“Hijo de puta” se dice de muchas maneras, lo que significa que significa muchas cosas. En general, comporta la nota de exceso, mayormente en tono negativo, cuando no admonitorio. Por algún tropo cuyo nombre mis amigos me ayudarán a restaurar, también puede ser aplicado con el signo opuesto. Cuando se lo hace, suena parecido a “genial”.
Charlie Kaufman es un hijo de puta.
La última película de Kaufman es en verdad su primera película como director. Y, dicho sea de paso, no es muy diferente a las otras, en las que limitó su participación al rol de guionista.
Esto puede significar muchas cosas. Por ejemplo, que en el caso de estas películas, lo más importante es el guión, y no tanto las imágenes que se le adjunten.
Otra consecuencia es que, como pasa con Spregelburd, estamos frente a uno de los mejores escritores vivos, por más que sus obras pertenezcan a familias literarias degeneradas: obras de teatro y guiones de cine.
También podemos corregir la afirmación inicial del párrafo, y señalar que Kaufman gana cada vez mayor protagonismo. Al principio, solo era el autor. Pero con “El ladrón de orquídeas también fue personaje –por duplicado: el protagonista y su doble angélicamente diabólico. Bueno: ahora es director. Después será actor, productor, montajista, director de fotografía, maquillador, che pibe, después será acomodador, vendedor de entradas y proyector, después será el escenario, la pantalla y el cine mismo.
Tengo miedo de seguir la serie.
Era un lunes a la noche, con algo de plata y poco calor. Saqué el disco de Los Twist y me fue al cine, aún indeciso entre ella y Ironman 2. Como estaba pretencioso, me metí en la sala Kaufman. Pasaron los segundos y, acumulados, también pasaron los minutos. En algún momento un ñato las emprendió escaleras arriba y activó el proyector. Bajaron las luces y corrieron las cortinas. Cuando, a poco de empezar la película, el ñato rodó escaleras abajo, la cosa fue definitiva: estaba solo. Como dice estarlo el protagonista de “Todas las vidas, mi vida”, espantosa título elegido en reemplazo del “Synecdoche, New York” original (que tampoco es una de las ideas más notables que haya tenido nuestro director). Supongo que es el estado ideal para la película en cuestión.
¿Que qué es? Santiago Calori, al que mucho no le gustó, dio en el blanco al decir que, a poco de empezar, la cosa vira hacia un costado medio… David Lynch. Nuestro amigo Nacho no opina lo mismo. Dice que Lynch pertenece al mundo onírico; Kaufman, por el contrario, es pura lucidez y razón. Un poco aristotélica(pedorra)mente, podríamos decir que la verdad está en el medio. O, como somos poco jugados, diremos: los dos tienen razón. Kaufman explora una situación básica, evalúa todas las líneas de acción posibles… y las sigue todas. Después frena, recapitula: y vuelve a contar todo de nuevo. Después cambia de tema, solo para contarte todo de nuevo. Nada se pierde, todo se resignifica, y el relato avanza a golpe de silogismo. Pero el movimiento kaufmaniano básico es “el factor omega”, el pasaje de un infinito a otro de orden mayor: lleva las cosas hasta un límite, y cuando parece que no puede más, que solo queda más de lo mismo, da un salto hacia el vacío, llevándose a todo lo anterior consigo.
¿Que qué es? Es un homenaje a 8½, de Fellini. Como la película de Fellini, esta habla del autor, de sí misma (como película), de sus mujeres, de los sueños de la razón, del paso del tiempo, del amor encontrado, perdido y olvidado, de la relación entre padres e hijos, de la sexualidad conflictuada, de mil temas más que se lleva por delante con elegancia, superinteligencia y cuarenta vueltas de tuerca por minuto.
El tema: Uno y el Universo. El Autor y su Obra. Uno y el Universo en tanto Autor en relación a su Obra.
El tema es el mismo de siempre, quiero decirles. Hay un hombrecito neurótico, que es, en algún sentido, un creador, y que trata de llevar adelante su vida, su obra y algunos milagros. Como “El ladrón de orquídeas”. Como “¿Quieres ser John Malcovich?”. Como “Eterno resplandor de una mente sin recuerdos”, a todas las cuáles hace referencia a lo largo de la película. Estén atentos a los títulos que baraja para la obra monumental y eterna, el mundo dentro del mundo que el protagonista decide crear para (¿qué otra cosa, si no?) decir la verdad, la pura verdad –en tanto artista- acerca de sí mismo, de los demás, del arte y la vida.
Kaufman, entonces –todo esto fue para decirles esto que les voy a decir ahora cuando me termine de decidir-, es único en su género. Sí: es parte de una familia –no muy grande. Tiene un primo sudamericano en Spregelburd –aunque no lo sepa-, tiene un tío demente en Lynch, tiene un abuelo al palo en Fellini. Pero también tiene un hermano mayor suicida en David Foster Wallace. Habla acerca de la obra y habla acerca del hablar. Habla acerca de sí mismo y de su relación con el mundo. Habla de su cabeza y de sus sentimientos, pero siempre desde el enrosque, desde un giro más, una complicación suplementaria. Que te deposita al final de la película, uno maravilloso que te deja extenuado mientras el ñato vuelve a subir, las luces se encienden y el proyector se apaga.
Matías Pailos
Etiquetas: Charlie Kaufman, Cine