Caballitos de Troya
Un poco más acá en el tiempo, mi padre y mi hermano no sabía qué regalarme. Optaron entonces por regalarme cualquier cosa. En particular, un libro ilustrado con letras de canciones de los Beatles. Recorro las páginas de ese libro… una vez por quinquenio, más o menos. Pero decora con no poca coquetería mi tacho de basura, sirviendo en el mismo acto y por el mismo precio como tabla de apoyo de tés, cafés, mates y una surtida gama de infusiones que acompañan el consumo de mi ser frente a la pantalla titilante. Gracias pa, gracias broder.
Una tercera variedad del rubro ‘regalos’, casi única en su género, la constituye la elegante lámpara art noveau que recibiera de manos de mi madre cuando aún estaba esposada con (o ‘a’) mi padre, o al revés. Duró medio día. La reventé de un pelotazo. (Solía: hacer jueguito con una pelotita de tenis, practicar palomitas con una media, procurar parar con la zurda, la diestra y el pecho la supramentada pelotita de tenis, hacer puntería con mi pelota de juguete de basket contra mi aro de juguete de basket… así no hay art noveau que resista los embates del progreso deportivo.) Pelea con mi madre: que no sabía apreciar sus regalos, que no cuidaba nada, que no la quería. (Eso último… me parece que lo inventé. Mis disculpas; la enumeración exigía un tercer elemento, era menester que inventara algo.)
Pero el palmarés está reservado al mejor regalo de la historia: “Las manos de Orlac”, película de 1935, con Peter Lorre. La cosa es así: con Zedi Cioso, para la época en que conocimos a Zatoichi, no parábamos de romper las pelotas con “Bajo el volcán”, la novela de Malcolm Lowry. “Mezcal, dijo el cónsul”, eran las únicas palabras que emergían de nuestro tracto respiratorio. Bien: lo único que hace el cónsul en la novela, además de chupar hasta por los codos, es ver en todas partes, y cuando digo en todas partes quiero decir: mucho, “Las manos de Orlac”, con Peter Lorre. (La película, que no el video, que al tiempo de escritura no existía. Pero sí la película, que acababa de ser estrenada en cine.) No va que tanto le hinché-tanto le hinché-tanto le hinché, que me termina regalando la película… el día que mis viejos deciden separarse. (Notabene 2: ¿se separaron el día de mi cumpleaños? ¿Pueden ser tan hijos de puta? No, creo que fue una semana más tarde.) En fin: cae Zato en casa y mis viejos acaban de comunicarnos, entre el desbocamiento recriminatorio de mi vieja y el silencio empecinado de mi viejo (siempre admirable) que sí, se separan, no se aguatan más… y ahí estamos mi hermano y yo, sin entender nada (podrían haber mandado alguna puta señal antes, ¿no?), y yo no me iba a quedar de brazos cruzados, ¡no señor! ¿Por quién me han tomado? Yo iba a hacer lo que todo buen hijo de vecino hace ante trances semejantes: esconder la cabeza bajo tierra. Cayó Zato con el video y el ¡Feliz Cumpleaños!, así que aproveché la oportunidad y nos fuimos a casa de ZC a verlo. (Notabene 3: al toparnos con Cioso le dije: “No sabés: me separé de Fernanda”. ZC: “¡No! ¿En serio?”. Eu: “No”. ZC: “Aaahh…”. Eu: “Mis viejos se separaron”. ZC: “¡No! ¿En serio?”. Eu: “Sí”.) “Las manos de Orlac”: Probablemente la película más insufrible de la historia. Pero, ¡qué regalo!
Hoy lo uso como soporte de la lámpara de mi habitación.
Matías Pailos
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