Inning
Inning
El primer día hábil de Septiembre Marcela fue a inscribirse al gimnasio de su barrio. Cuando le dieron el folleto comprobó que aún continuaban dictando la clase de Aero Local que ella tomaba el año anterior y pagó la matrícula. Pero al día siguiente, cuando se presentó con sus calzas nuevas y sus zapatillas con cámara de aire, le informaron que el folleto estaba desactualizado y que en ese horario ahora se dictaba Inning.
_¿Qué?
_Inning, respondió el instructor, un pelado de porte atlético que debía rondar los cuarenta años. _El Inning, prosiguió explicando con retórica de prospecto, al contrario del resto de las disciplinas, consiste en desarrollar la máxima inmovilidad para despertar el control interior.
Marcela no entendió ni medio, pero ya que estaba ahí, decidió darle una oportunidad. La clase, si puede llamarse de esa manera, consistía en permanecer estático en la misma posición, atento a las indicaciones del profesor que se limitaban a una palabra pronunciada con voz suave y armoniosa: “respiración” “piel” “latidos”. Marcela cerró los ojos junto a otras ocho personas al inicio de la clase. Cuando los abrió una hora mas tarde descubrió que se había quedado sola junto al profesor, en cuclillas sobre el parqué frío del salón de gimnasia.
Las dos semanas siguientes transcurrieron de la misma manera. Una considerable cantidad de gente se acomodaba al comienzo de la clase, como sucede con toda nueva disciplina aeróbica en horario central, pero era indefectiblemente Marcela la única en abrir los ojos ante la última instrucción del profesor: “párpados”. No es que la clase la apasionara, de hecho no se la había recomendado a ninguna de sus amigas ni pensaba hacerlo. Tampoco percibía ningún resultado concreto que permitiera acreditar los beneficios de esa actividad: la balanza seguía acusando los dos kilos de más que había ganado durante la temporada invernal. Pero al término de esa hora al menos lograba relajarse y cedían las tensiones acumuladas durante la penosa jornada laboral. Además, ya había pagado el mes por adelantado y no llegaba a la clase del horario anterior. El resto de los socios del gimnasio se quejaban con vehemencia y acusaban al instructor de estafador y charlatán. Pero el dueño del gimnasio, un campeón retirado de lucha libre, se mostraba inflexible. El profesor había acreditado un título otorgado por un maestro tibetano en un curso de un año en Palo Alto, California. Y además había firmado un contrato por un mes y tenía que respetarlo.
No fue sino hasta la tercera semana que Marcela comenzó a percibir “resultados” que se manifestaban en forma de ligeros cosquilleos en las zonas mencionadas por el instructor. Estos efectos imprevistos la asustaron y le contó al profesor lo que estaba experimentando.
_Excelente, dijo el profesor, estás aprendiendo muy rápido.
_¿Aprendiendo qué?
_A dominar tu cuerpo. Esa es la clave del Inning: hacer concientes todos los procesos corporales.
A partir de ese día, Marcela se entusiasmó tanto que, no conforme con la hora diaria, comenzó a practicar por su cuenta. Después del almuerzo se encerraba en el baño de la oficina por el lapso de quince minutos al punto que sus compañeras empezaron a abrigar la sospecha de que sufría anorexia. A la mañana ponía el despertador media hora más temprano que de costumbre y dedicaba esos treinta minutos extras al inning. El profesor la felicitaba a diario por sus progresos. A mitad de la cuarta semana cambió el talante de sus instrucciones y dijo: “bíceps” “tríceps” “cuadriceps” “isquiotibiales” “glúteos” y al terminar la clase Marcela descubrió que estaba bañada en sudor. Al día siguiente el cuerpo le dolía tanto como si hubiese corrido una maratón. Apenas si podía moverse en la cama sin lanzar un alarido de dolor. Pero entonces tuvo una idea: practicó Inning con el propósito de recorrer todos los grupos musculares mencionados el día anterior y ordenarles que se distendieran y se relajaran. Cuando bajó a tomar el desayuno se sentía como nueva.
Al finalizar el mes, como era de esperar, la clase de Inning fue levantada y Marcela se encontró con su vieja profesora que saltaba frenética al tiempo que gritaba ¡Vamos Chicas! frente a un auditorio colmado de entusiastas mujeres dispuestas a sacrificarse por una buena silueta. Pero a ella no le importó. Sólo lamentó no haber podido despedirse de su profesor. Volvió a su casa y se encerró en su cuarto a practicar Inning por su cuenta. La atractiva figura que comenzó a exhibir días más tarde no hacía sino acrecentar las sospechas de sus compañeras que esperaban ansiosas las primeras manifestaciones de la enfermedad. Pero el tiempo transcurría y su perfil no se tornaba cadavérico, la piel no se ajaba como un papiro ni se tornaba pálida, todo lo contrario: lucía un tinte oliváceo muy difícil de obtener en octubre. Incluso se podría afirmar que hasta las incipientes tramas de arrugas que habían comenzado a formarse al costado de sus ojos habían retrocedido para dejar en su lugar una piel lisa y tirante. Si acaso aún seguían murmurando y confabulando en su contra era por su carácter, que se había tornado frío y taciturno. Ya no hablaba con nadie a no ser que se viera obligada a hacerlo. Se desentendía de su trabajo y se ausentaba durante la hora del almuerzo. En el transcurso de esos días una de sus compañeras tuvo que abandonar la oficina al mediodía para atender un trámite y cuando regresó contó que la había visto en la plaza que está a tres cuadras de la oficina: “Estaba sentada en un banco, con los ojos cerrados. Quieta como una estatua”.
A todo esto Marcela continuaba experimentando las posibilidades del Inning. Un sábado su novio la llamó y le dijo que no podía salir con ella esa noche porque pensaba asistir a la despedida de soltero de un amigo. Marcela le dijo que no había problema y apenas cortó la comunicación se encerró en su pieza y aplicó el Inning a sus zonas erógenas. Al décimo orgasmo consecutivo se obligó a parar porque temía que su corazón no resistiera tanta intensidad, aunque bien pudo haberle exigido que resistiera. Lo cierto es que el lunes siguiente citó a su novio y le dijo que ya no quería verlo más. Ante la desesperación, los reproches y los pedidos de explicación del muchacho ella se limitó a decir:
_Vos no podés darme lo que yo necesito.
_¿Y cómo se llama? ¡Por lo menos decime quién es el te da todo lo que necesitás!
_Yo misma, dijo Marcela sin variar el tono de voz, me lo puedo dar yo misma.
Una noche días más tarde empezó a practicar Inning justo antes de quedarse dormida y descubrió que podía interferir en sus sueños y orientarlos en la dirección que deseara. Y lo que era aún peor, después descubrió cómo provocarse sueños a voluntad y con los ojos abiertos. A veces permanecía una hora frente a la pantalla del monitor sin pestañear, como un pez ante el linde cristalino de la pecera. No tardaron en echarla del trabajo por incompetente. Pero no le importó. Ella podía mantenerse comiendo frutas secas y legumbres crudas, si la situación lo requería. Lo que sí se modificó fue su rutina. Ya no volvió a buscar trabajo. Por las mañanas visitaba un parque cerca de su casa, buscaba un banco a la vera del sol y permanecía ahí durante horas. Una flor marchita podía convocar la summa de todas las tristezas del mundo y sólo unos instantes después era capaz de experimentar la dicha infinita con una brizna de hierba que vibraba solitaria azuzada por el viento. Eso sí, nunca olvidaba, durante una hora diaria, estimular todos sus músculos de a uno por vez. Así continuó hasta que una noche se acostó desnuda en su cama y se provocó un sueño ininterrumpido que la conservó intacta para siempre con la frialdad y el esplendor de una piedra preciosa.
Zedi Cioso
El primer día hábil de Septiembre Marcela fue a inscribirse al gimnasio de su barrio. Cuando le dieron el folleto comprobó que aún continuaban dictando la clase de Aero Local que ella tomaba el año anterior y pagó la matrícula. Pero al día siguiente, cuando se presentó con sus calzas nuevas y sus zapatillas con cámara de aire, le informaron que el folleto estaba desactualizado y que en ese horario ahora se dictaba Inning.
_¿Qué?
_Inning, respondió el instructor, un pelado de porte atlético que debía rondar los cuarenta años. _El Inning, prosiguió explicando con retórica de prospecto, al contrario del resto de las disciplinas, consiste en desarrollar la máxima inmovilidad para despertar el control interior.
Marcela no entendió ni medio, pero ya que estaba ahí, decidió darle una oportunidad. La clase, si puede llamarse de esa manera, consistía en permanecer estático en la misma posición, atento a las indicaciones del profesor que se limitaban a una palabra pronunciada con voz suave y armoniosa: “respiración” “piel” “latidos”. Marcela cerró los ojos junto a otras ocho personas al inicio de la clase. Cuando los abrió una hora mas tarde descubrió que se había quedado sola junto al profesor, en cuclillas sobre el parqué frío del salón de gimnasia.
Las dos semanas siguientes transcurrieron de la misma manera. Una considerable cantidad de gente se acomodaba al comienzo de la clase, como sucede con toda nueva disciplina aeróbica en horario central, pero era indefectiblemente Marcela la única en abrir los ojos ante la última instrucción del profesor: “párpados”. No es que la clase la apasionara, de hecho no se la había recomendado a ninguna de sus amigas ni pensaba hacerlo. Tampoco percibía ningún resultado concreto que permitiera acreditar los beneficios de esa actividad: la balanza seguía acusando los dos kilos de más que había ganado durante la temporada invernal. Pero al término de esa hora al menos lograba relajarse y cedían las tensiones acumuladas durante la penosa jornada laboral. Además, ya había pagado el mes por adelantado y no llegaba a la clase del horario anterior. El resto de los socios del gimnasio se quejaban con vehemencia y acusaban al instructor de estafador y charlatán. Pero el dueño del gimnasio, un campeón retirado de lucha libre, se mostraba inflexible. El profesor había acreditado un título otorgado por un maestro tibetano en un curso de un año en Palo Alto, California. Y además había firmado un contrato por un mes y tenía que respetarlo.
No fue sino hasta la tercera semana que Marcela comenzó a percibir “resultados” que se manifestaban en forma de ligeros cosquilleos en las zonas mencionadas por el instructor. Estos efectos imprevistos la asustaron y le contó al profesor lo que estaba experimentando.
_Excelente, dijo el profesor, estás aprendiendo muy rápido.
_¿Aprendiendo qué?
_A dominar tu cuerpo. Esa es la clave del Inning: hacer concientes todos los procesos corporales.
A partir de ese día, Marcela se entusiasmó tanto que, no conforme con la hora diaria, comenzó a practicar por su cuenta. Después del almuerzo se encerraba en el baño de la oficina por el lapso de quince minutos al punto que sus compañeras empezaron a abrigar la sospecha de que sufría anorexia. A la mañana ponía el despertador media hora más temprano que de costumbre y dedicaba esos treinta minutos extras al inning. El profesor la felicitaba a diario por sus progresos. A mitad de la cuarta semana cambió el talante de sus instrucciones y dijo: “bíceps” “tríceps” “cuadriceps” “isquiotibiales” “glúteos” y al terminar la clase Marcela descubrió que estaba bañada en sudor. Al día siguiente el cuerpo le dolía tanto como si hubiese corrido una maratón. Apenas si podía moverse en la cama sin lanzar un alarido de dolor. Pero entonces tuvo una idea: practicó Inning con el propósito de recorrer todos los grupos musculares mencionados el día anterior y ordenarles que se distendieran y se relajaran. Cuando bajó a tomar el desayuno se sentía como nueva.
Al finalizar el mes, como era de esperar, la clase de Inning fue levantada y Marcela se encontró con su vieja profesora que saltaba frenética al tiempo que gritaba ¡Vamos Chicas! frente a un auditorio colmado de entusiastas mujeres dispuestas a sacrificarse por una buena silueta. Pero a ella no le importó. Sólo lamentó no haber podido despedirse de su profesor. Volvió a su casa y se encerró en su cuarto a practicar Inning por su cuenta. La atractiva figura que comenzó a exhibir días más tarde no hacía sino acrecentar las sospechas de sus compañeras que esperaban ansiosas las primeras manifestaciones de la enfermedad. Pero el tiempo transcurría y su perfil no se tornaba cadavérico, la piel no se ajaba como un papiro ni se tornaba pálida, todo lo contrario: lucía un tinte oliváceo muy difícil de obtener en octubre. Incluso se podría afirmar que hasta las incipientes tramas de arrugas que habían comenzado a formarse al costado de sus ojos habían retrocedido para dejar en su lugar una piel lisa y tirante. Si acaso aún seguían murmurando y confabulando en su contra era por su carácter, que se había tornado frío y taciturno. Ya no hablaba con nadie a no ser que se viera obligada a hacerlo. Se desentendía de su trabajo y se ausentaba durante la hora del almuerzo. En el transcurso de esos días una de sus compañeras tuvo que abandonar la oficina al mediodía para atender un trámite y cuando regresó contó que la había visto en la plaza que está a tres cuadras de la oficina: “Estaba sentada en un banco, con los ojos cerrados. Quieta como una estatua”.
A todo esto Marcela continuaba experimentando las posibilidades del Inning. Un sábado su novio la llamó y le dijo que no podía salir con ella esa noche porque pensaba asistir a la despedida de soltero de un amigo. Marcela le dijo que no había problema y apenas cortó la comunicación se encerró en su pieza y aplicó el Inning a sus zonas erógenas. Al décimo orgasmo consecutivo se obligó a parar porque temía que su corazón no resistiera tanta intensidad, aunque bien pudo haberle exigido que resistiera. Lo cierto es que el lunes siguiente citó a su novio y le dijo que ya no quería verlo más. Ante la desesperación, los reproches y los pedidos de explicación del muchacho ella se limitó a decir:
_Vos no podés darme lo que yo necesito.
_¿Y cómo se llama? ¡Por lo menos decime quién es el te da todo lo que necesitás!
_Yo misma, dijo Marcela sin variar el tono de voz, me lo puedo dar yo misma.
Una noche días más tarde empezó a practicar Inning justo antes de quedarse dormida y descubrió que podía interferir en sus sueños y orientarlos en la dirección que deseara. Y lo que era aún peor, después descubrió cómo provocarse sueños a voluntad y con los ojos abiertos. A veces permanecía una hora frente a la pantalla del monitor sin pestañear, como un pez ante el linde cristalino de la pecera. No tardaron en echarla del trabajo por incompetente. Pero no le importó. Ella podía mantenerse comiendo frutas secas y legumbres crudas, si la situación lo requería. Lo que sí se modificó fue su rutina. Ya no volvió a buscar trabajo. Por las mañanas visitaba un parque cerca de su casa, buscaba un banco a la vera del sol y permanecía ahí durante horas. Una flor marchita podía convocar la summa de todas las tristezas del mundo y sólo unos instantes después era capaz de experimentar la dicha infinita con una brizna de hierba que vibraba solitaria azuzada por el viento. Eso sí, nunca olvidaba, durante una hora diaria, estimular todos sus músculos de a uno por vez. Así continuó hasta que una noche se acostó desnuda en su cama y se provocó un sueño ininterrumpido que la conservó intacta para siempre con la frialdad y el esplendor de una piedra preciosa.
Zedi Cioso
Etiquetas: Relatos
14 Comentarios:
el relato me parece magnifico, interesante, sencillo, con una buena trama y es de una lectura facil, muy bueno.
La idea es soberbia. Adhiero in toto al comentario salomónico, y el resto ya te lo dije en el pasado.
Coincido. Y el final parece el principio de un cuento de Lovecraft...
yo ya lo estoy recomendando
sólo una cosa, el novio
¿qué onda? ahí, en esa parte me pongo dudosa. y perdón si soy molesta, pero cuál sería la diferencia entre orgasmos autoporvocados gracias al dominio de la técnica de inning, de los provocados gracias al dominio de la siempre bien ponderada masturbación?
por lo demás, excelente, lo leí sin parar y lo pensé casi toda la tarde. adhiero a mis predecesores. gracias por el momento.
Muchas Gracias, Salmón, me alegra que le haya gustado.
Gracias MP y anónimo por tan gloriosa referencia.
Hipotermia: gracias por recomendarlo. En lo del novio puede que usted tenga la razón, digamos que el orgasmo provocado por el inning sería como un orgasmo múltiple pero simultáneo (como si el lenguaje, que es lineal pudiera abarcar la multiplicidad de lo real) una especie de absoluto.
el cuento me pareció excelente y tengo que decir que el final es lo mejor, tanto en el desenlace como en el uso del lenguaje, las últimas líneas dan escalofríos. lo disfruté mucho.
Marietta, muchas gracias por sus elogiosas palabras, me alegra que el cuento le haya gustado.
Saludos
simplemente delicioso.
Fíjese qué casualidad, Zedi, ayer empecé una clase de gimnasia en la que hacia el final la profesora nos hizo hacer algo muy pero muy similar al inning. Ko chin, chin ko, algo así. Esta mañana sentí un cosquilleo. Esperemos que no fuera en los isquiotibiales...
Saludos, V.
Gracias verborrea, me alegra saber que lo ha saboreado. Y Vero, cuidado entonces con el Ko Chin o Chin Ko (me inclino por esta última fórmula, más afín a la fonética oriental)o como decía el General "todo en su medida y armoniosamente".
Saludos
Chapeau Zedi.
Merci Cutì
Muy bueno. Siddhartha meets Fight Club. Además de estar bien escrito, la idea de la iluminación en un gimnasio es realmente feliz.
Muy buenos también los dos anteriores.
Muchas Gracias por sus comentarios, S. Trataremos de seguir abasteciendo de ficción al blog.
Saludos
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