El Mate Tuerto

"Se fingirá el saber que no se tiene."

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Nombre: El Mate Tuerto
Ubicación: Argentina

31 agosto, 2006

Una más sobre Tarnation (esta vez a favor)

“Entonces la cuestión es saber si Caouette exorcizó demonios por medio del arte o si manipuló su vida para hacerla película”. Con este manifiesto de prurito burgués, mi acompañante en la proyección de Tarnation cerraba la discusión. Tarnation es, para quienes no la vieron, un collage de proporciones magnas, una recopilación de filmes caseros, fotos, grabaciones de contestadores y sobre todo mucha locura (de la buena y de la que te lleva al manicomio) que transcurrió en la vida del director y le dan forma a su película: personal y visceral, íntima y expuesta. En Tarrnation Jonathan Caouette nos lleva en un viaje más sentimental que lisérgico por la montaña rusa que es su vida, explicando quienes son sus familiares y los mambos que los atraviesan (mambos heavys en serio, no como los que a uno le tocan en suerte, que siempre tiende a pensar que son los peores) y los remedios usados para esos arranques de locuras (desde la casera bofetada hasta el tecnológico electroshock evolucionando luego en el automedicado litio, en donde la d-generación neuronal hace estragos en la mami de Joni) y en el medio del vórtice de insania: un niño, un chico sensible, muy sensible, demasiado tal vez, que todo lo filma, todo lo ve y lo documenta, incluso sus performances clandestinas frente a la cámara: Once años, pelo largo, suelto, tirado a un costado y sostenido con un pañuelo como si fuera una Susana Jiménez ochentosa pero mucho más perversa, maquillado, seguramente su primer Cross Dressing y simula ser una conductora de talk show, Caouette escapa del infierno con creatividad pero siempre lo graba, tal vez no escribe en un diario íntimo, o sí, y nos lo abre. Más allá de la clara homosexualidad del director, se observan los rasgos de locura que tienen los abuelos (que no son tiernos y dulces como en la familia Ingalls). Ella es una señora a la que le faltan unos dientes que se emborracha con gusto y si mal no recuerdo gusta de fumar hierba, él es un desquiciado con una cara más parecida a la que se esconde debajo de la máscara de Jason que a la de un abrazable abuelito (no sé por qué pero ese abuelo me hizo acordar mucho a mi abuelo materno). Estos son quienes tras un accidente que le costó una fractura a la madre de Jonathan deciden que (tras escucharlo de boca de un vecino) el electroshock curaría los ataques de ansiedad que la aquejaban, la madre tenía solo 15 años. Luego se casó con un militar de apellido Caouette, y fruto de esa pareja nació Jonathan, Caouette padre deja el hogar cuando su hijo no tiene más de 3 años, la madre decide irse a vivir a Chicago en busca de algo mejor para su hijo, solo que en liugar de encontrar un futuro mejor encuentra un violador. Quebrados y sin rumbo emprenden el regreso al hogar en Texas. Y de esta forma, atravesados constantemente por la desgracia (sobre)viven durante años. Para citar algo sumamente anecdótico: Cuando Jonathan tenía 13 años su madre salía con un dealer y resultado de la búsqueda que todos los adolescentes tienen en su interior, nuestro flautista de Hamelin que arrastra familia en lugar de ratas, consigue que el buen Dealer le dé tres porros para que pruebe y el pendejo no tiene mejor idea que fumárselos todos juntos… Hete aquí que los churritos estaban potenciados con algunos químicos y habían sido remojados en PCP, y hasta acá todo re re re mal… ¡mal! Como resultado de la killer fumata el niño sufrió un proceso de Despersonalización, este desorden hace que uno vea su vida en tercera persona y sienta constantemente que está en un sueñó, en suma: limó el pibe. Tratamientos de por medio (filmaciones y más performances, y fotos de por medio) se curó. Pero la enfermedad de verdad (su vida) sigue ahí, cada vez con más fuerza. Es muy interesante como muestra su gótica adolescencia, con amigos que lo introducían en el punk y en las filmaciones caseras underground (muy caseras, muy under) así crece el adolescente, crece, se transforma en joven, crece, su madre empeora cada vez más, crece, se va a vivir a Nueva Cork, crece, la película es cada vez más vertiginosa, crece, la música, las fotos que se multiplican, la pantalla que se divide y todo es locura y tormentos disfrazados de educación, crece. En New York se pone en pareja y parece estar más feliz, más calmo. Acá indudablemente ataca la duda, ¿cuando se filma en esta instancia de su vida sigue documentando por placer, porque lo considera arte o sueña con protagoinizar su vida? Pregunta que no me respondí, no hubo necesidad. Entonces la película arriba al momento inicial de la película: En el comienzo vemos a Joni consultando con una experta por la salud de su madre, muy preocupado, pero no más que eso. Una hora y pico después entendemos que la razón de la consulta era por el abuso del litio, droga de la que la mami era fanática. En este punto ver a la madre no tiene desperdicio, la pobre está completamente loca, el cerebro le debe haber quedado con una textura muy similar a una esponja, y es terrible ver cuando se cuelga 4 minutos (imaginen cuatro minutos, seguidos, en crudo) con una calabaza de juguete, flasheando. El final no es lo mejor, Caouette lleva a su madre consigo a NY, se reencuentran con el padre, y todo parece estar en calma. Después de todo, cuando hay grandes tormentas, de esas que parecieran que van a destruir todo siempre hay una calma particular, una quietud que genera expectativa (¿estoy vivo o muerto?), pero siempre hay calma antes de la tormenta, de vida tormentosa que no eligió, de vida calma que parece buscar por todos los medios, sobre todo el cine.

Guillermo Burros

30 agosto, 2006

Poesía y silencio

No leo poesía. No me vanaglorio por ello. Tampoco lo deploro demasiado. Bueno: sí lo lamento, aunque no haga ni pretenda hacer ni una pizca de esfuerzo para remediarlo. Esto, sin embargo, no deja de despedir un tufillo sospechoso. ¿Cómo se puede entender, entonces, que sostuviera por tanto tiempo que mi escritor insignia era Osvaldo Lamborghini? La tesis Cioso, de amplia plausibilidad, es que Lamborghini se limitaba a transcribir los versos que componía, uno atrás del otro, empotrando una facha prosística y narrativa a lo que en verdad era pura lengua y estilo, sola poesía. Véase el comienzo de La mañana:
“-Azotaron a un salvaje
Tormenta tan oscura y bisagra de la luz, la mirada, por los cielos mirada…”
¿De dónde viene, entonces, el deleite por ‘el libro se cierra y queda el desierto’, el epigrama del colega chileno Gonzalo Hernández. ¿Cómo explicarlo, verbigracia, si es parte de una disciplina de la que abomino?
Bueno: no abomino. Solo que no me gusta. Solo que a mí no me salen versos. No puedo con las imágenes, no puedo con las metáforas ni las sinécdoques. No puedo con los haikus condensados. ¿Cuál es mi estilo? Cierta práctica de la sentencia, cierto gusto por el tirabombismo. ¿Algo más? El dictamen estertóreo, las máximas desaforadas. ¿Algo más? ¿La narración? No: no sé demasiado del generar suspenso (puede que mienta en este punto). ¿Algo más? ¿Algo más, entonces?
Sí.

No soporto el silencio. Mis relaciones siguen el siguiente patrón: hablo hablo hablo, y posteriormente hablo hablo y hablo. Lleno el espacio entre ella y yo con palabras, luego la lleno a ella de palabras, luego hago saltar el techo de la insoportable presión verbal. (Yo no estoy lleno de palabras: soy palabras. ¿Qué había dicho Kafka? Bueno, algo así como –corríjanme en este punto- ‘yo no tengo cierta tendencia a la literatura. Yo soy literatura’. En fin: yo apenas llego a ser palabras. Me falta el orden y concierto. Pero (Kafka) también dijo: ‘Lo que yo quería era seguir escribiendo sin ser molestado’.) Okey: a veces cojo. A veces voy al cine, ocasionalmente piso el teatro. Incluso corre el rumor de que algunas noches duermo. Pero no sé, no sé qué es eso de ‘el diálogo sin palabras’, ‘la comunicación muda’. No lo sé. Me desespera desconocerlo. Una antiquísima novia que solía tener me contó, en una ocasión, de los ‘silencios profundos’ que tenía con un novio previo. Qué bien, pensé yo. Qué bien, le dije. Yo no soy así, aclaré. Ya sé, me contestó.
El silencio de ellas, el silencio en general me pone nervioso. ¿Qué sienten? ¿Qué piensan? ¿En quién piensan? Es fácil saber esto, de todos modos. Basta con recordar qué siento, qué pienso y en quién pienso cuando estoy callado. Claro: solo callo cuando estoy solo.
Algo falla en mí. Algo no funciona. Algo está muy, radicalmente mal.
Soy un obsesivo. Soy un inseguro.
No me va mal.

Matías Pailos

28 agosto, 2006

Si Proust es así, no es por culpa de las drogas

Y me puedo cansar, y todo va a seguir tan bien como hasta ahora.

Aquí estamos esperando un desastre,
y mientras tanto babeamos sin parar
y nuestras babas caen al suelo.
Seguimos esperando un desastre inminente
y para que pase el tiempo rezamos,
y entonces, más babeamos...


Como si me mandaras a casa un periodista de programa de televisión, de esos del “corazón”. Y no habrías entendido nada de lo que quería decirte, no sabrías nada de mí, mi discurso habría sido un jodido just that en tus oídos. Y te quedarías callada mientras en la cocina estoy con otra, besándola porque no hay otra cosa por hacer, porque hay cosas que se deben hacer, sin arrepentirse porque no hay tiempo, porque hay cosas que se deben hacer sin más (o menos). Quizás me faltaba rocanrol y ahora lo tengo pero como un recuerdo, algo pasado que quizás algún día evoque cuando mi hocico se llene de pedacitos de mierda tomando litros de meado: Proust puesto en jaque por algo que él no podría haber soportado, por algo que él como histérico no habría admitido.

«Haga Ud. el siguiente experimento: tome a Proust y léalo saltándose todas las páginas en que, en vez de pasar algo, se larga el muy latero a describir minuciosamente un sinfín de sensaciones y de casi imperceptibles alteraciones de su histérica psiquis. No pecará ni venial. El propio Alone, proustiano entusiasta, decía que, en general, cada vez que se llegaba en el curso de una lectura a lugares farragosos, había que saltarse páginas y retomar el cuento donde a uno volviera a producirle gusto. Después de todo, uno lee por placer y si, haciéndolo, no lo encuentra, pues deténgase; no sea bruto.
»Con este método de lectura se dará cuenta de que lo que realmente ocurre en los numerosos tomos de Proust es casi nada. A veces, al cabo de doscientas páginas, se entera uno de que todo lo que ha leído ha tenido lugar en apenas la primera mitad de una “soirée” de Mme. De Guermantes. Pero con el método que le sugerimos, dando extensos brincos, se descubre cuál es el transcurso de los acontecimientos y se obtiene un no menguado deleite con las descripciones de, digamos “Marcel”, escritas con su impagable estilo de solterona hipocondríaca.
»Miren, vean. La Berma, gran actriz trágica, ya moribunda, ha invitado a su casa a tomar té, no obstante que a la misma hora Rachel, otra actriz muy enemiga suya, invita a oír melopeas “chez” la Princesa de Guermantes. Todos corren, por cierto, donde la Princesa, y donde la Berma no llega sino un despistado gaznápiro que, apenas puede, se escurre y desaparece. Queda sola la Berma, comiendo, uno tras otro, sus fúnebres pasteles (que, para colmo, le estaban prohibidos). ¡Ajá!: ¡pasteles! Es que ocurre que, en medio de esos océanos lentos y espesos, como de manjar blanco, por donde nos hace navegar Proust (asmático y gourmet), se nos dice con frecuencia lo que sus personajes comen.»
Don Ruperto de Nola, 19 de febrero de 2006*

Veo en youtube.com una entrevista a Espinoza, no al racionalista, sino al hijoputa de Flema. Y habla imbecilidades y lo único que quiere decir es lo que dice su polera. El chico que lo entrevista le pide que la lea, ya que para eso la llevó: soy un alcohólico, soy un drogadicto, soy bisexual, soy un genio. Con las marcas de Flema en las mangas. Y Ricky afirma con orgullo-punk-argentino (adjetivos, los tres, que quizás se asimilen, según dicen mis punks de por acá) que no entendió ni mierda del libro donde sale esa memorable frase. Espinoza juega al perdedor porque comprende de antemano la lógica que luego haría visible Zizek respecto a The Fight Club. Y P. me dice que el final de tal filme es la mejor escena de amor de la historia del cine: con tu chic@ viendo como se derrumba el capital. Con una bala en la cabeza habría que agregar.
Y hace poco, hace nada, el veinticinco de agosto se cumplían veintidós años de la muerte de Trueman (yadda, yadda, yadda(1)). Y Philip Seymour Hoffman lloró cuando eyaculaba dentro de un perro. Y Truman y Proust, y la petit phrase que Marchant subraya, quema: Qu’est-ce cela? Tout cela n’est rien. Como si supiera francés.

«El 5 de enero de 1966 Truman Capote firmó un contrato con Random House para un nuevo libro que se llamaría Plegarias atendidas. El adelanto por los derechos de autor era de 250.000 dólares, y la fecha de entrega era el 1 de enero de 1968. La novela, afirmaba Capote, sería un equivalente contemporáneo de la obra maestra de Proust, En busca del tiempo perdido, un análisis del pequeño universo de la sociedad acaudalada entre aristocrático y mundano de Europa y de la costa este de los Estados Unidos.»

Plegarias atendidas, «Nota del editor americano», Anagrama*

Ricky no entiende nada porque si somos así no es por culpa del alcohol, si somos así no es por culpa de las drogas, habría algo superior, algo así como la demencia de Ricky de haberse intentado suicidar tres veces, ninguna de las cuales le resultó hasta cuando jugaba PlayStation con otro perdido de Flema y perdió la partida de fútbol, según Jotoso afirma supo cuando fue casi esclavo de ellos en un viaje.
Y por ahí se nos caen los fragmentos del libro que nunca hemos comprendido. Por ahí se diluyen las páginas amarillentas de Bajo el volcán que me superaron en cansancio, en alcohol y mexicanismo. Como si se tratara de una fuente, de un manantial de nonsense que nos trae a las manos unos pañuelos llenos de mocos verdes escupidos por un niñito africano gordo hasta reventar.
Y después un desierto enorme, en el que unos poetas se alejan de las casas de arena, y Aira camina sobre sus pasos ya hechos, haciendo el ademán de no conocerme, moviendo rítmicamente su cabeza negándome como si yo fuera Zenón y el mundo fuera aristotélico y no parmeniestático: yo sería el rottweiler de cualquiera que pudiera pagar mi bajo precio: soy fácil, pero caro:

«Un ángel volando hacia atrás. Un grupo de poetas caminando como si el atrás fuese el adelante. Un escritor huyendo hacia delante. El ángel tiene a su espalda el futuro, pero el torbellino es tan poderoso que no lo deja atisbarlo, y así viaja hacia delante mirando hacia el pasado. El viento es tan fuerte que el ángel no puede hacer nada para darse vuelta y ver lo que le depara, sus alas están dañadas (I’d like to fly, but my wings have been so denied). De los poetas no hay mucho nuevo que decir. Caminan alejándose de un punto central, de un pueblito perdido en el desierto entre México y EE.UU. Avanzan hacia atrás y corren el serio riesgo de tropezar con una piedra que no pueden ver porque los ojos les han sido pegados a los contornos de las casitas bajas y de colores alegres»*.

Y te esmeras en ponerte un escudo, cuando mi espada está fláccida. Horror. Huye. Horror, duele, horror, escose. Cierta rosa pardusca que me cuelga entre medio, que tu boca no quiere coger: Who are you to wave your finger? You must have been out your head (hair, como María Magdalena al pie del Retablo de Issenheim).

Míseros recuerdos. Una cofradía de imágenes en blanco y negro o sepia que se me meten entremedio de los ojos y sepáranme la nariz en diez partes. Todo un drama, como que tú no me digas que sí, y me digas que no cuando lo único que quieres es decirme que sí. Como Truman encontrándose a un masajista en medio del desierto que visitó Gernández y Jo amándose como se lo merecen (entre ellos) mientras estoy acá imaginando cuestiones posibles pero inalcanzables: cierta operación de la Ent-fernung heideggeriana que no entiendo en absoluto, pero que intuyo, demasiado claramente.

Rodrigo Salgado Boza

* * * * *

1. Jerry Seinfeld se pregunta con justa razón para qué la gente guarda los libros que ya han leído. Tengo una respuesta, pero tiende al antisemitismo.
*. Fragmentos de la inédita novela.

27 agosto, 2006

volver, de almodóvar

Mundo estrictamente femenino, comandado por esa belleza de mujer de penélope cruz, cruzado con algo así como la españa profunda de la superstición, cuya vocera es una prima con aspecto un tanto masculino, donde el hombre sólo surge, nombrado o apenas presente, como pretexto, para luego desaparecer, o ser muerto -asesinado- o acusado.
Familia de mujeres, donde el hombre es traidor, y los lazos sanguíneos son reforzados y retorcidos por el incesto.
La cáscara, una especie de comedia, pero donde en verdad parece estarse hablando de lo ya dicho y de la presencia omnipotente de la muerte, en la vida cotidiana. Raro, para ir a ver, si puede uno abstraerse de las risas convencionales de los vecinos. Y el tema de gardel, flamenquizado, hace enjugar el pañuelo, si lo hubiere.

ER

26 agosto, 2006

Dios

Voy a invocar su nombre en vano. Una vez más, como siempre.
En alguna oportunidad Alejandro Dolina, intelectual vernáculo, sostuvo que el artista al que más cercano se sentía era Chopin. Declaración para nada exótica, de no ser porque Dolina alega ser, antes que nada, un escritor. Empujado, por el contexto, por el decurso de los decires, por deberes intelectuales autoimpuestos (vaya uno a saber) a ofrecer alguna explicación de la precitada cercanía, Dolina se perdió en circunloquios. Pero, así como no todo círculo es vicioso, hay también rodeos iluminadores. Habló de empatía, habló de vibraciones en un mismo tono, habló de rigores e intenciones similares. De suyo se sigue que en ningún momento pretendió exhibirse a la altura del maestro. Solo decía: ese es mi maestro. Lo que parece extraño, a poco de evaluar la situación, no se revela tanto así. Dolina también es músico. Parte de la explicación de la afinidad puede reposar en este hecho. Las disciplinas, después de todo, no están discriminadas por fronteras nítidas. La influencia recíproca es moneda corriente. ¿A cuento de qué vienen estos ambages? ¿A cuento de qué Dolina, a cuento de qué Chopin?
Hay una razón. Ustedes, conspicuos lectores, sabrás que porto veleidades de escritor. Quiero escribir, quiero ser publicado, solo quiero que me lean. Sin embargo, el artista a quien mas cercano me siento, con el que vibro en el mismo tono, tampoco es un escritor. Es músico, por supuesto. Es David Bowie.
No hay disculpas en mi caso: yo ni siquiera soy músico. A duras penas distingo una octava de otra. ¿Qué cosa es un acorde? ¿Qué cosa es la quinta bemol? No diferencio el dodecafonismo de la música electroacústica, no tengo oído musical. Esto habla pésimo de mí. Esto, a la vez, flaco favor me hace a la hora de explicar(les, de explicarme) en qué sentido hay empatía, qué querrá decir eso de rigores e intenciones similares. Poco importan las notas distintivas de la obra de un autor novel. Veamos, mejor, qué es lo que me gusta de lo que hizo Bowie, esperando que las mentadas cercanía, empatía y similaridad se muestren solas.
1-Bowie es dramatismo. 2-Bowie es épica y heroísmo. 3-Bowie es experimentación constante, constante renovación. 4-Bowie es bien grasa. 5-Bowie es vanguardia y popular. 6-Bowie es la popularización de la vanguardia. 7-Bowie está siempre ligeramente (y en una medida vaga) corrido de lo masivo. 8-Bowie, aún musicalizando el mayor melodrama viviente, nunca llora. 9-Bowie, aún parodiando, nunca pone el chiste en primer plano. 10-Bowie es siempre serio. 11-Bowie despliega toda la paleta de recursos musicales en la palestra pública en cada disco, 12-Bowie usa siempre el expediente menos esperado. 13-Bowie es el mejor intérprete de la historia. 14-Bowie canta como nadie, sufre como nadie, jamás llora como nadie, va al frente como nadie, mete treinta cambios melódicos en un mismo tema como nadie, comprime y expande como nadie. Bowie, lo dicho, canta como nadie, con todo el falsete, con la emoción a flor de piel, con la distancia que permite el registro desapasionado. Pueden ver, especialmente los lectores escépticos, los siguientes ejemplos en forma de temas:
1-‘Sweet Thing (reprise)’. 2-‘Time’. 3-La segunda parte del disco ‘Low’. 4-‘Life on Mars’ (me pongo a llorar). 5-‘Aladdin Sane’. 6-‘Young Americans’. 7-‘Word on a Wing’. 8-‘Sons of the Silent Age’. 9-‘Andy Warhol’. 10-‘We Are The Dead’. 11-‘Candidate’. 12-la versión pulenta, muy superior a todas, muy superior a la original, de ‘Across the Universe’. 13-‘It’s hard to be a saint in the city’, de Springsteen, por ejemplo. 14-‘StationtoStation’, pero mejor aún los doce años que van de ‘Space Oddity’ a ‘Scary Monsters’, los únicos tomados en consideración en este escrito.
Todavía recuerdo cuando HR me prestó los casetes de ‘Stationtostation’ y ‘Scary Monsters’. Todavía recuerdo que no me habían parecido gran cosa. Recuerdo, meses más tarde, escuchar por recomendación de Zato ‘Hunky Dory’, recuerdo cómo ahí mismo mi vida dio un vuelco. Recuerdo volver a ‘Stationtostation’ y ‘Scary Monsters’ y, ahora sí, descubrir la sublimidad que se me había previamente escamoteado. Y agradecer, de ahí en más, como fiel devoto, la gracia de los continuos milagros emanados por aquellos y estos parlantes.

Matías Pailos

25 agosto, 2006

Viaje sentimental

Hay algo mágico en el niño, el niño es magia, se revela, juega, disfruta, vive y todo sin problemas. ¿Qué es lo que transforma al adulto en adulto? ¿Qué es lo que sucede en el crecimiento que nos hace olvidar todo aquello (presuntamente) puro e inocente que hay en eso que podemos llamar por comodidad 'alma' cuando somos unos pequeños críos? ¿Por qué la sociedad pervierte (¿es un poco fuerte?) los valores (llamémosles) humanos (no confundir humanos con morales) haciendo que cosas como la sorpresa, la vulnerabilidad, el disfrute de lo pequeño quede relegado en nuestras vidas? Por mi parte estoy podrido de la mentira (es un poco fuerte), de la asquerosa mentira (sí: es un poquito fuerte) que vivo día a día para cojerme una mina, ir a un boliche y bancame ruidos, olores y gente pegajosa por cojerme una mina, como si todo terminase en cojerse una mina, y cojerse una mina no es un fin ni nada, cojerse una mina por cojerse una mina es como hacerse la paja, y la paja es mucho menos riesgosa y trae muchos menos arrepentimientos. (Les avisé: es un poquito, un poquito, pero un poquito fuerte.) Hay algo que crece en mí y es mi necesidad de dejar de vivir los valores (o los no-valores) ajenos, sus gustos y placeres, que no son los míos y durante muchísimo tiempo creí que era yo que tendría que acostumbrarme pero no es así, no soy mejor ni peor, pero sí diferente. Elijo con más sensibilidad humana (hoy estoy con las grandes palabras), con el alma (¿no les digo? Perdón). No sé por qué pero hace unos meses que me di cuenta que era parte de una sociedad que me desagrada profundamente y ayer dí una estocada fatal al Burros que quiere seguir en ese patrón anacrónico de vida (o de muerte en vida). Me encontré con una chica que veía en algunas actividades conjuntas de una comunidad judía a la que asisto y en la que trabajo y mi contacto con ella nunca había excedido el verla y admirarla en silencio, no sé por qué pero la encontraba cautivadora, seductora, nunca entendí bien por qué ni tampoco quise entenderlo demasiado, pero sí tiene un aire a chica fuerte, y me gusta mucho como le quedan unos anteojos de marco cuadrado negro, de esos que abundan. El jueves pasado tuve la oportunidad de hablarle gracias a una amiga que tenemos en común y pude conseguir su teléfono. Luego de un fin de semana de sentimientos turbulentos en el cuál supuse que me lo había dado solo para no contestarme los llamados, pude verla ayer, alcaración de por medio de la falta de respuesta que el fin de semana me tuvo en vilo. Charlando y haciendo el juego de seducción me di cuenta que me gustaría verla seguido, despierta algo muy bueno en mí y me decidí a por una vez hacer las cosas bien y decir la verdad, decirle que me gusta y que si ella, a causa de su reciente (un mes y medio) ruptura con su ex (con el cual salió tres años) no lo deseaba, entonces habría sido un gusto verla y con más gusto la vería cuando la casualidad nos una en otro evento. A diferencia de lo esperado por el "sentido común" respondió en forma positiva a mi planteo. Amén de mi alegría hay un punto para destacar: el viejo Burros jamás hubiese hecho eso, todo lo contrario. Hubiese huído a algo serio, porque lo serio siempre requiere de compromiso, de jugarse y ponerse con algo, de abrirse, pero ahí está mi enojo con la modernidad de lo que es bueno (me estoy-haciendo-un-quilombo), se está suprimiendo lo que hace feliz particularmente a cada uno, ahora resulta que hay una mega-tendencia a que todo es efímero y nada vale, sino ser la más putito y el más yeguo y hay ejércitos, millares de mortales viviendo a rajatabla con esa consigna sin siquiera saber lo que eso signifique para uno. (Pfff... me fui al carajo. Continúo:)Veo constantemente como el canchereo y lo barato va ganando terreno y hay veces que me siento terriblemente solo contra un ataque de la puta tendencia. (Uia: además estoy moralista. Les pido mil disculpas.) Pero ahí encuentro un blog, de freaks como yo, que leen, ven pelis, opinan con largas estrofas sobre lo que otros encuentran indeseable o al pedo, y que feliz me pone ser el grano en el orto de la cultura actual de vida y diversión (porque hoy, además de exagerado, enquilombrado y moralista, estoy grandilocuente). Los amo. (Sniff, sniff...)

Burros, Guillermo

23 agosto, 2006

Presentación de Mondadori: un cacho de cooltura

Cuando una amiga nos propuso a Pailos y a mi asistir a la fiesta por el lanzamiento de la editorial Mondadori en Argentina aceptamos sin pensárnoslo dos veces. Al fin podríamos codearnos con la crema y nata del mundillo literario en una velada a la medida de nuestras aspiraciones. Que el lugar elegido para tamaña celebración fuera el Niceto Club, en los lindes del sofisticado barrio de Palermo, ya aseguraba la mínima cuota de glamour que un evento de estas características reclama. Lástima que al llegar, en lugar de una alfombra roja para el desfile de las stars de la literatura vernácula nos topamos con una obra de reparación de caños maestros del desagüe que la flamante empresa estatal de aguas había montado con total falta de timming sobre la calle Niceto Vega. No nos cansamos de decirlo: en este país el Estado nunca apoya a la cultura. El valet parking también dejó mucho que desear: un morocho grandote me exigió $3 de buenas a primeras como derecho de estacionamiento. Tras fingir una búsqueda infructuosa en mi abultada billetera le entregué dos monedas de $1 y le dije que no tenía más. El insolente valet aceptó pero apenas dimos unos pasos murmuró a nuestras espaldas (fuerte, para asegurarse que lo escucháramos) “El viejo truco”.

Tras sortear con severo riesgo los bólidos de Niceto Vega y los caños inmundos (¿Un homenaje vedado a Diógenes el cínico tal vez?) logramos dar con la entrada del Niceto Club. Allí una multitud se agolpaba en un mar de nervios invocando listas fantasmales donde un nombre equivalía al derecho de ingreso. En la puerta sólo reconocimos a Daniel Guebel, que llevaba una bolsita de Yenny en una mano mientras con la otra sostenía a una nenita que a su vez portaba un ramo de flores. Quizá pensó que se trataba de un cumpleaños. La cola avanzó rápido y pronto llegamos a las puertas de este edén de neón. Y las puertas se abrieron para hacernos partícipes de todo su esplendor.

Costó más acostumbrar las pupilas a las penumbras que el paladar a las bebidas que escanciaban coquetas camareras. El lugar era un poco pequeño para la multitud que, puntual, ya se agolpaba en el escueto salón. Con nuestras copas en la mano dimos una vuelta para reconocer el terreno entre un ejército de gente cool en plena pose de combate: hombro caído, pie de apoyo flojo, pierna delantera levemente flexionada, mano derecha a la cintura, mano izquierda sosteniendo la copa de champán. Las paredes estaban decoradas con tapas gigantes de los libros que lanzaba la editorial: Lunar Park de Breat Easton Ellis, Parménides de César Aira, Pasión de fondo de Alejandro Manara y Museo de la Revolución de Martín Kohan. En verdad, casi los mismos títulos, excepto el de Ellis, que habría editado Sudamericana, años atrás de no haber sido adquirida por Mondadori, a su vez poco antes fusionada con Random House, partícipes ambas del grupo Sony-BMG. Y para qué decir Sudamericana si podemos decir Mondadori: no podemos negar que el mercado, de a poco, tiende a la sinceridad.

Relajados por la música chill out que mezclaba sin superponer la sensibilidad de Nick Drake con la distorsión bajo control de Tortoise, tratamos de ubicar a las celebrities, pero parecían haberse confundido entre la multitud. Eso sí, identificamos muchos clones: el doble de Rodolfo Walsh, la doble de Alejandra Pizarnik, el doble de Martín Kohan, ah no, ese era el auténtico Martín Kohan, esforzándose por mantenerse serio y mostrarse lo suficiente como para justificar el sponsoreo de Adidas sobre su indumentaria y poder volver urgente a concentrarse en asuntos más importantes al café La Orquídea. Al rato apareció Noé Jitrik, que avanzaba abriéndose paso entre sonrisas mientras pensaba “¡Si me vieran mis compañeros de Contorno!”. A Alejandro Manara, otra de las estrellas del lanzamiento, no lo conocíamos, pero nos lo señalaron: era un canoso con un saco de terciopelo y una camisa de colores estridentes que se pavoneaba de aquí para allá: por fin había llegado su noche.

A pesar de tantas emociones pronto comprendimos cuál era el verdadero objetivo por el que valía la pena luchar: conseguir un plato de sushi. Parece que los organizadores de eventos han logrado recortar al máximo el presupuesto y hacer pasar la maniobra por un efecto distintivo de buen gusto. Las palabras mágicas son minimalismo, frugalidad. Nada de mozos con moñito atiborrando a los invitados con bandejas de canapés, calentitos y demás delicias gastronómicas, ¡Horror! La confusión podría hacer que la audiencia extática revoleara por los aires a Kohan como en un Bar Mitzvá, o alzara en sus sillas a Manara y Aira para que se besaran, apasionados, como en el mejor de los casamientos. De modo que el único alimento disponible era el insípido bocado nipón, que se dispensaba tras la barra donde agolpábase una multitud trabada en cruenta lucha.

Sin nada mejor que hacer, nos dirigimos a las inmediaciones de la barra y nos dispusimos a la empresa homérica de aviarnos nuestro propio plato de sushi. Recién ahí comprendimos la inteligencia superior de los organizadores: se trataba de una metáfora ilustrativa del campo cultural argentino: cientos de personas en pos de una migajas desabridas. Y como en el campo cultural, había que empujar y pegar codazos, tratar de conocer gente que nos permitiera avanzar y ubicar todos los espacios disponibles para que alguno de nosotros pudiera alcanzar el centro donde le sería entregado a modo de premio el apetecible, aunque escueto, bocado que él o ella compartiría con su grupo. Digamos que empezamos en el margen, como grupo de vanguardia con ínfulas, y de a poco nos fuimos acomodando. Media hora después yo llegaba a la barra, pero el sushi man tenía una obvia preferencia por chicas advenedizas de indiscretos escotes ¡Malditas arribistas! Tras varias quejas me fue prometido un plato pero justo entonces se iluminó un entrepiso donde se reproducía un living con biblioteca (si, claro, muy minimalista) y un VJ con su mejor sonrisa MTV leyó en voz alta por su micrófono inalámbrico: “Mondadori es un sello de calidad, que acompaña desde hace años las propuestas más interesantes y osadas de la literatura contemporánea”. Y acto seguido se largó con la parrafada egocéntrica y metaliteraria que inicia el libro de Easton Ellis. Mientras tanto, la pugna por el sushi seguía al rojo vivo, pero el barman anunció que se interrumpía “por respeto al autor”. La monocorde lectura del VJ terminó sin siquiera un conato de aplauso mientras las huestes del sushi clamaban por la reanudación del suministro.

Tras lograr mi trofeo y al tiempo que alzaba orgulloso con finos palillos de madera los California rolls, los Niguiri y los Sashimi, el VJ y una bonita actriz se alternaban para leer sin prisa ni gracia los comienzos de cada uno de los libros presentados ante la indiferencia olímpica del auditorio. Cuando terminaron dudaron incluso en aplaudirse ellos mismos y terminaron sacudiendo los libros como si quisieran resucitar mariposas gigantes en peligro de extinción. Pensamos que esto era todo, pero de pronto oímos una voz familiar por los parlantes
_¿Este no es Cortázar?, preguntó Matías y, en efecto, pronto distinguimos con claridad la voz del autor de Rayuela. “Bebe, bebe, be-be, Roca-madour, bebe Rocamadour” en medio de un scratch, alzamos la cabeza y vimos que ahora el living minimalista era ocupado por un DJ junto a un bajista y un saxofonista que se empeñaban en remixar a Cortázar y el optimista de Pedro Mairal hasta ensayó unos pasos de baile. Semejante retahíla de emociones eran demasiado para nuestro endeble sistema nervioso, por lo que le dijimos adiós y le deseamos lo mejor a este nuevo sello. Camino a la salida casi nos llevamos por delante a Damián Tabarovsky, que andaba de aquí para allá cual oso enjaulado y Matías se alzó con los laudos al descubrir a Luis Chitarroni riendo entre amigos. ¿Y Aira? Todavía no había dado señales de vida. Se rumoreaba que saldría de una bola gigante de espejos que bajaría del techo con la música del “Zarathustra”. Otras versiones afirmaban que aparecería en el living minimalista, devenido balcón rosado, disfrazado de Evita para arrojar calentitos y sándwiches de miga a la famélica audiencia. Como no nos quedamos hasta el final, no podemos dar fe a ninguna de estas versiones.

A la salida nos obsequiaron con un libro y todos nos llevamos nuestro ejemplar de Parménides, la última de César Aira. Unas chicas pedían el de Easton Ellis, que vive en New York y es el mas chic, pero ya no quedaba. En trance de elegir optaron por el de Aira, que era finito y les entraba justo en la cartera.

Zedi Cioso

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21 agosto, 2006

En busca del boleto dorado

Cuando tenía 8 o 9 años me enganché un sábado a la tarde con una película que daban en canal 7. En ese momento yo no podría haber advertido que se trataba de una película “infantil” porque para un chico todas las películas son infantiles y el único parámetro que cuenta es si son aburridas o divertidas. Pues bien, esta más que divertida era hipnótica, estaba re-buena. La idea era tan simple como efectiva: el mejor fabricante de chocolates del mundo abriría su fábrica super-secreta para que la visitaran cinco afortunados. La única forma de ganar este privilegio era encontrar un boleto dorado dentro de los envoltorios de sus afamadas tabletas de chocolate. Para qué decir que en ese momento sentí el impulso de salir corriendo hasta el kiosco de la esquina en el primer corte comercial y pedirle una barra al kioskero a ver si me favorecía la suerte. Pero en lugar de eso me quedé atornillado al sillón y me sentí partícipe de cada hallazgo fortuito, aunque los privilegiados resultaran una selección de chicos desobedientes y malcriados que dejaban mucho que desear, excepto por uno, que, tras varios intentos fallidos, lograba dar con el áureo ticket. La emoción iba creciendo y ya estaban todos a las puertas de la fábrica, a punto de ingresar. Entonces surgió un villano no previsto por los productores del film: mi mamá vino y me dijo que me pusiera la campera porque nos teníamos que ir. Ante el trágico imprevisto ensayé una protesta de implacable lógica “Mamá, ¡Estoy viendo una película!” a lo que mi venerada madre repuso “La van a volver a dar en cualquier momento, vamos”. No pasó un día desde entonces sin que yo esperara ese “momento” que sin embargo nunca llegaba. Desconocía el nombre de la película y los actores que la protagonizaban y creía que estaba filmada en blanco y negro porque en ese tiempo en casa no contábamos con el lujo de la TV color. Con el tiempo llegué incluso a dudar de la existencia misma del film y me preguntaba si no habría soñado toda la escena que a la postre habría tomado por real.
La película era “Willy Wonka y la fábrica de Chocolate”, pero esto recién lo supe el año pasado cuando la versión de Tim Burton vino a poner algo de orden en mis confusos recuerdos, ahí tuve oportunidad de narrar el trauma a mis amigos (y a mi madre, obviamente, a quien no pierdo la oportunidad de recordarle la triste frase que ella dice haber olvidado por completo). Uno de esos amigos me invitó a su casa hace pocas semanas y me pidió que me sentara en el sillón. Pulsó play en el control remoto de su DVD y de pronto sucedió: la fabrica de chocolate, la auténtica fábrica que las ruinas del recuerdo apenas podían sostener se materializó ante mis ojos. Sentí ganas de correr, de saltar, de gritar y llorar de alegría, pero me comporté acorde a mi rol de adulto y apenas ensayé un cálido agradecimiento. De todos modos no podía dejar de pensar que aquel “momento”, ese momento cualquiera había llegado. Ahí estaban los niños originales, de los que sólo recordaba al chanchíneo gordito, y Gene Wilder como el original Willy Wonka. Habían pasado más de 20 años. 20 años ante las puertas clausuradas de la fábrica abriendo en vano envoltorios de chocolate. Pero ahora, al fin, había encontrado mi boleto dorado, ahora sí podía conocer por dentro la fábrica de Willy Wonka.
Tomé de la mano a aquel chico azorado que fui y entramos juntos.

Zedi Cioso

Ya nada será igual

Estoy buscando un libro que me cambie la vida. Ya me la cambiaron varias veces. Soy de natural volátil, eso favorece la recepción de influencias fuertes. Eso es ser receptivo a influencias fuertes. El último libro que me cambió la vida fue ‘2666’, de Bolaño. Pero antes me la había cambiado ‘El Pasado’ (Pauls), y creo que antes lo había hecho ‘Detectives Salvajes’ (de nuevo Bolaño).
Sábato sostiene que los libros importantes son los que nos cambian la vida. Mi más reciente ex-novia, la señorita O., renegaba de mi apego a esta declaración. ¿En qué sentido?, preguntaba. A mí ningún libro me cambió la vida, nunca, sostenía. A mí, por supuesto, no me quedaba más que conceder: es una imagen, una figura, si querés una metáfora. No es, quizás, ni siquiera una cuestión cualitativa. Es solo la fuerte impresión que te provoca, el carácter sísmico de su lectura (alegaba). El sentirte parte de un secreto compartido por el autor (suerte de Yoda) y uno (a la sazón Luke Skywalker), y, acaso, el resto de los eventuales co-lectores. Pero uno sospecha ser único. Porfía: nadie, nunca leyó a este libro. Nadie, nunca, al menos, leyó a este libro correctamente. Uno se siente en otra dimensión, uno no se percibe contemporáneo a sus falsos coetáneos. Se viaja en colectivo y se mira alrededor: todos ciegos, todos autómatas. Nadie sabe, salvo yo. Nadie puede, nadie como yo. (Si se porta el libro en la mochila, el efecto es superior. Si se lo lleva en brazos es aún más potente. Si se acaba de levantar la cabeza de sus páginas, líneas y palabras mágicas, se tendrá la certeza de que todos ellos, todo esto que lo rodea a uno, no existe. Se sabrá que se es víctima del Genio Maligno cartesiano, se sabrá en vías de liberación de esta realidad aciaga, se sentirá en cada fibra, en cada poro, lo cercano de la revolución. Vamos: uno no puede menos que sentirse un Neo entre los bytes de Matrix.)
El efecto mengua con el paso de los días, con el advenimiento de nuevos libros. Libros que gustan o no, que se terminan o se dejan. Libros que no conmueven. No alteran la mirada sobre el mundo, sobre la época, sobre uno y el universo. No nos cambian, ni siquiera como lectores. No modifican (miren ustedes cómo es la cosa) ni la forma de leer. Porque, ¿no?, cuando un libro nos altera de esa manera ya no se lee igual. La respiración propia cambia, la respiración que se imprime a los libros que se leen cambia. La respiración que se busca en los libros cambia. Ese tan atractivo autor húngaro de fines del siglo XIX pierde brillo, y descubrimos, ni siquiera perplejos (bueno: un poco sí), que buscamos, afanosos, extáticos, ese libro de un autor (por caso) guatemalteco y contemporáneo que habíamos desdeñado en mil y una librerías hasta días antes.
Llegado un punto, fatigados de tantos libros que no nos cambian la vida, forjamos la nefasta e inevitable creencia de que eso no nos ocurrirá más. Ya está. Ya crecimos. Es definitivo. Nuestros gustos no se verán alterados, nuestras preferencias y búsquedas se han aquerenciado de una vez y para siempre. Solo nos queda entregarnos al deleitable pero tristón placer de la relectura. No está mal, no está mal. Miramos al mundo (a los otros lectores, legos de toda sapiencia) desde las cimas solitarias de Zaratustra, sin su alegría, pero con un contento con un si es no es de satisfecho, con un si es no es de melancólico. Una resignación canchera.
Y ahí nomás te cae por la cabeza ese libro, desconocido o ninguneado antes. Ese libro que, una vez más (¡quién hubiera dicho!) te hace cambiar la piel, te hace crecer y sentirte omnisciente, que te hace creer que nadie, nunca, nada comprendió tanto como vos.
Pasa con los libros. Pasa con el amor.

Matías Pailos

20 agosto, 2006

bahía dos

Un comentario menor: el brasilero es el rey indiscutido del lugar común.
Adora la repetición, la costumbre, tiene una base falsa surgida de la exageración en todo.
Es campeón en la trampa, y ostenta sin saberlo una disociación interesante entre lengua y acto. Cuando el más tramposo o digamos maluco, considera que algo está muy bien, dice que es "legal".
Mi pobre experiencia me obliga a una reflexión bien chata, brasilera: me encanta brasil, detesto a los brasileros.

ER

19 agosto, 2006

La vida no es como en el cine

Producto de la terrible falta de dinero causada por la inesperada clausura de mi anterior lugar de trabajo, tuve que recurrir a uno de los oficios más viejos de la historia. ¡No! No me hice taxi boy... soy mesero, o... camarero (palabra con más, mucha más onda). La decisión fue difícil, pero trajo buenos resultados al ver la inmediatez del dinero que no se condice con el poco esfuerzo qe requiere sacar una cerveza de la heladera presentarla en barra y decir "Abro la 101, dos personas, una Stella de litro".
El que me dió la idea fue Zatoichi, quien en un encuentro con Pailos y quien les escribe me tuvo que soportar quejándome de la no-plata que había en mi bolsillo y me sugirió irme a Palermo y Plaza Serrano, currículum en mano a entregarlo a cuanto despacho de bebidas alcohólicas encontrase en mi camino. No estaba muy seguro pero él insitía en el hecho de que soy alto, tengo facha (esto, sin duda, lo dijo para que no lo pensase mucho más) y que manejo bien el inglés. Pailos, que estaba sentado enfrente de mí observando extático unas curvas posarse en una silla a unos escasos 88 cms de nosotros, salió del trance que le provocan (que nos provocan) las mujeres y me dijo "¡¡Claro Burros!! mesero es el laburo ideal para un estudiante de teatro" Y ahí piqué!.... Me había hecho toda la imagen, el joven que de noche sirve mesas a insensibles comensales para pagar sus estudios de teatro, laburar tres veces por semana y vivir de ello... trato hecho. Vale aclarar que en estos días yo estaba pasando por un momento de mierda de mi vida, la falta de dinero provocó que durante ese mes en lugar de ir dos veces por semana a teatro vaya solo una, ergo, estaba haciendo las cosas por la mitad y fueron 30 días de sentir patadas en los huevos. Mucho más no hubo que pensarlo. Pasaron un par de semanas que traté de enganchar algún trabajo "convencional" (encargado de un local de ropa en flores, cuyo dueño en una entrevista dijo claramente "en el local hay que poner el alma, acá vengo y dejo la vida entendés? yo me rompo el culo para que esto funcione, y pretendo lo mismo del encargado...." PUAJJJ!!!! Dios quiera que nunca se te incendie ese espacio de cemento de 4x2, macho, porque si tu alma depende de eso, estás en el horno), pero por suerte no hubo suerte. Agarré los CV's y emprendí mi camino bajando por Borges desde Sta Fe hasta la plaza, ya había dejado en unos 6 o 7 cuando caigo en Crónico (bar ubicado en Borges al 1900) y el encargado que estaba me preguntó sí tenía ganas de hacer una prueba al otro día (que sería un sábado) y sin dudarlo le dije que sí. Más allá de tener que soportar a mi madre clamando por mi ausencia en su cumpleaños (día sábado, día de prueba) la experiencia fue muy positiva....... luego de las dos primeras horas en las cuales me quería ir porque no entendía nada, pero me relajé y me dije "Dejate de romper las pelotas, Guille, no tenés un peso, acá lo único que tenés que hacer es servir mesas y juntar propinas, te vestís como querés, te dán de morfar, y te pagás teatro, no seas pelotudo y laburá, CARAJO!), ahí nomás me dí cuenta que es sistema era re tonto, que hasta un cuadrado lo podría hacer y con el pasar de los días lo fuí confirmando y efectivamente, la guita es buena, cosa que me retrotrae a las palabras de Zatoichi: "Eso sí Burri, tené cuidado, mirá que es muy fácil enroscarse ahí, empezás a juntar buena guita laburando poco y sin que te dés cuenta tenés 28 años y seguís en lo mismo", pero así mismo me acordé de Pailos: "No te olvides, Zato, que Guille estudia teatro". En definitiva es una experienca positiva, es un laburo que no requiere mucho esfuerzo, como dijo Zato hay mucha gente que labura hace añares conmigo y me produjo un ligero escozor verlo ahí y proyectarme en ellos, pero bueno, es en esos momentos cuanto más esfuerzo pongo en servir rápido, atender bien y que suelten sus putas propinas, porque eso me aleja del sistema de cartón y me acerca al no-sistema que es la vida en el arte, consumiéndolo, consumiéndolo, consumiéndolo y, en la medida de lo posible, viviéndolo.

Guillermo Burros

bahía

restaurancito frente a la playa.
argentinos, colombianos.
docenas de sirvientes por todos lados.
colombiana: estamos tan contentos con uribe, le ha dado otra imagen a colombia, imagina, todos me decían que sería imposible conocer ciertas partes del país, por la guerrilla, y fijate que la otra vez pude conocerlas, ir a pescar, todo, con mis niños, estaba tan emocionada.
sí, adoramos a uribe, no como ese loco de venezuela, eso del comunismo ya es parte del pasado, etc, etc, atiné a decir estúpidamente que entre chavez y bush me quedo con chavez, lo cual hizo que a toda la mesa se le desfigurara el rostro (y yo pensaba, para qué mierda vengo a este lugar, pero aquí estamos), me fui al baño a mear mi bronca, y volví a terminarme la bohemia embotellada, que poco tiene que ver con otras bohemias, obviamente.
Mal comienzo para la corresponsalía, he accedido a una clase social sensible, armoniosa, amigable, divertida, ingeniosa, linda, educada y asesina.

salud

16 agosto, 2006

Centro, ironía y después

Dicen que soy visceral. Mienten. Soy un hombre medido.

Años habían pasado desde la última vez que pisé el verde césped. O el sólido cemento. Empecemos de nuevo: hacía años que no jugaba al fútbol. En las últimas tres semanas tuve oportunidad de hacerlo dos veces. En la primera venía de una distensión en la rodilla. La segunda jugué afiebrado. No saben lo feliz que fui.

No era eso lo que quería contarles, sino esto: en medio del último de los partidos, luego de haber probado doce millones de veces al arco (ojo si juegan alguna vez contra un filósofo llamado Milton como arquero: es imposible hacerle un gol), luego de haber rajado por octava vez un insulto al aire, al partido, a mí, cada cual más estertóreo, cada cuál más desaforado, se me acerca un amigo de la casa, que prefiere ser conocido bajo el apodo de Ex-Leninista (aunque actual pragmatista) y me dice al oído, riendo, procurando calmar la fiera desatada que veía en mí: ‘hay que tomarlo con ironismo’.

Sabía que cuerdas pulsar, y lo hizo con tino. Él y yo compartimos cierta oscura afición por una tesis o un conjunto de tesis encuadradas bajo ese mote: ‘ironismo’. Y el ironismo patrocina ese tipo de distancia con respecto a… a ver a ver: ¿de qué hablamos cuando hablamos de ironismo?

Ironismo: dícese de la actitud con respecto a vocabularios y lenguajes, eventualmente extensiva a juegos de lenguaje, prácticas e incluso formas de vida, consistente en ser conciente de su carácter contingente, azaroso, eventualmente finito. Es decir: no tomarse demasiado en serio nada. ¿Eso es ironismo?

Lo primero es ironismo. No me monto en el paso inferencial que parte de él y concluye que ‘todo eso’ (lenguajes, prácticas y afines) no merece ser tomado con tanta seriedad. Me adelanto: Ex-Leninista tampoco opina esto. Hay, sin embargo, una diferencia en los papeles (es decir: en la cancha donde se ven los pingos) entre él y yo, al menos en lo que al fútbol respecta. Para él es un juego. Para mí es en serio.

Es en serio. Es lo único que importa, al menos durante lo que dure el partido. Así que si hay que ir fuerte, se va. Si hay que tirarse al piso, se tira al piso. Si hay que faulear, se faulea. Si hay que dejar la piel en la cancha, se la deja. Y hay que dejar la piel en la cancha.

Claro: no es que haya que hacer nada. Son solo formas de comportarse, modos de disfrute. Porque, entiéndanme: así es como yo disfruto. Y agrego: disfruto más que todos mis compañeros. A ellos, todos filósofos, todos individuos sensatos, maduros, comedidos, no les va la vida en ese partidito. Y está bien. Más aún: está muy bien. Sin embargo…

Sin embargo nada. Nada, más allá de que no podamos dejar de contemplarnos como dos extraños. Ellos me ven, sospecho, algo así como a un buen salvaje. Yo, aunque no quiera, aunque me resista y luche, no puedo dejar de sentir que hay algo, esencial, que se les escapa.

Así que, en fin, ahí voy, mezcla de (y voy a apelar, cipayamente, a imágenes tenísticas) Willy Cañas y Gato Gaudio menos el talento de ambos, corriendo cada pelota, luchando cada centro a la olla, puteándome y ninguneándome en voz alta, creciendo en público. Y aunque, también, intento ser cada vez menos y menos gatonesco, a veces creo que pugno en vano. Por ahora, al menos, soy así. Y así, con esas intensidades y sinsabores, se hacen las cosas en esta familia.

Matías Pailos

14 agosto, 2006

corresponsal exhausto

De acuerdo a lo pactado con el endiablado (valga la caco) stopper Zedi, ahora que me voy a Bahía, Brasil, por unos días, he de intentar escribir alguna estupidez para solaz de nadie e infortunio de varios.
Es por ello que tal vez mi lengua tienda a retorcerse, de manera de girar hacia un portuñol recalcitrante, empastado en las breves y extensas cervezas que la playa le regalará a mi paladar.
He de intentar una corresponsalía irresponsable, como casi todo lo que suelo equivocarme en hacer y en no hacer, de manera de sentir un tanto atacada mi soledad huraña y ermitaña, entre música tostada y caipiras borrosas.
Para tanto trópico, un antídoto poderoso en los libros de tolstoi y dostoievski, hasta que me entren endovenosamente.

ER

2 Formas de Leer

Llega un momento en que uno comprende que la lectura se ha convertido en parte de su vida y, a menos que circunstancias catastróficas se lo impidan, no se imagina ni un solo día sin un libro en la mano que lo acompañe. Pero después de esta asaz feliz constatación llega otra harto más angustiante: ¿Qué leer? ¿Cómo leer?

Como fruto de mi humilde y pobre experiencia he conocido dos formas totalmente distintas de leer, o mejor dicho, dos lectores opuestos: el Lector Conquistador y el lector mercader.

El Lector Conquistador es metódico, ordenado, poderoso y avanza sobre los territorios a conquistar con implacable seguridad, sin reparar en los peligros de la empresa, las bajas de su tropa imperial o los ejércitos de reserva que incorpore el enemigo, se trate éste tanto de las literaturas germánicas medievales como el movimiento beatnik o la generación del 37’.

El lector mercader es curioso, inquieto, diletante y recorre geografías separadas por miles de kilómetros o de años (porque los desplazamientos del lector son tanto espaciales como temporales). Llega algo andrajoso a cada ciudad que visita, con unas monedas guardadas en su bolsillo interno al resguardo de los rufianes y las mercancías vetustas que recogió en sus viajes anteriores, ansioso de hacer negocios, de cerrar un buen trato.

La visión estratégica, el don de estadista del Lector Conquistador le permite abarcar el mapa completo de sus territorios que, ya bajo su égida, se ven obligados a entregarle sus productos más valiosos. Claro que todo conquistador tiene que vérselas a veces con su Afganistán, con su Vietnam. Territorios rocosos y escarpados, selvas húmedas y tupidas, donde obstinadas guerrillas se hacen fuertes e irreductibles. Algunos optan por llamarlos “Los Clásicos”.

El lector mercader busca su oportunidad. No es que ignore cuál es el bien más preciado, pero muchas veces no tiene el dinero suficiente para comprarlo (menos el poder de fuego para tomarlo por la fuerza) y vaga por el mercado y la plaza pública. Suele llevarse gangas y ofertas de ocasión que, a veces, en otras plazas, alcanzan precios exorbitantes. Así, muchas ciudades que parecían haber agotado sus riquezas renacieron al comercio por los buenos oficios de estos mercaderes.

A veces sucede que el Lector Conquistador decide ocupar ininterrumpidamente sus dominios, entonces se convierte en un “especialista” y recibe pedidos y consejos de otros lectores para poder circular por su territorio (o directamente los publica en forma de edictos). Otras veces deja atrás sus victorias, apresta su ejército y parte en busca de nuevas aventuras para sojuzgar otro rincón del mapa.

No todo es dicha en la vida del mercader, cuántas veces se habrá preguntado ¿Qué hago yo en esta ciudad desolada, en este pueblo fantasma, qué puedo extraer de este páramo yermo? Otras veces se somete a estadías prolongadas ante bucólicos paisajes sin obtener nada a cambio. No es raro que se quede sin dinero y tenga que escaparse de la ciudad dejando tras de sí un tendal de deudas. Tampoco puede explicarse por qué no regresa a aquel país donde tuvo tan buena estadía, tal vez tema encontrarlo cambiado, en verdad vive inmerso en la más completa incertidumbre. Pero ese es el precio para poder concretar sus “grandes negocios”.

Yo he sido, alternativamente, un Lector Conquistador y un lector mercader. Y en trance de elegir, prefiero seguir viajando, de ciudad en ciudad, pobre, algo perdido, pero a la espera de esa oportunidad que parece aguardar a la vuelta de la esquina.

Zedi Cioso

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11 agosto, 2006

La madurez y sus agachadas

Hasta hace poco era feliz. Confieso que en mí la felicidad es un estado de excepción. Confieso que, en alguna medida, ambas afirmaciones previas son falsas.
No era felicidad lo que sentía, sino una indefinida satisfacción, un vago sosiego. Y la conciencia, ni prístina ni apremiante, de estar satisfaciendo más de un deseo. De estar satisfaciendo muchos deseos, de ámbitos bien distintos. De no tener ninguna deuda importante en ninguno de esos casilleros en los que yo, muchas y equivocadas veces, tiendo a compartimentar la felicidad. Transcribo el siguiente testimonio personal, en forma de correo electrónico con destino a las cuentas personales de (mis amigos) Zato y Zed: “… Luego de haberme amargado y amargado, me pregunté: ¿qué me pasó? Hace apenas unas semanas me sentía satisfecho como pocas veces, relajado, (¿por qué no?) feliz. Ayer, sin embargo, me encontraba atribulado, meditabundo, angustiado, (claramente) todo menos feliz. ¿Qué hacer?
Llegué a una conclusión: cortar por lo sano. Esto no me hace bien. (…) Basta. No [haré cierta peculiar acción p], no [realizaré otro preciso acto q], pero: suficiente. (…). Estaba siendo el mismo de antes, del que tanto me había costado desprenderme.
Disculpen la molestia, pero hoy estoy sentencioso” y seguía con “Abrazos” y terminaba con mi rúbrica.
¿Cómo, me preguntaba, era posible el desbarranco luego de haber gozado del más equilibrado e inconsciente equilibrio inconsciente? Quizás son las tentaciones de la vida que me apremiaron a efectuar un laudo de alguna manera, quizás son los viejos vicios que, agazapados, solo esperaban el momento de afrontar la más cerril contrarrevolución. Quizás sea la antigua convivencia en un mismo cuerpo de varias mentes. Yo soy otro (Rimbaud), yo soy muchos (Unamuno). Rorty cree que el chiste del psicoanálisis es lograr la hegemonía pacífica y tolerante de una de nuestras personas sobre las otras. Quizás, entre esas otras, esté el suicida. Menos enfáticamente: el autodestructivo. Más precisamente: el autosaboteador.
¿Cómo puede ser que me haya dejado arrastrar a esta situación? ¿Cómo es que no tengo el coraje de zanjar el dilema? Una de las peores cosas de saber que uno puede estar mejor, y que eso depende de uno, es la culpa con la que esta conciencia nos regala. Depende de vos y no hacés nada, me reclama mi superyo desde sus sublimadas alturas. El pendejo que hay en mí cede a la rabia lisa y llana, y lo escupe. Pero ya se sabe: escupir para arriba es una empresa arriesgada.
La decisión sincera acarrea, ya, cierto alivio. La angustia de la indecisión, la angustia de no establecer un orden en la escala de deseos, cede, en ese instante, ante la voluntad firme. Pero algo falta. No importa tanto lo que pensemos como lo que hagamos. En un sentido relevante, todavía no había hecho nada. Solo una vez llevada a cabo la elección de uno de los múltiples caminos a los que la rotonda en la que daba vueltas tenía acceso, advino un más firme regocijo. De esos regocijos quietos, ya saben. Nada de euforia, nada de pavoneamiento. En esos instantes me prometo no reprenderme más por no ser tan astuto, tan constante y decidido siempre, por, a veces, ser un boludito con todas las letras. También me prometo, aunque no creo que vaya a cumplirlo, no cargar tanto las tintas porque a veces el superyo se desboque. Pasa. Así soy. Claro: también soy el que no termina de admitir estas imperfecciones.
La elección se tomó, y a mí eso me era suficiente. No estaba preparado, sin embargo, para este giro del destino.

Matías Pailos

08 agosto, 2006

La Receta de la Felicidad

Cuanto más estúpido, más feliz. Hoy, por fin y una vez más, lo comprendí. Inmerso en un seminario sobre teoría de la decisión racional, emergió en forma de cita su primer antecedente histórico: Pascal. Sí, tiene perfecto sentido. Pascal y el cálculo de probabilidades, Pascal y la teoría de juegos. La apuesta pascaliana: sea que haya Dios o no, conviene llevar una vida piadosa, porque de esta forma se maximiza la utilidad esperada. Bueno, Pascal no lo enuncia así, pero no importa. Tampoco me centraré en la apuesta pascaliana, sino en su periferia. ¡Embotaos!, encomia Pascal desde los suburbios de la apuesta, ¡sed estúpidos y salvaréis vuestra alma! Advinieron, al paso, recuerdos de lecturas juveniles, de Unamuno plegándose a la instigación de Pascal. Tenían razón. No porque siendo más y más estúpidos estemos más cerca de la salvación eterna, no señor. Siendo más y más estúpidos estamos más cerca de la salvación en este mundo: de la felicidad. Nada más feliz que una roca, arguirán. Claro que no: la roca no es ni estúpida. Pero no iba a embarcarme en diatribas ni ditirambos ni coloquios mentales cuando la felicidad estaba tan cerca. Tomé el 55 y me dirigí a casa de Zedi Cioso, quien, empuñando un video en alto, preguntó: ¿sabés que es esto? Pensé en insultarlo, pero me abstuve. El video, siguió, en el que el chico astuto envía un mensaje cifrado a una máquina del tiempo y a través de ella obtiene línea directa con este adulto entontecido. Okey, concedí, todavía ensoberbecido por mi perogrullesco descubrimiento, mi iluminación, mi satori de entrecasa. Zed puso a rodar el video y, en efecto, ahí aparecía un niño, un Zed niño (¡¡!! ¿Otro mensaje cifrado de Dios, del mundo, del destino? ¿No es la niñez una de las formas de la felicidad, ergo de la estupidez?). Y el Zed niño, de pronto se ponía de pie y salía del cuadro de la filmación para anunciar: Cuanto más estúpido, más feliz. Miré a Zed. Sonreía. Había mentido, no había dicho nada de lo que anunciaba. Nada acerca de no querer aparecer como un idiota o como un payaso, de esos que deambulan por las calles de Buenos Aires. ¿Era Zed un enviado de ultramundo para que trocase mi conducta por una francamente mentecata? ¿Es Zed Pascal redivivo? Comencé a estudiarlo con más atención. Su forma facial era la de Pascal. Quizás fueran uno y el mismo, quizás todo hasta este momento en mi vida había sido engaño y prueba. De la cocina emergió Burros, hermano menor de Zed, quien insistió en mostrarnos el video en que precozmente declaraba su vocación actoral. Nos negamos. Burros empuñó un arma. Deliberamos. Accedimos con alguna reticencia a su pedido. Ahora viene, ahora viene, nos anuncia a cada rato, exultante, extático, el mismo Burros. Ahí, ahí, ¡ahí! Ahí la declaración. Un Burros niño, de pronto se ponía de pie y salía del cuadro de la filmación para anunciar: Cuanto más estúpido, más feliz.
Esa noche salí con mi Hipotético amigo a chupar y piropear mujeres, sin mayores expectativas. Las pocas que hubieron, de todas formas, fueron prontamente dilapidadas por la esbornia que nos agarramos. Yo cavilaba: ¿Cuánto más estúpido, más feliz? ¡Cuánto más estúpido, más feliz!, prorrumpió a las carcajadas Hipotético y dos de sus adláteres, quienes procedieron a aferrar mis brazos para que Hipo pudiera verter los cinco litros de la palangana de cerveza en mi estómago. Poco más tarde estaba saltando, bailando, desnudándome, hablando al escote de las señoritas, recibiendo más de una paliza. Mientras me paliceaban novios ofendidos e indignados, yo reflexionaba, feliz: Cuánto más estúpido, más feliz.
Ahora, frente a mi monitor, emerge la duda: ¿me tomarán en serio? Pensé en Aira, pensé en Cecil Taylor. Pensé en su común preocupación por ser tomados en serio. No lo harán, pensé. Creerán que esto es una sátira, un ready-made, un ejercicio de escritura veloz. Mas yo, desde mi más rancio utilitarismo pragmatista, carezco de esas preocupaciones. Que no me tomen en serio. Que no me crean. Me pasa todo el tiempo. Quizás tengan razón, quizás yo no sea en serio. Mas yo, desde mi más pragmatista utilitarismo rancio, me despreocupo de averiguarlo. Y, vacío de ideas, pulso las letras del teclado.

Matías Pailos

07 agosto, 2006

Video

El domingo pasado fui a la casa de mis padres y me mostraron un video familiar que acababan de obtener y donde yo aparecía a mis 10 años de edad. Yo, ¿Dije Yo? Que palabra sospechosa. Digamos que lo que “yo” vi en el video fue a un niño modosito con cuello de la camisa por fuera del sweter y anteojos de marco grueso que tomaba té de a sorbitos. Esa criatura de donde yo vengo o de don-devengo, de pronto se ponía de pie y salía del cuadro de la filmación para anunciar en voz alta: “No quiero aparecer como un idiota o como un payaso, de esos que deambulan por las calles de Buenos Aires”.

Digamos que el de ahora habría creído al de entonces demasiado estúpido o demasiado inteligente para pronunciar esas palabras. Digamos, también, para estimular la mitologenia que por ese entonces “yo” no era lo que se dice un “avezado lector”. Entonces ¿De donde viene ese placer, ese deleite casi por las palabras? No se me ocurre otra explicación para el uso del término “deambular”, y ni hablar de la frase completa, improvisada en el momento, con una fuerza de choque propia de un manifiesto de vanguardia.

Pero ahora comprendo, en este mismo acto inútil de escribir, de escribirme, comprendo: ese chico no le habla a ninguno de los adultos reunidos alrededor de la mesa familiar, no ensaya una versión sofisticada del berrinche, tampoco se dirige a la cámara. Ese chico astuto envía un mensaje cifrado a una máquina del tiempo y a través de ella obtiene línea directa con este adulto entontecido. ¿Y cuál es ese lúcido mensaje? “No quiero aparecer como un idiota o como un payaso, de esos que deambulan por las calles de Buenos Aires”.
En estos tiempos confusos sus palabras resuenan en mi cabeza con ecos proféticos: no puedo hacer otra cosa más que prometerle que así será.

Zedi Cioso

06 agosto, 2006

la última de chabrol

Bien, he ido a ver el viernes La comedia del poder, de Claude Chabrol.
A ver si alguien me esclarece: me dormí, debo confesarlo, las dos terceras partes.
Obra maestra, dicen las crónicas de tinta.
¿Se puede ser más anodino? Maestro en lograr mi indiferencia. Plomazo insoportable, nada de nada.
Dan ganas de ir al teatro. El problema es que luego del teatro, dan ganas de ir al cine.
Gato flor y truco.
Salud.

04 agosto, 2006

Falseame que me gusta

El parecido de Brian Ferry con Roberto Flores es innegable. Estas palabras, pronunciadas por mi amigo Zato meses ha, cayeronme como cuatro milanesas a caballo consumidas una atrás de la otra sin hepatalgina a la vista. ¡Nooo!, repliqué. Pero me quedó la duda, la inquietud, la intranquilidad que luego de repasar masoquistamente mis discos de Roxy Music, se resolvió con mi entrega a la amarga verdad. Ferry es un Flores que entona. Me puse a pensar, entonces, qué es lo que hacía que me gustara tanto, si Roxy con otro cantante me gustaría más o menos. Me gustaría menos, concluí. ¿Por qué me gusta tanto el cantar de Ferry? Sin respuestas a la vista, listé (tarea a la que me entrego con compulsiva asiduidad) mis trovadores de cabecera. Y compuse: Frusciante, Cocker, Springsteen. Bowie, por supuesto. Pero Bowie es un tema aparte, un tema por encima de todos los temas, así que suspendámoslo o alejémosnos de él. Luego seguí: Patton, Vedder. Y agregué: Cobain. Y sumé: el gordo Frank Black. Tarde o temprano recordé lo escrito por un periodista sobre Frusciante: canta como si tuviera la boca llena de clavos. Él, Ferry, Bowie: todos entonan, todos pueden cantar atildadamente. Pero (¡pero!): les gusta demasiado el falsete. A la menor oportunidad se ponen sensibles, se asumen dramáticos, tornan a la canción un asunto de vida o muerte. El mundo deja de existir. Solo tiene lugar la canción. La canción solo tiene lugar para resaltar su canto. La letra solo tiene lugar para resaltar su sensibilidad, su dramatismo, su vida y muerte. Prueben con ‘Lady Grinning Soul’, con Bowie llegando arriba, abajo, con Bowie falseteando arriba y abajo, con uno mismo desgarrándose con Bowie y creyéndose Bowie creyéndose el amante de la morocha de la canción. El falsete contribuye, no hay duda. El falsete es todo, a qué negarlo. Es el arma principal de mis cantantes favoritos, y quien denueste esa estratagema quedará imposibilitado de disfrutar de lo que ellos tengan para ofrecer. Pero Patton, Vedder, Cobain… no hay tanto falsete ahí. No no no: lo que hay es otra cosa. Lo que hay es mi segunda herramienta vocal favorita. Hay grito pelado. Hay desgarramiento no solo en el fondo, sino en el frente. Hay cuerdas vocales que se rompen, hay una garganta destrozada al finalizar el tema. Vean, si quieren, vean, como ejemplo, al Cobain de ‘Territorial Pissings’, al Vedder de ‘State of Love and Trust’. (A propósito: el Vedder de ‘Yellow Leadbetter’ es un buen ejemplo de cantante que te emociona falseteándote.) Vean al hermanito mayor de todos ellos. Vean al gordo Black sobre un peñasco al borde del abismo de Carpar David Friedrich tronando ante los dioses o la nada que él es un perro andaluz, que él es un degradado. Pero hay, todavía, un último grupo de cantantes de los que, pertinazmente, gusto. Son tipos acerca de los cuáles existe un amplio consenso, por no decir unanimidad, en que ‘cantan mal’. Cantan mal. Sin atenuantes. Sin contemplaciones. La lista, exigua, aunque notable, es la siguiente: Dylan, Young, Waits. La pregunta se repite: ¿me gustaría tanto ‘Blood on the Tracks’ o ‘Closing Time’ si hubieran sido cantados por tipos prolijos, que no pifiasen, con un registro vocal y un caudal respetable? Por supuesto que me gustarían menos, ninguna duda. Creo que esto se relaciona con un acorde de desprotección, de fragilidad, de vulnerabilidad que ellos exponen al cantar. Hay algo, también, de exposición arrojada, de ponerle el pecho a las balas. Hay algo de valentía en Young cantando ‘You are like a Hurricane’. Y creo que eso es lo que unifica el falsete, el grito, el pifie: la épica. Como escribe Pauls, la épica, con su arsenal de apremios, exigencias y contratiempos, encierra una droga que se reivindica con énfasis de adicción. Será por eso que me gusta tanto.

Matías Pailos

Solo las chicas

Acto 1: en un escenario se posan los objetos que le dán vida a una casa vacía, aparentemente abandonada, se escuchan ruidos que provienen del exterior y dos muchachas se acercan a la puerta tratando de entrar y discutiendo sobre si es la desición correcta.

Acto 2: Vemos que lo que entra son dos mujeres, una de ellas claramente más joven que su compañera, vestidas con harapos y tratando de ocultar su identidad con pañuelos de los 60's (como los que usaba la madre de Regan en El Exorcista), y grandes y ridículos anteojos negros. Por sus discusiones nos enteramos que recientemente se escaparon de un manicomio y temen ser encontradas.

Acto 3: Las chicas comienzan una enfermiza convivencia con todos los condimentos de una relación border que nunca se define entre el más tierno compañerismo, una franca amistad o una feroz atracción sexual.

¿Como se llama la obra? SABINA Y LUCRECIA.
Sabina y Lucrecia formaba parte de la Fiesta Nacional del Teatro que tuvo lugar en unas cuantas salas de Buenos Aires en el mez de marzo, a esta pieza la fui a ver con Pailos y lo que le dije en ese momento lo sostengo hasta hoy, es la mejor obra de teatro que ví en toda mi vida, una obra gigante, dura, que golpea, presiona, descomprime, incomoda, calienta, moja, toca, emociona, aterra, enferma, libera, y todo lo hace en menos de dos horas, por momentos a toda velocidad y por momentos con tranquilidad, casi con sadismo. El sadismo con el que eran tratadas en la institución en donde las tenían encerradas, con el doctor que siempre las tocaba o la que se dejaba tocar por el doctor, creyendo que eso la beneficiaría de algún modo, pero todo con mucha sutileza. Hay dos desafíos para un actor argentino: Terminar una frase con la palabra carajo y que quede bien y actuar un loco con toda naturalidad, entrgándose completamente al juego sin parecer un personaje de Tinelli. acá lo logran, y como lo logran!! Más allá de las actuaciones (se notaba que esas chicas estaban con ganas de actuar, tenían una energía a toda prueba, actuaban con ovarios, de verdad, poniendo todo) había una coordinación lumínico-sonora hiper destacable: Como era de esperar por momentos les agarraban "arrebatos" (no nos olvidemos que son locas) y para cada cuál el escenario tomaba un color (cuando Sabina alucinaba, las luces eran rojas, para Lucrecia eran verdes) y desde los parlantes se oía una serie chillidos y voces agudas qe hablaban a toda velocidad sin permitir entender lo que decían, o sin siquiera decir algo, en esos momentos la atmósfera se tornaba densa, pero una densidad buena, uno no podía evitar formar parte de eso. Luego, lo iban llevando a un plano cómico, siempre sin burlarse de lo que hacían, son la seriedad de ser una loca como una cabra y en esos momentos la tensión no caía, sino que tomaba otra forma, la expectativa, de que algo se estaba calentando en la olla a presión que era esa insana convivencia en una casa completamente abandonada, que alguna vez había pertenecido a la más joven de las chicas, Lucrecia si mal no recuerdo, y que fue entregada por su marido al manicomio ya que ella se negaba a las relaciones sexuales... "una buena mujer tiene que saber esperar, no lo voy a andar haciendo con cualquiera, no?" se justificaba ante su desorbitada y ninfómana amiga. Como no podía ser de otra manera y así todo muy bien llevado, el paso del tiempo las deteriora más de lo que estaban, y entre peleas e intentos desesperados de Sabina por conseguir un orgasmo a manos de su virginal Lucrecia, la ternura se transforma en perversión, la emoción de la aventura en pánico, y en un último y desesperante ataque de locura, ambas cuchillo en mano, Lucrecia la mata (momento de climax, el escenario oscilaba entre rojo sangre y verde esperanza, mientras que los sonidos se volvían cada vez más fuertes, hasta ser uno solo y volverse ensodecedor) entonces ¡¡PUM!! apagón... silencio, silencio.... luz tenue que se torna cada vez más fuerte y Sabina yace muerta. Lucrecia se le acerca, lamentando su muerte, no le piede perdón. sino que le echa la culpa, con amor, con suavidad, como cuando pasa una tormenta y pareciera que tras su paso el mundo queda detenido, se acerca, la abraza, se abraza a ella y le dice algo así como "Nunca te voy a abandonar, las buenas amigas permanecen juntas". De más está decir que con Pailos estuvimos de la gorra como una hora, el estado al que me llevó esa puesta es uno de los mejores viajes que tuve en mi vida: quedé muy colocado.

Guillermo Burros

02 agosto, 2006

Doble doble

Hablemos de amistades. Hablemos de lo que se puede pescar en la blogósfera si uno tiene suerte, la carnada aleatoria es adecuada, si el pez está dispuesto a ser pescado. Hablemos de mi, entonces. Uno mismo, el único tema de interés para una persona decente. (Si mal no recuerdo, debemos esa tesis al hombre del subsuelo dostoievskiano.) Consigo un blog: éste blog. Posteo, posteo, posteo. Llegado un punto, ya no sé de qué escribir. Y entonces aparece, providencial, una nota en Perfil en la que se sostiene que Asís es mejor que Gombrowicz. Albricias: ya tengo tema. Responder pavlovianamente a ese tipo de provocaciones es una berretada. Pero, ¿qué quieren? Estaba desesperado. El primer comentario paga toda mi participación en este medio. Es de mi virtual amigo Rodrigo Salgado Boza, a quien nunca vi, recordando a Witoldo levantando en gesto imprecador el brazo por los aires, desde la rada, sobre la cubierta del barco en el que abandonará definitivamente Argentina, dando un último consejo a sus jóvenes amigos americanos: Maten a Borges. Suficiente. Suficiente para que Cioso y yo mismo quisiéramos saber, concupiscentemente, quién había pergeñado esa nueva aparición de una vieja anécdota. Así conocimos su blog, y por su interpósita persona, a su amigo Gonzalo Hernández. Y Cioso me hace notar: me asusté (me dijo): son como una réplica de nosotros. Por primera vez reparo en las coincidencias del dúo chileno (RSB y GH son chilenos; nosotros solo somos transcordilleranos) con el propio dúo argentino que Cioso y yo conformamos. Dos amigos, bastante común. Dos amigos con ínfulas de escritor, menos común. Dos lectores devotos de Bolaño. Caramba. Rodrigo estudia Filosofía: yo también. Y allende los datos, están las personalidades. Rodrigo suena más impetuoso, más pasional, más melodramático e intempestivo. Más pendejo. Más inmaduro. Gonzalo, verbigracia, es cierta mesura, cierta templanza, la razón convocada a mediar conflictos. Es cierta alegría reposada, exuda autoconfianza y equilibrio. Ahora sustituyan ‘Rodrigo’ por ‘Matías’ y ‘Gonzalo’ por ‘Cioso’ y tendrán algo suficientemente semejante a dos descripciones verdaderas. Claro: esto es puro prejuicio. Y hay más: las disidencias ya comienzan, y son legión. Rodrigo es un postadolescente de 23; yo soy un postadolescente de 29, y ya me las pateo. Parece que Gonzalo estudia Filosofía; Zedi (Cioso), por el contrario, cursa la etapa postrera de la carrera de Comunicación. Ellos aman a Lovecraft. Nosotros apenas lo leímos. Nosotros amamos a Lamborghini (Osvaldo; al otro apenas si lo leímos). Ellos, seguro (pero seguro), jamás lo tuvieron en sus manos. Mejor no sigamos. El chiste de este artículo es mostrar un efecto de imagen especular, no desbaratar esa impresión. Pero sí: ese era el chiste. Cioso, ayer nomás, recordaba la leyenda china (que quizás no fuera leyenda, y quizás tampoco fuera china) que Borges menta cada tanto, según la cuál los habitantes de los espejos otrora vivieron de este lado del espejo. Hubo guerra, y perdieron. Se los condenó a habitar del otro lado del espejo, e imitar aspecto y movimientos de sus vencedores. La leyenda profetiza que un día los habitantes del otro lado del espejo se revelarán e invadirán a sus vencedores, venciendo a su vez. Borges concluye: ¿de qué lado del espejo estamos? El recuerdo de Cioso fue pertinente. Sin embargo, prefiero no pensar esta mutua mimesis de esa manera, prefiero no pensar a los Andes como un enorme espejo. Prefiero pensar que ellos y nosotros estamos del mismo lado del espejo. Prefiero pensar que los cuatro somos un mismo nosotros.

Matías Pailos