El Mate Tuerto

"Se fingirá el saber que no se tiene."

Mi foto
Nombre: El Mate Tuerto
Ubicación: Argentina

27 agosto, 2007

Caballitos de Troya

Tengo el raro mérito de ser beneficiario de excelentes regalos que caen en desuso rápidamente. Muy rápidamente. Todavía no fueron obsequiados y ya son dejados de lado. Así dicho, soy un ingrato. Ese, por cierto, es el caso. No soy una buena persona, pero, ¡vamos!: usted tampoco (¿a qué engañarnos?). Como estos comentarios son sustancialmente irrelevantes, volvamos al punto: si bien no soy malo brindando regalos, soy pésimo recibiéndolos. ¿Un Modem? Inapreciable. Bien: casi se lo estrolo a Zedi Cioso por la cabeza. ¿Lo qué? ¿Un qué? (Notabene: esto ocurrió hace mucho, mucho tiempo, casi en la prehistoria.) ¿Cómo lo leo? ¿Entra en la compactera? ¡Pero por qué no lo guardas en aquella región de tu anatomía que no ve jamás la luz del sol, so otario…! Después de casi tranzarnos a golpes de puño (episodio que cíclicamente está a punto de surgir de las brumosas esferas de lo posible, pero que, ¡ay!, nunca se decide… ¿cobardes? ¿Cobardes, nosotros? ¡Por favor…! No lo diga en voz alta, ¿quiere?), dejé a un lado el artefacto. Lentamente fui persuadido y acá estoy: usufructuando las capacidades con las que la tecnología nos obsequia.
Un poco más acá en el tiempo, mi padre y mi hermano no sabía qué regalarme. Optaron entonces por regalarme cualquier cosa. En particular, un libro ilustrado con letras de canciones de los Beatles. Recorro las páginas de ese libro… una vez por quinquenio, más o menos. Pero decora con no poca coquetería mi tacho de basura, sirviendo en el mismo acto y por el mismo precio como tabla de apoyo de tés, cafés, mates y una surtida gama de infusiones que acompañan el consumo de mi ser frente a la pantalla titilante. Gracias pa, gracias broder.
Una tercera variedad del rubro ‘regalos’, casi única en su género, la constituye la elegante lámpara art noveau que recibiera de manos de mi madre cuando aún estaba esposada con (o ‘a’) mi padre, o al revés. Duró medio día. La reventé de un pelotazo. (Solía: hacer jueguito con una pelotita de tenis, practicar palomitas con una media, procurar parar con la zurda, la diestra y el pecho la supramentada pelotita de tenis, hacer puntería con mi pelota de juguete de basket contra mi aro de juguete de basket… así no hay art noveau que resista los embates del progreso deportivo.) Pelea con mi madre: que no sabía apreciar sus regalos, que no cuidaba nada, que no la quería. (Eso último… me parece que lo inventé. Mis disculpas; la enumeración exigía un tercer elemento, era menester que inventara algo.)
Pero el palmarés está reservado al mejor regalo de la historia: “Las manos de Orlac”, película de 1935, con Peter Lorre. La cosa es así: con Zedi Cioso, para la época en que conocimos a Zatoichi, no parábamos de romper las pelotas con “Bajo el volcán”, la novela de Malcolm Lowry. “Mezcal, dijo el cónsul”, eran las únicas palabras que emergían de nuestro tracto respiratorio. Bien: lo único que hace el cónsul en la novela, además de chupar hasta por los codos, es ver en todas partes, y cuando digo en todas partes quiero decir: mucho, “Las manos de Orlac”, con Peter Lorre. (La película, que no el video, que al tiempo de escritura no existía. Pero sí la película, que acababa de ser estrenada en cine.) No va que tanto le hinché-tanto le hinché-tanto le hinché, que me termina regalando la película… el día que mis viejos deciden separarse. (Notabene 2: ¿se separaron el día de mi cumpleaños? ¿Pueden ser tan hijos de puta? No, creo que fue una semana más tarde.) En fin: cae Zato en casa y mis viejos acaban de comunicarnos, entre el desbocamiento recriminatorio de mi vieja y el silencio empecinado de mi viejo (siempre admirable) que sí, se separan, no se aguatan más… y ahí estamos mi hermano y yo, sin entender nada (podrían haber mandado alguna puta señal antes, ¿no?), y yo no me iba a quedar de brazos cruzados, ¡no señor! ¿Por quién me han tomado? Yo iba a hacer lo que todo buen hijo de vecino hace ante trances semejantes: esconder la cabeza bajo tierra. Cayó Zato con el video y el ¡Feliz Cumpleaños!, así que aproveché la oportunidad y nos fuimos a casa de ZC a verlo. (Notabene 3: al toparnos con Cioso le dije: “No sabés: me separé de Fernanda”. ZC: “¡No! ¿En serio?”. Eu: “No”. ZC: “Aaahh…”. Eu: “Mis viejos se separaron”. ZC: “¡No! ¿En serio?”. Eu: “Sí”.) “Las manos de Orlac”: Probablemente la película más insufrible de la historia. Pero, ¡qué regalo!
Hoy lo uso como soporte de la lámpara de mi habitación.

Matías Pailos

Etiquetas:

21 agosto, 2007

Cómo beneficiarse con la estupidez

Albergo la siguiente, injustificada impresión: buena parte de los mejores artistas del siglo en curso así como del inmediatamente anterior no eran mentes brillantes en este, impreciso sentido: no disponían de un coeficiente intelectual particularmente elevado, carecían de la destreza de poder leer mil páginas por día, su capacidad de abstracción no era en ningún sentido asombrosa. No obstante, los admiramos tanto o, acaso, más que a muchos, digamos, genios intelectuales. Es verdad: el carácter intelectual de los artistas es un asunto elusivo. ¿Es el suyo un talento relacionado con el intelecto, requiere su despliegue el ejercicio de algún tipo específico de inteligencia? Es probable que la respuesta a la segunda pregunta sea afirmativa (acá algunos hablan de ‘inteligencia emocional’; marran, en mi opinión, mas no por mucho). Qué decir ante el primer interrogante no es, empero, asunto para el que dispongamos de prístina evidencia. Acaso para ser un escritor se necesite, sí, de una mayor aptitud para jugar eficazmente con las ideas que, por caso, para ser músico o pintor. No es improbable que la inevitable proximidad y promiscuidad que el escritor tiene con las palabras sea un constituyente de la correcta explicación del fenómeno. (Quienes creen en una relación estrecha entre lenguaje y pensamiento sabrán convertir en algún tipo de abono este hecho –en caso que sea tal.) Como usualmente ocurre, me fui a la mierda.
Alguna vez sostuvo Bowie que todo individuo más o menos inteligente podía hacer cosas interesantes en cualquier disciplina artística. Como yo soy un tipo más o menos inteligente, yo podría no solo escribir un libro bueno, sino también grabar un disco bueno y, ¿por qué no? pintar un cuadro no despreciable y filmar una película de cierto mérito. Les advierto: lo voy a hacer. (Esa advertencia tuvo no poco de apóstrofe y reconvención, no sé por qué.) Ah, me olvidaba: ustedes también pueden hacerlo.
Desde hace, digamos, una parva de años me subleva bastante la creencia de que crear es difícil. Es verdad que no es fácil… si uno no lo ha hecho nunca antes. Pero cuando hay algunos muertos en nuestro haber, matar no es un experiencia que (perdón) te cambie la vida (aunque sea algo sin lo que, podés creer, la vida sea mucho peor). Antes de debutar uno es un manojo de nervios, dudas, incertidumbres y peor: pesimismo rancio, miedo pánico, certeza de la imposibilidad de que nada pase, o al menos de que nada bueno vaya a pasar. Pero, como sostuvo Ceratti, “pasa el tiempo y ahora creo que el vacío es un lugar normal”. Uno se acostumbra a coger y uno se acostumbra a escribir. Y a componer, supongo, y también a pintar, sacar fotos o filmar. Claro, señalará, por caso, Cobiñas: cualquier puede cantar; no cualquiera puede cantar bien; se amparará aquí en Chesterton y su dictamen de que el mal poeta también es poeta. Hará bien. Claro, va a equivocarse. Cualquiera puede cantar bien. Lo difícil es la excelencia o la genialidad. Lo difícil es lo extraordinario, y es una obviedad, pero la única verdad que los castradores puedan reclamar. Porque nosotros, las minas y tipos más o menos inteligentes tenemos alguna sensibilidad, cierta empatía con nuestros congéneres, gusto amplio, curiosidad, desparpajo. Nada más se necesita. Sostengo algo más: nosotros estamos, aquí, y en general, en mejores condiciones que los muy inteligentes.
Los muy inteligentes suelen ser sujetos solitarios, concientes desde que eran así de chiquititos de su diferencia con el resto, lo que puede (y suele) llenarlos de soberbia o resentimiento o fobias, o, en su defecto, horas y días y semanas y meses y décadas de terapia. Suelen (y acá empiezo a quedarme sin argumentos, acá empiezo a recurrir a las intuiciones al por mayor) ser la mar de aprensivos, suelen devanarse los sesos en pos de la perfección, suelen ser muy, pero muy reacios a exhibir su producción.
Nosotros no.
Nosotros, tarde o tempranos, dejamos de buscar ser los mejores porque comprendemos, más temprano que tarde, que jamás lo vamos a ser. Nos conformamos con ser lo mejor que podamos. Pero no tenemos por qué ser tibios en nuestra apuesta: podemos lograr más cosas que ellos. Basta con hacer lo que nosotros podemos con una facilidad enormemente mayor que ellos: hacer mucho, producir en cantidad.
Nunca vamos a escribir una obra maestra; escribamos, entonces, un millón de obras de mérito. Con eso lograremos dos cosas que ellos, acaso, no logren: hacernos un lugar (en el fondo) de la historia del arte y ser felices. (Los lacanianos creemos que el mejor prospecto para la consecución de la felicidad se halla en el ejercicio indiscriminado de la creatividad, y no estamos dispuestos a negociar este punto.)
Concedo: no basta con hacer mucho. Hay que aprender a hacer bien. Pero: (a) una fuente principalísima de aprendizaje son los errores cometidos. Si no se hace no se comete errores. Tampoco se sabe que ese es un camino inviable; (b) la corrección supone la obra realizada. No hacer hasta no hacer muy bien es no hacer nunca.
He dicho.

Matías Pailos

17 agosto, 2007

Diario de la Gastritis

Aquí continuamos en esto que hemos dado en llamar “el año más caótico de nuestras vidas”. El regreso al café (me refiero a la infusión no al establecimiento que lo expende) parece un tanto abrupto y apresurado. Me arrepiento de haber pedido un cortado al que mi mala fe gástrica quiso liviano y que ahora descansa escanciado a mitad de camino de su pocillo. Hay un no se qué interno que me dice “no sigas bebiendo de ese café” mi vil bilis me envía señales telegráficas de SOS (pausa para beber un sorbo de café) y sé que debo hacerle caso porque las consecuencias podrían ser funestas. Un Té. Tendría que haberle solicitado a la camarera (elegance) un té con limón de cáscara pelada y cuero blanco y amarillo la pulpa para sumergirlo en la taza y bañarlo con agua de la tetera metálica de igual color que el pis hepatítico. Pero la excitación de la cafeína pudo más: el café llama al café (pausa para acabar de un trago mezcalino el café) y no pude contener el impulso y sólo después re-tros-pec-ti-va-mente se me apareció, claro como un cártel de néon en la noche oscura de un apagón general la idea del té con limón. Por lo tanto sí que debería dejar ese pocillo por la mitad y encomendarme a mi sistema digestivo y esperar que la acidez cafetal no corroa mis aún frágiles cañerías. Parece ser que he perdido flora y fauna de allá adentro lo que significa ‘mejor habría sido tomar un yogurt’ opción casi descartada por absurda en un café –institución- donde (pausa para ensayar un eructo vibratto con sabor café y tocarme la zona biliar como para a-libiar-la cosa) se sirve no sólo pero por sobre todo café –infusión (y no jazz fusión que es una garompa)- en sinecdóquicas bandejas metálicas al punto que pars per toto de allí recoge su nombre el café –social e imaginariamente instituido como institución social-. Este impecable razonamiento me lleva a concluir que a) debí pedir té pero pedí cafusión en el cafinstitución social y lo hecho hecho está b) debería –por el bien de mi salud, mi sistema digestivo, mi vilis, dejar ese pocillo quieto ahí por la mitad y pasar a otra cosa mariposa c) hace como 30 minutos que en lugar de estar concentrado en Néstor Sánchez (auténtico Dios detrás del dios, gestor de mi presencia hoy en este café (inst.) tomando café (infus.) O sea que en resumidas cuentas el pocillo negro quedará así eternamente a medio tomar enfriándose en mi mesa fría tan triste como lo puede ser un medio postcillo de café que no será el último de un varón homofóbico y llorón como Sosa del tango pero tampoco el primero en ser abandonado tras apenas el gesto de llevárselo a los labios y ensayar un inicio, una ruptura del hielo para el teatro dramático cuya pieza se montará a caballo de la consabida frase ‘vamos a tomar un café (fusión)’ flotanndo a mitad de camino entre dos interlocutores que llevarán adelante el parlamento trágico sentados a la mesa del susodicho café institución social. Ahí queda el café por lo tanto medio tomado y ya frío con vetas oleosas –producto sin duda del tenor graso de la leche con la que fue reducido-cortado para atemperar sus efectos nocivos para un delicado sistema digestivo de vuelta de la crisis y que sin embargo obrarán en consecuencia y completamente bebido el té con limón que no sólo no irrita las vías digestivas sino que asimismo alivia y y afina la música de la mucosa en las cañerías de allá adentro gracias a sus propiedades combinadas etcétera pero bebido claro está como opción descartada de antemando en un otro mejor de los mundos posibles.
Ahora sí, a sabiendas de que la abstinencia obligada o voluntaria del complejo mate-café[1] y su posterior volver a la costumbre ocasionen un efecto colateral que podría ser calificado a priori de verborragia (flujo incontenible fonemoplasmático) de incontinencia verboesfinterial de inesperadas consecuencias y sobre cuyos resultados me abstengo de opinar sobre si están bien o mal.


Zedi Cioso

[1] Por ejemplo, por causas gástricas como el gastro del excedente que provoquen una dolorosa reacción de la vesícula biliar encarambolada y posteriores dudas con respecto al normal funcionamiento del complejo digestivo de allá adentro y obliguen, ante ciertas señales de alarma a interrogar introspectivamente “¿De qué estás hablando, Bilis?”.

Etiquetas: ,

11 agosto, 2007

Hacia el oeste, el avance del imperio continúa

-¿Qué libro me recomendás?
-“Extinción”. “Extinción” o “La niña del pelo raro”
-¿De quién son?
-David Foster Wallace.

Y seguidamente incurrí en la gaffe de describirlo como

-El mejor escritor vivo.

Pero esto no es más que, cuanto mucho, uno más de mis excesos verbales; que no son más que, cuanto mucho, una ínfima porción de mis excesos. (Aunque en un sentido convencional no sea, ni con mucho, una persona excesiva.) En ascuas, o en figurillas, me las vi cuando tuve que describir las virtudes de Wallace. ¡Para qué! Terminé haciendo una brevísima relación de la trama de “Señor Blandito”, el monumental cuento que abre “Extinción”, que más que cuento es un cuento largo, y más precisamente largísimo: lo suficiente como para contener toda la obra de Aira en una nota al pie.
“Extinción”, acordamos con Cioso, es mejor que “La niña del pelo raro”. Y acaso tampoco el mejor cuento de ese libro de cuentos sea el que da título a este post, y que, casualmente (¡mirá vos!) nombra el relato (el cuento, es decir) del que me veo compelido a hablar (pero es mentira, porque no existen tales obligaciones. A menos que le pongan una pistola en la cabeza, uno hace lo que quiere; es decir: está en nuestro poder hacer otra cosa), a saber: “Hacia el oeste, el avance del imperio continúa”. La pregunta es como la canción: la misma. ¿Cómo hablar de un relato? Más específicamente: ¿cómo transmitir lo que (uno cree) el relato es, y no meramente de lo que trata, su argumento, sus procedimientos y tonos? ¿Hay algo más allá de eso? Acaso sí: lo que despertó en nosotros. ¿Es la recepción parte del texto? No parece, ¿no? ¿Conviene hablar de ‘la experiencia de lectura’, en lugar de hablar de ‘el texto’?
Hablemos de todo.
Caigamos presa de la ilusión de que hay un más allá del argumento y los procedimientos empleados y los tonos suscriptos y la recepción.
Wallace es el mejor. Un poco demasiado astuto, al parecer de Cioso. Un poco demasiado habilidoso, firuletero, un poco demasiado talentoso. Maneja demasiados tonos, recursos, procedimientos, temas, voces. Demasiado un poco demasiado. Es como un chico en bicicleta que estuviera constantemente diciendo “¡Mirá, mamá: sin manos!”.
Cioso tiene razón.
Ah: el último chiste es de Wallace. Está en un libro llamado “La niña del pelo raro”, en un cuento intitulado “Hacia el oeste, el avance del imperio continúa”.
Hubo una vez un cuento posmoderno de un escritor posmoderno y yanqui llamado John Barth que hablaba acerca de McDonald’s, de las ansias, miedos y deseos de los yanquis, que era eso que no puedo comprender del todo ni sé si me gusta del todo: la puesta en acción de la literatura como forma de comprender y concocer esa parte peculiar del mundo que es la sociedad contemporánea. Hubo una vez un discípulo de Barth, pero también de Pynchon, que en el fondo quería ser discípulo de Salinger, que en el fondo quería escribir un relato que realmente conmoviera, que emocionara, con el cuál los lectores, instruidos y no, todos ellos, realmente hicieran empatía. Ese escritor es Wallace.
Ah: esa observación sobre Wallace, sobre Barth, sobre la literatura norteamericana y sobre la literatura, es de Wallace. Está en el libro que ustedes ya saben, en el cuento que ustedes (¡pillos!) sospechan.
¿Qué es “Hacia el oeste, el avance del imperio continúa”? Es un cuento enorme, excesivo, total, omniabarcativo. Es, en ocasiones, supinamente tedioso. Es ‘8 ½’, de Fellini, en forma de cuento, pero, además de ombliguear todo el tiempo, continuamente abierto al mundo. Porque es eso que el cuento de Barth parece que era, pero más. Y mejor.
Es, si quieren saberlo, el minucioso recuento de las peripecias de Mark Nechtr, discípulo clásico y dilecto del mayor escritor posmo: C_ Ambrose (pero en el fondo, lo sabemos, Nechtr solo quiere emocionar. ¿Por qué, entonces, ese relato, en el que su alter ego asesina a su mujer, en el que cae en cana solo para ser torturado, ultrajado, sodomizado y cagado encima (sic) por su compañero de celda, el gordo Mark (sí: Mark)), de su mujer –poetisa de vanguardia-, de Sternberg –quien odia su propio cuerpo-, de algunos más y también de J.D Steelritter: el señor McDonald’s, y su hijo, el adorable e insoportable DeHaven Steelriter, vestido de payaso y maquillado como tal, en viaje hacia El Mayor Aviso Publicitario De La Historia: El Aviso Comercial De Todas Las Personas Que Alguna Vez Participaron De Un Aviso Comercial De McDonald’s.
Es un cuento realista, emotivo, posmoderno, fantástico, onírico; es metanarrativo y reflexivo, y metareflexivo. Es asfixiante y extenuante; es profundamente adjetivo.
Es un gran cuento de Wallace, pero los hay mejores. Los hay mejores porque Wallace siempre lo puede hacer mejor. Siempre, y cuando digo siempre digo a cada línea, Wallace está adelante de vos. Satisfaciendo tus necesidades lectores, creando necesidades de las que carecías, saciando las que desconocías que tenías.
Cuidado con Wallace: crea adicción.
Cuidado con Wallace, o mejor: Ave Wallace: el mundo –los libros- te pertenece.

Matías Pailos

Etiquetas: ,

05 agosto, 2007

Al menos dos formas de felicidad

A los diecinueve tuve una visión del paraíso. Estaba sentado, estaba vestido y estaba en Belgrano. Estaba, también, muy confundido y muy asustado, y el mundo me llegaba de a retazos amplificados o reducidos, inevitablemente deformados. Mi mente era la de un psicótico, pero no estaba loco. El paraíso (lo vi muy claramente) era un día en Viena con una veinteañera dientona, francesa y rubia, pero radicalmente hermosa; una mujer que ostentaba una belleza evidente, pero por sobre todas las cosas ajustada a mi gusto. Al mío y al del protagonista, claro. La película, que ustedes como yo vieron hasta el hartazgo, muestra dos enamoramientos simultáneos, cruzados e instantáneos. El paraíso, dije. Mantengo esa tesis hasta más allá de mis presentes narices. Quiero, como cualquier filósofo (por más tonto que sea, y más que nada si es un tonto hablador), establecer distinciones. Quiero, para empezar, hacer una pregunta: ¿dónde encaja la amistad en este esquema de cosas?
Mi amigo va a tener un hijo, el muy guacho. No tiene treinta y va a tener un hijo, y está loco de contento. Pero tampoco la paternidad–ni siquiera la futura- es el paraíso. La convivencia, dicen, está plagada de rispideces. La convivencia con una embarazada, sospecho, puede llegar a ser claustrofóbica en ocasiones. Como a mí me tienen que decir las cosas explícitamente, ahorrando toda metáfora que pudiera ahorrarse, como a mí me tienen que repetir las cosas hasta el mismo hartazgo que provoca una película que se ve cuarenta y tres veces, mi amigo, que sabe todo esto y mucho más, obró en consecuencia: me habló, me explicó, me lo repitió. Enfrascado en las aventuras y angustias del soltero, no le di mucha pelota. Se enojó, entonces, como se enojan los amigos: me mandó a la concha de mi madre y dejó de llamarme. Lerdo, recién me percaté del hecho cuando su mujer procedió a explicármelo. Y me asusté. Me asusté mucho. No soy muy familiero. Mejor dicho: no soy muy familiero con mi familia. Las familias ajenas no me molestan, incluso me divierten bastante. La amistad, o mejor dicho: los amigos, me son imprescindibles. (Todavía recuerdo con un espanto muy parecido a la incomprensión absoluta como mi papá me contó, como si nada, como se enuncia que parece que va a hacer frío, cómo fue perdiendo, mejor: cómo fue olvidando a sus amigos hasta quedarse, sin lamento, con ninguno.) Volví, entonces, con el rabo entre las patas a recuperar una amistad que amenazaba naufragar. Procedo ahora a realizar una nueva afirmación, que entiendo debo destacar de algún modo (por caso, con esta aclaración): la amistad no puede estar ausente del paraíso. Pero agrego: a aquél paraíso del amor no le faltaba nada.
He aquí la distinción vaticinada: hay, al menos, dos formas de la felicidad. La primera es perfecta. La segunda es completa. La primera, la de los incendios del amor, es sincrónica, y de una intensidad que excede los parámetros para mensurarla. La segunda es diacrónica, y no le falta nada. Tiene el amor, claro, pero también tiene las cenas con amigos, el fútbol con amigos, las drogas compartidas. Tiene recitales de rock y descubrimientos de escritores nuevos. Tiene cumpleaños y tiene, en mi caso, discusiones filosóficas, brainstormings literarios con mi otro amigo, el escritor, tiene horas de escritura frente a la computadora y obstinadas prácticas con una guitarra eléctrica desafinada y ayuna de amplificadores. El paraíso, entonces, es doble. Es el que contiene a todo esto y mucho más. Pero en particular todo esto, y en particular el primer paraíso. El paraíso es un lugar imperfecto que incluye la perfección del propio paraíso. Es un lugar lógicamente imposible. Pero para mi dios la lógica no es una sino muchas, y son, todas, juegos que no siempre juega.

Matías Pailos

Etiquetas: ,

03 agosto, 2007

Nos vamos poniendo tecnos

Ayer logré acomodar mi ezquizofrénica agenda y me fui de visita a la casa de mis padres. Ya desde el auto observé que habían tirado abajo una antigua verdulería frente al Parque Saavedra y con ella el mural de Piraña, legendario ciruja que ilustrara uno de mis primeros artículos sobre personajes del barrio. Al continuar circunvalando el parque distinguí otras fachadas fantasmas caídas en la batalla del boom inmobiliario y ocultas tras lujosos emprendimientos edilicios. Es curioso porque no podría describir cómo eran las casas que había antes allí pero sí notar cómo se había roto una armonía, una “puesta en escena” que como telón de fondo había acompañado miles de historias transcurridas a lo largo de mi infancia y adolescencia en ese parque. Ya en casa de mis padres volví a sorprenderme con los flamantes muebles de la cocina, aunque los había visto antes, me provocaron la misma sensación de las casas nuevas: esos muebles de fórmica imitación madera con manijas de metal dorado se imponían violentamente sobre la bajomesada amarilla que yo abría desde los 8 años para extraer el jugo Carioca de pomelo listo para diluir con tres medidas de agua o soda. La confusión y el extravío fueron en aumento cuando tomé ese pomo metálico y abrí la puerta en busca del azúcar y, como un tirón instantáneo y doloroso de la memoria, recordé de inmediato que el azúcar siempre estuvo en el mueble del extremo superior derecho, el que linda con el escobero y el extractor de aire y que el azúcar que yo buscaba sólo podría encontrarla en la bajomesada de mi propia casa. Debería decir que corrí pero en realidad caminé con parsimonia hasta mi antiguo dormitorio para comprobar que en el primer estante de la biblioteca no estaban los libros de autores argentinos del siglo XIX sino una variopinta colección de radios spika y vetustas cámaras fotográficas que la inspiración decorativa de Palermo Hollywood le había sugerido a mi hermano colocar en ese lugar.

No hubo lágrimas. No hubo desesperación. Medió sencillamente una nostalgia infinita y la impiadosa constatación de que ya no habito ese lugar, que me he exiliado definitivamente de la patria de la infancia y la juventud y que éstas han detenido su transformación y han quedado impresas en mi memoria como una fotografía datada el 30 de noviembre del 2004, una fotografía empecinada en sobreimprimirse sobre todos los cambios como el fantasma que vuelve eternamente para recordarnos que nosotros también estamos hechos de polvo y tiempo.

Zedi Cioso

Etiquetas: