Zindo y Gafuri a sala tomada
Zindo y Gafuri es una pequeña editorial de poesía (ya
empiezo redundando ¿alguien conoce una “gran” editorial de poesía) es entonces
una editorial de poesía autogestionada cooperativa y colectiva cuyo nombre se
origina en una historia que ayer me fue rebelada pero, como diría Heródoto, no
considero propicio revelar en estas páginas. Conocí ZG a través de mi amigo
Mauro Lo Coco, que publicó ahí en el 2010 Niñocacharro, que para mí es un libro importante para la literatura argentina. Ayer,
jueves 28 de junio, los poetas de ZG se presentaron en el festival autogestivo
organizado por la Sala Alberdi
del Teatro San Martín, una sala que según el Gobierno de la Ciudad es un “espacio
dedicado a actividades de extensión de la Dirección General
de Enseñanza Artística” o, en buen criollo, un espacio destinado a clases de
actuación, comedia musical, clown y otras expresiones artísticas destinadas al
público infanto-juvenil. Desde hace un par de años los docentes y alumnos de
esta sala vienen denunciando su vaciamiento, es decir, el premeditado deterioro
de sus instalaciones, para justificar un desalojo que permita destinar la sala
a otros fines, como por ejemplo un centro multimedia para universidades
privadas o una sala de conferencias para eventos empresariales y otras lindezas
propias de las administraciones eficientistas. El caso es que la sala lleva dos
años (¡Dos Años!) tomada por trabajadores y alumnos que siguen llevando
adelante distintos talleres y actividades, como este festival en el que, entre
otros números de varieté, invitaron a los vates de Zindo y Gafuri a leer sus
poemas.
Un arquitecto millonario y demente podría concebir y
ejecutar un edificio en el que cada piso tuviera una disposición completamente
diferente. Así un piso podría ser un invernadero tropical, el siguiente una
pista de patinaje sobe hielo y así; bastaría con subirse al ascensor y
presionar un botón para dejarse sorprender por un escenario inusitado al
abrirse las hojas plegables de metal. Será por eso que me encantan los
restaurantes ubicados en los pisos altos de los edificios. Algo de esto sucede
cuando la puerta del ascensor del Centro Cultural General San Martín se abre en
el sexto piso del edificio que tiene acceso por la calle Sarmiento: Una
profusión de carteles que explican, defienden y justifican la toma, guirnaldas
colgadas de los techos, dos chicos vestidos de payasos haciendo malabares en el
pasillo, como Matrix filmada por
Roberto Benigni. Camino temeroso de pisar un zapatón o aplastar una nariz de
goma y veo un grupo de posadolescentes acurrucados leyendo debajo de una
escalera, temo que los poetas estén ahí, pero ni me acerco, de puertas secretas
entran y salen chicas y chicos con ropas colorinches, rastas, trenzas,
tronchos, tranzas. Llego hasta el fondo del pasillo, una puerta se abre y
aparece un hombre mayor, de unos 25 años y me atrevo a preguntarle.
_¿Acá hay una lectura de poesía?
_Entre otras cosas, me responde, y me dice que todavía está
el espectáculo anterior en la sala (comprendo entonces que hay un auditorio y
un escenario, que todo lo que veo en el pasillo no es el espectáculo sino su
antesala).
De la nada veo surgir la figura de Mauro Lo Coco y lo abrazo como a una tabla de salvación pero es una tabla de Surf y me lleva a recorrer en la espuma de la toma cada rincón de la Sala Tomada, vamos y vemos el espectáculo en curso: dos clowns pronuncian chistes sin gracia y, no conformes, los repiten con ligeras variantes, como si en la persistencia se hallara oculta la gracia (lo que en parte es cierto). Salimos y volvemos sobre nuestros pasos por el pasillo. Lo Coco dice que alguien le prometió un mate, vemos una puerta amarilla sin picaporte que tiene pegado un cartel con una flecha: “entre por la puerta blanca”, alguien sale y nos dice que entremos por ahí. El lugar se conduce con la lógica onírica del tercero no excluído. Entramos en lo que en algún momento debieron ser “oficinas administrativas”, un grupo de adolescentes hablan tocan la guitarra comen bizcochos se besan cantan pero pasamos de largo Lo Coco abre otra puerta y accedemos a una suerte de despacho en el que están otros dos poetas de la editorial: Cecilia Eraso y Nicolás Pinkus, junto a un muchacho alto, de rasgos finísimos y una elegancia inusitada: zapatos café de cuero, pantalón de vestir, saco entallado y un colorido chal de seda; sus dos manos posadas sobre un paraguas de metro y medio que sostiene en vilo su peso, parece puesto ahí por Magritte o Bretón, a juzgar por el contraste que provoca su mera presencia. Pinkus seba mate y Eraso le hace comentarios al muchacho sobre su campaña para una conocidísima y supercool marca de ropa (que recuerdo pero no rebelaré) y después le pregunta si es cierto que se va a China a lo que el modelo de haute couture responde que sí y yo, que siento una profunda envidia por la gente elegante y atildada le digo que va a poder ver a Gio Moreno y el muchacho, sin incomodarse ni levantar una mano de su paraguas responde:
De la nada veo surgir la figura de Mauro Lo Coco y lo abrazo como a una tabla de salvación pero es una tabla de Surf y me lleva a recorrer en la espuma de la toma cada rincón de la Sala Tomada, vamos y vemos el espectáculo en curso: dos clowns pronuncian chistes sin gracia y, no conformes, los repiten con ligeras variantes, como si en la persistencia se hallara oculta la gracia (lo que en parte es cierto). Salimos y volvemos sobre nuestros pasos por el pasillo. Lo Coco dice que alguien le prometió un mate, vemos una puerta amarilla sin picaporte que tiene pegado un cartel con una flecha: “entre por la puerta blanca”, alguien sale y nos dice que entremos por ahí. El lugar se conduce con la lógica onírica del tercero no excluído. Entramos en lo que en algún momento debieron ser “oficinas administrativas”, un grupo de adolescentes hablan tocan la guitarra comen bizcochos se besan cantan pero pasamos de largo Lo Coco abre otra puerta y accedemos a una suerte de despacho en el que están otros dos poetas de la editorial: Cecilia Eraso y Nicolás Pinkus, junto a un muchacho alto, de rasgos finísimos y una elegancia inusitada: zapatos café de cuero, pantalón de vestir, saco entallado y un colorido chal de seda; sus dos manos posadas sobre un paraguas de metro y medio que sostiene en vilo su peso, parece puesto ahí por Magritte o Bretón, a juzgar por el contraste que provoca su mera presencia. Pinkus seba mate y Eraso le hace comentarios al muchacho sobre su campaña para una conocidísima y supercool marca de ropa (que recuerdo pero no rebelaré) y después le pregunta si es cierto que se va a China a lo que el modelo de haute couture responde que sí y yo, que siento una profunda envidia por la gente elegante y atildada le digo que va a poder ver a Gio Moreno y el muchacho, sin incomodarse ni levantar una mano de su paraguas responde:
_Sí, y también al Checho Batista, y me caga como en un
balde.
Al poco tiempo nos avisan que van a dar sala y los poetas
prueban sonido y el sonido es excelente porque la sala está acustizada, es como
una mini-Lugones, con esos paneles acanalados en el techo y las varillas de
madera en las paredes y sobre el escenario los poetas dice “hola, hola” porque
prueban sonido igual que nosotros, los mortales, y un pibe vestido de toma les
pregunta, cumpas, si él también podrá leer unos poemas y los poetas le dicen
que sí, claro, y entonces dan sala y entra la multitud de jóvenes que antes
abarrotaban los pasillos las escaleras las oficinas: público dispuesto y
entusiasta para cualquier manifestación artística, incluso la poesía, porque
admitámoslo, la poesía es difícil, pero yo diría que es como el vino. No me
digas que te gustó el vino la primera vez que lo tomaste porque no te creo.
Pero lo seguiste tomando y empezaste a encontrarle el gustito, a reconocer
texturas, tonos, colores, olores: la estructura misma de su sabor complejo y,
sobre todo, aprendiste a diferenciar y decir este es un vino malo y este es un
vino bueno y este un vino excepcional que doy gracias al cielo estar degustando
y en fin, algo así pasa con la poesía. La prosa, con esa pulsión brutal de
gustar al primer contacto, de convencer con el primer argumento, de engancharte
con la primera línea es como la Coca Cola
de la escritura.
Y empieza el show de los poetas de Zindo y Gafuri. Arranca
con Santiago Castellanos, maestro de ceremonias vestido con impecable ambo
gris, camisa y corbata que de inmediato se pone un bonete bostero y cuenta una
historia sobre el Ingeniero (abucheos, por favor) en una suite del Conrad de
Punta del Este y lee poemas de su libro inminente Soltería. Son poemas breves y maravillosos que Castellanos lee con
maestría, sacándole provecho al efecto de eco y la acústica de opereta de la sala:
haikus agudos del desamor. Tiene un atril y pasa las páginas una a una con
delicadeza al término de cada poema, haciendo sonar el susurro de las hojas.
Una parte de su lectura consiste en una serie de poemas articulados como
pequeñas esquelas a una amante imaginaria, distante, Castellanos dice
“Querida…” y hace un silencio expresivo, que se traga como un vórtice toda la
angustia y la belleza del amor y después prosigue con palabras como éstas:
Querida:
Del amor nada sabía salvo que dije
te quiero
aquella noche en la escalinata del hospital y llovía.
*
Querida:
En el aire suspendido sobre la delicada luz de la plaza bajo los jacarandás
hace diez años
que me recuerdes todavía.
Del amor nada sabía salvo que dije
te quiero
aquella noche en la escalinata del hospital y llovía.
*
Querida:
En el aire suspendido sobre la delicada luz de la plaza bajo los jacarandás
hace diez años
que me recuerdes todavía.
Después de Castellanos sube al escenario el poeta que pidió
micrófono y dice que no va a decir su nombre porque sus palabras le pertenecen
a todos y nos caga porque nos hace responsables de las giladas que lee: unos
poemas de barricada que hablan del hambre de los niños y el frío de los abuelos
y las manos ajadas de los trabajadores privados de la propiedad privada del
patrón. Sus poemas son ovacionados y seguramente más de una malabarista soñará
con abrazarlo y salir juntos de esa Sala tomada a liberar el país, el continente
el mundo, hasta que se baja del escenario la clara, la entrañable transparencia
del improvisado poeta que explota al lenguaje para obligarlo a proclamar
consignas y obtener de esa poesía un plusvalor tasado en el abrazo de los
cumpas y el suspiro de las niñas y sube Cecilia Eraso y la lengua, a punto de
asfixiarse, respira, late, abreva otra vez de la fuente de las causas perdidas
mientras Eraso habla de cómo se hizo burócrata, de la inseguridad en Almagro,
de los gatos, la calistenia los cadalsos y se pregunta por qué se tiran los
parientes debajo de los trenes.
Tras Eraso es el turno de Nicolás Pinkus que es el poeta
argentino más parecido a Rafael Spregelburd que yo conozca, una suerte de
Spregelburd versión Superhéroe que recita poemas de un libro a publicarse con
un nombre muy bueno que no recuerdo pero que incluye la palabra “pink” en el
título y lee un poema largo acerca de cómo la esencia del amor le fue revelada
por una pitonisa uruguaya en un locutorio de la localidad oriental de Santana,
entre el río y el bosque y los bailes de chamamé. La persona que te ama, dice
más o menos Pinkus que le dice Sandra, la uruguaya, es la que saca de adentro
tuyo cosas que ni vos sabías que tenías ahí guardadas.
Para el final los ZyG se reservan a Lo Coco al que medio en joda, medio en serio, han proclamado “el secreto mejor guardado de los ‘90” y Lo Coco anuncia que va a leer poemas del siempre a punto de publicarse 18 éxitos para el verano y otros de un libro que cree que no va a publicar nunca porque es muy melancólico cuyo ilustrativo título es Mi sabiduría es arruinarla. Me gustan mucho las lecturas de Lo Coco porque el público no sabe lo que le espera y su reacción suele ir de ¿Esto es poesía? a ¡Esto es poesía! El vate de la Paternal lee algunos poemas cortos, como el hit de la heladera descompuesta de 18 éxitos
se paraba todas las noches a las tres
y a las tres y diez empezaba de nuevo
nos tenía a todos tarados, Alberto
decía que Roxana se levantaba dormida y la apagaba
y cuando volvía a la cama se despertaba de verdad
y volvía a la cocina y la prendía de nuevo;
Y después dos largos, el “1988, jueves santo” que es como un
road poem en el que un adolescente
emparcha la cubierta de un Renault 12:
le dejamos el renault a un pibe que
sin siquiera expresarse con la voz
sincronizó los tarugos
agitó la cruz
Y después la emprende con “El pensamiento global” que
empieza con aquel verso para el bronce “cualquier lugar es Lugano” y que dice
cosas como ésta:
con la prestancia de la chapa, en
la cataforesis helada del tiempo
se escuda el alma pura del metal
la cataforesis helada del tiempo
se escuda el alma pura del metal
Cuando pronuncia la palabra “metal” Lo Coco hace cuernitos
con la mano y el auditorio estalla. Después hace unos bises pero el efecto está
logrado: la poesía ha ampliado su campo de batalla a la conciencia de estos
niños combativos y tomadores. Termina la función y todos se abrazan y un pibe
de camisa a cuadros y dreadlocks nos
pide que abandonemos la sala pero no el piso porque falta un espectáculo más;
la cultura es un tren sin maquinista que marcha en la noche helada y yo me
escabullo ni adiós le digo a los poetas del Gafuri que me han del todo
conmovido y desparezco detrás de las placas metálicas del ascensor. En el Hall
de entrada veo pasar al benemérito ministro de cultura porteña, Hernán
Lombardi, absorto en sus laberintos. Ni siquiera sospecha que, aún en ese
edificio, en la dimensión desconocida del sexto piso todavía la cultura escribe
una página.
Ariel Idez