Ojo que no soy de fierro
Ojo que no soy de fierro, te
dije. ¿Qué querés decir?, dijiste, y te pusiste derecha. Miré al costado: mi
hombro estaba libre, chillando para que lo encerraras de nuevo. Que no me
torees, dije. ¿Qué?, dijiste. Que no me incites, que me tiro, eh, dije. Vos abriste
la boca para protestar, pero no te di tiempo. Mirá que voy y me tiro. Claro,
vos siempre podés vaciar la pileta. Pero imaginate qué espectáculo enojoso: voy
con todo, pico en el trampolín y abro los brazos, bien extendidos, cerrándolos lentamente por
sobre la cabeza a medida que me acerco al nivel del agua.
Pero no hay agua. Los últimos metros son un espanto. Espero encontrar un
colchón de líquido amniótico, imaginate, pero en lugar de eso, nada –puro aire.
Cuando me doy cuenta, ya estoy reventado contra el fondo. No es un espectáculo
agradable. Y ahí estás vos, corriendo de un lado para el otro, a los gritos,
llamando a un médico, llamando a un paramédico, llamando a un batallón
hospitalario entero. Finalmente, viene el dichoso profesional de la salud, que
se tira al fondo y me revisa: todavía respiro. Alguien llamó a una ambulancia,
se ve, porque al toque se oye la sirena, y un ratito después, me acomodan en la
camilla. Estoy conciente, me doy cuenta de todo, y puedo mover las piernas y los
brazos. De todas formas, me aconsejan que me quede quieto. Contienen la sangre,
que fluye a borbotones de la mollera. Al menos diez puntos, me dice el
camillero, cagándose de risa. Parece de esos que no pueden de dejar de decir la
verdad, aunque eso no tranquilice a nadie. Confía en su risa, o en su sonrisa:
nadie está atento al fondo del asunto. Son todos posmodernos, que creen
–sinceramente, de corazón- que el medio es el mensaje, que el modo de
presentación es todo lo que vamos a tener de la cosa. Ya estoy afuera, ya me
bajan por el ascensor, ya estoy camino a la ambulancia, a las calles, al
hospital. Mientras tanto, cuando yo ya no estoy, cae la policía –imaginate:
está al lado. Escucharon lo gritos, el quilombo que armó la ambulancia, y
vinieron a ver que onda. No es que hayan plantado una denuncia –no seas
exagerada. ¿Quién va a presentarla? Yo, en cualquier caso. Pero en estos
momentos, estoy para otra cosa. ¿Qué pasó acá?, va a preguntar el tipo, de azul
de la cabeza –de la gorra- a los pies –a los zapatos, ¡en verano! Mire, oficial,
vas a empezar a decir, a explicar que no vaciaste la pileta justo cuando me
tiré, ¡por favor, ¿por quién te toman?! Nunca hubo agua. Nunca, es decir, nunca
ahora, nunca para mí. Debería haber chequeado ese detalle. Pero, ¿quién va a
ser tan quisquilloso? ¿Qué quieren?, vas a decir, ¿qué lo grite a los cuatro
vientos? No te preocupes: no van a actuar de oficio. Tampoco voy a levantar
cargos. No es eso. Pero viste cómo son las viejas. Chimosean gratis. Así que
imaginate ahora, que alguien puso guita. Y eso –tenés que reconocerlo- es
engorroso. “Ahí va la que vacía la pileta”, van a decir, y se va a correr la
voz: vos vacías la pileta. ¿Cuál es el delito? ¿Cuál es el pecado? ¡Ninguno!
Pero viste cómo son las viejas. Dicen cada estupidez…
Matías Pailos