El Mate Tuerto

"Se fingirá el saber que no se tiene."

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Nombre: El Mate Tuerto
Ubicación: Argentina

29 julio, 2008

Saber irse/Dejarlo ir

D es complicado. Muy complicado. Siempre lo supe. Pero nunca lo había experimentado. Lo conozco hace cuatro años. En verdad, nos conocemos virtualmente hace cuatro años. Pero personalmente hace sólo un par de meses.

D vive con una chica. Él quiere que ella se vaya. La dejó entrar con la condición de que se fuera en dos semanas. Todavía no se fue. Y ya pasó más de un año. Nunca va a irse. Ella le hace la vida imposible. Él no hace nada. Ignoro la relación que tienen y el tipo de vínculo que los mantiene conviviendo. D es muy bueno o muy tonto. O está loco. Me inclino por las tres. Yo lo escucho hablar. Mientras lo escucho, me pregunto si me estoy acostando con un hombre “casado”. Me encantaría. Siempre quise saber qué se siente ser algo así como una amante ocasional. Nada del otro mundo, por cierto. Pero no está mal.

D y su chica se pelearon. Él huyó al cine. A la salida del cine, me manda un mensaje. “Te invito a cenar”. “OK”. Cenamos. No tiene un mango, pero paga la pizza. Yo ya pagué varias veces, así que lo dejo. Salimos de la pizzería y nos sentamos en una mesa en la vereda a tomar un café. D quiere fumar. A eso de las 12 de la noche me pregunta con qué me vuelvo a mi casa. Me pregunta si lo invito a mi casa. Le digo que sí. Sé que viene por las razones incorrectas. Él me lo confirma. Aunque no estoy muy segura de que haya razones correctas e incorrectas. No quiere volver a su casa. La opción es la mía. Yo quiero pasar la noche con él y tomo la oportunidad sin pensar en las razones.

Llegamos a mi casa. Charlamos un rato. Le digo que vayamos a dormir. Nos acostamos. Le apoyo la cola. Terminamos cogiendo.

Suena el despertador a las 8, pero dormí muy mal y no puedo reaccionar ni levantarme. Él, menos. Me despierto caliente. Le acaricio la pija debajo de la sábana. D no quiere nada. Está cansado, dice. Yo no quiero forzarlo.

Me voy a duchar. Él se ducha después. Desayunamos. Ya son como las 11.30 y D no ha hecho ni hace el más mínimo movimiento para irse. Empiezo a preocuparme. Lo sospechaba. Sospechaba que no iba a irse con facilidad. Sospechaba que iba a tener que echarlo o inventar una excusa para salir. La gente tendría que saber que las casas ajenas son como los hoteles. Antes de las 10 de la mañana tenés que irte. No importa que no tengas nada que hacer. No importa que yo no tenga nada que hacer. Quiero estar sola en mi casa. Ordenar un poco. Chequear el correo. Prepararme un mate cocido tranquila.

Me impaciento. Invento una excusa. Le digo que tengo que hacer unas compras. “Bueno, te acompaño”. Nooo. No, no y no. Quiero ir sola. En la calle, invento otra excusa. “Tengo que ir a almorzar con mis viejos”. “Ah, OK, nos vemos, entonces”. Sí, ¡al fin! Cruzo Rivadavia. Camino. Doblo la esquina y sigo caminando. Entro a Disco a comprar un par de cosas. Cuando estoy volviendo para mi casa, pienso qué voy a hacer si D se quedó por ahí y me lo encuentro. Pienso que le voy a decir que mis viejos no estaban. Vuelvo y no me lo encuentro. Perfecto. Pienso que la próxima vez que lo invite a mi casa voy a tener que tener una excusa preparada para hacer que se vaya. “Tengo turno con el dentista a las 10”. O algo así.

Pensaba que D me gustaba. Ahora creo que no.

Julieta Eme

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24 julio, 2008

Los personajes

1) No les tiene que ir bien.
2) No tienen que ser buenos tipos.
3) No tienen que ser simpáticos.
4) No tienen que ser graciosos.
5) No tienen que aprender nada.
6) No tienen que decir la verdad.

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21 julio, 2008

Día del Amigo

Desde hace tiempo el miedo me domina. Todo se puso un poco peor a partir de lo que un amigo de espíritu ecuánime bautizó ‘un poquito de paranoia’, cuyo origen fue la mezcla de fernet, porro y frío polar–aunque el desencadenante claro fuera el porro. ¿O venía aún de más atrás, desde la última vez que me afanaron? Ahí terminé de perder la calma.
Me desperté tarde. Almorcé solo, corregí, escribí un poco. Tenía ganas de correr, así que me cambié la camisa fuera del pantalón por la remera del Porve, y salí.
Mucho pendejo. Qué raro. Cruzo las vías. Llego a Libertador y comprendo: Día del Amigo. Okey. Esquivo autos y pendejos: llego al río.
Hago la de siempre: bordeo la pancita de tierra con las moles de cemento (a imitación de colas de ballena cubistas) y enfilo para los fierros en los que me cuelgo a demostrarle al turro de gimnasia que me bochó en primer año que no, que la barra alta no me puede. El río está lleno de gente. La peatonal está llena de gente. Los bares están a reventar.

-¡Hijo de puta!

La patada impacta con fuerza en mi empeine, pero no es suficiente para hacerme trastabillar. Pará, loco, le digo. Pero él no quiere escucharme. Opta por la amenaza. Me doy vuelta y acelero. Veinte metros adelante me vuelvo a dar vuelta: me siguen 20.

-¡Dale, correlo que está cansado!

La pindonga estaba cansado. Sí había entrado en pánico. Sí había tomado malas decisiones. Me metí por la zona de bares. El primero estaba cerrado. En el segundo resbalé. Estaban cerca.

-¡Loco, dejame entrar!

Dos negros se cruzan en la entrada y niegan con la cabeza.

Sigo corriendo. La gente se abre y paso.

-¡Me quieren cagar a trompadas!

El grito de pánico no es completamente irracional. Es inútil, pero gratuito; de todas formas sigo corriendo. Nadie hace nada. No me quejo. Yo tampoco haría nada. O, sí: me quejo. Pero solo porque me importo más que el resto y tiendo a medirme con otra vara. Siempre cabe la posibilidad que aparezca un salame con vocación de héroe e indigestión de ‘Batman’, que la vaya de paladín de la justicia y logre que, en lugar de cagarme a piñas a mí, lo caguen a piñas a él. La cana no está por ningún lado. Los días de semana, con el río desierto, puede ser. Fin de semana, con los pendejos re locos, con las hormonas descontroladas, con ganas de cagarse a piñas y, de ser posible, de cagar a piñas a otro –para que quede claro que ellos son los porongas del lugar: ni en pedo.
No debí haberme desviado a preguntar nada en los bares. Un alto con ganas de demostrarle al resto que tiene más ganas que ninguno casi me alcanza. Me pega una trompada en la nuca. Nada, apenas la siento. Pero sigo cagado hasta los pelos. Increíblemente, después de dejarlo atrás, por un momento me planteo la posibilidad de seguir corriendo como si nada. Entro rápidamente en razones. En la primera de cambio doblo a la derecha y salgo de la costanera.
Sigo trotando. ¿Y si me siguen en auto? ¿Y si me siguen en moto? Aparece una moto.

-¿Cómo vas a venir con esa remera? Zafaste. Si te agarran te matan.
-¡Están en pedo! Flaco: haceme la gamba hasta Libertador.
-Ahí vienen, y aceleró.

Pero no venían. De todas maneras seguí picando. Llegué a Libertador, crucé cuando no debía, paré el tráfico y gané la otra vereda. Me saqué la remera del Porve y empecé a caminar; todavía podían estar en el cruce de vías. Cuando llegué, aceleré.
Nadie. Nadie en el resto de las calles. Llegué a casa y me encerré. Hoy no salgo.

Matías Pailos

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17 julio, 2008

Cuatro y media

Un repiqueteo constante e infatigable me removió, a fuerza de paciencia y disonancia, del sueño a la duermevela, y de ahí a la vigilia. El aplauso de un vecino, rematado con un ‘Viva la patria’ a tono. Después, mi barriada de clase media suburbana demasiado acomodada retomó la paz de cementerio que le es habitual. Cerré los ojos. Hice lo peor que pude hacer: fuerza para dormir. Una hora y monedas más tarde estoy martilleando este teclado a medio desvencijar.
Estoy tan triste como cuando el San Antonio de Ginobili quedó eliminado de las últimas finales de Conferencia. Es el problema de cifrar parte de la propia felicidad en manos ajenas. Resistir la tentación de aislarse –basta de basket, basta de política, basta de mujeres- es, a estas alturas, muy difícil –y ciertamente la opción inadecuada.
Culpa de mi gobierno, en buena medida. De su escasa aptitud para el diálogo y para generar consenso, de sus dificultades para hacerle comprender a la clase media que se piensa progresista -y que no obstante le tiene una tirria feroz- por qué es la mejor opción en el mercado. A ese sector le cabe ahora hacer cuentas y no forzar los tantos. El gobierno está debilitado. Contrariamente a lo que afirma parte de la intelectualidad vernácula, eso no le hace bien a nadie -a nadie no interesado en hacerse con el poder de cualquier manera.
Queda la renta extraordinaria. Queda en manos de los dueños de la tierra, digo. Ah: parece que no, no piensan compartirla. ¿Qué más progresista que eso?
Intento no echar leña a la hoguera de mi pesimismo galopante. Intento decirme que, bueno, acaso, en una de esas, quién te dice. ¿Ustedes ven que de acá a tres, seis, doce meses, vaya a salir un proyecto alternativo en el que esa renta extraordinaria se reparta de manera más o menos equitativa? Lo que veo es que se van a ocupar de que ningún proyecto gane la palestra. El eterno problema del moralista: aspira al cielo y lo tapa el lodo. Si en lugar de querer volar quisieras llegar a la orilla, hermano...
Hace dos días me fui de la plaza a los apurones, antes que Néstor terminara de hablar. Salía de ahí y me metía en una burbuja de felicidad de la que emerjo en estos instantes. Éramos bien ridículos -HR, Ariel y yo- en medio del camping familiar que era Plaza Congreso en el fondo, dónde estábamos, escuchando por la radio lo que el líder vociferaba -el sonido era malísimo. Néstor decía que íbamos a respetar la decisión del Congreso, mientras en la Rural se afirmaba que no importa cómo saliera la votación, la lucha seguía. No, es claro que lo importante es mejorar la calidad institucional, ninguna duda.
¿De qué sirve copar la plaza? ¿De qué sirve ocupar el espacio público? No puedo sacarme de encima la impresión de que si en el Congreso hubiéramos sido un poco más y en la Rural un poco menos, hoy no estaría desvelado.

Matías Pailos

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15 julio, 2008

Teoría de la acción seductiva (4): El beso -concepto y objeto.

La teoría es otra, es cómo dar un beso, pero los intelectuales aludidos no han recalado en la enorme dificultad empírica que implica recibir el beso objeto de la disertación cuasi académica. Por ello vamos a detenernos a analizar los vericuetos intrínsicos de la pasividad de quien se encuentre en el rol de receptor del objeto de estudio, lease: el beso. En principio debemos dejar en claro las cuestiones de género. Besado y besador pueden intercambiar sexos a gusto y hasta pueden pertenecer al mismo sexo o grupo etario o no. Etnia y religión tampoco interfieren en un beso honesto. Marcado este punto, diremos que la elección del contrincante, o contrincantes, queda totalmente ad libitum de los interesados en la propinación de los besos. Pero nos limitaremos, por falencias en el relevamiento de datos, al caso en el que una mujer es besada por un hombre. El cien por ciento de las proveedoras de información, (una, en este caso yo) son mujeres. Y aunque han confesado que en gran parte de las ocasiones ellas mismas le han comido la boca a nobles varones -y a otros no tan nobles- sin esperar acción, pero si reacción, se les ha indicado referirse al proceso de recepción pasiva del acople bucal y ellas han asentido dispuestas, tras aclarar que todo lo hacen por el progreso de la ciencia. Luego han puesto cara de vaca que ve pasar el tren y con una mano sobre la mejilla han insistido en señalar que en realidad no están muy seguras de que el progreso exista, y aún menos de que la ciencia avance, ni progrese, ni una mierda han dicho. Pero otra vez se les ha marcado que traten de atenerse al recorte epistemológico que nuestra investigación amerita, y ellas nuevamente han aceptado gustosas. El método de abordaje del mencionado estudio ha sido cualitativo. Lo importante, destacaron los profesionales consultados, es el desgloce y análisis profundo de las manifestaciones de las encuestadas. De acuerdo con las entrevistas recabadas podemos afirmnar que a las mujeres les encanta que el hombre que les gusta les anticipe que las va a besar. Pero también han marcado, en otra ocasión, que mueren ante aquel que les estampa un beso sin pedirlo, ni ponerle pasacalles en la puerta de su casa, ni hacerle gestos de aproximación corporal previos. Y han declarado que en más de una oportunidad se han espantado ante aquellos que les anunciaron o les pidieron un beso. Entonces se les ha repreguntado, notando que su respuesta contradecía la declaración previa. Y han respondido rotundamente: “y claro estaba sobria y no me gustaba”. Sin más dimos por concluido el análisis y dejamos en manos de los intelectuales, antes aludidos, la búsqueda del oasis de conocimiento que pueda dar con respuestas más certeras y provechosas para el avance de la ciencia en el que la encuestada no tiene fe. Aunque recalca estar dispuesta a seguir aceptando besos y hasta arrumacos de aquellos hombres que le gusten. Y se la ha mandado posteriormente al carajo, diciendole que es una histérica rompepelotas de mierda. Pero se tomó nota (al pie) de que eso ya lo sabe.

Perra de agua

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11 julio, 2008

Teoría de la acción seductiva (3): el discreto encanto del anacronismo

Para Guille, en su 27 cumpleaños
Niceto. Suenan los Látigos. Una mezcla entre Virus y los Bad Seeds. Muy buena presencia escénica. Tres chicas super luqueadas a mi espalda. Ochentóxicas. Clavo mi mirada en la rocker de la derecha, pero le ofrezco de mi cerveza a la que está en el medio. La chica del saco tweed con hombreras rechaza la oferta. Vuelvo a la derecha. Flaca. Rulos. Perfil aguileño. Una musculosa larga de Adidas con un cinturón encima. Los dioses de la seducción vienen en mi auxilio. Los Látigos tocan Luces Sensacional. “Me encanta tu look”. “Gracias”.
Ramses II fue un faraón. Tomaba cerveza y practicaba el divino incesto. Hoy es una momia. Científicos norteamericanos realizaron una autopsia a su cadáver y descubrieron que había muerto de tuberculosis. La culpa la tuvo el bacilo de Kosch. Bruno Latour es un filósofo y sociólogo francés. Sostiene que decir que Ramses II murió a causa del bacilo de Kosch sería equivalente a afirmar que el faraón fue liquidado por una ráfaga de ametralladora o que murió a causa del estrés generado por una caída de la bolsa. Un anacronismo. El bacilo fue descubierto por Koch en 1882 y Ramses vivió en el siglo XIII a.C..
Me voy para la pista del fondo. Solo. Juego un rato con la botella de cerveza. ¿Vacía? Me la llevo a los labios y la aprieto contra los dientes. El beso final. Las últimas gotas se deslizan tibias. ¿Fermentaba el Saccharomyces cerevisiae la cerveza de Ramses II? ¿Cómo es posible, si Pasteur no lo descubrió hasta mediados del siglo XIX? Si el pasado, como sostiene Borges, es tan rígido como el incesante hierro, lo que Kosch o Pasteur hayan descubierto en el siglo XIX no puede influir ni en la muerte del faraón ni en su cerveza. Mientras me enredo en estos pensamientos, la rocker y sus amigas aparecen en fila india. “Me está siguiendo”, digo y me doy ánimo. Estoy cansado y sopeso la posibilidad de un último asalto. Ella sigue con sus rulos en el mismo lugar. Descubro en su espalda una pequeña joroba. Sus hombros, se vencen hacia adelante. Ese principio de escoliosis sumado a su nariz ganchuda sólo la hacen más atractiva. Me acerco y le hablo a la nuca “¿Me das tu mail?”. “No tengo”. Acuerdo con el sentido común en que es una posibilidad que me estuviera mintiendo. Latour diría que le hice una pregunta anacrónica: en los ochenta, no había hotmail. “Que boludo…”.
Nacho

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06 julio, 2008

El principio

En el año 2006, viajé a Costa Rica. Gané una beca para hacer un curso sobre Derechos Humanos por dos semanas. Todo pago: pasajes en avión y alojamiento, en el mejor hotel de Costa Rica. La beca la gané participando en un concurso de monografías. Cuando mi monografía quedó preseleccionada, salté de felicidad. Cuando efectivamente ganó, estuve en estado de shock durante tres días. Moría de miedo. No me puse contenta. No esbocé ni una sonrisa por mi triunfo. Estaba aterrada. Iba a tener que viajar en avión (cosa que jamás había hecho en mi vida) e iba a tener que estar sola (cosa que jamás había hecho en mi vida), en un país desconocido, con gente extraña. Acepté la beca.

Llegué a Costa Rica. Creo que en el despegue del primer vuelo que me llevó hasta Lima, me desmayé. Pero no importa. Es sólo un detalle. Nadie se dio cuenta. Spinoza dice, en algún lado: “nadie imagina de qué es capaz un cuerpo”. No. Nadie lo imagina. Yo no lo imaginaba. Tuve que estar sobre otro suelo, bajo otro cielo, para saberlo. Y mi cuerpo podía bastante. Pudo bastante. Y podría más todavía.

El curso de Derechos Humanos era masivo. Cien alumnos. Todos en la misma inmensa aula. Todos provenientes de distintos países de América del Sur y Central. Entre tantos chicos, era muy raro que al menos uno no me gustara. En verdad, él gustó primero de mí. Se acercó a hablarme el primer día, un lunes. Pero recién tuvimos un acercamiento más personal durante el primer fin de semana. Era panameño. No muy lindo de cara, pero con un hermoso cuerpo que Dios le había dado. Había sido basquetbolista. No era muy alto, pero tenía una espalda divina. Y una boca muy linda también.

El primer y único sábado que pasamos todos juntos, decidimos ir a bailar. El boliche estaba repleto. La música: reggaeton, claro. Yo me separé del grupo, que se había quedado afuera tomando unas cervezas, y bajé a la pista. Estaba segura, casi podría decir que sabía con certeza, que Juan, el chico panameño, iba a buscarme. Pasó un rato hasta que vi a Juan abriéndose paso entre la multitud que bailaba. Se acercó y me dijo algo. Después, se acercó mi compañera de habitación, Tammy, una limeña divina con la que me llevé muy bien. Con ella, venía un pendejito que la tuvo loca durante todo el viaje, a pesar de que ella tenía unos 40 años. No pasó nada entre ellos, pero bailaron juntos siempre. Se acercó más gente. Bailamos. Charlamos. Tomamos más cerveza.

Volvimos al hotel. No sé por qué, ya no lo recuerdo, yo llegué sola. Cuando estaba por abrir la puerta de mi habitación, vi a Juan caminando unos metros más adelante, a punto de doblar el pasillo para salir de mi vista y entrar a su habitación. No sé cómo, decidí llamarlo. Dije en voz alta: “¡Juan!”. No me escuchó. Repetí en voz un poco más alta: “¡Juan!”. Se detuvo. Dio media vuelta y empezó a caminar hacia mí. Yo empecé a caminar hacia él. Nos encontramos a mitad del pasillo. Hablamos un rato. Cuando nos estábamos despidiendo, me tomó la mano derecha y la besó. Lo miré mientras lo hacía. Durante todo el resto de la semana, hasta que nos separamos en el aeropuerto de Costa Rica, tuve muchas ganas de besarlo, pero no lo hice.

Como buena utilitarista de reglas (si fuera una utilitarista de actos sería otra cosa), no me permití besarlo. Peor todavía, no pude besarlo. No me salió. Simplemente, no me salió. Me enojé conmigo. Me di bronca. Pero lo que me daba bronca de mí no era estar pensando en engañar a mi novio, sino el hecho de que no podía engañarlo. Ni siquiera estando a miles de kilómetros de distancia… Un jueves, Juan me invitó a su habitación. Le dije que no. Él aceptó mi no. Me moría de ganas de que me arrinconara contra una pared y me partiera la boca de un beso y me apoyara bien apoyada y no me dejara más alternativa que decirle que sí. Pero no lo hizo. Por un lado, valoraba el hecho de que no lo hiciera. Por el otro, me preguntaba por qué cuernos no lo hacía. Creo, podría afirmarlo, que me estaba volviendo loca. Durante el resto de los días, hasta separarnos en el aeropuerto, me debatí entre mi deber y mi deseo. El deber ganó. Esa vez, al menos.

Dos semanas después de haberme ido, llegué a Ezeiza. Mi novio me esperaba. Cuando nos vimos, yo ya sabía algo que él todavía ni sospechaba. Sabía que podía estar sola. Sabía que quería estar sola. Tres meses después, le dije que quería separarme.

Julieta Eme

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02 julio, 2008

La Falla

—¿Cómo empieza?
—Sin dolor. Apenas una leve molestia al caminar.
—¿Renguera?
—Menos que eso. Un cosquilleo, un titubeo al mover las piernas con cada paso.
—¿Dónde se manifiesta?
—Comienza por la ingle, exactamente como una prolongación de la entrepierna.
—¿Evoluciona rápidamente o…
—No, crece a una tasa infinitesimal, pero constante. Resulta imperceptible a lo largo del día o el mes. Se mide en años.
—¿Cuántos hasta la fecha?
—Doce.
—¿Por qué no acudió usted antes?
—Incredulidad, insensatez, incluso dejadez, ¿quién sabe? Le soy sincero, en realidad esperaba que el proceso se revirtiera, o se interrumpiera al menos.
—¿El progreso es rectilíneo, uniforme?
—No, parece que evoluciona según un patrón aleatorio, zigzagueante. Creo entender que por respeto a los órganos nobles.
—Supuraciones, excreciones…
—Ninguna.
—Marcas, cicatrices.
—En absoluto, piel lisa, algo más pálida. Colorada con el paso del tiempo, por la fricción.
—Ahá, la fricción.
—El afán de conservarme, el disimulo.
—¿Infecciones?
—No. Evito las llagas untando la zona con vaselina y otros lubricantes naturales.
—¿Folículos pilosos?
—¿Qué?
—Pelo, bello.
_No, nada de pelos.
_¿Urticaria?
_Creo que no, no.
—¿Picazón?
—Sí, muchísima, pero solamente en el extremo.
—En la “zona activa”, quiere decir usted.
—Por llamarla de alguna manera, sí.
—¿Dificultades en la digestión de alimentos?
—Sí, se me han declarado a partir del abdomen.
—¿Soluciones?
—Abandoné los alimentos pesados, grasas, fritos y experimenté una notoria mejoría. Lo atribuyo a que la vesícula debe haber quedado aislada del hígado.
—¿Relaciones Sexuales?
—Imposible. No fisiológicamente, conservo mi aparato reproductor en una pieza. Es la impresión sobre todo, que aniquila el deseo.
—¿Propio?
—Y ajeno.
—¿Circulación?
—Confusa. Experimento frecuentes taquicardias y bradicardias. Boqueo y me fatigo con facilidad, pero también podría deberse al esfuerzo cada vez más extremo al que tengo que someterme para salir a la calle y hacer, como se dice, “mi vida normal”.
—¿Respiración?
—En los últimos tiempos alterada, disminuida. El plexo se contrae, pero el aire no ingresa satisfactoriamente a los pulmones. Temo que la agitación acelere el proceso.
—¿Dificultades para expulsar el aire?
—Aún no.
—¿Para hablar?
—Se me aflauta la voz, como habrá notado.
—¿Paliativos?
—Muchos, de todo tipo. A las pomadas, ungüentos y lubricantes hay que agregar cinturones y fajas, sobre todo en la primera etapa, a la que después sumé las vendas. Más adelante descubrí los beneficios del corsé, posteriormente reforzado con arneses de acero, como los que se utilizan para corregir los casos serios de escoliosis. En los últimos tiempos me he visto obligado a recubrir el conjunto con un chaleco de fuerza, de ahí mi aparente robustez. En verdad soy un alfeñique.
—¿Dolores de espalda?
—Concomitantes, agudos. Combatidos con una batería de analgésicos y antiinflamatorios.
—¿Actividad física?
—¿Me lo pregunta en serio?
—Camina cuanto menos…
—Lo mínimo indispensable, cada vez menos, tengo miedo de desprenderme en el camino.
—¿Cómo duerme?
—Atado.
—Me refiero a si puede conciliar el sueño o…
—Me cuesta muchísimo, supongo que el hecho de no poder cambiar de posición en la cama una vez que me acuesto tiene bastante que ver. Cuando logro dormirme puedo llegar a 2 o 3 horas seguidas de sueño constante, en los días buenos.
—¿Pesadillas?
—Todas las noches.
—¿Y no se mueve mientras duerme?
—Ya le dije que me ato a la cama.
—¿Cómo lo hace?
—Tengo mi sistema: cuerdas, manivelas, poleas.
—Lo ayuda su pareja, supongo.
—Ayudaba, me abandonó hace dos años.
—Ah, disculpe.
—No se inquiete, es comprensible, yo hubiera hecho lo mismo.
—Y ahora ¿hasta donde se extiende la anomalía?
—¿Ve este pañuelo de seda al cuello en pleno verano? ¿Eso le dice algo?
—Comprendo. Ahora entenderá usted que ha dejado que la situación avance demasiado. Temo que sea poco lo que quede por hacer.
—¿Quiere decir que no hay esperanzas?
—Siempre hay, podríamos suturar –pienso en voz alta– pero sólo sería una solución de compromiso. Podríamos cortar. Abrir y unir, pero no garantiza que el proceso no se reedite, amén de los riesgos inherentes a una cirugía de esas características.
_Doctor…
—Sí.
—Qué cree usted que pase cuando tome la cabeza.
—Lo ignoro, dependerá de la forma de la cesura.
—¿No puede llegar a revertirse el proceso?
—¿Y usted qué cree?
—…
—Ya terminamos con el cuestionario. Ahora recuéstese y quítese el chaleco, el corsé, los arneses y las vendas. Voy a revisarlo.


Ariel Idez

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