de su ex-colega académico DDM no lo veían así. La parsimonia de DDM pudo liberar las manos de su detentor y el detentor (DDM) logró garabatear en su libreta cosas como ‘la baba, de hecho, atoró radiadores’, y siguió más adelante ‘sobre el suelo cual enorme’ y siguió ‘durmientes que retozaban’ y corrigió: ‘la baba, paralizada cual Atila ante la magnificencia de Roma, espantose ante la sabiduría y destreza teórica representada y encarnada en PH, dispuesta, ¿por qué no? a un nuevo salto de esferas de existencia, temblorosa y en ascuas (aunque NO tenía por qué temer, aunque NO estaba en ascuas, amén de su delicuescente condición), retrocedió. Y no sólo retrocedió sino que insufló nueva vida al motor que, en su calor autogenerado, derritió (primero) y evaporó (inmediatamente después) la otrora baba vida, baba todo. Pero el camino al infierno, querida baba, está empedrado de buenas intenciones. La baba, baba, solidificó en piedra en el camino del vehículo, que voló por los aires desintegrándose a él mismo y a su tripulación, con las honrosas excepciones de PH y su grumete, DDM, expulsados tan lejos como la punta del Aconcagua, a la que arribaron cayendo dentro de la chimenea que se yergue en la punta de la casa en la punta del pico nevado. Habiendo franqueado las llamas del hogar, revitalizados y vigorosos, emitieron un ‘¡Uajjj!’ que hacía constar su vuelta a las lides, listos para afrontar el peligro con cara de escritor. Con cara de RSB, el diablo para todo fin práctico. ‘Veo que han llegado a tiempo’. Los mofletes de PH bullían de adrenalina e indignación. Poco hubiera faltado para que destrozase la lozana faz de RSB de no interponerse entre ambos G, DDM y su baba, omnipresente, pero amaestrada. Algo contestó, sin embargo. ‘Duelo’, dijo RSB. ‘Escoje tu primero el arma que prefieras’. Dicho lo cual abrió de par en par un gabinete con forma de escafandra. En su interior se veían, relucientes, más de diez libros. ¡Ah!, pensó PH, con este no hay quien me gane, y tendió sus garras hacia la ‘Crítica de la Razón Práctica’. Algo, alguien, lo hizo detenerse. Miró a RSB, quien parecía reprimir una mueca de descontento. Cambió el curso de su mano y tomó un ‘Diario’, el tomo 1. ‘Sabia decisión’ –RSB. Sabia las galochas, pensó PH, la reconcha de tu hermana, acotó. ‘Por mi parte elijo este’, y tomó posesión uno rojo con una foto recortada de un caminante con aspecto de empleado público. ‘El terreno, colega, lo elijo yo. Sepa, qué digo, ya lo sabe: el poeta es un fingidor que finge constantemente, que hasta finge que es dolor el dolor que en verdad siente’.
-Mirá: a mí ese temita de las máscaras perpetuas –dijo retirando de su cara una máscara de gorrión que se había probado- ya me tiene un poquito harto. Está bien: no hay algo así como la sinceridad profunda, siempre actuamos, sea ante auditorios efectivos…
-Ante audiencias fantasmas
-Ante nosotros mismos también (según el caso), en el desdoblamiento esquizo clásico, en el actor y público de su actuación. Pero…
-No hay peros. Fingir es conocerse.
-…puedo conceder. Decía, antes de ser interrumpido –y se retiró la nueva máscara de gorrión que yacía bajo la primigenia máscara de gorrión- si bien hay otro o algo que nos actúa, si bien hay voluntad (algo, al menos) de ser eso otro o eso algo que no somos, afirmar esto es ya decir que somos algo.
-Mera retórica. Expresarse es decir lo que no se siente.
(G bostezaba y limaba sus uñas, muy coqueto. DDM, nadando en un mar de baba que cercaba ya a un distante G que empezaba a levitar y luego redondamente a tomar vuelo, sonreía, asentía, oponía mudos reparos.)
-No. Hay un sentido fuerte, excesivo, en el que no se puede ser auténtico. Es cuando se exige de la autenticidad –tras la segunda gorra se perfilaba una nueva máscara de una máscara de gorrión- pureza. No hay pureza (no al menos de la pura). Pero hay un sentido inocuo de autenticidad que es rescatable. Es el dejar actuar al inconsciente, levantar (algunas) represiones a la manifestación del ello freudiano.
-Expresarse es decir lo que no se siente.
-Es un sentido inocuo. Un sentido más humano, que nos permite respirar más profundamente, que nos saca el peso de encima del perpetuo fingimiento. Que nos deja ser cargosos, escatológicos, soeces, atorrantes y compadritos –esto decía y PH se iba achicando, RSB ganaba altura, pero también volumen. PH se movía con soltura y ya era toda una rata, con cola y todo. Hasta cantaba. RSB, el diablo probablemente, devino estatua-. Que nos permite ser inmaduros.
-Expresarse es decir lo que no se siente.
-¡Basta con la chácara! –PH retiró con sus manitas y cola la última máscara y dejó ver, por fin, su verdadero rostro: una máscara de gorrión.- Seamos inmaduros, seamos maduros. Seamos todo.
G, volátil, había desaparecido diseminado en polvo de alta montaña. DDM nada había escogido, pero presentía, en lo recóndito de su coleto, lo peor. Después de todo RSB era el diablo.
Es el diablo, se dijo PH. Es el diablo, pensó la baba que otrora fuera dragón.
El diablo sonrió.

Matías Pailos’

14 abril, 2006

nadar escribir

La conexión intrínseca entre nadar y escribir proviene de un estado mental y una disposición física (o al revés). Quien, tras cierta práctica, adquiere la destreza de la técnica natatoria, sabe que puede abandonarse a cierto “automatismo corporal” donde las brazadas se suceden sin solución de continuidad, el pataleo se acopla rítmicamente y la cabeza se asoma con regularidad para tomar el aire. Incluso el sonido de las manos cuando impactan sobre la superficie límpida para romper la trama invisible del agua, las burbujas que encapsulan el aire exhalado por la boca, el ligero chapotear de las patadas, conforman un mantra que propicia el estado de trance. Cuando se alcanza tal estado, tal vez después de cinco o diez minutos de nado ininterrumpido, el cuerpo pasa a un segundo plano como el susurro de una máquina eficiente y las cavilaciones mas disímiles tienen lugar: un sinnúmero de historias se suceden, sin principio ni fin, relatos coleópteros que se extinguen ante el mismo fuego que los convocó, apuntes, ideas que se desarrollan hasta su reducción al absurdo mientras que la escritura, que al momento de emprenderse se puede presentar como un amargo trámite, lleno de obstáculos, plagado de calles sin salida, de marchas atrás, de tachaduras a página entera, si acaso, en el azar de una línea, en el hallazgo de un giro acertado, a veces, las menos, cobra una especie de velocidad, las palabras empiezan a sucederse y encajan como las figuras geométricas de un tetris, y de pronto sin poder precisarlo me encuentro abandonado a un flujo que corre veloz y metódico, seguro de la corriente que lo anima como si se tratara de seguir el dictado de una voz que surge de ninguna parte, y en ese momento fugaz y único parece que no hay motivo para preocuparse acerca de lo que se está diciendo, las palabras se dibujan y cobran forma una detrás de la otra y lo que subyace al trazo de la birome sobre el cuaderno es un placer físico, un discurrir que avanza sin pausa a un ritmo establecido en una marcha constante hasta que un punto le pone fin.
Entonces asomo la cabeza para tomar aire.

Zedi Cioso

13 abril, 2006

Trabajar

Hoy es la primera jornada de un largo derrotero. Soy conciente de mis capacidades, disposiciones y posibilidades. Quizás, seguramente, haya cosas, eventos que escapen a mis previsiones. Quizás yo mismo, seguramente. Pero empiezo con firmeza y decisión, sabiendo que el camino más corto para viajar alrededor del mundo es lograr llegar hasta la esquina. Y después: la otra esquina. Y después: la otra esquina y después: el fin del mundo. Mi objetivo es más modesto: se trata solo de incrementar indefinidamente mi capacidad productiva. ¿De qué? De toda aquella labor intelectual a la que me aboque. Así que empiezo poniendo el despertador cinco minutos antes y yéndome a dormir 15 minutos después, habiendo: leído ‘El Caos’, de Wilcock, incorporado una entrada sobre la novela y la novela total, comenzado otro capítulo (el 47) de mi nueva novela, glosado un artículo de Cohen (y el carácter contextual del conocimiento) y esbozado un atisbo de crítica. Nada mal, así que en la segunda jornada la emprendo resuelto contra ‘Fluyan mis lágrimas, dijo el policía’, de Dick, salgo a correr, delibero acerca de si cortar o no con mi actual ex-novia, ingiero una inmunda pasta de atún como un desaforado (adoro el matutino menjunge de atún con remolacha o tomate y mayonesa; lo unto hasta derramarlo en sánguches de galletitas de sal y lo incorporo en uno o dos bocados. Prescindo de todo modal y preceptiva relativo a las buenas maneras en la mesa, incluso hundo migajas de pan en los restos aceitosos del manjar, infecto de acuerdo a la mayoría), termino el capítulo (el 47) e intitulo el 48. Respondo objeciones a objeciones de mi cuño en el blog, llamo a mi actual ex-novia y concertamos una cita y no duermo en casa. Me las arreglo para dormir 15 minutos menos y despertarme media hora antes. En los tiempos muertos en que ella duerme avanzo hasta el primer tercio de la novela de Dick (soy un lector inusitadamente lento). De todas formas comienzo mi tercera jornada antes que ella (ella sí es muy remolona); aprovecho para comprar faturas y me llevo el tomo 4 de cuentos de Kafka editados por Página12 y leo en el camino esperando no ser interceptado por maleantes. Ella me tilda de paranoico y tiene razón. Comprendo que tiene razón (‘tengo razón’, sentencia) y el mecanismo del enojo se desactiva sin que yo lo quiera. Ya ni siquiera quiero contra mi voluntad, pues comprendí que eso incrementa traumas y complejos, resta combustible volitivo y emotivo para las inframentadas labores intelectuales (y físicas, y para las físicas no intelectuales también) y además: no tengo razón. Recuerdo mis deberes de honestidad intelectual de buen filósofo y me callo. Logro escabullirme dos horas antes de lo previsto sin que ella se queje. (Parece resignada, y eso me entristece. Me enfrasco en otro artículo (uno nuevo) de Stewart Cohen y el por qué el contextualismo a medias de Keith DeRose no es satisfactorio. Se me ocurre por qué el contextualismo de Cohen es medias tintas para un pragmatista como yo y) llego a casa y pergeño (termino de pergeñar) y llevo a la práctica (empiezo a llevar) la crítica a la crítica y el comienzo de la verdad acerca de las atribuciones de conocimiento.) Tengo sueño. Me clavo dos cafés y salgo a correr. Llego, y mientras me pongo hielo en la rodilla comienzo ‘Doctor Pasavento’, de Vila-Matas, y lo dejo porque me gustó y no quiero dejar Dick. Paso a Rulfo: logro empezar a terminar ‘Pedro Páramo’ y me felicito. Hablo con mi actual ex-novia y concierto una cita en casa. Leo leo y comento. Me duermo dos horas más tarde y me despierto dos horas antes. Por lo que consigo reducir las horas de sueño a tres. Y voy por más. Lo que nos deposita en la cuarta jornada, en la que le preparo el desayuno y mientras tanto armo la estructura general del capítulo final de mi futura tesis doctoral y ella se despierta. La cubro de besitos y sigue durmiendo. Me olvido de toda actividad intelectual, o no tanto. Tres horas después ella se marcha y yo: picotea que te picotea. Termino Rulfo (‘!EEjjhhhh!’, corea la tribuna), termino ‘El Sueño’ de Aira (y me pregunto cuándo por fin me gustará en serio de una buena vez será de dios). Remolco otro capítulo de ‘El desierto de los tártaros’ y pienso sinceramente en colgarlo. Escribo: seis páginas del capítulo 48 y lo termino. Releo, corrijo, imprimo y mando por mail a Zedi Cioso. Espero infructuosamente que lo lea y recuerdo una conversación con mi actual ex-novia en la que le comento que por un tiempo no tengo que acosarlo más con la lectura de mi novela porque me estoy poniendo cargoso y monotemático y nuestra amistad ya no es lo que era. Me dice: él no tiene obligación de leerla, y nos enfrascamos en una disputa, que es en realidad mi reconstrucción mental de una disputa real y pasada, levemente modificada. Seguimos en mi mente sin llegar a un acuerdo. Leo y leo y leo hasta terminar ‘Fluyan mis lágrimas’ y me pregunto si podré alguna vez escribir así, ser tan clásico e intenso y me respondo ‘no lo sabés’, y aunque sienta lo contrario sé que no lo sé. Ese día no duermo. Mala resolución: al día siguiente vago como un zombie. Altero la política. Durante la jornada siete la llevo a cabo: logro concluir otro capítulo de mi novela, el 50, tipeando mientras duermo. No logro todavía leer a Kennedy Toole durante mi trance onírico, y lo tengo que reservar para la vigilia. Leo, escribo, corro, corto con mi actual ex–novia. Traumas afluyen, refluyen y me inundan. Suspendo el plan maestro por un tiempo. A los pocos segundos me insto a ponerle fecha al levantamiento del paro: 48 horas. Desarrollo un sistema para leer en sueños, y lo logro. Así que termino el prólogo del artículo sobre contextualismo y doy comienzo al capítulo 51 de la novela en mi vida noctámbula mientras concluyo ‘Conjura Necios’ en sueños. Comprendo la insuficiencia de todo y me despierto antes. He de desarrollar un programa para dormir en sueños, escribir en sueños mientras el sueño del sueño soy yo leyendo (algo abstruso; Williamson y su ataque al contextualismo, quizás, seguramente). Comprendo las falencias: ¿cuál será el registro de lo escrito en sueños? Jornada 11: comprendo que lo que tengo que desarrollar es un programa para leer en sueños, es decir: que mi cuerpo lea ‘x’ mientras mi mente soñando en el sueño lea ‘y’. Termino el tomo 1 del Diario de Gombrowicz, cuelgo un post en el que retrato o meramente comunico mi actual condición de ex-novio, contesto a Zedi Cioso o a Cobiñas o a Zato o a Xilofón. Comprendo que necesito desarrollar un procedimiento recursivo para leer en sueños y soñar que leo y leer en el soñar del soñar mientras en el sueño del soñar del soñar leo, y así hasta el infinito. Cuatro tazas de café. Comprendo y pongo manos a la obra. Jornada 21: ni un minuto, ni un segundo, ni un nanosegundo dejo de trabajar; ni aún cuando sueño, ni aún cuando hablo, ni aún cuando descanso. Sigo trabajando, como siempre, como lo único que hago. Busco hacerlo más y mejor. Mientras tanto, sigo trabajando. ¿Puedo trabajar en dos cosas al mismo tiempo? Seguro. ¿En tres, siete, mil cosas al mismo tiempo? Seguro.

Matías Pailos

07 abril, 2006

Rodrigo Salgado Boza, o Retrato del Artista Adolescente

Rodrigo Salgado Boza tiene 21 años, es alto, desgarbado, fuma compulsivamente, pelo desgreñado. No tan buena persona (medio guacho), no tan inteligente. Cuando está borracho habla solo con apotegmas. Cuando la lengua se le suelta, cuando no va tras el preciosismo, tras el ritmo ajeno, es mejor que todos sus coetáneos. No tiene novia. Dice ser enamoradizo, pero tiene mucha suerte con las minitas (porque, ya ha sido dicho, es bastante guacho –ven la progresión: ya no más medio nada). Estudia… Letras, probablemente. Lee como un poseso o no lee, y lee siempre bien. A veces se da cuenta de que es mejor que lo que lee, y al ufano sucede el espanto. Lee a Capote, lee a Kennedy Toole, lee a Borges.
Rodrigo Salgado Boza tiene 25 años y todavía vive con sus padres. Es alto, desgarbado, fuma como un poseso y goza de un pelo compulsivamente enmarañado. Lee muchísimo y no escribe tanto. Es enamoradizo, dice padecer más de lo que padece. Cuando la lengua se le suelta, es genial. Cuando no, también. Estudia Filosofía… probablemente. Lee a Vila-Matas, lee a Juan Emar, quiere leer a Perec. Lee a ya saben ustedes quién.
Es lo más parecido a ya saben ustedes quien, para su mayor gloria y loor, y todavía no logró desprenderse del padre literario de todos los que queremos ser escritores huérfanos.
Dos versiones de RSB, el gran escritor de Santiago, el gran escritor chileno, el gran escritor latinoamericano, ¡qué remilgado!: el gran escritor. (Y estoy exagerando, como ustedes comprenden. ¿Qué publicó? ¡Já! Ya verán cuando publique.) Su blog, injustamente poco frecuentado, tiene como dirección salgadoboza.blogspot.com. Merecía que alguien hablara sobre él y, lo siento, Salgado Boza: su apologista soy yo.
A esta conclusión llegamos, al mismo tiempo, por senda aparte yendo, cuál Newton y Leibniz con la ley de gravitación universal (o algo suficientemente parecido), Zedi Cioso y yo mismo. Y al mismo tiempo lo enunciamos (… ¡okey…! Primero lo dijo Cioso… pero juro que yo estaba a punto de decirle lo mismo) mientras engullíamos, deglutíamos e ingeríamos manjares de la recurrente cocina salteña en afamado local de Las Cañitas. (Nosotros no somos ni flacos, ni desgarbados, ni mucho menos inapetentes. Cioso ostenta una voluminosa panza Naldbandian. Yo, una panza del padre de Naldbandian.) Salgado Boza es un chiquillo –comenta la camarera tirándonos más platos sobre la mesa. En un gesto que nos ennoblece, acordamos no pedir nada más y ahorrar a los cocineros vanas expectoraciones. Nos asombramos un tanto: ¿es que la fama de este muchacho trasciende fronteras? Parece que la hipótesis Cioso era la correcta: goza de gran predilección entre las mujeres. (Su otra suposición tampoco es tan mala, entonces: es bastante turrito, nomás.) Salgado Boza me las va a pagar todas juntas –comenta el cuidacoches luego de oírnos hablar de RBS, al tiempo que le largamos unas monedas. Nos miramos incrédulos. ¿Es el mismo RBS? ¡Pero claro! ¿Cuántos RBS conocemos? Pero, ¿ya es tan conocido? Nos preguntamos si no nos estaremos volviendo locos. También nos inquirimos si queriendo estar un paso adelante no habremos dado en un lugar común. Concluimos que hay que escribir algo sobre RBS, y ya, antes de que se vuelva completamente un lugar común. Entonces vuelvo a casa, imprimo las 30 o 40 carillas de textos colgados, leo y, ya bien desvelado, escribo.
Y entonces Salgado Boza: varias posts más que notables, a saber: los 77 argumentos a favor del movimiento de Dios, y los 66 argumentos contra el movimiento de Dios (que hay que leerlos todos juntos y uno a continuación del otro para quedar impactados con las tentativas salgadenses para agotar las posibilidades teológicas y qué pasaría si Dios estuviera hecho a nuestra imagen y semejanza, y qué si no), la denuncia de las bajezas de las colecciones de poesía femenina chilena de los setenta, obsesiones varias y recurrentes (¿será por eso que son obsesiones?) con Bartleby, con Zenón, con el supramentado Capote, el maravilloso texto maravillándose con tres lecturas tres de ocasión como Chandler, Chesterton y Hammett (y de refilón reconocer que a Pessoa y Arlt, sobre los que también escribe, los tiene abandonados, porque ‘esos no son mis libros, son préstamos que devolveré’), más Capote (con el trillado recurso de insertar citas en el discurso laudatorio: encantador) y después el relato que es una carta de amor sin nombrar nunca (casi nunca) a la culpable de la carta, y el relato de un sueño porno con todas las putas asesinas todas a las que penetrar y ultrajar y escupir e insultar de todas las maneras, en todas las incisiones (acá me cebé: mea culpa).
Quizás el mejor de todos, el preferido de Cioso, el mío propio: mil y un decires al tiempo que rastrea ‘Detectives Salvajes’ en busca de escritores latinoamericanos, y luego contrastar qué dice el tutor de Cioso: Cesar Aira, en su ‘Diccionario de Autores Latinoamericanos’. Y uno queda deslumbrado.
Tiene algunos clisés, claro. ¿Quién no? Cuando se leen varios posts suyos seguidos, se comprende que gusta mucho de la expresión ‘… que vale el papel en que ha sido impreso’ (y con esto queda claro, para usted, señora, que, ¡ah, señora!, ya le parecía que a mí no me gustaba tanto). Ya quedó dicho. Ahora ahondemos: a veces RBS parece ustedes ya saben quién oliendo a espíritu adolescente –como diría con toda seriedad Fresán, como diría Cioso en chiste. Pero, está bien: esa rabia, ese énfasis (más en las ideas que en los procedimientos narrativos), esas tintas recargadas y esa sensación de todo o nada, cierta inminencia que se olfatea en el aire (y cierto regusto por ella), algún gusto por la declamación (cortado por una declaración adorable: él no es un valiente). Todo eso podría molestar un poco, pero no lo hace. Uno sigue. Sigue fascinado. Sigue diciendo cada dos por tres ¡qué hijo de puta! ¡No puede ser tan bueno! Sigue paladeando cada acierto, y los hay a montones, lamentando que esa idea, ese giro, esa frase no se le hubiera ocurrido a uno. Pero los posts de Rodrigo (me voy a tomar el atrevimiento de tutearlo) son finitos, y tarde o temprano, y más temprano que tarde, uno se queda condenado a la relectura. Y al tiempo que uno relee mira de soslayo la pantalla, clavado en el blog, esperando que de un momento a otro nos saque de la relectura hacia el placer mayúsculo de la nueva lectura primera.

Matías Pailos

Idea: Zedi Cioso y Matías Pailos

06 abril, 2006

En el corazón de junio

¿Quién quiere leer una pesadilla? Para el que se atreva ahí está En el corazón de junio, de Luis Gusmán. La novela está dividida en dos partes. La primera cuenta la historia de un tal Flores, cuya vida prosigue (pues sería un exceso decir que ha sido salvada) merced a un trasplante de corazón. Flores se obsesiona con la historia del donante: un funcionario público que murió de forma confusa y cree que en la historia de ese hombre gris está la clave para desentrañar el misterio que le late en el pecho y no lo deja vivir. Pero en verdad explicar el argumento del libro (que no deja de caer en un lugar común que la ficción forjó alrededor del fenómeno de los trasplantes: que el alma del donante viaja con el órgano) no es hacerle justicia. La clave debe buscarse en la escritura. Esa escritura de virtuosismo zombi que caracteriza a Gusmán. Párrafos largos compuestos de oraciones cortas en un presente perpetuo. Cada oración es como una aguja, una aguja que se clava sobre una superficie blanda (¿Un corazón de terciopelo?) hasta conformar una silueta, una figura autónoma. La novela amerita también el logro de construir su propia lógica: dentro de ésta pueden pasar por convencionales los métodos a los que se confía Flores para desentrañar el enigma: lee El corazón de las tinieblas, Corazón débil y Un corazón simple, para ver si puede dar con la clave que explique por qué su donante murió “en dudosas condiciones”. El otro recurso para encontrar la respuesta es un leiv motiv de la obra de Gusmán: el espiritismo. Pais umbandas, adivinos, médiums, se multiplican para dar respuestas oraculares que remiten a oscuros parajes o a inciertos ríos de nombre extranjero. El río es otra presencia constante y siempre trae presagios tan oscuros como sus aguas. Las referencias a la metodología del horror que instauró la dictadura son tan evidentes que es mejor pensar que Gusmán no sabía “exactamente” lo que sucedía y que, simplemente, tuvo una intuición que rozó la clarividencia, el caso contrario sería un poco decepcionante para los que no gustamos de la literatura como rama de la criptografía. Cito un párrafo más que elocuente:
“Mucha gente va a preguntar por los cuerpos familiares. Parece que el hombre repite siempre lo mismo: “Veo agua, mucho agua. El agua lo cubre todo”. Sin embargo, los visitantes insisten: “¿Dónde están los cuerpos? ¿Dónde están los cuerpos?” y unas páginas más adelante “Miraban el color del río y podían adivinar lo que se avecinaba. Pronto comenzarían los rayos, las tormentas eléctricas que electrocutaban cuerpos por las calles hasta dejarlos carbonizados. Era como una luz que atravesaba el cielo. Comenzaban los rayos y la vida quedaba librada al azar”. Pero no es en estos hitos referenciales donde se describe mejor el clima de la novela, porque esta novela es sobre todo eso: un clima, un clima, precisamente, donde toda forma de vida parece imposible. Utilizar la palabra opresiva le hace tanta justicia como la palabra templado a un desierto de sal.
En el comienzo de la segunda parte el relato pierde unidad dramática y gana potencia poética, como si, libre de toda obligación con la “historia” pudiera concentrarse en construir, palabra a palabra, esa atmósfera donde el aire se vuelve irrespirable, sulfuroso. El primer capítulo de la segunda parte, no casualmente llamado Darkness, tal vez el más logrado de todos, insiste en un leiv motiv que describe al punto de que va la cosa: “Todo puede arder en cualquier momento”. La frase insiste hasta que llega un punto en que el lector tira el libro al piso por temor a que le queme las manos. Pero este momento nunca llega, y ahí hay otro mérito: En el corazón de junio es un equilibrista borracho que camina por una cuerda floja tendida sobre un abismo sin fondo. El otro personaje que surge en esa segunda parte no es otro que J.R. Wilcock, bueno, en verdad sí es otro, un Wilcock que presta el nombre y las circunstancias de su muerte (estas sí, muy wilcoknianas) pero nada de su estilo, apenas una recurrente obsesión con el relato Los Donguis. Wilcock viaja a Dublín tras las pistas de Joyce y recorre la ciudad el 16 de Junio para que todo coincida: el día de las flores, el personaje Flores, Bloom (floración) y la flor de pétalos rojos que dibuja el corazón cuando revienta en el pecho. Forzado, tal vez, pero la fuerza del estilo impone su propia lógica y logra que el clima persista: siempre se tiene la impresión de estar habitando el mismo desierto de hielo. El horror es sostenido, en la ciudad que habitan los personajes las autoridades han instalado altoparlantes en cada esquina para reproducir la voz de un asesino serial de mujeres que se regodea contando cómo las mató, en qué posición, cómo piensa seguir matando. La idea de las autoridades es que esa voz se oiga hasta que “alguien” la reconozca y el asesino pueda caer, mientras tanto la voz que cuenta sus crímenes se oye noche y día, una y otra, y otra vez. En pocas palabras, En el corazón de junio es un libro escrito en el infierno para ser leído por los muertos.
Se escribió en Argentina entre 1979 y 1982.

Zedi Cioso

04 abril, 2006

Soñado el 1 de Abril

Un hombre de túnica marrón y barba gris hasta el pecho me entrega una mochila y me pide que la lleve hasta el otro lado de la frontera. Es una mochila chica que apenas soportaría los útiles de un alumno de escuela primaria. Su contenido me abruma. Voy con la mochila de acá para allá. Trato de hacerme una idea a través de su peso, pero no puedo calcularlo. La mochila no pesa nada o bien tiene un peso absoluto, inconmensurable. La preocupación muda en angustia que trasmito a mis padres. Ellos sin dudar ordenan que la abra. “No puedo” me comprometí a no hurgar en su contenido. La mochila se abre sobre la cama de mis padres. Extraemos enormes camperas de pluma de ganso, pantalones enormes de doble y triple ancho. Extendemos todas las prendas en la cama como si montáramos un puesto de venta callejera. Voy a llevarlo más allá de la frontera “Es para un grupo de rap libanés”. Tengo que ir con mi auto, un viejo y vetusto Dacia, lo que aumenta las probabilidades de que me detengan y requisen. La frontera con Afganistán es en Vicente López, cruzando las vías del ferrocarril “también podría vender cds truchos” pienso. Me despierto.

Zedi Cioso

sobre la especulación inmobiliaria

Atendiendo a MP cuando se alarmaba ante la profusión de textos sobre literatura en este blog, y frente a su temor de caer en una monomanía a lo Capitán Ahab, pues tomo la palabra para abordar un tema que nada tiene que ver: la búsqueda de un lugar para vivir, en capital federal.
Se me ocurrió al principio bastante anodino, pero al repasar la galería de situaciones, temas y personajes, me encontré con que la cosa pega en muchos ángulos: cómo vivimos, dónde comemos, qué pasa con la luz, qué se puede esperar de la fauna inmobiliaria, cómo es el dibujo de los barrios, por qué algunos se cotizan y se convierten en un frasco de miel con tapa abierta para millones de moscas humanas, cómo la calidad de vida va incrustándose en un sótano irreversible, cómo el afán de lucro destroza la memoria y desdibuja la ciudad que fue y que bien pensada podría en parte seguir siendo, por qué se crece estúpidamente hacia el cielo, qué es un espacio propio, qué es espacio, qué es propio, y en definitiva, qué corno es vivir en esta ciudad hoy, o intentarlo.

03 abril, 2006

El Zen y el arte de comer el pensamiento

Dejamos atrás otra reunión de filósofos y nos internamos en el nebuloso ámbito de la comida salteña para dar satisfacción a un apetito básico, o su desmesurada manifestación: la glotonería. No obstante lo cuál: estabamos cagados de hambre. Así que entre empanaditas salteñas, locro, quesadillas y carbonada, mirando 59’s y 60’s pasar de uno a otro lado por Las Heras con parque al fondo, mi amigo Nacho disertaba sobre un punto ajeno a los hacedores de verdad, los bicondicionales para disposiciones y demás nociones de las que veníamos de desenfrascarnos: el satori. “¿‘Satori’ no es cuando das en el centro justo de un blanco imaginario?”. “Exacto”. “Porque por lo que decís más bien significa ‘epifanía’”. “También”. Lo miré algo azorado, para serles franco. Y para mis adentro pensé: ¿lo del blanco o la epifanía? ¿En qué quedamos? “Es todo eso, y más”. Siguió adelante con su explicación. “Ah”, acoté, súbitamente iluminado, gracias a los ejemplos que Nacho acumulaba entre cucharada y cucharada de locro, “es algo similar al ‘dejá fluir tu inconsciente’ del psicoanálisis” (Más tarde pensaría que mejor hubiera quedado ‘dejá actuar a tu ello’, o ‘… a tu yo’. Enseguida comprendí que no entendía cabalmente, ni tampoco imprecisamente, cuáles eran las fronteras de inconsciente, ello y yo, ni tampoco las directivas reales que el psicoanálisis o sus adláteres encomiaran. Posteriormente todo eso dejó de importarme y volví a Oriente.). Nacho vacilaba… “… algo así. Sí [y los vaivenes de sus ojos y las muecas de su bocaza mostraban que yo tenía razón], algo así”. Y luego, algo clave: “el Zen es así. No puede definirse. Cuando a un maestro Zen le preguntás qué es dejar fluir tu inconsciente, te dice que dejar fluir es el Zen. Cuando le preguntás que es una epifanía, qué es una iluminación, te va a decir que la epifanía es Zen, que la iluminación es el Zen. ¿Entendés? Y si le preguntás qué es el Zen, te va a decir ‘El Zen es el Zen’, ¿entendés?”. Yo no estaba muy seguro de entender, pero tampoco era algo que me importaba del todo porque entreveía que, sí, algo captaba de todo el asunto y que, sí sí: algo interesante y conveniente y sumamente eficaz había en todo ello. No dejaba de resultarme curioso que considerara seriamente la posibilidad de que algo capaz de aplicarse a mi vida había en todo eso, cuando quizás diez meses o diez años atrás lo hubiera rechazado de plano, lo hubiera convertido en objeto de abierta o velada mofa e incluso de velada o abierta befa, con soberbia, con desprecio racionalista y desprejuiciado, con estúpida pertinacia. Sí: yo, el mismo, ahora no estaba tan dispuesto a la burla. Recordaba también una respuesta mosaica del Dios del Testamento a Moisés, que por eso la respuesta es metonímicamente mosaica, que ahora no recuerdo, algo así como que ‘Yo soy Yo’ o algo del estilo, instantes posteriores a hacerle acreedor de las benditas tablas de las benditas leyes, en fin. Ahora era diferente.
Así que terminamos nuestras quesadillas con manón o dulce de no sé qué poronga, seguimos hablando de cosas que no tenían que ver con el Zen, en todas las cuáles Nacho hacía gala de auténtica actitud Zen Exabrupta (contrariamente al lugar común, los Zen pueden ser todo. (“El maestro Zen no anda todo el día con kimono. Si yo fuera maestro Zen lo que tengo que hacer es vestirme como me visto, comer lo que como, hacer lo que hago”.) En el caso de Nacho, Nacho es Ex-Abrupto. Lo que me viene muy bien como modelo, porque yo también soy Ex-Abrupto –de una modalidad cercana a la de Nacho, pero no de la misma). Ya saben, de lo que suele hablarse cuando la lengua está suelta y el estómago lleno y creemos haber descubierto en el decurso del encuentro tres o cuatro verdades sobre nosotros, sobre nuestro entorno, sobre el Universo: de cualquier cosa. Después Nacho montó en su cupé y yo monté en mi 59 de vuelta a casa. Y pensé que el Zen era cualquier cosa, siempre que no hubiera freno (ahí recordé cómo Nacho había puesto como ejemplo de Zen interruptus un caso de no-encare a una minusa que él sabía le estaba entregada). Cualquier cosa podía ser Zen, incluso el freno, si no era forzado. Incluso el forzar, si no era forzado. Y entonces pensé, casi durmiéndome, casi pasándome de mi parada, que el Zen es la suspensión de la actitud-meta. En particular, metadiscursiva. Dejar fluir en el nivel 2, aunque lo que se deje fluir en el nivel 1 sea el pensamiento, la represión, las trabas. Porque si se deja fluir en el nivel 2, en el nivel 1 no va a haber, a la larga, muchas trabas ni mucha represión ni mucho pensamiento. Bajé del vehículo, como dos o tres paradas más allá de donde debía, habiendo no encarado a una morocha flaquita y pendejita impactante, por pensar en el Zen, o por cansancio, por mi inveterada cobardía o, lo que es peor, por mi cobarde estupidez, y quise ser una flecha que de un blanco imaginario. Después quise ser un exabrupto y después quise andar sin pensamientos. En ese momento, con la mente en blanco, afloró un recuerdo de una de las últimas glosas de Nacho sobre el Zen, una de las que terminó por convencerme. ¿De qué me convenció? ¿De practicar el Zen? Nacho había dicho: “Porque el Zen te dice: tenés que estar listo ‘en cualquier momento’. ¿Entendés? Tenés que estar dispuesto a morir en cualquier momento”.

Matías Pailos