El Mate Tuerto

"Se fingirá el saber que no se tiene."

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Nombre: El Mate Tuerto
Ubicación: Argentina

28 octubre, 2007

Cosas que hacer con una desilusión

Con mi primer avistamiento de Venus en la noche de la víspera creí entrever en mi amarga y furiosa derrota la perspectiva de un recuerdo, sino dulce, sí al menos lleno de un orgullo vergonzante.
La cena en conmemoración de mi trigésimo primer aniversario fue accidentada. Para el arribo del último comensal, mi amigo Zato, la cerveza comenzaba a escasear. Su recriminación no se haría desear. Lo compensé con profusa comida y un vino patero, responsabilidad de la pareja de recientes dueños inmobiliarios: Cioso y Momé.

-No.
-Dale.
-No.
-Es mi cumpleaños.
-Te dije que no.
-… Dale…
-No, loco. Te dije que no hace meses.
-Sí, es verdad.
-No insistas.
-… Dale…
-¡No!
-¡Es mi cumpleaños!

Luego de acosarlo de muchas y variopintas formas, finalmente cedió. Entonces, entre estertores de una lucidez que nunca fue gran cosa, el primer recital público (y privado) de “Sonora” tuvo lugar. Integrantes: Zato (voz y bajo, pero esta vez solo voz) y Pailos (guitarra ecléctica sin amplificador. O sin conexión al amplificador, porque amplificador tengo –lo compré hace menos de una semana-, guitarra eléctrica tengo –una Jackson Stratocaster roja que tenía ese día de nuevo conmigo, luego de haberla retirado del service de afinación y calibración apenas cuatro horas antes-, pero lo que no tengo es el cablecito que conecta la guitarra con el amplificador, y que permite que una guitarra eléctrica suene eléctrica y no como una mezcla de hilo dental y alambre oxidado). El repertorio fue escueto, pero notable. A saber: tema 1, “Space Oddity”; tema 2, “Rock n’ Roll Suicide”; bis, “Starman”. (La autoría de todos ellos corrre por cuena de un ignoto trovador inglés, contratado especialmente para la ocasión.) El cantante se desempeñó con maestría en el primer tema, flaqueó en el segundo y derrapó con ganas en el bis. La actuación del guitarrista fue parejamente mala. Pero enjundiosa.
Después fue el tiempo de los regalos.
Había sido prevenido por Cioso.

-Esto va a cambiar tu relación con la tecnología de un modo radical.

Y mi madre acotó:

-No será un celular, ¿no?

Suficiente para ponerme de mal humor. Suficiente para ponerme de pésimo humor. LIBROS. ¿En qué idioma hablo? Si tienen problemas con la elección les puedo confeccionar una lista, no tengo conflicto interno de tipo alguno con este proceder. ¿Por qué se gastan? ¿Por qué insisten? Pareciera que quieren hacerme engranar. Pareciera que disfrutaran de revolverme las tripas. La conversación siguió, pero yo perdí el hilo. Estaba in-dig-na-do. Preferí no pensar en el tema, y por supuesto que no pude hacerlo. Doy gracias a las divinidades que la agonía duró poco. El obsequio tenía forma rectangular. Rompí el papel con miedo. Mis peores temores se vieron confirmados. En la tapa de la caja podía leerse con nitidez un apellido italiano: “Motorola”. Miré a Cioso.

-Yo soy el autor intelectual. Podés putearme a mí.
-Andate a la reputa que te parió.

Sonreí, palmeé su espalda, di besos y abrazos al por mayor. Puse mi mejor esfuerzo para seguir el curso de la cena de modo normal, pero desengancharme de una ofensa es peor que desengancharse de la heroína, exagero aquí. Lentamente, a medida que el cansancio ganaba los párpados de mis contertulios y cobraba forma la idea del eterno retorno a los hogares, una decisión fue forjada. Pulcra e impecable, inexpugnable cual cuadrilla romana por bárbaros godos. Salí con ellos.
Caminé las tres cuadras que me separan del río y empuñando el celular con fuerza, lo arrojé tan lejos como pude.

Matías Pailos

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26 octubre, 2007

La escritura

“Las fechas: importan”, decía Osvaldo Lamborhini en su novelita Las hijas de Hegel en referencia al 17 de Octubre. La frase viene a cuento para mí hoy, 25 del mismo mes, cuando recuerdo que hace dos años, un domingo a la tarde que se extinguía entre brumas etílicas dimos forma al extravagante proyecto de crear un blog que remedara el fracaso de esa revista literaria que nunca iba a poder ser; sin sospechar que lo que el aire de los tiempos pedía de nosotros era precisamente eso –un blog- y no el pretensioso destilado de opiniones eruditas en papel ilustración. Quiso el genio díscolo de Cobiñas leer el momento y expresarlo en una brillante síntesis poética “si no podemos ser “Punto de Vista” ni “El ojo mocho” al menos podremos ensayar los pasos de un “Mate Tuerto”. Y hoy, exactamente dos años después, quiere el destino o las vanas simetrías que sea esta misma fecha la estipulada para firmar la escritura de mi primer departamento.

Entonces diré que si no es un día peronista al menos será un día matetuertista el que me encuentra en la cama bien pasadas la 9 de la mañana. La firma está pautada para las once, gracias a los benignos horarios bancarios y Momé se ha pedido medio día en la oficina y ahora duerme despatarrada a mi lado. A decir verdad yo planeaba despertarme ocho y media para cumplir con las obligaciones laborales que me deparara la mañana (mi aleatoria rutina laboral tiene ese encanto de lo imprevisible) pero a la una de la madrugada me enganché con un documental cósmico que explicaba, entre otras cosas, que un fotón de luz demora apenas 8 horas en llegar desde la superficie del sol hasta nuestro planeta. Una vez en la cama el cansancio me apretó contra las sábanas como si fuera un luchador peso pesado de catch. A la noche el inconciente barajó las cartas de mis obligaciones y acabé soñando que tenía que responder un extenso cuestionario sobre resucitación cardiopulmonar y sólo tenía media hora para prepararme y cuando me entregaban la hoja del examen las preguntas versaban sobre el tema de mi tesis de licenciatura. Mientras desayunaba en calzones a las 10 de la mañana y zarandeaba a Momé para que se despegara de la almohada me dio la impresión de estar viviendo un día feriado. Y de algún modo lo era. Nos lo habíamos ganado después de tantas solicitudes de informes en casa central y en la sucursal correspondiente del Banco, después de llenar infinidad de papeles, de firmar y aclarar, de llevar y traer, de consultar el estado del trámite, de seguir nuestra carpeta a lo largo de su periplo burocrático para evitar que se perdiera en el intrincado camino, de buscar y no encontrar, de operaciones que se “caían” junto a nuestras ilusiones, de colas de gente con los clasificados bajo el brazo que volvíamos a encontrar en los mismos departamentos una y otra vez, de guardias y reservas para el día siguiente a primera hora en la inmobiliaria, de paciencia y resignación, de la intrincada fauna de los agentes inmobiliarios, de anhelos y zozobras, de negociaciones con nervios de punta, de abogados, escribanos, gerentes, tasadores, martilleros, después de todo eso, bien nos merecíamos tomarnos el día o cuanto menos tomarnos la mañana, amanecer abandonándonos con parsimonia sobre los arduos laureles que supimos conseguir.

Pero el tiempo corre rápido, ya son las diez y cuarto y Momé, expeditiva como de costumbre, no sólo se ha levantado sino que ya está vestida y maquillada recriminándome a mí que todavía ando en calzones por la casa. Hay que entrar en acción. Tomo los fajos de dólares que hay sobre la mesa y me guardo en un portavalores interno más dinero del que jamás he visto junto en mi vida; después chequeo los documentos y reviso una carpeta con papeles antes de introducirla en mi bolso; me comporto con precisión y trato de concentrarme como si en lugar de acudir a la firma de una escritura fuéramos una pareja de espías a punto de culminar una peligrosísima misión secreta. A las diez y media tocan el timbre. Es nuestro contacto: mi papá. Yo sigo en Calzones, de modo que para poder bajar a abrirle me visto prácticamente con lo primero que encuentro al paso: unos mocasines náuticos, un jean azul y una camisa rosa de manga corta que me queda chica y está arrugada. Papá entra a casa como una tromba, dice que llegó temprano porque había mucho tráfico, lo cual es un contrasentido que en el apuro del momento no me detengo a examinar. Salimos todos y nos subimos a su auto. Acordamos que nos deje en la puerta del banco y se vaya a estacionar. Ingresamos a la Sucursal Villa Crespo del Banco Nación casi a las corridas, para evitar cualquier intercepción inesperada. Adentro nos encontramos con Sebastián, el agente inmobiliario, un buen tipo que tal vez nos lleve uno o dos años y cuyo mayor mérito quizás consista en haberse casado con la hija del dueño de la inmobiliaria. Al poco tiempo llega Papá, que camina hacia nosotros con su andar eléctrico y su uniforme de abogado: traje gris, zapatos negros y camisa blanca. Estrecha una mano meliflua y distante con Sebastián, a quien seguramente preferiría tomar por el cuello y apretar por un tiempo indefinido a causa de los trastornos que le ocasionó mientras negociaban los términos de la operación, y ante quien tuvo que rendirse y aceptar su propuesta de firmar un comodato para que el dueño pudiera quedarse 15 días más en el departamento, pero se aguanta. Cinco minutos después hacen su ingreso los vendedores: Carlos y Adriana. Subimos al primer piso y nos encontramos con el gerente: un tipo frío y distante como el mármol de las columnas que sostienen el edificio del banco. El gerente nos saluda uno por uno y nos muestra la amplia sala del fondo donde tendrá lugar la firma de la escritura. Cuando nos estamos sentando llega la escribana, sonriendo nerviosa a causa del retraso. Tomamos asiento y nos disponemos a llevar adelante la operación. Somos actores de un ritual de compra-venta prescrito minuciosamente en el libro sagrado del Código Civil. Antes de empezar, yo busco los documentos en mi bolso de mano y siento un codazo en el hombro, la miro a Momé que me hace gestos desesperados para que cierre el morral, miro con atención y descubro unos calzones entre los libros (siempre llevo y traigo ropa interior el el bolso porque me ducho en el trabajo). Empujo el boxer hacia el fondo y extraigo los deneís, que le extiendo a la escribana, ya dispuesta a iniciar la lectura del título de propiedad. Nos concentramos en nuestras copias mientras la escribana lee a toda velocidad, como esos locutores que anuncian los legales al final de las publicidades de la radio. Por alguna extraña disposición el título obliga a consignar el domicilio del gerente del banco y cuando la lectura llega a este punto todos los presentes nos enteramos que vive sobre la misma calle, exactamente a una cuadra del departamento en cuestión y nos miramos extrañados y lo miramos al gerente, que permanece imperturbable y ajeno a la fortuita coincidencia. Al finalizar la lectura los dueños no pueden reprimir el comentario “¡Pero si usted vive a una cuadra de mi casa!” exclama la extrovertida Adriana “¿Cómo puede ser que no lo haya visto nunca?”. El gerente se sonroja “será que paso 12 horas por día acá dentro”. La escribana trata de proseguir con lo pactado y mantener las formas. El gerente se retira a buscar el dinero del crédito bancario mientras nosotros ponemos sobre la mesa el que hemos traído para que los vendedores lo vayan contando. La escribana aprovecha la salida de escena del gerente para extendernos una copia del comodato a cada una de las partes. Sucede que está expresamente prohibido por el Banco realizar ese tipo de acuerdo y si llegaran a enterarse suspenderían el crédito. Todos aproximamos nuestras cabezas y hablamos en susurros como conjurados. “Léanlo y firmen ahora”, dice la escribana. Yo dejo todo en manos de mi asesor legal: Papá le da una mirada rápida al documento y se lo devuelve a la escribana, que ahora tiene que realizar la inscripción en el libro de actas. Yo estoy aterrorizado: el gerente podría aparecer de un momento a otro y descubrirnos con las manos en la masa. Escucho unos pasos sobre la moquette a mis espaldas y entreveo una figura canosa. Me corre un sudor frió por la espalda. Giro la cabeza y veo que se trata de papá, que simula hablar por celular mientras camina por los lindes de la sala: ¡está haciendo de campana! Para cuando regresa el gerente ya está todo guardado y disimulado. Lo recibimos con nuestra mejor cara de póker mientras él deposita los dos gruesos fajos de dinero sobre la mesa y nos explica qué sucede si nos atrasamos en el pago de 3 cuotas –intimación- 6 cuotas –ejecución de la hipoteca- si nos atrasamos pero imploramos perdón –renegociación de la deuda- si nos morimos –firma del seguro de vida- si se prende fuego el departamento –firma del seguro contra incendios- y lindezas por el estilo. Después llega el momento cúlmine, el clímax del ritual: la firma de la escritura. Estampamos nuestra rúbrica y nos ponemos de pie y nos dedicamos a saludarnos: papá estrecha la mano de Sebastián, Adriana le da un beso al Gerente, Momé besa a Carlos, yo beso a la escribana. Todos insistimos en la increíble coincidencia con el domicilio del Gerente y éste se quita los anteojos y es como si con ellos abandonara su última defensa de eficiente tecnócrata y, ya humano del todo, nos cuenta que tiene 5 hijos y que era el tesorero de la cooperadora del colegio y que es hincha de Boca pero sus hijos son de Argentinos Juniors y con Carlos y Adriana se dedican a repasar los personajes y las glorias del barrio, en especial a Andrés D’alessandro, hijo dilecto de Villa General Mitre (tal la denominación catastral de mi futuro barrio) que vivía exactamente enfrente de la que va a ser mi casa y recuerdan a su abuela en pantuflas y a su díscolo hermano y el gerente aprovecha y cuenta que él mismo llegó a la cuarta de Argentinos antes de iniciar la carrera bancaria.

Nos despedimos de los antiguos dueños bajo la promesa clandestina de tomar posesión dentro de 15 días corridos y de nuestro inminente vecino que antes de irse nos pregunta cuándo pensamos mudarnos. Su inocente pregunta nos toma de sorpresa y nos quedamos azorados ¿Podrá descubrirnos a último momento? ¿Será este el fin? “Primero tienen que hacer unas reformas” escucho la voz confiada de papá que nos saca del apuro y nos conduce a la salida “Papá, mirá que entramos por el otro lado”, le advierto. “Seguime, no seas boludo”, dice papá y cuando terminamos de bajar las escaleras damos con un comedor vacío, recorremos un estrecho pasillo y salimos a las entrañas del banco, a espaldas de los cajeros. Los empleados se dan vuelta al unísono y nos miran como si tuviéramos medias de nylon en la cabeza y ametralladoras en las manos y gritáramos “¡Queremos todo el dinero!”, pero papá, imperturbable, sigue caminando hasta la salida como si hiciera ese camino todos los días. Ya jugados, Momé y yo lo seguimos, salimos a la plataforma comercial, donde las miradas se repiten, y de ahí finalmente al acceso al público, desde donde finalmente ganamos la puerta de calle y nos vamos al bar de enfrente a festejar. Lamentablemente no podemos pedir pizza porque papá hizo carne mi propio síntoma y mientras yo me curaba él se atormentaba con el mismo cuadro de colon irritable, así que le encargamos al mozo unos tostados y gaseosas y mientras brindamos yo prometo seguir esa noche los festejos con Momé llevándola a comer a algún buen restaurante. Mientras mastica el tostado papá sugiere:
_También pueden ir a un telo, no todo es comer en la vida.
No conforme con eso, papá acota:
_Además después te sirven el desayuno.

Zedi Cioso

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25 octubre, 2007

El Ártico con conjuntivitis

Parece haber nacido adulto. Eso dice Aira sobre Lamborghini. Eso es algo que yo podría decir si el momento se presentara. Podría, por ejemplo, decir: parece haber nacido adulto. Podría, por caso, no estar hablando de un escritor argentino sino de un músico inglés, un pendejo de 21 años bien aspectado y con flequillo beatle o mod o new wave. Pongamos que se llama Alex Turner, y que es eso que algunos individuos pocos remilgados llaman ‘el líder’ de una banda llamada ‘Arctic Monkeys’ que tuvo a bien volarnos las chapas al puñado de asistentes a su presentación de la víspera en el Luna. Llegué rodeado de preocupaciones: una conjuntivitis no del todo curada, un cansancio acrecentado por el porro consumido antes de salir, una edad que dobla a la de buena parte de mis contertulios. Pero me dije: tenés permiso de tu oftalmóloga, tenés un estado atlético decente, compensás tus años con tu inmadurez, y corre el tren que ya se te va. Llegué con los últimos temas de ‘Bicicletas’, el grupo soporte. Apenas terminó cometí mi primer error: me puse de pie y encaré hacia el escenario. Tardarían más de media hora en subir, y tuve que tolerar el dispendio innecesario de energía adolescente en cánticos como ‘oléeee: olé-olé-olé; Arc-tic, Arc-tic’. Se aprecia el esfuerzo, pero vuelva en Marzo. Estaba cansado, insisto. Las piernas no me respondían, la cabeza se me caía, un bostezo sucedía a otro. Todavía no habían pasado cinco minutos y ya estaba chivando. Me saqué la musculosa parar chivar más a mis anchas, preocupado porque mi sudor no tocara mis ojos, ocupado en ponerme cada cinco minuto gotitas a punto de estar lo suficientemente calientes como para devenir inservibles. Las luces se apagan y corro para adelante: hago avalancha, doy empujones, piso cabezas. Saltamos, nos empujamos, cantamos temas cuyas letras corren demasiado rápido para ser alcanzadas. Después del sacudón inicial no pude evitar pensar que estaba a disgusto. ¿Por qué? Ellos eran buenísimos, tocaban a las chapas y con altísima precisión, eran todo derroche de energías. Comprendí. Imaginen que son varones y que tienen debajo de ustedes, desnuda, a un minón. Un minón que se mueve, que gime, que te la chupa y te entrega el orto, que se pone en cuatro y revolea el pelo, que se deja dar nalgadas y decir porquerías. ¿Por qué podrías pensar, después del polvo, que no estuvo tan bueno? Porque se notaba que no estaba entusiasmada con vos. Que era muy buena, y que si estuviera tan entusiasmada como vos lo estás la pasarías mejor que con ninguna otra, pero que no. Y con estos pendejos pasaba lo mismo. No morían porque un puñado de sudacas murieran por ellos, y eso me bajó la libido. Ahí se les ocurre tocar ‘I bet you look good on the dancefloor’ y morí. La pegaron ‘Fluorescent Adolescent’ y renací y morí una vez más. Mientras salía del centro neurálgico del quilombo y me perdía en los túneles secretos del Luna en busca de un baño saldé cuentas con ellos: muy bien, muy bien: son geniales, me encantaron, a la mierda las prevenciones. Los vi cuando debía verlos y pelaron como pocos. También pasé mentalmente en limpio algunas cosas que iba a escribir: parece que Turner es un lúcido (esta palabra la utilizan mucho para hablar de él) cronista (esta también) de la vida veinteañera urbana inglesa, un hermanito menor y dilecto de The Streets, un hijo del hip-hop y un tataranieto de Dylan. Habla a los pedos y no se le entiende nada. ¿Cómo se le va a entender, si habla en inglés? Y pasa lo mismo que con Dylan y se genera el mismo tipo de confusión. El tipo (cualquiera de ellos) podrá ser un gran letrista. A nosotros, ¿qué? No nos llega por la letra, de la que apenas captamos retazos. Si nos llega (y sí: nos llega (cualquiera de ellos)), lo hace por la música. Incluyo su fraseo anfetamínico, pastillero, speedero al taco, a la misma velocidad y aceleración que su guitarra y la batería. Ese grupo es Turner y el baterista, otro animal de menos de un cuarto de siglo que no solo toca la bata a la velocidad en que Turner canta y toca la guitarra, sino que además canta él también. Levanté la vista y vi mi ojo rojo. Me fui a mear, donde enfrenté la duda primordial: ¿entro en pánico o me relajo? ¿Y si pierdo el ojo por relajarme? No volví a mirarme al espejo. Me limité a tomar agua, mojarme el pelo y de nuevo a chivar como bestia a los saltos, hasta que el show terminó. No hubo bises: por fin alguien que comprende que son una pelotudez. (Ayer me lo parecían, qué se yo.) Me retiré con el pantalón roto y una paranoia que afluía y refluía, me comí media hora de espera del 130 (mala elección), me comí oler mi propia pestilencia (estaba para tirarme a la basura), pero volví. Fui, vi y vencí. La mayor parte de los temas tocados eran los rápidos, más alguno alegre, así que no hubo espacio para gemitas como ‘A Certain Romance’ o ‘505’. Rumié mi insatisfacción al compás de medio paquete de fideos, con el que empujé el resto de energía que me quedaba, puse cara de inglesito de 21 de mal humor y enorme talento precoz y después de una ducha me fui al sobre.

Matías Pailos

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23 octubre, 2007

Felicidades diarias

Esto no es literatura. Esto es un panfleto, pero un panfleto que no pretende ser literatura. Esto no es un panfleto reivindicatorio del carácter literario de los panfletos que no son literatura. Esto es un mero panegírico de mi tema de la semana, que es de Bloc Party y que se llama “I’ll Still Remember”. No pude subir el video porque soy un inútil informático, pero estoy rebosante de felicidad. Di clases hasta las once de la noche. A los cinco minutos de haber empezado tuve un ínfimo y pequeño y diminuto ataque de pánico o algo que me sonó así de grave. Tuve la imperiosa necesidad de escapara, pero, ¿adónde? Les cuento: temí estar quedándome ciego. Les cuento: temí estar muriendo. Acaso tenga glaucoma, y esto me sonaba gravísimo. Pero ella, mi oftalmóloga, me tranquilizó, hoy una vez más, hoy mejor que ninguna previa. Tratado a tiempo no empeora. La variadad de podría llegar a tener (todavía no está confirmado) es una que nunca termina en ceguera. Friquié. Friquié como el peor. Ayer friquié en la cama y anteyer lo mismo. Friquié solo y friquié acompañado y eso no era vida. Porque esto, además de ser un panegírico, es un subproducto de mi felicidad. Felicidad puramente negativa, felicidad de sacarme un peso de encima. Pero para quien vive de leer y escribir, quedarse ciego no es poco. Pero para aquél cuyo hobbie principal es leer y escribir, quedarse ciego no es poco. Pero para aquél cuya vocación es leer y escribir, quedarse ciego no es poco. No me estoy quedando ciego, y eso es una buena noticia. Es la mejor noticia que podría haber tenido, y la agradezco con todas mis fuerzas. Esto no es la expresión de mi felicidad solo porque no soy lo suficientemente bueno, pero debería, porque esta inmensa felicidad negativa así lo merece. (Nadie me va a borrar la sonrisa que me precedió en el 152 a las doce y media de la noche de vuelta al hogar dulce hogar.) Esto, a la vez, es la consignación de que ese tema de Bloc Party es mi tema de esta semana, así como el de la semana pasada fue “(I keep a) Close Watch”, de John Cale (en vivo). Parece que tengo temas de cabecera rotativos, como todos. Gracias por Bloc Party, y por Cale y por los Arctic Monkeys, a los que veré mañana miércoles mientras hago pogo con gente 10 y 15 años menor que yo. Porque a pesar de mi conjuntivitis, mi oftalmóloga me dio permiso. Uuuffffffffffffffffffff.

Matías Pailos

PD: La dirección del video en cuestión es http://www.youtube.com/watch?v=M0wcnKOfsu0. La letra del tema, una canción de amor. Una canción de amor entre hombres. (Será el famoso ‘amor inglés’.) El tema es la versión gay y susurrada de ‘Heroes’, de Bowie. Que les aproveche.

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21 octubre, 2007

Volver

Pues bien, para salir del atolladero echaremos mano al viejo y nunca bien ponderado recurso metanarrativo de escribir acerca de los motivos que nos impiden escribir. Pillos, nos dirán, pero en fin, si hay tipos que han hecho de eso toda una obra por qué no podremos nosotros descolgarnos con un post. ¿Y qué sucede? No crean que no nos ha dolido abrir todo este tiempo el blog y comprobar que no ha avanzado ni un palmo, que todo sigue igual, el mismo paisaje de páramo yermo de ayer. Supongo que, como en un simulacro de nuestras vidas, aguardábamos la intervención fortuita de un héroe enmascarado que nos sacara del atolladero sin dejar de admitir que en verdad no existe nadie más allá de nosotros mismos capaz de tales hazañas y al fin y al cabo, ¿qué es este ridículo disfraz con la ZC grabada en el pecho que llevo puesto sino la ampulosa versión heroica y secreta de mi mismo? Supongo que por un tiempo hemos sido víctimas de la sempiterna tendencia al boicot: queremos que nos vaya bien para justificar que después nos vaya mal. Somos rufianes que explotamos nuestra melancolía como a la mejor de las putas; nuestra mina más fiel. Y al carajo con los motivos que no vienen al caso: las crisis sentimentales, los problemas de salud, los conflictos laborales, las miserias de la existencia. Acá estamos plantando bandera y rompiendo la lanza: matetuertinos del mundo, uníos. Que nadie se alarme por el silencio; nunca permanecemos callados, son las palabras que están tomando carrera. No nos doblegará el imperialismo de las circunstancias. Ya ni siquiera podemos darnos ese lujo: la escritura se nos ha hecho carne y parafraseando por la negativa a Viel Temperley sólo podemos decirle a la literatura mirándola a la cara: “si no te sigo, muero”.

Zedi Cioso

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20 octubre, 2007

La música que escuchan todos

Volvió una noche que yo esperaba. Diez años atrás habían vuelto y se habían ido en un soplido, e instantáneamente lamenté no haber ido. Yo soy redondito, redondito de ricota, pero seguí el concierto por radio y, oh sorpresa: me sabía todos los temas. Todos, incluidas gemas ocultas de discos que salieron antes que me empezara a escuchar música, como “El Rito”. Lamenté no haber ido, y volví a lamentarlo cuando una novia que tuve al poco tiempo me decía que había sido el mejor concierto de su vida. Lo lamenté siempre. Un poco menos que lamenté haberme perdido a Lou Reed, pero lo lamenté mucho. Lo de Lou fue el toque de gracia, y me juramenté no faltar nunca más a un recital al que pudiera concurrir. Por supuesto que incumplí mi palabra. Me perdí el primero de Waters, el de Vélez, el del rayo al compás de “Brilla oh tu diamante loco” (tal como figuraba en el casette de la edición local de “Wish you where here”). Volví a quebrantar mi compromiso, esta vez al perderme el debut de Soda en su gira “Vuelvo a volver otra vez de nuevo”, y encima ni lo transmiten por la radio. (Pasan el de hoy, el segundo, y ni siquiera voy a poder escucharlo.) Ya que no se van a privar de “Te para tres”, que al menos no toquen “Sueles dejarme solo” (digo, hablando de Floyd…). Como todo tonto, deseo el mal de muchos.
Soda, River y un final de las hordas coreando “nada más queda, nada más queda”. Yo podría haber sido parte de esa horda, yo que solo deseo ser parte de la multitud que tiembla frágil o desaforada. Lo único que deseo en estos casos es ser parte de la masa del fenómeno de masas de ocasión, y me anoto en todas. La última: Los Pumas. Es verdad que a esa me hubiera sumado aunque el gran público le hubiera dado la espalda al deporte de conchetos como yo, pero las masas no le hacemos asco a nada y no hacemos distinciones. Para nosotros los masificados todo viene bien con tal que le venga bien a muchos. Hay límites, claro, pero solo porque son pocos los que realmente gustan de todo. Yo, como la mayoría, no soy la excepción. Pero si no sigo Lost, Gran Hermano o Patinando por un sueño no es por falta de interés o rechazo, sino más bien (al menos en el caso “Lost”) por colgado, por buscarme ocupaciones que no me buscan a mí, por incapacidad para relajarme demasiado tiempo frente a una pantalla (a menos que se trate de captar una fellatio en los canales de las mil rayitas a las dos de la mañana -y tampoco afirmaría que en esos casos estoy relajado). Hay un placer en ser parte de una multitud, un placer que les recomiendo. Es un placer que estupidiza, como todos los placeres, así que relájense. No hay fascismo en las multitudes ni en las masas ni en las hordas a menos que haya un líder que pida sangre, a menos que las multitudes y las masas y las hordas estén dispuestas a conseguirla. Eso pasa muy rara vez. No justifica privarse de ese estímulo, del terror contenido a ser aplastado, de la euforia de ser parte de un cuerpo colectivo que podría hacer mucho daño. Se siente el poder, se siente la confraternidad, y es genial.

Matías Pailos

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06 octubre, 2007

Wikiempedia

Porque siempre es bueno cotejar nuestras intuiciones con algún saber medianamente consensuado, decidí buscar “sinécdoque” en internet. Acá va el ejemplo de la siempre entrañable Wikipedia:

Este pan pellizcado encima y abierto, me reconoce como Pan-Gabriela Mistral.

Más tarde irrumpió la duda (sepultemos mejor las causas en el olvido) sobre la verdadera historia del asno de Buridan. De vuelta Wikipedia ilustró su explicación con un ejemplo la mar de didáctico:


Asnos sin preocupaciones filosóficas

Ah, qué lindo que la iluminación profana esté tan al alcance de la mano...

Besos,
V.