Ema antes de ser cautiva
Amanecía y estaba
con los ojos cerrados. Dormía, apretada entre los cuerpos y los trastos, tenía
un sueño profético, pero no premonitorio: a las profecías nunca hay que
buscarlas en el futuro, porque todas se han cumplido ya en alguna parte. En el
sueño era el ocaso, la caída perentoria de la tarde, y estaba por desatarse una
tormenta. La luz bajaba y bajaba, hasta el mínimo, hasta tocar la oscuridad, y
después, ya en la oscuridad, quedaba encapsulada en su cascarón de átomo, hasta
que de la oscuridad más absoluta emergía el flash refucilante de un relámpago. La
entretenían los relámpagos; eran tan impredecibles. Todo lo que recordaba
desaparecía en un instante. La luz no revelaba más que su propia futilidad. De
todas formas, la luz siempre ha sido una metáfora, una analogía fácil. El
relámpago señalaba el comienzo de la huida. La perseguían, y no había más
remedio que escapar hacia delante, a toda velocidad. Echó a correr, sin
importarle si pisoteaba a viudas o huérfanos. Sentía un maravilloso alivio de
no tener que pedir permiso, de atropellar sin contemplaciones, brutal, bestia.
Ese debía ser el placer de ser un criminal, o una monja. Era evidente que ella
también encontraba en la huida un alivio a la tensión emocional. Era una fuga
ciega, al tun tun. No tenía ganas de pensar, prefería la voluptuosidad del
vacío, al que de todos modos conducía el pensamiento, se dejaba llevar por el
ritmo cardíaco, la música interna: el corazón marcaba el tiempo, ese atavismo.
Cruzaba calles, pasajes y avenidas, pugnaba con multitudes inconcebibles para
su aldea mientras sentía en la nuca el aliento de la partida. En cada esquina
una encrucijada, una decisión para tomar que no tomaba, dejaba actuar al
instinto: había caído en la trampa de la intuición que vuela a oscuras y da en
el blanco antes de que el entendimiento pueda hacer lo suyo. Había que jugar el
juego del azar y de las conexiones. En general se desconfía del azar por su
cualidad de imprevisible; lo que no se tiene en cuenta es que el azar, por su
funcionamiento mismo, no falla nunca. Así se evadía de las tropas y los
mastines de caza. De hecho corría cada vez más rápido, a una velocidad
inconcebible para su enjuto cuerpo hinchado por el embarazo, pero era como si
el embrión mismo la condujera desde los controles umbilicales de la matriz
uterina. El paisaje se deformaba por la velocidad y se volvía gomoso y continuo.
Su sistema nervioso se contraía como un garabato de neón en cortocircuito. El
tiempo mismo se aceleraba tanto que la posibilidad se pegaba al acto. Las
ecuaciones alcanzaban las curvas sagradas del continuo: todo cerca y todo
lejos. Todo contiguo. Corría a tal velocidad que dio la vuelta completa y quedó
a las espaldas de sus perseguidores, que entonces debieron darse a la fuga. Lo
que parecía imposible un rato antes, ahora se llevaba a cabo y ni siquiera a
los soldados les extrañó el cambio de roles: el estilo de las cosas raras es
dejar de ser raras, volverse comunes; no habría que prejuzgar, cuando uno se
enfrenta a lo inconcebible. De pronto, apareció un gran resplandor rosa
fosforescente en lo alto del cielo. Pero decir rosa es una simplificación
brutal. Todo el mundo sabe que hay cosas que no pueden decirse con palabras; lo
que nadie sabe es cuáles son esas cosas. Acá se trataba de un mas allá del
color, la vibración de la longitud de onda era tan poderosa que atravesaba los
cuerpos y los rosaba en el acto, poco a poco y todo de golpe, con esa lentitud
majestuosa que suele tener lo instantáneo: como si todo el tiempo se hubiera
vuelto un solo instante para siempre, un supremo instante de color que iba más
allá del tiempo y el espacio, el misterio no ocupa lugar, dice el proverbio. De
acuerdo, pero lo atraviesa. Bañados en el rosa, las velocidades se volvían
infinitesimales y las distancias, asintóticas, aún así, proseguían la carrera,
que era persecución y fuga fusionadas al rosa del instante: a cualquiera podía
pasarle lo más asombroso del mundo; un segundo bastaba para que el mundo se
pusiera cabeza abajo. Era increíble lo rápido que se adaptaba la gente a lo
extraordinario, cuando las circunstancias eran extraordinarias. Era la gloria,
sí, pero la gloria como una macromolécula de tiempo tragada por la lengua de
hule de un sapo de piedra. Despertó de golpe, azotada como un salvaje por el sacudón
brutal de la carreta. Abrió los ojos legañósos; al alba, las cosas surgían de
su realidad, como en una gota de agua. Se encaramó sobre otros cuerpos apilados
y asomada a los bordes de madera vio la infinita llanura: ese teatro de
acontecimientos estúpidos. Adelante iban los soldados, que se bamboleaban en
las monturas, medio dormidos, y el teniente Lavalle, que bebía de una petaca de
plata. La caravana se había puesto en marcha y Ema, la cautiva, iniciaba su
viaje rumbo a Pringles.
Ariel Idez
(Publicado en Ñ el 18/8/2012)