El Mate Tuerto

"Se fingirá el saber que no se tiene."

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Nombre: El Mate Tuerto
Ubicación: Argentina

04 mayo, 2010

La última de Charlie Kaufman, otra vez

“Hijo de puta” se dice de muchas maneras, lo que significa que significa muchas cosas. En general, comporta la nota de exceso, mayormente en tono negativo, cuando no admonitorio. Por algún tropo cuyo nombre mis amigos me ayudarán a restaurar, también puede ser aplicado con el signo opuesto. Cuando se lo hace, suena parecido a “genial”.
Charlie Kaufman es un hijo de puta.

La última película de Kaufman es en verdad su primera película como director. Y, dicho sea de paso, no es muy diferente a las otras, en las que limitó su participación al rol de guionista.

Esto puede significar muchas cosas. Por ejemplo, que en el caso de estas películas, lo más importante es el guión, y no tanto las imágenes que se le adjunten.

Otra consecuencia es que, como pasa con Spregelburd, estamos frente a uno de los mejores escritores vivos, por más que sus obras pertenezcan a familias literarias degeneradas: obras de teatro y guiones de cine.

También podemos corregir la afirmación inicial del párrafo, y señalar que Kaufman gana cada vez mayor protagonismo. Al principio, solo era el autor. Pero con “El ladrón de orquídeas también fue personaje –por duplicado: el protagonista y su doble angélicamente diabólico. Bueno: ahora es director. Después será actor, productor, montajista, director de fotografía, maquillador, che pibe, después será acomodador, vendedor de entradas y proyector, después será el escenario, la pantalla y el cine mismo.
Tengo miedo de seguir la serie.

Era un lunes a la noche, con algo de plata y poco calor. Saqué el disco de Los Twist y me fue al cine, aún indeciso entre ella y Ironman 2. Como estaba pretencioso, me metí en la sala Kaufman. Pasaron los segundos y, acumulados, también pasaron los minutos. En algún momento un ñato las emprendió escaleras arriba y activó el proyector. Bajaron las luces y corrieron las cortinas. Cuando, a poco de empezar la película, el ñato rodó escaleras abajo, la cosa fue definitiva: estaba solo. Como dice estarlo el protagonista de “Todas las vidas, mi vida”, espantosa título elegido en reemplazo del “Synecdoche, New York” original (que tampoco es una de las ideas más notables que haya tenido nuestro director). Supongo que es el estado ideal para la película en cuestión.

¿Que qué es? Santiago Calori, al que mucho no le gustó, dio en el blanco al decir que, a poco de empezar, la cosa vira hacia un costado medio… David Lynch. Nuestro amigo Nacho no opina lo mismo. Dice que Lynch pertenece al mundo onírico; Kaufman, por el contrario, es pura lucidez y razón. Un poco aristotélica(pedorra)mente, podríamos decir que la verdad está en el medio. O, como somos poco jugados, diremos: los dos tienen razón. Kaufman explora una situación básica, evalúa todas las líneas de acción posibles… y las sigue todas. Después frena, recapitula: y vuelve a contar todo de nuevo. Después cambia de tema, solo para contarte todo de nuevo. Nada se pierde, todo se resignifica, y el relato avanza a golpe de silogismo. Pero el movimiento kaufmaniano básico es “el factor omega”, el pasaje de un infinito a otro de orden mayor: lleva las cosas hasta un límite, y cuando parece que no puede más, que solo queda más de lo mismo, da un salto hacia el vacío, llevándose a todo lo anterior consigo.

¿Que qué es? Es un homenaje a 8½, de Fellini. Como la película de Fellini, esta habla del autor, de sí misma (como película), de sus mujeres, de los sueños de la razón, del paso del tiempo, del amor encontrado, perdido y olvidado, de la relación entre padres e hijos, de la sexualidad conflictuada, de mil temas más que se lleva por delante con elegancia, superinteligencia y cuarenta vueltas de tuerca por minuto.

El tema: Uno y el Universo. El Autor y su Obra. Uno y el Universo en tanto Autor en relación a su Obra.

El tema es el mismo de siempre, quiero decirles. Hay un hombrecito neurótico, que es, en algún sentido, un creador, y que trata de llevar adelante su vida, su obra y algunos milagros. Como “El ladrón de orquídeas”. Como “¿Quieres ser John Malcovich?”. Como “Eterno resplandor de una mente sin recuerdos”, a todas las cuáles hace referencia a lo largo de la película. Estén atentos a los títulos que baraja para la obra monumental y eterna, el mundo dentro del mundo que el protagonista decide crear para (¿qué otra cosa, si no?) decir la verdad, la pura verdad –en tanto artista- acerca de sí mismo, de los demás, del arte y la vida.

Kaufman, entonces –todo esto fue para decirles esto que les voy a decir ahora cuando me termine de decidir-, es único en su género. Sí: es parte de una familia –no muy grande. Tiene un primo sudamericano en Spregelburd –aunque no lo sepa-, tiene un tío demente en Lynch, tiene un abuelo al palo en Fellini. Pero también tiene un hermano mayor suicida en David Foster Wallace. Habla acerca de la obra y habla acerca del hablar. Habla acerca de sí mismo y de su relación con el mundo. Habla de su cabeza y de sus sentimientos, pero siempre desde el enrosque, desde un giro más, una complicación suplementaria. Que te deposita al final de la película, uno maravilloso que te deja extenuado mientras el ñato vuelve a subir, las luces se encienden y el proyector se apaga.


Matías Pailos

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16 junio, 2009

Películas de aventuras

Terminador 4 termina así: la Humanidad se salva. El padre de John Connor, un adolescente veinte años menor que Connor, se salva, rescatado por el propio Connor de la ciudad de las máquinas. Así, el propio John Connor se salva, pues va a poder despachar al pasado remoto a su padre para que se curta a su madre para que de a luz al salvador: John Connor. Las chicas se salvan. Incluso se salva la chica del protagonista de la entrega, ex-convicto reconvertido, varios años después de haber muerto, en una mezcla de máquina y humano. En verdad, lo único de humano que tiene es el corazón, que dona voluntariamente, en los últimos cinco minutos de película, a quien lo había expulsado de la comunidad de humanos: John Connor. Así prueba su “humanidad” esencial, además de pagar –una vez más: voluntariamente- su deuda –moral- con la sociedad. Y todos contentos.
Ya lo saben. Ahora no se les ocurra ir.

Lo mejor de las críticas malas es cuando lo son en estado puro. Es decir: cuando no solo son arteras, sino además desatinadas. En este caso, las críticas malas señalaron que no estaba a la altura de “Superbad” [incomprensiblemente, “Supercool” para el mercado local; “incomprensiblemente” hasta que uno descubre que la recuerda bajo esta etiqueta, y no por su nombre original], “Virgen a los 40”, “Ligeramente embarazada” o cualquiera de las otras películas de la escudería Apatow de la nueva nueva nueva comedia americana. Pero sí lo está. Porque no importa –nunca importó- que “Adverntureland” no esté plagada de los gags escatológicos o las situaciones incomodísimas que puntuaban “Superbad”. No es eso, no habla de eso, no nos gusta por eso y ese no es el material del que está hecho este sueño.
Para explicar el significado de los giros modales (expresiones como ‘necesariamente’, ‘es posible’ o ‘es probable’), los lógicos utilizan semánticas de mundos posibles: colecciones de historias en las que pasan las más diversas cosas (posibles). Un modo de plantear este escenario es centrando la escena en un mundo: el nuestro. El resto de los mundos se ordenará por el grado y tipo de semejanza con este mundo elegido para reinar. Greg Mottola, director de “Superbad” y “Adventureland”, opera con sus personajes como un lógico con los mundos posibles. Partimos de acá, dice Mottola, de nosotros. De lo que sabemos y vivimos. Esto que ven acá es un nerd. Es fácil reconocerlo: pongan un espejo delante de sus caripelas, y abran los ojos. Bueno; este es un nerd virgen de… 21 años, más o menos. Acaba de volver a casa con un grado en Literatura Comparada, o algo parecido, pero ya se sabe: un grado, allá, no es mucho. Hay que volver a NYC para el posgrado. Bien. Ahí lo agarramos. Ahí empieza la acción. Ahí empieza la caída.
Social, de clase, monetaria. Los padres (adorable el incipiente alcoholismo descontrolado del padre) ya no pueden bancarlo. Chau viaje de verano a Europa (regalo de graduación), chau posgrado de arriba. Para una y otra cosa va a haber que laburar. Experiencia: ¿qué? Así que lo que consigue es un trabajo no calificado y pésimamente remunerado en un parque de diversiones. Ahí conoce a la chica. Ahí se enamora.
Ahí empiezan los problemas.
Cortamos la diégesis de la diégesis acá. (I.e., algo así como “el relato del relato”; recuerden que están leyendo a un tipo que, además de nerd, es snob. Y otra cosa que le va a gustar al nerd snob melómano rockero es la banda de sonido. Claro que hay música insoportable de los ’80 –en particular la particularmente insoportable “Rock me Amadeus”, de Falco. Es tan insoportable que hasta se interrumpe la película solo para decirlo. Pero eso no es lo se escucha. Lo que se escucha -además de la maravilla springteeneana y electrificada de los Replacements y Husker Du- es lo que escucha un nerd melómano rockero de los ochenta: música de los setenta. Y así desfilan los New York Dolls, Eno, Big Star, y el Rey de Reyes –sobre el que se diserta a raudales: Lou Reed). Los cambios están en el protagonista, en los antagonistas, en personajes del pasado y del presente; los cambios están en todos lados. Hay turros, idiotas, gente que hace lo que puede y gente que no comparte tus códigos. Gente con la que no se puede hablar. Hay objetos de deseo y objetos de deseo que te encuentran deseable. Esto no le cae bien a todo el mundo, y con todo el mundo hay que lidiar.
“Adventureland” tiene todo lo que uno pide de una película -cuando no se quiere tragedia ni otros mundos, posibles o no. Es una película tierna, divertida, emotiva. Es una película con sexo, amor y mucho porro, en todas sus formas. “Adventureland” es una película moral. Moral: qué se debe hacer –y qué no. Moral: qué conviene hacer –y cómo no irse al barro. Contra lo que parece deseable, los personajes crecen. Y uno, mientras se termina de ajustar la cara después de reconocerse por décima vez en pantalla, se pone a llorar de felicidad.

Matías Pailos

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12 junio, 2009

El Artista

Más allá de sus desaciertos, El artista (Mariano Cohn, Gastón Duprat), merece ser vista, aunque más no sea porque pone en pantalla a dos de los más grandes escritores argentinos del siglo pasado: Rodolfo Fogwill y Alberto Laiseca.
Tratándose de Cohn y Duprat, dos tipos que han hecho cosas más que interesantes en la televisión sin caer en propuestas elitistas, era de esperar un poco más de riesgo en un film de ficción, pero lamentablemente la película recae en mucha de las taras del Nuevo Cine Argentino, el enfermero compuesto por Sérgio Pángaro (histriónico crooner local) sufre de esa insoportable abulia que aqueja a casi todos los personajes cinematográficos del NCA (En los festivales cinematográficos del lejano oriente los espectadores deben pensar que a los argentinos el Prozac nos lo regalan por la calle). Todo lo que le pasa, le pasa por un costado, como si fuera el espectador de una película que ni siquiera le gusta demasiado. Muchachos, ya sabemos que las sobreactuaciones del tano Ranni y las puteadas a voz en cuello de Federico Luppi no nos llevaron por buen camino, pero ¿No irá siendo hora de aflojar un poco con tanto autismo? Por otro lado la narración es completamente chata, apenas se insinúa un conflicto (como el “bloqueo” de Romano, los riesgos de la fama inesperada o la relación de pareja entre un chanta y una grupie) es pronto resuelto o disuelto en un relato que nunca levanta vuelo. Encima, una de las mejores posibilidades narrativas (la amenaza de descubrir al “verdadero autor” de las obras de Jorge Ramírez) es completamente desechada y ni siquiera se juega con ella. El mundo del arte contemporáneo, esfera snob, caprichosa y elitista, es parodiada pero hasta ahí, con demasiado respeto para mi gusto y el final es forzado y parece agregado adrede para justificar la coproducción italiana.
La idea que motoriza la película se basa en el tópico del idiot savant: Romano, un enfermo mental (interpretado con maestría por Laiseca) que sólo puede articular el vocablo ¡Pucho! cada vez que quiere fumarse un cigarrillo (gran momento de la película) dibuja incansablemente en el asilo hasta que un enfermero se aviva y presenta la obra como si fuera suya. El hecho de que nunca se muestre un solo cuadro y las escenas en las que vemos a los espectadores opinando desde una toma subjetiva de la obra son un gran acierto narrativo y formal, en parte echado a perder por el afiche de promoción, que exhibe un dibujo y preforma en la mente del espectador una idea del estilo de Romano-Ramírez. No obstante, si la película acierta en algo, es justamente en una de sus fallas: al interrogarse acerca de qué es el arte (una pregunta demasiado grande tal vez) aporta una metáfora sobre la creación artística: todos los Jorge Ramírez tienen su Romano. Todos los que hemos incursionado en alguna faceta de la creación artística tenemos nuestro idiota, al igual que Romano, está recluido en los fondos de la casa, oculto a la vista en el cuarto de servicio, le damos de comer, lo vestimos y lo bañamos y sólo le pedimos a cambio que nos de la obra. Cada vez que nos sentamos y aferramos con torpeza la lapicera, el pincel, oprimimos con mano trémula las teclas del piano, del teclado, no hacemos otra cosa que divagar e implorarle al idiota para que se ponga manos a la obra. Ese instante en el que Pollock dejó chorrear el pincel sobre la tela en el piso, el día que Puig empezó a escuchar el monólogo de sus tías, son los momentos del idiota. Cada uno tiene el idiota que puede, pero si lo cuida y lo pone a laburar, seguro que va a dar algo que valga la pena. Después la gente pregunta el porqué de esto o aquello y uno puede ensayar teorías absurdas o decir, como en la película “que la obra hable por mí” pero en verdad lo que uno quisiera es ir y preguntarle directamente al idiota cómo hizo lo que hizo pero el idiota, como Laiseca en la película, está completamente mudo.
—¡Pucho!

Ariel Idez

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12 enero, 2009

La parte de Batman en la que todo se va a la mierda

La película termina antes del final, con una maniobra filosófica clásica: el experimento mental. La idea es sencilla: dos barcos cargados de gente. Si alguien baja, todo estalla. Un detonador por barco de bombas en el otro. Tienen 20 minutos. Si nadie los acciona, ambos estallan por los aires. Si un barco vuela por los aires, el otro se salva.
No hay mucho que pensar. Lo racional es uno y lo mismo: hacer del otro barco una miríada de puntos indiscernibles. Salvar el pellejo a toda costa. No hay modo de rescatar al otro –aunque el otro puede salvarse a sí mismo: haciéndote cagar fuego. Pasan los 20. Nadie nada nunca. El destino del alma de Ciudad Gótica, dice el guión, se acaba de jugar. Y el Guasón –El Mal- perdió. La película sigue, pero ya perdimos todos.
Hacia el final, todo vira a empujón puro contra la fábula moral y el relato donante de modelos de conducta. Queda la tensión, vía la manutención del suspenso. El precio: radicalizar la virtud (y las predilecciones estéticas del mal absoluto. El punto no es la pérdida de verosimilitud, porque el conflicto no es de este mundo: es de ideas. Y tienen malas ideas. Aunque podría darse otra lectura –con sólida apoyatura en el guión-, a uno le envuelven el paquete de un Guasón cuyo paraíso en la tierra es la persecución a perpetuidad por y de Batman. Ya no es, como el Bardem de los Coen de McCarthy, una fuerza de la naturaleza (y NO un personaje, como acertadamente señaló un filósofo homónimo) –el mal absoluto no tiene nada de humano –más que como objeto fantástico de miedo, también absoluto), pero peor: aceptar a pie juntillas que LA virtud es la del evangelio de los padres protestantes & sajones de mister Nolan. (No el que practican; más bien el que predican a sus hijos.) En esto no hay pecado. Pero ofende nuestro sensible gusto estético –un auténtico manfloro. LA virtud es, cuanto mucho, un gesto, más bien simbólico, en el ejercicio puro y duro del egoísmo, valiente o no –y preferentemente, no. La cosa es así, al menos para la minoría que lee un porcentaje –sustancialmente- mayor de Bolaños que de Benedettis. Así que sí: Nolan se va al carajo.
Pero uno se resiste. Porque uno vio la película varias veces y a nadie le gusta ser mosca. (El problema no es tanto que comas mierda. Lo que jode más bien es que te guste.) Entonces señala el mohín (el mismo de Jackson en King Kong) de calcar el original –muy posmo. (Nos gusta: en el fondo somos unos relajados.) Entonces se resalta el viraje desde el relato de aventuras a la alegoría: otro género más –y desprestigiado, lo que lo hace rescatable. Patrañas. Disimulamos la mueca de disgusto y nos prodigamos “qué flash”es a discreción.
Batman es tan buena, se podrá alegar, que nos muestra el camino. El que no va. Hay que rescatar al Bien y al Conflicto Moral como tema: tienen mi voto. Negarlos es rechazar al grasa sentimental y trascendente que llevamos dentro. Pero hemos de saber que somos perros falderos en busca de la cura: mejor aceptarnos como somos, psicóloga. El cinismo, vean, no se abandona ni en el nivel meta. Mejor apuntar los cañones a otro lado. Mejor comprar misiles.

Matías Pailos

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07 enero, 2009

El Pasado

El proyecto, ahora desbaratado, era hacerlo para Junio. Me colgué, me olvidé, me sobrepasaron otros intereses y obligaciones. Entonces era ligeramente pillo, ligeramente astuto –lo que nos revela un modo de proceder: ligero- decir que el tema del año era uno de MGMT (‘Kids’), el disco, el de MGMT y el grupo, MGMT. Hoy que todos lo dicen solo me queda llegar tarde y treparme al furgón de cola: como Adrian Brody en “Viaje a Darjeliing”, la película del año si “Batman” no hubiera tenido lugar.
Lo que se juzga cuando se juzga esto, habitualmente, es otra cosa. No se suele enumerar los que se consideran los discos mejores, ni los más originales y novedosos, ni los que más influencia y penetración tuvieron, o presuntamente van a tener, ni tampoco los meramente favoritos. En un mundo complejo como este en el que nos hacemos un lugar a codazos, en pleno pogo y cada vez más cansados e insensibles, esas categorías suelen arrojar resultados disímiles y cambiantes con las semanas. Lo que se hace es poner en juego un procedimiento cuyo solo nombre espanta a los que presumen de estar del lado del riesgo: el equilibrio reflexivo. Nada grave. Se mira a los que pican en punta en cada ámbito y se elige al que no desentona. Lo notable de este caso es que para entonces (Junio ’08) ya sabía que MGMT iba a ser mi respuesta a esta pregunta que los miserables de Rolling Stone, La Mano, Los Inrockuptibles, el No, el Sí y todos los demás tuvieron la indecencia de no hacerme: un poco por capricho, un poco como provocando: oblíguenme a decir otra cosa.
El que más cerca estuve de torcerme el brazo fue “Dear Science”, de TV on the Radio. Pero no alcanzó. El tercer lugar se lo voy a dar al de Hot Chip (todo muy electrónico, como ven: el tiempo pasa y nos vamos volviendo tecnos). Y el glam-grasa de los Killers estuvo ahí, puerteando (cosas de putos).
Otros nombres a mencionar y olvidar: David Vandervelde, Bloc Party, Beck, Broken Social Scene presents Kevin Drew, los Kills (‘easy as an alphabet pony’, la concha de tu hermana, se me quedó grabado en la memoria R.A.M. por semanas), Tapes n’ Tapes, Robert Foster (y su temita a la John Cale orquestado: “Don’t touch anything”), Mars Volta (recital del año: pueden ver más en el blog amigo de un amigo amigo del grupo: http://playmobilhipotetico.blogspot.com), Mystery Jets, Kings of Leon (siempre mejorando -aunque no flashié como con el anterior, este es mejor), I am Kloot, Hercules & Love affair, Coldplay (… sí: Coldplay), el del gordo Black Francis y el nuevo de Bauhaus.
National Rock: Banda de Turistas, Prietto (porque tarde o temprano van a abandonar el ridículo apellido que tienen, y porque ‘Av Corrientes’ es MI tema del año) y Él Mató (porque también compusieron MI tema del año -y eso que el disco ni siquiera salió). (¿El de Los Látigos es del 08? Súmenlo, entonces.)
Otros rockers del año: los que escuché con atención recién entonces. Un botón de muestra: Sweel Maps, Broken Social Scene, Robyn Hitchcock, Julian Cope, Pavement, Sonic Youth, Guided by Voices, Stranglers, Soft Boys, The Modern Lovers, Jonathan Ritchman, New Pornographers, Richard Hell, Of Montreal, Captain Beefheart, Liars, Violent Femmes. Gracias por la magia.

Matías Pailos

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23 junio, 2008

Balada de un hombre flaco

Algunas canciones, algunas películas, son tan poderosas como para meternos en su mundo apenas nos exponemos a su radiación. Algunos libros, algunos discos, son tan absorbentes que todo el día, a cada segundo, vivimos dentro del mundo que son. Algunos canciones y algunas películas, algunos libros y algunos discos son tan brillantes, tan pesados y tan etéreos que, sin que lo que nos rodea y somos cambie un ápice, es ahora una extensión, una manifestación, otro avatar de esas canciones y películas, de esos libros y discos. Nosotros, en esos casos, somos los héroes de una historia escrita, cantada y proyectada veinticuatro horas al día, en plena vigilia y en absoluto ensueño, en la pantalla blanca y abollada de nuestra mente.
Hace dos días que estoy en estado I’m not there, la última de Haynes inspirada en quince años de la vida de Dylan. Hace dos días, por tanto, que estoy en estado Dylan. Escucho Dylan y fantaseo Dylan y hablo Dylan y proyecto, especulo y aspiro Dylan. Quiero más.
Me carcomía la pregunta de si era buena. Nadie me la hacía. Yo me la hacía. Sí –si sos un fan de Dylan, si sos un fan de Haynes. ¿Es Velvet Goldmine una maravilla? Pero claro que sí. ¿Entonces? No terminaba de confiar. Pero nada mejor que la opinión de quien no es fan de Dylan, menos aún de Haynes, para reafirmar lo que ya pensaba, sentía y sabía.
Como Velvet Goldmine, muy parecida. La historia nada que ver, me señalaron. Más o menos. Hay un misterio develado por un canalla –el reverso de Velvet Goldmine. Lo que las hermana no es eso, porque el misterio en este caso es mínimo. Es, antes que nada, que ambas son un rompecabezas. Y este es más difícil que el otro.
Las referencias. Los procedimientos. Los homenajes. El factor circense, caleidoscópico, la tentativa de agotar lo que hace a un individuo, realidad y ficción, sueño y vigilia, mito y hechos, remite al Fellini de ocho y medio. Las múltiples historias entrelazadas (profunda o superficialmente), a Lynch –y en particular a Island Empire. Las intervenciones en la cinta, los disparos sobre el pianista, la motoneta atravesando una pantalla fija, al Godard de la nouvelle vague. Son efectivas, y en esa medida, porque son intercaladas, matizadas y traficadas con imágenes icónicas del Dylan de hoy y siempre, por un lado, y con escenas que remiten al puesto del artista en el cosmos, por otro. A la relación del artista con la realidad. A su antagonismo. A su representación. A su confrontación. A su indiferencia. A su arder antes que extinguirse y a su extinguirse antes que arder.
Esta Cate Blanchett haciendo del Dylan de Blonde on Blonde, lo que es decir del mejor Dylan. Está tremenda. Es más Dylan que Dylan. Está el finado Heath Ledger haciendo de Heath Ledger, y le sale espectacular. Hay un pendejo negro haciendo del Dylan que no fue y a Richard Gere haciendo del Dylan que por suerte no fue. Está Rimbaud haciendo de Wilde. Le sale fenómeno.
Recomiendo ir solo, sin nadie alrededor. Sin nadie adelante. Recomiendo ir un día, y al siguiente, y al siguiente. Y dejar que el fantasma de la electricidad aúlle entre los huesos de su cara.

Matías Pailos

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18 abril, 2008

Bafácil

Este año me prometí no pisar el Bafici. Como soy un animal muy susceptible al entusiasmo, decidí faltar a mi promesa y le propuse a Momé ir a ver una película al festival de cine independiente. Di por descontado que no obtendríamos entradas en el Hoyts, así que le pedí a Momé que consultara la grilla por la web para averiguar que daban en alguna de las salas alternativas. Ciertos desperfectos cibernéticos dificultaron la consulta y cuando me llamó al trabajo me contó que sólo había podido averiguar que proyectaban una peli chilena en el Atlas Santa Fé, y me lanzó la contrapropuesta de ir a ver Tropa de Elite al Abasto. La idea me pareció inmejorable, era el máximo desatino: ir al Abasto, un martes a la noche, en pleno Bafici, a ver una película del circuito comercial. Acepté encantado. No puedo ocultar que también me seducía la idea de acudir al ex mercado de frutas y hortalizas, que me parece horrible y detestable todo el año excepto durante los doce días que dura el festival; ahí adquiere un halo mágico, fruto de una mezcla incongruente que aglutina turistas, freaks cinéfilos, judíos ortodoxos, productores chic, críticos de cine, adolescentes evadidos de los colegios, estudiantes de cine, escritores, estrellitas del cine independiente y los consabidos consumistas que recorren los locales ignorando por completo lo que sucede a su alrededor. Los 353 restantes días del año el paisaje del Shopping Abasto me deprime, en estos 12, me entusiasma. De modo que allá vamos. Yo llego primero y espero a Momé a la entrada de las boleterías, junto a una grilla montada sobre un caballete que señala las películas del día en el festival. Me sorprendo al comprobar que todavía quedan entradas para casi todos los títulos y en los 15 minutos siguientes una chica intentará venderme una entrada para Interkosmos, que ya estaba agotada y otro chico directamente me ofrecerá un ticket que le sobra (¡de cuántas defecciones amorosas podría sacar provecho el astuto espectador garronero!). Así que ya tengo un idea que pienso poner en práctica en el próximo festival, sino en este, la llamo la película al boleo. Se trata de ir al Hoyts un día cualquiera y sacar entradas para lo primero que encuentre en ese momento. Tengo mucha fe en esta nueva forma de orientar mi cultura cinematográfica.

Finalmente llega Momé y entramos en la sala. Todavía es temprano, así que el Hoyts nos entretiene con una trivia sobre películas, un nuevo curro del sms. Detecto también tipos con acreditaciones del festival colgando de sus cuellos, que supongo será como estar en un certamen culinario comiendo todo tipo de platos exóticos y al final salir y plantarte en la cantina de la vuelta para pedirte un buen, efectivo, predecible y garantido guiso de buseca. Empieza la película. Está bien, una suerte de Cidade de deus invertida. Sin embargo hay algo que me incomoda. Me estoy recontrameando. No soy tonto, siempre voy de aguas antes de entrar al cine. Pero sucede que esta vez la función estuvo precedida por un café con leche grande de Mc Donalds, y ese brebaje oscuro y aguachento al cual por color y sabor mejor le vendría el nombre de jugo de pantano empezó a hacer mella en mis riñones mientras se proyectaba la película. La primera media hora fue como un goteo ploc ploc ploc. Después una leve presión del líquido sobre la vejiga, que solicitaba cortésmente la inminencia de una micción, ahora, transcurrida más de una hora es un flujo incontenible, mareas que golpean con furia contra las paredes elásticas del órgano. Nunca abandoné una película por la mitad, repito: NUNCA. Mientras en la pantalla policías y traficantes se cagan a tiros yo retuerzo el abdomen y cruzo las piernas una y otra vez en busca de algún alivio perentorio. Y la película es larga, laarga, laaaarga. Justo cuando creo que no voy a lorgrarlo la suerte viene en mi ayuda y la pantalla se pone en blanco. Los espectadores se miran entre sí, estupefactos, algunos se tranquilizan mencionando la palabra “intervalo” como si fuera un talismán. Yo no espero confirmaciones, sea lo que sea, terremoto, tsunami, erupción volcánica, atentado terrorista, ha sido enviado por la providencia para que yo pueda descargar mis aguas. “Me voy a mear” le digo a Momé y salgo disparado rumbo a la salida. Al dejar la sala me entero que se trata de un corte de luz. En el pasillo, tipos de seguridad Handys en mano aguardan órdenes. Desde otras salas se oyen palmas y gritos que anuncian conatos de rebelión. Pregunto por el baño, vuelvo a informar a Momé de lo que está pasando y a buscar el celular, viva la tecnología que te salva en estos trances. Pongo el aparato en función farol y llego al baño cuya puerta abierta sostiene un tipo con muletas al que le falta una pierna y al que descubro de golpe con mi lámpara celulera. Le ofrezco mi ayuda al hombre pero resulta que es él quien está ayudando a un amigo que prosigue con su descarga y a quien espera para poder retirarse. Entro y me voy a un gabinete individual. Sostengo el farol con una mano y desabrocho con la otra. Finalmente largo el chorro potente, impetuoso, liberador. Es tanto lo contenido que el farol anuncia su inminente desactivación. Se apaga y quedo completamente a oscuras. Soy yo y mi alma y mi chorro que impacta sobre la taza con el ruido de las fuentes en jardines florentinos. Inmerso en la oscuridad más absoluta, en el baño del gigantesco shopping vivo un momento de absoluta comunión con el universo. La lectura de Fogwill unas horas atrás me había inoculado un inmoderado valor, así que me desafío a volver a la sala sin auxilio del celular. Salgo del baño, doy un paso y me doy la cabeza contra la pared. Abro el celular y retorno a la sala y al poco rato vuelve la luz y la película prosigue exactamente donde se había quedado. A la salida vamos al Burger porque tengo un pasaje de subte que promete dos combos a precio de uno. La brutal ingesta de grasas saturadas me provoca una inmediata sensación de saciedad y satisfacción. Queda poca gente, el shopping está próximo a cerrar sus puertas, pero todavía restan unas buenas dos horas de festival. Recuerdo las funciones de trasnoche del Bafici y la cara de culo de los monos de seguridad que tenían que quedarse para abrirnos la puerta de la salida que da a Anchorena y la fantasmal escena del shopping vacío, lleno de belleza, y extraño.

Ariel Idez

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25 febrero, 2008

La última de Fassbinder es una mierda

La primera vez es especial. Es especial porque es la primera vez. Algunos confunden, y piensan que especial es muy buena, excelente y superlativa. Para nada. Para nada más allá que lo que de muy buena, excelente y superlativa tiene una primera vez en tanto primera vez. Pablo debutaba. Era su primera vez frente a una película de Fassbinder. No estaba excitado. Pero la avalancha de loas a Rainer de las que fue testigo durante la larga espera de todos estos años no pudo más que generarle alguna expectativa.

-Es su última película.
-Es su última película.

Ariel, a su izquierda, afirmó. Yo, a su derecha, subrayé. Nos sentamos por la mitad de la sala, bien pegados a la raya. Se veía tan bien como desde cualquier otro lugar de la sala Lugones. Para el culo, digo. Pablo propuso una mudanza y Ariel, hombre hecho a esas faenas, aceptó tras algunos remilgos. Pasamos por encima de dos parejitas y de una trouppe de niños exploradores babeantes frente a nuestro icono principiante. Pablo estaba vestido bastante puto, así que era inevitable que esto fuera a pasar. Terminamos más o menos en el mismo sector desde donde arrancamos, pero del otro lado. La película comenzó. La película tiene al menos un logro: es, a todas luces, la filmación de una obra de teatro cuya acción acaece en un puerto mediterráneo; a poco de andar, uno se olvida de esto. El mar es un cartón pintado de rojo, y esto acaso sea otro mérito de la película. Es una obra de teatro, pero no parece una obra de teatro. El argumento es el de una tragedia, el de un melodrama, uno bastante parecido a los que solía escribir Fassbinder. Brad Davis hace de minita histérica, básicamente putona, que sale del placard subido a la pija del negro y del policía. Es objeto de amor y fascinación de todos, hasta de Jeanne Moreau, a la sazón la amante del hermano del protagonista. Hay antagonismo entre hermanos, hay crimen, hay sangre, hay amor, locura y muerte. La película, en fin, es un embole.
Cambiamos de posición, nos removemos inquietos en nuestro asiento. Poco falta para que empecemos a bostezar. Los primereo. ¿Falta mucho?
Como dije, el argumento es bueno. Acaso se pueda valorar algunas escenas (el negro escupiendo el culito de Davis, cuando el protagonista disfraza al metalúrgico gay de su hermano, y nos damos cuenta que son personajes interpretados por el mismo actor) y bien puede que nos guste que todo esté virado al rojo (a mí me gustó). Pero cuesta entender qué ven todos en esto. Aunque por otro lado, lo que ven es bien claro: ven a Davis. Los que ven, ven a Davis. Ven a Davis y se enamoran de Davis. Pero a mí no me alcanza, che. ¿Algo más? Es la última película de Fassbinder. Quería verla. Después de todo: es la última película de Fassbinder. ¿Algo más? Sí. Claro que algo más. Todavía tenemos que soportar la ininterrumpida voz en off a cargo de Franco Nero en el papel del teniente de Davis (sí: también está enamorado de Davis. Cuando cuenta que es feliz después de haberse dibujado un par de tetas es gracioso y todo). “Querelle” no es un mal proyecto. Para mejorarla tendría que haber hecho dos cosas: meterle ritmo (basta de delectación extática de la belleza masculina, Rainer. O al menos hacela más corta) y suprimir TODOS, pero TODOS los comentarios en off del teniente en francés, del estilo 'quería dársela por popa para así reafirmar la femineidad ínsita que había en mí, lo sublime de la mirada franca, sobria, masculina, el tacto de los hombros en perfecta sincronía con el cosmos, en perfecta abominación de la naturaleza'. Fuck the french.
Se nota que el guión no es de Fassbinder. En los guiones de Fassbinder no hay personajes incómodos con su sexualidad. Acá están todos que salen y que entran del closet. En los guiones de Fassbinder los personajes van al frente como locos. Acá están que lo hago, que no lo hago, que deshojo la margarita mucho, poquito, nada. Entonces: ¿por qué, Rainer? La respuesta está a la vuelta de la esquina: porque no lo había hecho antes.
La apuesta es arriesgada, precisamente por esto. “Querelle” ofrece matices a la trayectoria de RWF de los que hubiera carecido de no haber hecho esta película. Con ella RWF se desmarca de sus costuras clásicas, las que le sirven para elaborar esas historias complejas y desesperadas, en las que cada personaje apuesta todo a hacer lo mejor que puede por conseguir lo que desea, y no se arredra ante cabezas a pisar. La apuesta (aunque no la obra) está a la altura del artista que fue, un tipo que entre lo buena conocido y lo excelente acaso por conocer, siempre jugó sus fichas a este último casillero. En ocasiones es la mejor decisión que se puede tomar. Escuchar “Low”, de Bowie, y preguntarse “¿Esto es un disco de Bowie?” es una y la misma cosa. Pero el disco es, al menos, muy bueno. Fassbinder es como Bowie. A veces gana, a veces pierde. Como todo jugador.

Matías Pailos

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19 diciembre, 2007

Culpas, responsabilidades, deberes y conveniencias

Los expedientes (los mecanismos) por los cuáles hechos e ideas, que también son hechos, convocan nuestra atención e interés –si son afortunados- son diversos y numerosos; son, además, bien conocidos: la intensidad, el contraste, la belleza y la fealdad son algunos de ellos. También la insistencia. Cuando Yoda, en su lecho de muerte, dice a Luke: debés confrontar con Darth Vader, comprendí que lo mejor era ceder y dejar hablar a lo que capta y somete mi atención y, verbigracia: mi interés.
Hace poco (muy poco) vi en días consecutivos dos películas que, en buena medida, hablan de lo mismo. La japonesa, “Crímenes oscuros”, a pesar de su carácter oblicuamente alegórico y los tonos fantásticos de su trama, es más explícita y directa. Todos allí deben responder por pecados, culpas, faltas y crímenes, los hayan cometido o no. La responsabilidad es general, y el castigo, inevitable. La americana, “Desapareció una noche”, es mejor. Sí, es la dirigida por Ben Affleck. Sí, es la actuada por esa nueva promesa de la actuación americana que es Casey Aflleck, que lo único que hace es descoserla y dejarla así de chiquitita. “Mi sacerdote decía que la culpa es Dios diciéndote que algo hiciste mal”, dice el personaje de Affleck, Aflleck mismo (nunca puede diferenciar al actor del personaje. No cuando veo la película. No cuando hablo de ella). Sí: la culpa. Pero esta es también una historia acerca de la inocencia, y el inocente es el detective, un tipo rudo, pero no tanto, un pibe de barrio con todos los códigos, salvo cuando los códigos dictan hacer lo que está mal, lo que no conviene, lo que no se debe. Es una historia de inocencia, y el inocente no se equivoca nunca. “Sean astutos como serpientes e inocentes como palomas”. Cita bíblica que explica, señala y guía el comportamiento de Affleck a lo largo de la película y muestra el tema principal de la película: cómo actuar. Cómo se debe actuar o cómo conviene actuar, formulaciones que en un tiempo creí que eran acerca de lo mismo. Cada vez más prefiero verlas como dos muy parecidos competidores en una justa deportiva. Qué hacer cuando las papas queman, cuando queman en un sentido dramáticamente interesante: no cuando lo único que uno puede hacer es pelear por sobrevivir, sino cuando el abanico de posibilidades es mucho más amplio. Los senderos son infinitos y solo uno es el correcto. Así que las posibilidades de perdición también son infinitas, y la película es entonces un film bíblico, en el que las tentaciones se acumulan, se complejizan, se hacen más insidiosas. ¿Qué gana? Poco. Una conciencia tranquila. A cambio pierde todo lo demás.
Cuando era chico pensaba que la culpa no existía. Pensaba que era todo miedo y mala fe, que la culpa no era más que una forma sofisticada de miedo encubierta por la mala fe de no querer reconoce que tras ella solo había miedo y, acaso, interés. Tenía doce y veía película de Woody Allen tras películas de Woody Allen y seguía pensando que mentía, que se engañaba. El que se engañaba y el estúpido, claro, era yo, como descubriría más tarde que temprano. En “Crímenes y pecados”, una película más interesante de lo que creía, plantea otra vía. Ahí el protagonista mata a su amante y, contrariamente a lo que temía, vive sin remordimientos. Es una exageración, claro, pero sugiere que la respuesta no es tan clara. Acaso sea cuestión de saber cuál es el punto en que uno saca mayor rédito, cuánta mierda puede soportar a cambio de cuántas porciones de paraíso. Lo importante, como siempre, está en lo cuantitativo –lo cualitativo es pura simplificación maniquea e inmadura. Para que nos quede claro (sean generosos, déjenme construir esta rima fácil) basta con volver la vista unos pocos años atrás y recordar el final de “Match Point”. Un protagonista y un nuevo crimen. Con el crimen, se queda con todo. Con lo que más quiere. ¿Sacrificios? El amor, apenas. Y algunos fantasmas que se niegan a retirarse. Pero acaso porque uno raramente se arrepiente de lo que hace (acaso sea este otro mecanismo adaptativo, seguro, qué duda cabe), ante la requisitoria de uno de los fantasmas, el protagonista, el actor, es claro: sí, lo volvería a hacer.

Matías Pailos

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01 diciembre, 2007

Malísimo

Contra los dictados de la buena educación estética, lo que más nos importa saber es de qué se trata. De qué va la cosa. Nos interesa el tema –el tema ante todo. Puedo conceder que una gran obra lo es principal o únicamente, según el grado de fanatismo del declarante, en virtud de los procedimientos empleados en su construcción y plasmados en la tela, la página, el fílmico. Siempre se puede actuar de mala fe. No estoy diciendo que lo que importa es la historia ni el motivo. Lo que importa es el tema. A ver si se entiende: El Tema. (¿Vamos mejor?) Esto, que es falso, es un modo adecuado de empezar a hablar de la cosa. El tema es solo un elemento entre varios, grandes y pequeños, de fácil o imposible aprehensión. Ahora: mejor que una conversación astuta recaiga en algún momento en él. Hay varios modos de hablar del tema. Uno es con el vehículo de las grandes palabras. Tomemos un tópico clásico: la venganza. Podemos presentar a la obra como un caso, una instanciación de El Tema. Para esto es condición necesaria que esto no sea evidente. Que no sea lo primero que cae de la mollera al preguntar de qué trata la historia. No tiene que ser evidente, y más aún: tiene que ser contraintuitivo. El Tema tiene que ser un fantasma. Un fantasma de Godzilla, es decir: una entelequia doblemente inexistente, una meta-entelequia. Tiene que ser soberbio y magnífico y posarse como una corona de vuelo autónomo, lentamente, en la cabeza del mendigo. Todo musicalizado. En cámara lenta. Otra opción es dar una respuesta minuciosa y extrañamente detallada –aunque tajante, siempre tajante. ¿De qué trata la obra? Del hastío imprudente de quien lava los platos con los ojos cerrados. (Vale meter un componente haiku subrepticio.) Una tercera opción es la combinación de las dos precedentes, ensayada aquí por Bolaño: “El lugar sin límites, un libro sobre la desesperación y sobre la precisión”.
“Supercool” es el nombre local de “Superbad”, la nueva película de Apatow, el de “Ligeramente embarazada”. Es una película sobre el sexo y el amor, sobre la lealtad y la traición, sobre las aventuras compartidas y solitarias, sobre la amistad ante todo y la chica de tus sueños antes que nada. Sobre el componente gay de la amistad y el componente heroico de lo nerd. Es todo y nada de esto. Es una película sobre la adolescencia. Es una película desde la adolescencia. No hay punto de vista externo, no hay mesura ni juicio justo. Es urgente e importantísima, es descuidadamente cómica. Juega a despertar incomodidad por doquier. Es rigurosamente realista.
Diré una sola cosa sobre argumento. Dos adolescentes tienen que llevar el alcohol a una fiesta a la que entraron por la ventana para intentar tener sexo con las chicas que aman y en el proceso todo se complica. Como nunca desemboca en tragedia, la complejidad enriquece. Es una película para enamorarse de una de esas chicas, Jules, una de esas morochas aparentemente impresionantes y falsamente accesibles, que son realmente impresionantes y por tanto... bueno, depende de los recursos de cada uno. Para eso o para matarse a pajas con ella, de acuerdo al temperamento del lector.
Así que no hagan caso de la crítica que la toma por una comedia ligera, porque no lo es, y vayan a aprender cómo se hace para conseguir chicas siendo uno cualquiera de tres tipos de nerds, con y sin sobrepeso, con recato o con inclinaciones escato y sexópatas. Vayan y aprendan o recuerden lo que era tener coraje, lo que era y es divertirse.

Matías Pailos

PD: Acabo de verla por segunda vez. La prensa habló de ternura, habló de comedia. Dijo bien. “Empatía” es más adecuado; pero no todas van a sentir empatía por dos o tres nerds y sus problemas para conseguir chicas. La película es un estudio fenomenológico en la conciencia del varón adolescente, nerd y heterosexual. Remito a las escenas en las que se da cuenta de dónde está la conciencia de este varón bajo presión: en otro mundo, más bien fantástico. Pero esto, siendo, como es, verdadero, es incompleto. La película es una pintura realista de la situación general, en el marco de una noche épica de triunfos y derrotas, de muchísimas emociones, de grandes pequeñas aventuras. La película es sincera, y por tanto ridícula. La películas habla de nosotros, los antiguos o actuales varones adolescentes nerds heterosexuales, y entonces está bien hablar de empatía, y entonces está bien hablar de nostalgia por la gran aventura que, acaso, no vivimos. La película es eso que les dije, y por eso las chicas deben prestar atención. Helo ahí: el lugar y el origen de las emociones peladas de buena parte de los hombres más o menos interesantes (i.e., nosotros). Porque debajo de la poca o mucha experiencia acumulada, de la capacidad de reacción y resistencia cultivada, de nuestra mucha o poca maña y nuestro poco o mucho encanto, seguimos siendo esos nerds que entran en pánico cuando la chica de la que gustan se les pone a hablar.

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14 noviembre, 2007

El amor en fuga

Todos leímos el libro. Todos hicimos el esfuerzo. Esfuerzo que no fue tal, claro, porque solo nos dio placer. Y si no nos dio placer al menos nos generó necesidad y adicción. Por más que la historia decayera. Por más que Vera fuera menos interesante que Sofía, por más que Carmen fuera menos interesante que Vera y Nancy aún menos que Carmen. Ahora El Pasado está al alcance de cualquier gil, de cualquier analfabeto que tenga la plata o la astucia necesarias para colarse en una sala de cine. Sí: en el fondo todos los lectores tenemos al menos una fibra de desdén hacia el resto del mundo. Y resentimos que se apropien de nuestras cosas. Incluso cuando lo hace uno de nosotros, como sin duda es Babenco, el director. Suficiente como preámbulo.
La película está bien. La película está muy bien, y crece con el paso del tiempo. (“A medida que se hace pasado”, acota un gracioso a mis espaldas.) La película tiene un si es no es de claustrofobia, o de algo considerablemente parecido: de una obra de teatro. Pocos personajes por escena, mucha declamación, cada movimiento parece preparado con antelación. Por supuesto: cada movimiento está ensayado. El problema no es el ser, sino las apariencias. Solo los superficiales no juzgan por las apariencias, dice ML. El único trozo de película que parece vivo y coleante es el que transcurre en Brasil, lo que habla mucho de la psiquis de Babenco, argentino radicado en Brasil desde antes de que buena parte de nosotros naciera. Esto, como muchas otras cosas, no tiene por qué importarnos.
Gael está bien. Couceyro (Sofía) también, y todas ellas también. Nancy, la veterana, acá está interpretada por una tetona y antigua vedette, y por más años que tenga encima es un camión con acoplado. (Su paso por la película es irrisorio, y no le otorgaremos más tiempo en este comentario.) No es esto lo que quería comentarles, pero lo hago porque sé que quieren saber y en el fondo, así como en el frente, soy un demagogo. Lo que quería decirles es que les voy a contar el final de la película.
Para los que no dejaron de leer en la línea anterior, continúo. La película no termina como la novela: termina mejor. Este constituye el gran punto de discrepancia con PH, quien me arrió a la sala. Lo es porque él cree que el final de la novela es mejor. Acaso lo sea, pero el punto sigue siendo otro. El punto es que el final hace que la película sea otra historia que la novela. La novela termina (los que no la leyeron pueden abandonar el comentario en este renglón y partir en busca de un ejemplar propio) con Sofía y Rímini desangrándose en la cama de Sofía. La película termina con Rímini abandonando la casa de Sofía, después de coger con ella, después de ordenar las fotos (el “asunto pendiente” con el que Sofía persigue a Rímini en ambas historias, la de Pauls y la de Babenco). La puerta se cierra con la cámara dentro del departamento, con Rímini fuera del departamento, con un primer plano de la puerta. Porque la novela habla del destino, de lo inevitable, de lo inescapable. De que contra lo que es más que nosotros no se puede. Por más que le opongamos voluntad (Rímini conoce otras mujeres, Rímini tiene un hijo con otra), por más que le opongamos falta de voluntad (Rímini es un pelotudo que se deja llevar, que es empujado por todas ellas y por la fuerza de los acontecimientos). La película es un relato moral, una historia de crecimiento y maduración, un “bildungsfilm” (si tal palabra existe). Rímini se resiste, y hace mal. Rímini cede, y lo logra. Sofía lo quiere de vuelta –y lo tiene de vuelta. Rímini quiere dejarla atrás. Una vez que hace lo que Sofía quiere, una vez que enfrenta su pasado, puede irse. Una bosta, ¿no? No: un relato moral. Una constatación de que no todo es inevitable. O, de alguna forma, sí. Crecer puede suponer confrontar el pasado para dejarlo ir. Y una vez hecho, no hay vuelta atrás. Es para mejor. Que así sea.

Matías Pailos

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21 septiembre, 2007

Un Imperio caerá. Pero no será este.

Es falso que no se entienda nada. Se entiende perfectamente bien. Se entiende todo lo bien que se lo entendía en sus mejores momentos, aquellos en los que menos se lo entendía. Pero alcanza y sobra. Lynch dice, como nos recuerdan todas las notas sobre la película incluida esta que está usted leyendo, que “Inland Empire” trata acerca de una mujer en problemas. Como nos recuerdan todas las notas que leí sobre la película sin incluir entonces esta, ‘de lo que se trata’ con las películas de Lynch no es tanto de entender como de someterse voluntariamente a una experiencia primero visual pero en última instancia sensorial sin más que conecta y traduce y replica y transporta al mundo onírico, al imperio inquietante del inconsciente. Yo dije “sí”, pero no; pero no tanto. Sí, claro; pero hay una historia, o varias historias entrelazadas o comunicadas en un ir y venir dialéctico, lo que significa: nunca se vuelve al primer amor. Nunca se retorna al paraíso perdido de la prístina situación inicial. Leí a Ferreirós, Lerer y Enríquez, y recomiendo que ustedes también lo hagan en la misma secuencia que yo lo hice: primero vean la película y después lean los textos. La película crece con los comentarios, la película se hace inmensa con los comentarios. Ferreirós se atreve a relacionar la película con la mecánica cuántica, pero yo no me atrevo a tanto porque de física no sé nada. Sí se algo de filosofía, y lo que voy a decir a continuación, además de traducir lo que dice Ferreirós, es mucho más incomprensible que lo que él dice. Cuando se hace semántica de mundos posibles, los mundos posibles cercanos al actual son muy parecidos a éste, pero ligeramente diferentes. En ellos hay contrapartes de (una buena porción de cosas de) lo que hay en el mundo actual. Uno construye estas semánticas, en parte, para analizar condicionales raros, como los contrafácticos. Los contrafácticos se caracterizan por tener antecedentes falsos. Ejemplo: “Si Laura Dern no fuera una famosa actriz a la que le ofrecieran interpretar a una esposa de clase media de los suburbios, le metería los cuernos a su marido”. O “Si Laura Dern no fuera una esposa de clase media de los suburbios sino una puta barata, le metería los cuernos a su marido”. O “Si la protagonista de la película de Lynch no fuera Laura Dern sino una increíblemente hermosa actriz polaca que interpreta a una esposa que en el período de entreguerras muere asesinada por su marido, la película de Lynch no sería lo buena que es”. Algo así.
La película se entiende casi tanto como las mejores películas de Lynch: “Carretera perdida” y “El camino de los sueños”. Conforman, de hecho o según mi nada modesto parecer, una trilogía. ¿Que de qué habla? Habla de lo mismo que hablan todas las películas de Lynch, o al menos sus mejores. Habla del desconcierto. Habla de cómo tu realidad cambia en menos de un segundo, ya cambió. Habla de cómo te adaptás, como te parece rarísimo e incomprensible e inasimilable, y sin embargo te adaptás y ya no te preguntás por qué ni le das tanta importancia a que siga siendo rarísimo e incomprensible e inasimilable e intentás hacer lo que siempre y lo que todos: intentar ser feliz. Al menos seguir para adelante. ¿Se entiende?
Es curioso cómo con Lynch funciona mejor esa metáfora subjetivista o idealista, que indica que nuestra comprensión de los fenómenos puede ser radicalmente distinta a la de gente muy parecida a nosotros. Para Lerer la película es ante todo un viaje, es decir, es el producto de la ingesta de un alucinógeno. Para Ferreirós, siempre tan envidiablemente el más inteligente de todos, la película es la puesta en escena de un intento de contar todas las variantes (interesantes) de una historia. Para Enríquez, una mujer que acaso esté en problemas, la película de Lynch es otra cosa. Ahora vamos a ensayar unas palabras finales que no sean mis palabras finales. Digo: que no sean mis palabras, aunque sí las palabras finales de este texto. Así cierra el comentario de Enríquez, y así también cierra este comentario: “Inland Empire es una película sobre la violencia contra las mujeres, o sobre la indefensión de las mujeres. Y es una gran obra de nuestro tiempo sobre el tema, compañera de 2666 de Roberto Bolaño, que causa el mismo efecto espeluznante y emotivo cuando se dedica a los crímenes de las mujeres de Santa Teresa/Ciudad Juárez. Inland Empire, además, solo puede ser el trabajo de un artista que intuye más de lo que sabe, que tantea y desespera, pero tiene el corazón en el lugar correcto”.

Matías Pailos

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05 agosto, 2007

Al menos dos formas de felicidad

A los diecinueve tuve una visión del paraíso. Estaba sentado, estaba vestido y estaba en Belgrano. Estaba, también, muy confundido y muy asustado, y el mundo me llegaba de a retazos amplificados o reducidos, inevitablemente deformados. Mi mente era la de un psicótico, pero no estaba loco. El paraíso (lo vi muy claramente) era un día en Viena con una veinteañera dientona, francesa y rubia, pero radicalmente hermosa; una mujer que ostentaba una belleza evidente, pero por sobre todas las cosas ajustada a mi gusto. Al mío y al del protagonista, claro. La película, que ustedes como yo vieron hasta el hartazgo, muestra dos enamoramientos simultáneos, cruzados e instantáneos. El paraíso, dije. Mantengo esa tesis hasta más allá de mis presentes narices. Quiero, como cualquier filósofo (por más tonto que sea, y más que nada si es un tonto hablador), establecer distinciones. Quiero, para empezar, hacer una pregunta: ¿dónde encaja la amistad en este esquema de cosas?
Mi amigo va a tener un hijo, el muy guacho. No tiene treinta y va a tener un hijo, y está loco de contento. Pero tampoco la paternidad–ni siquiera la futura- es el paraíso. La convivencia, dicen, está plagada de rispideces. La convivencia con una embarazada, sospecho, puede llegar a ser claustrofóbica en ocasiones. Como a mí me tienen que decir las cosas explícitamente, ahorrando toda metáfora que pudiera ahorrarse, como a mí me tienen que repetir las cosas hasta el mismo hartazgo que provoca una película que se ve cuarenta y tres veces, mi amigo, que sabe todo esto y mucho más, obró en consecuencia: me habló, me explicó, me lo repitió. Enfrascado en las aventuras y angustias del soltero, no le di mucha pelota. Se enojó, entonces, como se enojan los amigos: me mandó a la concha de mi madre y dejó de llamarme. Lerdo, recién me percaté del hecho cuando su mujer procedió a explicármelo. Y me asusté. Me asusté mucho. No soy muy familiero. Mejor dicho: no soy muy familiero con mi familia. Las familias ajenas no me molestan, incluso me divierten bastante. La amistad, o mejor dicho: los amigos, me son imprescindibles. (Todavía recuerdo con un espanto muy parecido a la incomprensión absoluta como mi papá me contó, como si nada, como se enuncia que parece que va a hacer frío, cómo fue perdiendo, mejor: cómo fue olvidando a sus amigos hasta quedarse, sin lamento, con ninguno.) Volví, entonces, con el rabo entre las patas a recuperar una amistad que amenazaba naufragar. Procedo ahora a realizar una nueva afirmación, que entiendo debo destacar de algún modo (por caso, con esta aclaración): la amistad no puede estar ausente del paraíso. Pero agrego: a aquél paraíso del amor no le faltaba nada.
He aquí la distinción vaticinada: hay, al menos, dos formas de la felicidad. La primera es perfecta. La segunda es completa. La primera, la de los incendios del amor, es sincrónica, y de una intensidad que excede los parámetros para mensurarla. La segunda es diacrónica, y no le falta nada. Tiene el amor, claro, pero también tiene las cenas con amigos, el fútbol con amigos, las drogas compartidas. Tiene recitales de rock y descubrimientos de escritores nuevos. Tiene cumpleaños y tiene, en mi caso, discusiones filosóficas, brainstormings literarios con mi otro amigo, el escritor, tiene horas de escritura frente a la computadora y obstinadas prácticas con una guitarra eléctrica desafinada y ayuna de amplificadores. El paraíso, entonces, es doble. Es el que contiene a todo esto y mucho más. Pero en particular todo esto, y en particular el primer paraíso. El paraíso es un lugar imperfecto que incluye la perfección del propio paraíso. Es un lugar lógicamente imposible. Pero para mi dios la lógica no es una sino muchas, y son, todas, juegos que no siempre juega.

Matías Pailos

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18 abril, 2007

300: visualmente atractiva, ideológicamente repugnante

Recién llegado de mis vacaciones me encontré inesperadamente con la tarde libre y decidí prolongar mi ocio yendo a ver 300, la película basada en el cómic (o, como les gusta llamar ahora a los amantes de títulos grandilocuentes para géneros menores, “novela gráfica”) de Frank Miller, niño mimado del género que ya sorprendiera con la estupenda adaptación de Sin City. Y debo decir que la película no defraudó ni superó mis expectativas sino que las reprodujo tal cual, tal vez porque antes de ver 300 había leído la excelente reseña que Carlos Gamerro escribiera para Radar y con la que concuerdo en todo y de la que no puedo evitar reproducir su cita a Groucho Marx “No voy a ver películas donde los pechos de los actores son más grandes que los de las actrices”. Y valga decir que este es el caso. Pero no se trata sólo de que los 300 en cuestión sean todos candidatos a aparecer en la portada de la Men’s Health promoviendo los beneficios de la dieta mediterránea; después de todo a una adaptación fiel del cómic no se le puede pedir menos que grandes pectorales y abdominales como caja de ravioles. El problema es que la película incurre en tremendas incoherencias internas por no decir históricas. El argumento es simple (o simplificado) a más no poder: los siniestros, abominables, tiránicos y esclavizadotes persas se disponen a invadir el Mundo Libre de la Hélade comenzando por Esparta y ante la cobardía de algunos, los intereses de otros y la indiferencia del resto, sólo los 300 del título al mando del rey Leónidas se animarán a aguantarle lo trapos a un ejército de millones de monstruosos y sangrientos bárbaros. Este núcleo narrativo da tanto para la exaltación del fascismo (como en este caso) como para su condena (ver “A la hora señalada” y su vedada crítica al Macartismo).
Los contrastes entre ambos contendientes son subrayados con trazo grueso: los espartanos son hombres fuertes, hermosos, buenos y honrados que se aman entre sí (aunque la película no lo diga explícitamente queda más que claro) y que luchan por un inquebrantable afán de libertad mientras los persas son literalmente monstruosos, abominables engendros que obedecen por temor las órdenes de un tirano déspota de modales remilgados que es representado como la primera estrella glam de la historia: el rey Jerjes. Pero el punto es que la superioridad de los espartanos no se debe a las virtudes antes mencionadas sino a una educación cruel, una disciplina férrea, un odio ilimitado y un placer sádico por el asesinato de sus enemigos, sumado a la eugenesia y la eutanasia al servicio del mejoramiento de la raza guerrera. En la película también se mezclan los sistemas de gobierno: hay un rey, y también un consejo legislativo, pero la última palabra la tienen unos misteriosos sacerdotes deformes que habitan la cima de una montaña (???). El sistema democrático, por otra parte, es representado como un ámbito propicio para la carrera de corruptos y vendepatrias que obstaculizan las decisiones que el Líder Carismático toma por el bien de su pueblo. Ese mismo rey, Leónidas, es un sacado con ojos inyectados en sangre de esos que hablan a los gritos y te cagan a trompadas en un bar por mirarle el culo a su novia y sus 300 se comportan como un grupo de rugbiers que hacen el Haka después de cada try. Esto por no hablar de la voz en off, que como si no fuera suficiente, machaca una y otra vez sobre las bondades de la disciplina, el vigor, la subordinación y el valor de la formación espartana echando mano de todos los lugares comunes habidos y por haber al punto que uno termina esperando que en cualquier momento se despache con un “Los espartanos son derechos y humanos”. Lo que la vocecita no cuenta y la película escabulle es por qué los espartanos tan amantes de la libertad se preparaban obstinadamente para la guerra. En una escena los de Leónidas se cruzan con unos arcadios dispuestos a ayudarlos y el rey les pregunta a qué se dedican, los arcadios responden: “artesano” “herrero” “campesino”. “Ah –repone el rey- nosotros somos todos soldados, somos” ¡Ah, Uh, Haka-Haka! Queda flotando la duda. Si los espartanos son todos soldados… ¿De qué viven? ¡De lo que producen sus esclavos! ¿Y a qué le temen tanto? ¡A que éstos se les revelen! Así funcionaba Esparta. Los hilotas (su pueblo esclavizado) cultivaban la tierra y los espartanos cultivaban a los hilotas para obtener como producto el miedo que justificara su férreo, estricto y horrible estilo de vida. Por eso todos podían dedicarse a ser guerreros y tenían que serlo si querían mantener a sus esclavos a raya. Entérense niñitos excitados por la película que le piden a sus papis que les compren la espada, el escudo el yelmo y hasta el mini-short rojo espartano, que así vivían estos tipos.
Ah, eso sí, la animación y los efectos especiales, una pinturita.

Zedi Cioso

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26 diciembre, 2006

dos pelis más

bien, ahora se trata de dos europeas.

de la primera no recuerdo el nombre, algo así como el secreto silencio de las palabras.

la segunda, de nombre "hermanos", danesa.

de la primera, mal cine con trasfondo de la guerra de los balcanes, donde, claro, conmueve por obligación moral, no estética.

en la segunda, además, occidente sufre muerte en sus muchachos invasores, por lo menos hasta que me levanté y me fui.

ni se les ocurra.

ER

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06 diciembre, 2006

dos pelis

La primera, Noi, el albino, (Noi, albinoi, en el original) de Dagur Kari, en guión y dirección. Película islandesa. Comedia trágica o tragedia cómica, que narra con una sabiduría un tanto sorprendente en un artista tan joven como Kari (29 al momento de rodarla), en el tremendo paisaje de ese lugar, con una compleja simplicidad, hechos cotidianos pero no por eso poco peculiares, con un humor lúcido y lucido, o con un dolor intenso (la rotura del piano a mazazos), a través de una fijeza reconcentrada, acaso como los ojos del propio Noi, claros, secos, agudos y con una desesperación controlada. Qué felicidad encontrar una narración fílmica que huye del clisé entiendo que sin proponérselo, por la naturalidad de jugar el partido con sudor y saber.
¿El final? Mmmmm quién sabe.

La segunda, de un autor que me ha hecho ver con ésta ya 4 de sus obras: mundo grúa, el bonaerense, familia rodante, y ahora nacido y criado.
Creo que Trapero es un gran narrador. Me pregunto cuándo podrá ser cautivado por las tropas no realistas, porque pienso que puede dar el mejor cine que le consigamos imaginar a este país, si pudiera soltarse y viajar hacia las tierras de un kusturika, por ejemplo.
Maestro del clima y del montaje, que en definitiva es el corazón del cine, y ahora puesto en dos cotidianeidades diferentes, una pasado de la otra, y ese pasado que a la vez es presente en el silencio y la angustia. Igual, para mi gusto, Trapero no ha podido superar su ópera prima, y eso es un tanto preocupante. Como admirador de su obra, siempre estoy a la espera de un salto a otra poética, que entiendo que en algún momento va a ocurrir. Es para ver.

En definitiva, dos films que lo reconcilian a uno con el cine actual. Hay para narrar bajo esta forma, todavía, siento la satisfacción de ver que de lugares como los balcanes, irlanda, islandia o acá, entre muchos otros, aparecen joyas y sabias miradas.

salud al cine.

ER

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