El Mate Tuerto

"Se fingirá el saber que no se tiene."

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Nombre: El Mate Tuerto
Ubicación: Argentina

27 septiembre, 2006

Un Sueño Realizado

Permítanme narrarles una anécdota. Sobre fines del siglo pasado un viejo amigo mío se empleó como vendedor en una afamada cadena de librerías. Su legajo era intachable: ni una queja de los clientes, nunca una contestación a un superior, ninguna llegada tarde, aunque esto, me consta, implicara dormir una o dos horas y pasar todo el domingo de pie, indicando a viejas emperifolladas el emplazamiento del sector “autoayuda”, muy en boga por esos años. Una vez, incluso, su afán por conservar el presentismo hizo que pusiera en riesgo su integridad física, cuando se descubrió encerrado en su propia casa y, con tal de no ausentarse, se arrojó desde el balcón del primer piso a la vereda, con poco más que su valor y unos ajados zapatos de tacos gastados a cuestas. Su inmaculada foja de servicios bien pronto le hubiera valido el codiciado ascenso, pero mi amigo no aceptaba convertirse en “encargado” porque esto implicaba aumentar las horas de trabajo de 6 a 8, lo que interferiría con sus estudios. Sin embargo, con el correr de los años y tras negarse de todas las formas posibles, acabaron nombrándolo encargado con turno de 6 horas y le asignaron una sucursal decadente en la estación desierta de un lujoso tren menemista que no llevaba a ninguna parte. Tal vez como correlato de este “éxito” profesional, mi amigo dejó de lado cierta angustia existencial en la que gustaba regodearse y se inclinó en sus estudios por corrientes del pensamiento más afines a la lógica académica. El premio a su giro pragmático fue la inminente posibilidad de obtener una beca, ergo, canjear la explotación capitalista por el estímulo estatal. Entonces, a sabiendas de que sus días de empleado estaban contados, mi amigo “abrió los ojos” y descubrió que estaba rodeado de libros. Primero fue un delgado volumen que se llevó en préstamo (política que avalaba la empresa para fomentar la cultura de su personal) y lo perdió en un anaquel, o lo demoró en el baño, no lo recuerdo, pero el hecho fue que no lo devolvió. Y descubrió que no le importaba, más aún, descubrió que lo disfrutaba. El segundo libro ya no lo pidió prestado: se lo guardó en la mochila al fin de su jornada laboral y ¡magia! Pasó a descansar en los estantes de su biblioteca. Al cabo de unos meses (la beca se demoraba un poco más de lo previsto) ya tenía resuelto el regalo de cumpleaños de todos sus amigos, a quienes premiaba con libros caros y excéntricos: una biografía importada de Wittgenstein, un volumen casi agotado de Benjamin, hasta un enorme libro ilustrado de Van Gogh para su madre Y, sobre todo, se premiaba a sí mismo: instituía la “semana Proust” y al cabo de siete días encontraba en sus anaqueles el tan buscado tiempo perdido. Incluso llegó a indagar en el catálogo y solicitar a otras sucursales libros que faltaban en la suya ¡para robárselos! Su codicia no tenía límites, su generosidad, tampoco. Enterados de su don justiciero todos sus amigos comenzaron a pedirle títulos que no podían afrontar o directamente no querían pagar. Pero, inesperadamente, la beca fue asignada. La renuncia era inminente y mi amigo planeó entonces un golpe maestro. Y lo planeó conmigo.
Como ya dejé en claro, este empleado había tenido hasta su descarrilamiento una conducta impoluta, un aura de honradez calvinista lo recubría de punta a punta.. En virtud de la confianza que sobre él depositaban, sus superiores le habían entregado las llaves de la sucursal, para que él abriera puntualmente sus puertas a las 9 am. La noche anterior al golpe fui a su casa y pedimos empanadas. Sin vino, necesitábamos tener la cabeza fresca para pensar cada detalle: la planificación es la base del éxito. Después de comer mi amigo sacó una hoja en blanco y escribimos una lista. No pasa un día, lo juro, sin que rehaga mentalmente esa lista, agregando unos nombres y quitando otros. Pero hubo y habrá un solo listado, el de esa noche. Después nos fuimos a dormir temprano. Al día siguiente, el día del golpe, madrugamos y tomamos un buen desayuno: necesitábamos de todas nuestras energías. No vimos a nadie en la estación fantasma cuando llegamos a las 8 de la mañana, excepto un borracho que dormía sobre un banco de madera. Mi amigo abrió la puerta del local y desactivó la alarma, pero se cuidó de prender las luces y levantar la persiana, para que por fuera la librería pareciera cerrada. Actuamos rápido, según lo acordado. Yo le dictaba los nombres y él, que podía recorrer el local con los ojos cerrados, buscaba los títulos, desactivaba la alarma y me los daba para que yo los guardara en una mochila que jamás será lo suficientemente grande. Cuando acabamos la lista y colmamos la capacidad de mi bolso, dimos por finalizada la faena. Sabíamos que la codicia pierde a los más eximios delincuentes. Salimos de la librería a las 8:30, sin despertar las sospechas de nadie, y con tiempo para ir a tomarnos un capuchino, mientras la mochila a mis espaldas me pesaba con inusitado placer. ¿Qué queda de aquel botín? A vuelo de pájaro en mi biblioteca puedo reconocer unos relatos completos de Faulkner, unas ciudades invisibles de Calvino, unos subterráneos de Kerouac y una literatura nazi en América, el primer libro de Bolaño que leí.
Tras bebernos nuestros capuchinos en las narices del empleado de seguridad que recorría con paso aburrido el patio de comidas, nos fuimos cada uno por su lado, mi amigo a abrir “oficialmente” la librería, y yo a mi casa, a deleitarme con el tesoro, como el pirata que arroja al aire las monedas de oro que extrae del cofre desenterrado. Estaba tan contento que decidí caminar un poco y tomar un tren aledaño. Un tren de Zona Norte con puertas automáticas, aire acondicionado y música funcional. Apenas me senté comenzó a llover: las gotitas derrapaban por el vidrio de la ventana y le daban un tono impresionista al paisaje. En los parlantes se escuchaba una canción. Creí reconocer la melodía, así que le presté atención y, sí, en efecto, la conocía: era Spinetta cantando “Los libros de la buena memoria”.

Zedi Cioso

25 septiembre, 2006

Antepasados

Ver por primera vez en persona a un abuelo que solo conocés por fotos y algún video no es algo de todos los días.

Noche cálida y húmeda, noche de viernes. Ansioso pero firme en mi resolución, calzo una musculosa que deja ver mi tatuaje (arma de seducción vernácula de ninfas, inveteradamente ineficaz). A último momento lo pienso mejor y, previa consulta con mi consejero vestuarista (mi hermano), opto por acompañar mi porte con una campera para lluvia blanca y raída. Empuñando soledad y torpe andar, camino las cuadras que me separan de Maipú. Me recago de frío. Me pongo la campera: llega el colectivo. Me la saco: llegó a destino. Bajo y escucho por primera vez la letanía tantas veces repetida:
-Todos con la entradita en la mano, por favor.
La saco. Se la muestro al gordo barrabrava, que ni me la mira. No me da para ofenderme, mitad del miedo que le tengo. Veo, leo: sí, es mi abuelo. Sigo sin creerlo. Avanzo, campera sobre musculosa, y ya el frío cala mis huesos cuando cae el primer aluvión. Recuerdo que hay otras puertas que franquear antes de poder verlo. Me someto al cacheo desganado de un seguridad y ya me están cortando la entrada, ya me estoy mojando hasta el tuétano. Oigo una banda tocar en un escenario cerrado. No suena para nada a la banda punkita que me recomendó ella, así que, luego de cavilar medio segundo, decido correr bajo la lluvia. Diluvia, y me voy a resfriar. No me siento nada bien. Me siento en medio de la Antártida, y eso no es sentirse nada bien. Toco el hombro de un flaco y pregunto: flaco, ¿quiénes son estos? ‘Cadena Perpetua’, contesta en un summun de laconismo. Ah. Miro alrededor. Ahora estoy corriendo a un puestito de expendio de patys, del que emana un vaho grasuliento que no alcanza a calentar a mi sombra. Espero el hit, y el hit llega. Lo mismo que Ataque, veinte años después. Me gusta sin matarme. Pero todo tiene un final, todo termina. Pienso una vez más en ella, pero sé que todavía no está adentro. Ahora tiene que venir Natas, me digo. Tengo muchas ganas de ver a Natas, la primera de las puertas que me están reservadas antes del encuentro decisivo. Nada pasa, salvo los minutos. Corro bajo la lluvia, esperando ingenuamente desentumecer los músculos temblorosos. Trajino carpas y stands bajo la lluvia. Me acerco a uno de gaseosas. Uno de los pibes que atiende me pregunta, ‘¿Qué te sirvo?’. Le contesto: ‘techos, ¿a cuánto los tenés?’. Se ríe y señala el de hamburguesas que supe ocupar. Retomo mi lugar y espero a Natas. Un acople: ya están en el escenario. Corro y corro los cien metros que me separan del escenario, me paro frente a él. Entre Natas y nosotros, la lluvia torrencial. Luego ella me comentará que cayeron piedras. Nosotros, trémulos y extáticos frente a la caterva de sonidos de chaman metálicos, nos creíamos miembros del paisaje, parte del espíritu del mundo, dioses del dios del panteísmo. Natas, como todas las cosas, también terminó, y nos quedamos huérfanos. Corrí a escuchar a la Negra Vernaci protagonizar un sketch de una nena en su primer recital, pero esto también terminó y la lluvia seguía cayendo. Solo pedía que no se suspendiera. Me amuché a la izquierda del escenario, siempre (siempre) bajo la lluvia, y esperé pacientemente. Nunca anhelé más el contacto con otros hombres que en ese momento. Sale Massacre y todos pogueamos temas que no conocemos muy bien, pero, entiéndanos: es una cuestión de supervivencia. Siento de nuevo el calor en mi cuerpo, la sangre circular por las venas. Emotivo y visceral serían si no respetaran tanto la melodía. Más parecido a Meat Puppets que a Nirvana. Es genial igual. Gritos amorosos al cantante: ‘¡Gordo, tocá ‘Juicio a un bailarín’!’, ‘¡Dale, Gordo Travesti, tocá y dejate de decir boludeces!’. Enternecedor. El público, entre los que están los gritones, agradece emocionado el cover de Massacre del cover de Catupecu de Massacre. Se van. Ha dejado de llover. Me pregunto otra vez si ella estará. Deseo verla. Ardientemente. Sé que mejor no. Sé que para ella y para mí, mejor no. Anochece, ya es noche cerrada. Pasa un avión. Dos escuálidos drogones sin dientes intentan agitar a las masas al errático grito de Iggy-Pop, Iggy-Pop, vamos Iggy-Pop. No les creo. Dicen que cuando empiece vamos a terminar todos estrolados contra las vallas, que vamos a volar por los aires. Prometen el mayor pogo del mundo. Pienso en el Indio y sonrió, mientras miro a mi alrededor. Estoy a dos metros de las vallas, y lo más cerca que puedo estar del centro del escenario. Mucho pendejo, mucha apariencia inofensiva. Me río para mis adentros de los drogones y vuelvo a desear verla. Las luces se apagan. Las luces se prenden. Me comprimen de los cuatro lados. Comienza la lucha. Sale Iggy y mi corazón da un vuelco. Grita, se arquea, muestra los músculos pegados a los huesos, músculos ínfimos, músculos sin piel, y grita. Toca el primer tema del primer disco, y suena crudo, suena fuerte. Suena a Detroit en 1969. Me lo creo. Me creo que debió haber sido así, sospecho que ahora suenan mejor que entonces, y sigo la lucha por el lugar. Me pegan en los tobillos, me ponen el codo en la boca, me dan de puñetazos en los pulmones. No cejo. Pego en los tobillos, pongo mi codo en sus bocas, doy de puñetazos en los pulmones. Iggy canta, grita, corre, se tira de cabeza a la multitud, nos muestra el culo y nos dice que quiere ser nuestro perro. Nosotros le decimos que queremos ser su perro, y él nos responde con un bailecito eléctrico de oligofrénico que no coordina, muy estilizado y armónico. Pasan los temas y el estruendo sonoro de los tres viejos que, inmóviles, viajan desde las gigantescas olas que el pasado tiende sobre el presente. Iggy no es viejo. Iggy no es inmóvil. Tocan ‘T.V. Eye’. La gente recuerda ‘Velvet Goldmine’ y la canta a los gritos. (¿Cómo es que tanta gente conoce estos auténticos discos de lados B que son los primeros dos de los Stooges, lo único que tocan? No se puede comprender.) El momento de la noche. Suena ‘No Fun’, e Iggy decide invitarnos a subir al escenario. Sube uno, sube dos, suben cinco. De repente hay veinte. De repente hay cuarenta. Lo siguen, lo quieren tocar. Iggy se caga de risa, los hace cantar (no cantan), se deja abrazar, sigue corriendo como loco. De repente, batalla campal. Nuestro abuelo, sonrisa perpetua, apacigua a las fieras con un parco y melódico ‘eaaaasy, eaaaasy …’. Las fieras se calman. Iggy anuncia el último tema. (¿La veré al retirarme?) Otro pogo que no me permite reflexionar. Salto y gano veinte lugares. Vuelvo a saltar y me empujan: pierdo cinco. Salto y empujo y estoy casi contra las vallas. El tipo grita que él es vos, vos, y yo. Le creemos, por supuesto. Los enamorados creemos todo, aunque sepamos que es falso. Pero en este caso, ¡psst!, no me parece que lo sea. Iggy incursiona una vez más por la pasarela, muy cerca de mí. Me dejo primerear y otra vez lo tengo a dos metros. Lo escupen y no: no resisto la tentación. Sí señores: yo escupí a Iggy Pop. Tres veces. Es de lo mejor que hice en mi vida. Iggy se retira, pero sabemos que volverá. Vuelve. ¿Cuál hizo? ¿‘Not Right’ o ‘Little Doll’? No importa, porque vuelve a hacer ‘I wanna be your dog’ y la emoción vuelve a surcar mi espalda, y vuelvo a cantarlo hasta la afonía. Se va, pero no nos abandona. Nos deja de recuerdo su pose de bailarina, y ya no hay nada.
A ella no la vi, finalmente. A mi abuelo, la sangre de mi sangre, sí. A pesar de que él es un desaforado y yo un buen burgués, supe que ese desparpajo era mi espejo. Supe que no verla no era grave, que era lo mejor, y corrí las treinta cuadras que me separaban de casa, como el perro tuyo que quiero ser.

Matías Pailos

22 septiembre, 2006

Héroes intelectuales

¿En qué se parecen el budismo zen, el psicoanálisis lacaniano, y el pragmatismo de cuño rortiano? En muchísimas cosas, por supuesto. Tantas como las que los diferencian. Dadme tres cosas cualesquiera y os mostraré sus infinitas semejanzas y diferencias. Entonces la pregunta, o es poco interesante, o señala a otro lado. Asumamos que se pretende esto último. ¿A qué apunta?
El Maestro Nacho, pensador de amplio renombre y enorme mérito, revista en las filas de cierta-heterodoxa-versión del budismo zen. Lee que es una barbaridad. Lee mucho a Suzuki, ese tipo que en los años ’60 firmaba libros con Erich Fromm (por caso). Nacho suele emitir los siguientes juicios, en algunas cenas, en otros posts: “el Zen es así. No puede definirse. Cuando a un maestro Zen le preguntás qué es dejar fluir tu inconsciente, te dice que dejar fluir es el Zen. ¿Entendés? Y si le preguntás qué es el Zen, te va a decir ‘El Zen es el Zen’, ¿entendés?”. O también: “El maestro Zen no anda todo el día con kimono. Si yo fuera maestro Zen lo que tengo que hacer es vestirme como me visto, comer lo que como, hacer lo que hago”. Ajá. Ajá, Nacho. Bueno. Situación: restaurante coreano. Bacanal de proporciones, en la que era ardua tarea discernir quién de ambos, Nacho o yo, ingeríamos mayor cantidad de manjares. (Nunca nadie comió más rápido que nosotros allí ahí.) Luego de narrarle una de mis variopintas tribulaciones, Nacho sentenció: ‘¡No, noo…! ¿Por qué hacés eso? ¿Por qué te hacés eso?
Hache Erre es un especialista en fracasos, pero también es conspicuo lector de Jacques Lacan. Incluso tiene el tupé, la impudicia de reivindicarse como ‘lacaniano’. Sea como fuere, suele insistir, por ejemplo en el debate posterior a la primera y última edición del aclamado ciclo de video-debate promocionado en esta página, en la primacía del deseo. Esa idea tiene tintes normativos. No es que el deseo sea el condicionante habitual de la conducta humana. Por el contrario: rara vez lo es. Actuar conforme a deseo es un síntoma de salud. Y no somos muy saludables. Una de las primeras medidas que hay que tomar para recuperar la salud anímica perdida es asumir que, por lo general, no actuamos según nuestro deseo porque no queremos. Simple, terminantemente. Hache Erre podría haber coreado la requisitoria de Nacho: ¿Por qué te hacés eso?
Yo también me etiqueto. Yo me digo pragmatista, en su vertiente rortiana. Rorty dice muchas cosas. La idea que más me gusta es uno de sus (voy a ser pomposo) ‘criterios metafilosóficos’: a qué norma apelan los filósofos para dirimir disputas, para evaluar tesis filosóficas. Bueno: una de esas cosas es la idea de que debemos elegir, ante un debate, la tesis que contribuya de modo más decisivo a la realización general humana, a la expansión de la libertad. (Eso fue la mar de pomposo. Otra versión más simple de la misma idea:) Debemos optar por la idea más útil. ¿Más útil para qué? Más útil para la consecución de la felicidad humana. Si yo hubiera cenado conmigo y Nacho y Hache Erre, me hubiera dicho: ¿Por qué te hacés eso?
Rorty no es Susuki ni Lacan. El segundo tampoco es el tercero. Albergo mis reparos tanto con respecto al budismo zen (no importa cuál de sus ediciones. Supongo que a mayor edad de la edición, mayores reparos albergaré), como en relación al psicoanálisis lacaniano. Para ser bien vago, diré que del b.z. resiento su oscurecimiento y anonadamiento del yo, esa voluntad de renuncia. Del p.l., me molesta más que nada cierto fanatismo con la idea de que siempre que uno sufre, sufre por culpa propia. Muchas veces, y no solo en los casos en los que evidentemente esto no es así, esto no es así. Pero no importa, pero nada nada. Susuki le sirve a Nacho más que Lacan y Rorty sumados. Lacan, y no Rorty, y no Susuki, es uno de los puntales de la ideología (de la vida, vamos) de Hache Erre. Y mientras Susuki y Lacan no son mucho para mí, Rorty lo es todo. Prefiero, en este momento (les decía) no ahondar las diferencias. Otro ‘principio metafilosófico’ pragmatista es que nada que no haga diferencia en la práctica, debe hacerlo en la filosofía. Puesto a responder a mi inquietud, Nacho, H.R. y yo mismo tenemos la misma opinión. Como norte intelectual, como auriga del alma, tanto vale un japonés como un francés. O un yanqui.

Matías Pailos

19 septiembre, 2006

Todo bien

Allá lejos y hace tiempo, en los lejanos noventa, no hacía más que indignarme. Uno de los objetos de mi cólera y furor, uno de los causantes de mis arrebatos, era la mencionada frase y sus múltiples usos. ¿Qué quería decir ‘todo bien’? ¿Cuál era, cómo precisar su significado? No había manera. No, y nadie sabía bien qué quería decir con lo que decía. Ofuscación todo en mí yo era. Se me nublaba la vista, se taponaba mi entendimiento, y era la Venganza de Dios en Acto: inquiría (‘¿qué quisiste decir? ¿Acaso pretendiste significar…?), atosigaba con hipótesis, condenaba al destierro todo y cada uso de esa frase; así también a sus portadores. Un hinchahuevos. Un rompepelotas: eso era. Zedi Cioso también revistaba en quienes exhibían cierto azoramiento ante ese mantra. Él albergaba una conjetura: ‘todo bien’ es un significante vacío, un significante sin significado, una cáscara sin nada en su interior. Marraba, me parece. ‘Todo bien’ significa algo. ¿Qué? Bien: distintas cosas en diferentes contextos. Con mayor rigor: en algunos contextos, significa algo preciso. En otros, algo preciso entre múltiples posibilidades relevantes. En otros todavía diferentes, varias proposiciones distintas a la vez. Muchas veces es vago. Muchas otras es polisémico. Quien lo emite suele aprovecharse de esa capacidad para contener multitudes de sentidos para decir lo que quiere, logrando que el otro interprete lo que más le conviene. ‘Todo bien’ es lo que uno responde cuando una chica lo rechaza. ‘Todo bien’ es lo que uno responde cuando se nos niega una respuesta ante un pedido de aclaración. A la vez: ‘todo bien’ es lo que nos dice la chica cuando nos explica (¿?) cómo seguimos luego de su rechazo. ‘Todo bien’ es lo que uno responde cuando se nos niega una respuesta. ‘Todo bien’ es lo que uno dice cuando pretende hacerse el duro, o el dandy, o el ‘no me afecta lo que me digas, porque soy una roca, soy una isla’. Otras veces uno despacha ‘todo bien’s al por mayor, por el mero impulso a decir algo, por las puras ganas de dar alguna respuesta y ninguna definida.
Hoy soy hincha del ‘todo bien’. Es una herramienta de ilimitadas posibilidades. Es una salida de la que pocas veces nos arrepentimos. Pocas, porque es una salida que deja la puerta abierta. Es, a la vez, una forma de abrir muchas tranqueras, o más bien de entreabrirlas, es un modo de hacer todo eso y lavarse las manos: el ‘todo bien’ a nada compromete. Es el modo lingüístico que permite la mejor adaptación darwiniana al medio, es un modo de hacer que nos acerca a nuestro objeto de deseo con el mínimo de trabajo (aunque no nos acerque mucho, claro: para eso hay que decir cosas más nítidas e hirientes).
El Matías de hace quince años tacharía al Matías actual de réprobo. El Karl Kraus en pañales que me creía denostaría mi comportamiento. Yo sería catalogado de inmoral, de baja estofa estética. De estúpido liso y llano.
Ante tamaña acusación, no puedo evitar pensar: ‘¿Qué te pasa, pendejo de mierda? Calmate, ¿querés? ¿Cuántas veces la pusiste? Eso es lo te falta. ¿Qué necesitás? ¿Guita para una trola? Tomá. Tomá y no me rompas más los huevos.’
Ante tamaña acusación, sonreiría de modo neutro, agacharía la cabeza en ánimo conciliador, aceptaría todo cargo y emitiría, a mi favor, la siguiente, módica, defensa: Todo bien, Matías.

Matías Pailos

17 septiembre, 2006

Mala literatura

Otro anuncio. Uno que debí haber hecho tiempo ha. No lo hice. ¿Mala fe? No. ¿Cuelgue? Ni siquiera. El cuelgue no forma parte de mi habitual repertorio de prácticas. Simple estupidez, lamentablemente. No comprendí que esto era lo que debía, o lo que quería, o lo conveniente, o lo conveniente para lo que debía o quería, o…
Poco tiempo atrás dos jóvenes emprendedores, que no somos Cioso y yo sino Playmobil Hipotético y Dragón del Mar, dieron en fundar un blog para conquistar el mundo blogger. Bueno: no para tanto. Lo hicieron. (Al blog. El mundo, el blogger y el otro, por lo que tengo entendido, sigue sin ser conquistado.) El formato es el siguiente: textos con pretensiones literarias de narradores nóveles (es decir: ‘de aspirantes a…’) que ellos estiman. (Iba a decir ‘respetan’, pero por lo que sigue a continuación verán por qué me abstuve de este giro.) Entre las gemas que podrán apreciar si ceden a la tentación de visitarlo, se ubican los primeros párrafos de ‘Záfiro’, notable relato de mi colega, amigo y co-mentor, Zedi Cioso. Ese ejemplar es parte del afamado volumen, que a la vez constituye la colección de cuentos intitulada (y acerca de) ‘¿De qué viven los escritores?’. (Mote inspirado en aquél clásico del rock nacional: ‘¿De qué vive Melero?’) A su vez, si incurren en el delito precitado (visitar el blog en cuestión) podrán toparse con la primera entrega del primer capítulo de la novelita ligera y comedia de enredos, suerte de decálogo de peripecias amorosas de mi vida, con un nombre que no habla de mí: ‘El Pendejo’. Pero también, y por el mismo precio, podrán degustar los trajines cotidianos de Gerónimo, héroe filosófico de la serie de fábulas firmadas por Dragón del Mar. No solo eso, sino que verán las tribulaciones de un Playmobil y su huevo (sic), así como los experimentos de prosa poética de Luciana, y, last but not least, la ficción política, la entrevista del siglo: Mavrakis versus Carlos Saúl.
Visítennos y coméntennos. Hágannos la gauchada. (Ya se sabe: los bloggers se alimentan de comentarios.)
La dirección: afiebrados.blogspot.com

Matías Pailos

15 septiembre, 2006

Crónica roja

Convocados por un pedido de ayuda insoslayable, Matías Pailos y yo fuimos a donar sangre al sanatorio Mater Dei. Nos encontramos somnolientos en la mañana chic de Palermo Chico, a las puertas de la clínica. El reloj señalaba las 8:30, y eso que apuntábamos al último turno ¿Por qué esa manía madrugadora de los análisis clínicos? ¿Acaso los responsables de los laboratorios no conciben la idea de que haya gente que se acueste pasadas las 2 y se despierte después de las 9? En fin, siguiendo las minimalistas indicaciones de la mesa de informes (“a mitad del pasillo a la derecha”) dimos, casi por milagro, con el lugar, que como todo laboratorio que se precie, se ubicaba en el lúgubre 1er subsuelo (1er subsuelo, 2do subsuelo, Habría que preguntarse por qué construyen los hospitales como si fueran búnkers o supersecretos centros de inteligencia). Tras informar a la secretaria de nuestras rojas intenciones, recibimos nuestros respectivos formularios en ventanilla y nos retiramos para completarlos. El cuestionario, “confeccionado de acuerdo a normas internacionales” tal como se preocupaba en aclarar, informaba que no se podía donar sangre “si se habían mantenido relaciones homosexuales durante los últimos 12 meses” (sic), o si se habían aplicado aros o tatuajes durante el mismo plazo. El tatuaje de Matías no contaba porque, al inscribir en su cuerpo una leyenda peronista no podía, de suyo, acarrear enfermedades infecciosas. Por suerte el pecado de pensamiento no estaba penado, de modo que ambos firmamos con el pecho henchido por ajustarnos punto a punto al modelo de higiene médica. Entregamos los formularios en ventanilla y nos sometimos a esa incómoda espera de extracción sanguínea, que siempre relacioné con la llamada para rendir finales: parte de uno quiere que lo convoquen de inmediato y afrontar el sufrimiento lo antes posible; otra parte, en cambio, prefiere demorar el encuentro con la aguja o la mesa examinadora, aunque esto implique una tensa guerra de nervios. Para matizar la espera concentramos la charla en los asuntos más baladíes, como la vestimenta de Pailos: zapatos negros, medias azules, pantalón cargo color caqui, camisa pastel de manga corta y remera crema de manga larga por debajo de la camisa, todo bañado en un sobretodo gris. Matías se justificó en Dolina “para que un hombre sea elegante siempre tiene que haber algo que no convine”, “en tu caso -repuse- debería haber algo que sí convine”. En eso estábamos cuando la secretaria pronunció nuestros nombres y no pude evitar que un frío me recorriera el espinazo. Nos hicieron pasar del otro lado, y nos condujeron a una oficina en las siniestras entrañas del laboratorio. En el diminuto gabinete una enfermera me extendió un algodón con alcohol. De inmediato procedí a arremangarme la camisa ¡Acá está la sangre argentina, carajo! “Pará, pará –me detuvo la enfermera- el algodón es para que te lo frotes por el dedo índice”. Acto seguido me tomó la mano y me pinchó el dedo para extraer una roja muestra en miniatura que mezcló con unos reactivos para comprobar que no sufriera de anemia. Sentí un ligero vahído tras el pinchazo, “Creo que me tiró, yo me bajo del torneo”, le dije a Matías mientras esperábamos en un pasillo los resultados del mini-estudio. Pero Matías apenas si se rió con risita de “demasiado-tarde-para-echarse-atrás”. Al rato volvimos a la oficina y nos tomaron la presión arterial y la temperatura: la extracción se demoraba en infinidad de trámites como si se tratara de una función de gala. Cuando ya parecía casi todo listo la enfermera extendió sobre la mesa el formulario que habíamos llenado al llegar. De pronto dio vuelta la hoja y exhibió su reverso. “¿Qué, continuaba del otro lado?” preguntamos con Pailos mientras la enfermera agradecía que la estupidez no se trasmitiera en sangre. Completamos el faltante, firmamos una intimidante bolsa plástica con capacidad para medio kilo de papas y procedimos a lavarnos los antebrazos con agua y pervinox, como si fuéramos George Clooney en ER emergencias. Después sí, finalmente se abrieron las puertas y pasamos a la sala roja de extracción. En verdad yo entré primero porque sólo había libre uno de los tres lugares. En un extremo uno de los donantes le preguntó a la enfermera cuanto demoraba el asunto “Entre 5 a 10 minutos” respondió como si nada la mujer; yo tragué saliva y me dejé conducir mientras la enfermera me acomodaba en un sillón totalmente reclinable, un auténtico 5 estrellas de la extracción sanguínea, no como esos fraudes de los buses ejecutivos. Me acosté de cara al techo mientras la enfermera me buscaba la vena del brazo derecho “Mirá para otro lado” ordenó, y yo, obediente, dirigí la vista a los dos tubos fluorescentes del techo. La diestra enfermera conectó la sonda sin un asomo de dolor “ya pasó lo peor –dijo- ahora abrí y cerrá el puño hasta que yo te diga, ¡Y no mires!”. En el televisor que colgaba del soporte estaba puesto canal 9, lo cual podía ser más impresionante que la sonda misma, así que me concentré en los tubos fluorescentes, dos rieles de luz en la autopista al país rojo carmesí, a una tarde roja de Sonora, Arizona o Colorado. En eso estaba cuando hizo su ingreso Matías. La enfermera lo sometió al mismo procedimiento con la única diferencia que él, cuando le dijeron que no mire, por puro afán opositor, miró. El huacho, el muy machito, miró, “ahora mirás y después –pensé con saña- ya vas a ver”. Y ahí estábamos Matías y yo como dos vacas de roja leche, dos jóvenes sanos en la flor de la edad, dos excelentes envases de cinco litros de sangre que corre procelosa por los innumerables senderos orgánicos. Sangre que, según nos informaba el folleto, “será separada en glóbulos rojos, plasma, plaquetas y crioprecipitados y utilizada en beneficio de varios pacientes”. ¿A quién beneficiará mi sangre o alguno de sus componentes? ¿Sentirá el transfundido el irrefrenable impulso de escribir algo, como el pianista que se volvía estrangulador al recibir Las Manos de Orlac en el film homónimo? “¿Todo bien?”, me sacó de mis cavilaciones la enfermera. “Sí –repusé- me siento en un cuadro de Frida Kahlo”. Lo raro no es que la enfermera no entendiera el chiste, sino que ni Matías se riera, ¿acaso se le iba en sangre el sentido del humor? No importaba, yo abría y cerraba el puño con aplicación mecánica. Había un ruido clic, chac, clic, chac, como de metrónomo rojo a borbotones, como de motor a sangre, pero no puedo precisarlo porque yo ¡Perdón lectores! yo no podía mirar. Al final se oyó un chirrido agudo y la enfermera se aprontó y me informó que ya había terminado. Miré el reloj: le había puesto cinco minutos, “buen tiempo” le dije a la enfermera, que apenas me dirigió una mirada misericorde. Las nuevas instrucciones consistían en levantar el brazo y seguir acostado. Matías, meta mirar, concluyó al rato, creo que en seis minutos. La enfermera me invitó a incorporarme lentamente y constató “¿Te sentís bien?” “Sí, perfecto” contesté, salvo que me sudaba frío todo el cuerpo y lo que veía estaba lleno de puntitos como una película vencida con demasiado grano en la imagen. “Señorita enfermera, ¿Puedo volver a acostarme?”, fue lo último que dije antes de quedar tirado en el sillón, hasta que otra asistente se apiadó de mi blanca palidez y me ofreció un vaso de agua. Mientras tanto, Matías hizo cinco pasos aeróbicos, se cargó una mochila de quince kilos y se retiró a tomar el desayuno haciendo saltitos de Dánica Dorada. Al rato volví en mí y logré con sumo esfuerzo ponerme de pie. La enfermera me despidió aconsejándome que, ante cualquier síntoma de malestar, me acostara en el suelo. Llegué al bar del subsuelo donde Matías ya estaba dando cuenta del nutritivo desayuno. Pronto recibí el mío, premiada mi noble acción con suculentas mediaslunas, y nos enfrascamos con Pailos en la discusión de temas “maduros”. Es que ya nos habíamos convertido en hombres grandes, hombres que dan su sangre. Salimos de la clínica agotados y reconfortados a la vez, y nos despedimos, rojos bajo el cielo celeste, con promesa de fútbol el domingo. ¿Cuántos otros ritos de pasaje nos quedarán por afrontar? Ignoro cuáles son, ni donde nos aguardan esas pruebas homéricas. Sólo espero que, como hoy, nos encuentren juntos: sangre con sangre.

Zedi Cioso

14 septiembre, 2006

Orquídeas digitales

He aquí el primer anuncio oficial de este blog (se me llenan los ojos de lágrimas). Otro amigo de la casa (la casa tiene muchos amigos; nosotros, ninguno), HR, alias 'la espiga pensante' (mote que debe a su extraordinaria corpulencia) organiza un ciclo de video debate. En el principio fueron las orquídeas. O los ladrones. Munido de esta certeza, HR proyectará, esta vez, EL LADRÓN DE ORQUÍDEAS, dirigida por el polifacético Spike Jonze (el que colgó a Chistopher Walken de un arnés bailarín en el video de Fatboy Slim, el otrora novio de Sofía 'la heredera' Coppolla). Claro: después habrá que jugar opinión, pues el ciclo no solo es de video, sino también incluye un debate (al que ninguno de los asistentes podrá rehurir, a menos que desee ser sometido por los mastines que guardan la entrada y salida del recinto).
Como condimento adicional (y como dijo el Rafa de Domínico), voy a estar presente yo. Así que todos los que quieran cagarme a trompadas, considérense avisados.
Esto es el sábado a las 17.30hs, en Tinogasta 2685 (teléfono 4502-7477). Así que, citando a Dolina, ya saben: no dejen de faltar.

Matías Pailos

13 septiembre, 2006

Críticas

Voy a cometer una infidencia y dos canalladas. Una de las canalladas es aquella infidencia. Voy a narrar un episodio de nuestra amistad, Cobiñas. Voy a contar el nervio y la exasperación, V.
Esa, sin embargo, es solo la primera canallada. La segunda es el fracaso de un proyecto. Es el incumplimiento de un deber autoimpuesto, de un deseo de comunidad. Y es la constatación de que soy una laucha por tirante que opta por su tinta: la salida más fácil. Porque yo, estimada audiencia (¡sépanlo! ¡Entiéndanlo de una vez!), soy fácil.
La escena es la siguiente: última noche de V y su marido Xilofón en Buenos Aires antes de partir para Toronto. Nos reunimos, como no podía ser de otra manera, para cenar. Cenamos. Rechonchos, orondos, enfilamos para un bar. (Se sabe que nada como el alcohol para rempujar el asado.) Quedamos: Cobiñas frente a mí, V a mi izquierda.
El contexto es el siguiente: meses atrás, C&V habíanme dado un artículo de su autoría. El artículo versaba, versa, acerca del realvisceralismo en ‘Detectives Salvajes’ (la obra más citada en este blog). Como todo autor, ellas querían ser leídas. Como todo autor, querían ser comentadas.
No lo habían sido. (No, al menos, por nosotros. Sí por el circuito académico –que es el que vale en esos casos, por supuesto.)
Me prometí leerlo. Lo había hecho en buena medida. Del comentario que me había prometido, ni noticia.
No recuerdo por qué, pero esa noche estaba particularmente pesado. Como cada vez que me pongo pesado, instintiva, inconscientemente, recurro al arcón de mi memoria y traigo a colación circunstancias molestas para mis eventuales interlocutores. Así que, luego de un extenso (espero) halago hacia el texto en cuestión, ataqué. Al artículo en particular, a la crítica literaria en general. Ya no recuerdo qué barbaridades dije. Cosas del estilo: ‘¿qué significa...?’, ‘¿en qué sentido…?’ ‘¡Pero eso es muy antiintuitivo!’. No recuerdo, la verdad. Vagamente me aparece como refucilo, la certeza de haber cuestionado que una cosa muerta como un cúmulo de letras pudiera decir algo. Si algo era dicho, lo era porque había (de suyo) un intérprete. Pero además, imprescindiblemente, un emisor. El cúmulo de garabatos encuadernado nunca, nunca, puede decir ni esto, aquello, ni lo de más allá. Después pasé a las conclusiones generales: la crítica literaria es vaga, imprecisa. Creo que incluso mencioné (¡frente a tres críticas literarias!) que era ‘ininteligible’. Un pelotudo. Un enorme pelotudo. ¿Saben por qué, además? Porque yo no creo ni medio en esas tesis. Si me aprietan, confesaré: la crítica literaria expande y profundiza las aproximaciones cognitivas (y de otro tipo) a un texto, nos provee de nuevas formas de verlo, de nuevas contextualizaciones. Un lector que además lo sea de crítica literaria es un mejor lector, uno más apto. Un mundo con crítica literaria es un mejor mundo, una literatura con una crítica que la rodee es una mejor literatura. ¿Por qué, entonces, el ensañamiento? Creo saber por qué. La respuesta me era esquiva. La respuesta me revela como peor de lo que creía. No disfruto de la crítica. No lo hago: es la triste verdad. Así como no disfruto de la poesía, así como (mal que me pese) no disfruto de la música culta. Mal que me pese, dije entre paréntesis, y ese es todo el punto. Porque valoro cada una de las tres actividades, porque quisiera disfrutar con ellas. Porque envidio malsanamente a quienes pueden, porque yo no. (Y ya saben que pocas cosas enojan más a un varón que saberse impotente.)
Cobiñas, que no se arredra ante un pendejo charleta como el infrascripto, me puso en mi lugar. ¿Cuáles fueron sus palabras? Las olvidé (convenientemente). Algo así como que aplicar herramientas filosóficas para evaluar la crítica era como hacer astronomía con un microscopio. Ah: y que hablaba de cualquier cosa. En particular, de lo que no sabía nada. De más está decir: tenía razón. Digo: por supuesto que está equivocada. Por supuesto que se puede hablar de cualquier cosa, por supuesto que tengo (sospecho fuertemente) algo más o menos interesante que decir sobre no importa qué asunto. Siempre, claro, que no me soliciten un aporte técnico. (Sería, me parece, como pedirme que haga microbiología con un telescopio.) Pero, decía: ella tenía razón. ¿No veía lo estúpido e irrelevante del resto de mis observaciones? ¿No veía lo insultante que era hablarle a Fidel de lo equivocado del marxismo? Evidentemente, no lo veía. La otra opción es peor: no me importaba. Prefiero pensar que no lo veía.

El trabajo de ambas es excelente. Inteligente, imaginativo, terriblemente bien documentado. Lo perdí, por supuesto, así que no les puedo comunicar el nombre. Así que tampoco pude elaborar el informe filosófico que me había prometido del texto. Quizás, incluso, lo extravié adrede. Temiendo, quizás, que puesto frente a la urgencia de decir algo interesante sobre este asunto particular, constatara, para mi vergüenza, que no: no tenía nada inteligente que decir.

Matías Pailos

09 septiembre, 2006

Echarse a menos

Yo (ustedes lo saben) soy un boludo. Me emociono con cada cosa, miren, que a veces hasta creo que me doy asco. Pero no: soy bastante escatológico (así que no me doy asco nada). Los motivos por los que soy un boludo son legión. Acotemos su universo de modo tal de dar, ya fatigados, con el tema acerca del que hoy disertaré, cuyo título es, verbigracia, el arriba mencionado.
Érase una vez un tipo que se creía recio. Érase una vez un tipo que se quería escritor sentado, apoltronado, más bien hundido en un sillón de un segundo piso frente a su televisión. Érase una vez un teleespectador mirando con menos desgano del que querría una superproducción de mala muerte de los estudios de Hollywood. La película pavoneaba el poco tentador alias de ‘Una mente brillante’. El teleespectador, vuesa merced quien esto garrapatea (yo mismo, es decir), había agarrado el film por la mitad, más bien para el final. Pero, entre la tonelada de información suministrada por la película a cada minuto y lo que el teleespectador de quien hablamos ya sabía de las críticas que de la película formularon los medios masivos de comunicación, el teleespectador pudo comprender, grosso modo, de qué la iba: un matemático genial, algo paranoico, bastante psicótico, años después de haber comprendido que buena parte de su vida había sido fruto de su imaginación, ya viejo, haciendo penosamente equilibrio para mantener la cordura, su trabajo y su mujer. El matemático, anciano (espero que haya quedado claro) acaba de terminar su clase en alguna Universidad de elite de la elite (Oxford, pongamos) y descubre, oh sorpresa, que un individuo algunos años menor que él lo espera. El matemático desconoce quién sea este individuo. El matemático, interceptado por este individuo, decide interpelarlo: dónde trabaja, dónde vive, usted quién es. Descubre que es parte de la comisión que infringe premios Nobel. Quiere saber algo, y el propio matemático se encarga de decir(nos)lo: quiere saber cuán loco está. El matemático aclara: estoy lo suficientemente loco como para echar todo a perder. Todavía tengo visiones, dice. (‘Todavía veo cosas que no están ahí’, creo que afirma.) Llegan a un gran salón, aparentemente solo asequible a personalidades eméritas. El matemático se muestra reacio a entrar. Lo convencen y se sientan. Incómodo y nostálgico, se siente raro. Se siente observado. Se siente menos. Recordemos: es un matemático genial. Eso implica que es más que muchos, quizás más que todo el resto del personal docente allí reunido, que a su vez es mucho más que el resto del personal docente del mundo. Y el matemático se siente menos. Quizás se sienta juzgado y condenado en cada mirada, en la suma de ellas. Una mano se acerca. Deja su lapicera en la mesa del matemático. Otra mano se acerca. Repite el gesto. Decenas de otras manos hacen lo mismo. Comprendemos que estamos frente a una ofrenda, una reverencia colectiva. La Universidad le rinde Honores al Matemático. La Ciencia se pone de Rodillas frente a Él. Él mira, avergonzado, agradecido. Yo me largo a llorar.
Probé verla una segunda vez. Él mira, agradecido, avergonzado. Corren mis lágrimas.
Probé una tercera vez. Una cuarta vez. Una quinta, una décima vez. Cada vez, siempre, fluyeron mis lágrimas.
¿Qué había ahí? ¿Qué, que provocaba mi quiebre, que me hacia temblar con la facha en las manos?

Calamaro está de vuelta. Calamaro está vivo, y el rock en su conjunto le rinde pleitesía. Y está bien. Calamaro es parte del panteón. Con Spinetta, con García. Con Prodan, con Pappo, con Cerati. Con Paez, con Moura y Solari. Quedémonos acá. Calamaro reaparece, el Indio reconoce los méritos musicales y letrísticos de Andrés, habla bien y muy bien de él. Antes o después, Andrés declara. ¿Qué declara? ‘Sería un honor para mí ser el tecladista de la banda del Indio’. La declaración traspasa mis auriculares, y del cerebro se trasmite a la columna vertebral. Los pelos de punta. Freno en seco. Mi garganta tiembla. Mi pecho tiembla. Estoy llorando. ¿Por qué?

Tengo una explicación muy berreta. Tengo el esquema general, menos, el boceto de un inicio de elucidación. Esos tipos, el matemático Nash y el músico Andrés, están por arriba y muy por arriba de esa vergüenza y esa declaración. Ellos no lo creen así, y es evidente que es así. Ellos no lo creen. Ellos no lo sienten. Son sinceros. (Quizás a esto se deba que cada declaración de Dolina en la que se tilda de estúpido no me mueve ni un pelo.) ¿Y? ¿La explicación? ¿Qué hay de conmovedor ahí? En todo caso: ¿por qué conmoverse ahí y no en otros lados, donde la mayoría suele hacerlo? No lo sé, no lo sé. Tampoco es que preconice el comportamiento Nash-Calamaro. De hecho creo que no hay que dar por uno menos de lo que un vale. De tener que apostar por algo diferente a los reales méritos propios, más bien sospecho conveniente sostener que uno está por sobre ellos. No lo sé, no lo sé.
Solo quiero escuchar a Andrés, solo quiero ver a Nash. Y llorar.

Matías Pailos

05 septiembre, 2006

La Fiesta

Era un monótono sábado a la noche cuando sonó el teléfono y al otro lado de la línea escuché la voz de mi amigo Pablo que me invitaba a una fiesta. Cuando estábamos a la puerta del domicilio donde tenía lugar la celebración Pablo me confesó que la dirección se la había pasado un amigo que no pensaba acudir y que por ende no conocía a nadie ahí dentro. Tocó el timbre y esperamos. Al cabo de unos minutos y varios intentos un chico alto, flaco y con una remera roja nos abrió la puerta. Pablo mencionó el nombre de su amigo como si fuera un salvoconducto. El chico nos miró y vaciló unos instantes. No lo conozco –dijo- pero pasen igual. Adentro habían trasladado los muebles para hacer lugar en el living. Ahí se concentraba la gente que bailaba y trataba de mostrarse divertida, aunque no lo estuviera. Todos se conocían entre sí. Pablo y yo comenzamos a recorrer la casa en busca de alguna cara familiar de la cual asirnos, pero todas nos eran ajenas, indiferentes e incluso hostiles. En la cocina había varias botellas de vino vacías. De todos modos tomamos unos vasos limpios, los llenamos de gaseosa y después nos paseamos un rato con los vasos de plástico llenos de líquido oscuro para disimular un lejano placer etílico. Finalmente nos encaramamos en un pasillo que mediaba entre el living y la cocina. De pronto se escuchó nítido el sonido del portero eléctrico. Nadie parecía darse por enterado. El timbre volvió a sonar. Dos veces más. Finalmente me encaminé hacia la puerta y la abrí yo mismo. La gente que esperaba fuera tenía frío y saludó mi acción como si me conocieran de toda la vida. Alguno de ellos me preguntó por un nombre que me era desconocido y le dije que estaba adentro. Regresé a mi lugar junto a Pablo. Cuando el portero volvió a sonar no dudé en ir a abrir la puerta. Había encontrado un propósito en esa fiesta y no pensaba resignarlo. Al cabo de una hora y media había respondido a cinco timbrazos del portero eléctrico. Pablo estaba algo pálido. Me dijo que iba al baño y ya no volví a verlo. Para matizar la espera eché a andar por la fiesta, como un sonámbulo. La gente a la que le había franqueado las puertas me reconocía y me sonreía o me invitaba a que me sumara a su grupo, pero yo continuaba errando entre todos ellos sin detenerme. Hasta que creí escuchar el timbre del portero eléctrico y me dirigí hacia la puerta. Cuando me encontraba a mitad de camino las luces se apagaron, la música cesó y un grupo de personas comenzaron a avanzar desde la cocina mientras sostenían una torta con velitas en inestable equilibrio. Quise hacerme a un lado pero me rodearon y prácticamente me arrastraron hacia el centro del living en medio de hurras y vítores. Una vez allí todos los invitados cantaron al unísono el feliz cumpleaños coreando un nombre que no era el mío. Cuando acabaron su cántico se quedaron en silencio y expectantes. Permanecí callado y percibí una frustración en ciernes. Entonces soplé la torta y apagué las velitas. Todos me aclamaron. Algunos me palmeaban las espaldas. Una chica se acercó y me dio un beso en la boca y me dijo que me amaba. Le contesté que yo también la amaba y ella sonrió y me abrazó. La música retornó y todos empezamos a bailar, conmigo situado en el centro de la ronda. Los que llegaban me saludaban y los que se marchaban se despedían de mí deseándome mucha suerte y a todos yo les retribuía el saludo. Alrededor de las cinco de la mañana, cuando sólo quedaban una decena de personas, me escabullí por el pasillo que comunicaba a la cocina y salí por la ventana. Temía que alguien me viera, pero mi fuga pasó inadvertida. Regresé a mi casa y dormí hasta bien entrado el día siguiente.

Zedi Cioso

02 septiembre, 2006

Después del porro

¿Por qué no me animo a probar drogas duras? ¿Hay algo además del miedo? Además: del miedo, ¿a qué?
Eso no lo tengo tan claro. Sí sé que la prevención a aquellas es pura y exclusivamente miedo. Con algo de paja, tal vez.
¿Miedo a qué? Miedo a lo mismo que retenía en mí el consumo de porro, miedo a algo suficientemente similar como para ser idéntico a lo que impedía a que me atreviera al alcohol (a edad aún más temprana si cabe). ¿Miedo a qué?
Miedo a la estupidez, obvio. Miedo a la quemazón de neuronas, que uno identificaba, estúpida, abruptamente, con la inteligencia. (Miedo, quizás, al avance de una psicosis ni siquiera entrevista. Miedo a terminar como un Barrett de cotillón sin su obra detrás.) Qué estupidez, qué falta de justificación. Porque, recalco: yo ignoro todo del funcionamiento cerebral, y más aún: de cómo la mente conecta con el cerebro. Así que avanzar hipótesis sobre las potenciales relaciones causales de este órgano y sus consecuencias en aquella (tan mimada) entidad moderna (aclaro para los desprevenidos: la mente) era, por decir poco, desconsideradamente arriesgado. Nada justificaba mis postulados conservadores, así como tampoco las estrafalarias consideraciones libertarias: ‘no hacen nada’.
¡Pero por supuesto que hacen algo! La pregunta es: ¿hacen algo irrevocable? Seguro. La pregunta es: ¿hacen algo que impedirá mi desarrollo intelectual, artístico, profesional futuro? La respuesta va de suyo: si no te zarpás, ni a palos. Entonces…
¿Por qué me niego al éxtasis, al ácido, a los hongos? (Con la merca tengo más prevenciones. Algunas explícitamente sexuales, todas igualmente carentes de razones que las apañen.)
Por cagón.
No importa el saber por qué. Sé por qué. Importa lo que haga. Importa lo que deje de hacer.

Aunque, déjenme mostrar todas las cartas: tampoco me muero por probar. Entonces, ¿qué? Que hay algo cercano a la culpa, cercano a lo que sentía cuando niño ante los adultos. Algo de culpa: ‘tenés’ que probar (si no, sos un boludo. Algo más afín al imperativo hipotético que al categórico, pero igualmente imperativo, si cabe). ‘Tenés’ que probar: si no, me hacés quedar como un zarpado, como un drogón: me hacés quedar solo.
Pero todo eso, todo eso, y aclaro: todo eso, está en mi mente. Nadie me reclama, nadie me acusa de nada. (Aunque el otro día L., niña portadora de tantos estupefacientes que la hacen una farmacia ambulante, acusome de ser un compañero ‘pasteurizado’. Fue un mimo. Fue una reprimenda.)

No hay final. Quizás porque sea demasiado trasparente, quizás porque mi estilo no sea algo diferente a mí. No hay final. Dejen, antes, que haya uno en la realidad: eso que parece ser ajeno a la cibernética. Eso que no existe.

Matías Pailos

01 septiembre, 2006

otra vez japón

como creo haber dicho ya, aún no importándome un pomo en este caso el basket, basta que un puñado de argentinos esté en la escena, automáticamente se me despierta el interés.
Durante el año, jamás miro basket, ni acá ni nba ni nada de nada.
Pero ahora me engullo las uñas y disfruto con el pepe sanchez, con oberto, nocioni, hermann, delfino, y la magia y distinción del manu.
Mañana, habré como siempre, de despertar a mis niños para llevarlos a la escuela y el jardín, tendré que como siempre zamarrear a la chiquita, vaga como el padre, mientras el grande, eléctrico, estará vestido antes que yo, arrojándose hacia el control, argentinozo igual que yo, de 7,30 hasta salir a las 8,10, a ver si de una vez por todas perdemos la filiación con españa, para vernos las caras con los marines otra vez.
Soy un enfermo, ya lo sé, pero la felicidad de comerme las uñas y gozar de ese juego que luego volverá a ser insípido para mí, no me la quita nadie.

Salud.