El Mate Tuerto

"Se fingirá el saber que no se tiene."

Mi foto
Nombre: El Mate Tuerto
Ubicación: Argentina

25 febrero, 2009

Parecemos (ya ves) dos extraños

Nótase de inmediato que no son santiaguinos (le comento a Denisse): en vez de “Compañía” ellos decían “Compañía de Jesús”. Imagino a un sorprendido capitalino intentando ubicar la sacra avenida en su memoria. Aunque nunca tuvieron que consultar, o porque se ubicaron bien de manera natural, o por el mapa que Playmobil cargaba.

Probablemente sea un yerro estético, pero no parece muy bueno ser peronista, ni salir en todas las fotos haciendo con la mano la V de victoria. Así que no llores por mí Pailos, y comienza a escuchar Slayer, que no de únicamente Sonic Youth vive el hombre.

Y tampoco es inocente que haya sido mencionado un par de veces en la misma noche, el hecho de que Celine hubiese sido un nazi colaboracionista. Así como que Heidegger se follaba a una buena judía, o que Carl Schmit medía un metro y cincuenta.

La sorprendente extrañeza que les causaron los perros desmayados de Santiago. Yo los justificaba con una muy importante vida onírica: canes durmiendo en las calles de todo Santiago y que sueñan la ciudad, y quizás todo el mundo. De ahí que parezcan en desmayo, no es únicamente por el horroroso calor ni el cansancio del aburrimiento.

Pero luego, el sábado en la tarde, en la plaza donde fumaron un porro (ellos, los otros, yo no), los animales corrían de un lado para otro, con el desencajo mental de Playmobil que veía contrastada su teoría en medio de la voluta de nubarrones que tenía en la cabeza.

Matías es más calmo. De los tipos que pueden llegar a incomodar con sus silencios, o con sus silencios interpretados como análisis y aprehensión de todo su entorno. Y cuando habla, insiste y porfía, y le cuesta pero acepta al final —o es que sencillamente andaba raro. Como mi recomendación obligatoria, de que por lo menos ahora debían ser de la Universidad de Chile en temas de fútbol. Y no terminaba de convencerlo el por qué no de Colo-Colo: porque el terreno fue donado por Pinochet, una tierra donde antes hubo un vertedero. Y olvidé decirles que también el dictador —por eso y por otras cosas— es presidente honorario de ése club.

Lo cual no significa que Facundo ande arriba de las mesas bailando en pelotas. Aunque estoy seguro que lo ha hecho. Pero es distinto, y el balance entre ambos denota que la astrología funciona, o la amistad, pero en menor medida, el mutuo conocimiento, los recuerdos compartidos. Como Lima y Belano, continuando las frases que el otro dejaba a medio camino. Pero Facundo sonríe más, o está menos cansado de la humanidad y hasta puede que tenga más paciencia para con el resto, o todo se lo toma por la joda y cuando algo le carga lo manda a tomar por culo. O todo lo contrario.

Extraña coincidencia. Playmobil llega con una polera de The Clockwork Orange y yo con una que la remeda.

Y la forma en que la ñ se pierde en la lengua porteña, desintegrándose en la una vieja n junto a la vocal. Ninios en vez de niños…

Habría que darle un premio a mi suegra por el banquete pantagruélico que nos brindó en el almuerzo del sábado. Delicias marinas. Jibia, a.k.a. el loco de los pobres. Reineta frita, que quizás sea como el pollo del mar que dijo Facundo. Una sopa de mariscos que levantaría hasta a Borges de la tumba. El vino y la cerveza. Y yo que pensé que luego de eso no comía más. Con los almuerzos de ella siempre pasa lo mismo, hay que decirlo. Pailos dixit: “Parece que hoy no ceno”.

Si supieran lo que es moverse en metro en la mañana, no pensarían tanta eficiencia del servicio. O las micros con gente colgando hace un par de años. Pero no lo vieron y está bien, la visión del turista está tan sesgada por lo novedoso como la del nativo por lo reiterativo del lo mismo que el recién llegado se sorprende. Y justo en eso, el nativo comenzará a ver de otra forma lo cotidiano: los perros desmayados por ejemplo.

Y yo que hace tantos años quería leer Mantra de Fresán, y me encuentro con que lo consideran un idiota, un buen cronista pero poco más fuera de eso. A pesar de su amistad con Bolaño.

En todos lados se cuecen habas: qué extraña historia del tipo que desfigura a su mujer con ácido, y él se suicida, y su hijo escribe la novela que cuenta el dolor de su madre, sus operaciones reconstructivas, y la perfidia siniestra que esconde cualquier escritor.

Hasta último momento no supe si desearle a Playmobil que encontrara lo que buscaba en su viaje al desierto. Porque quizás lo que encuentre sea algo totalmente distinto, porque el desierto es extraño, como el de Ciudad Juárez. Donde se mezcla la voluntad de desaparecer y la obligación de no ser encontrado. Siempre cabe la posibilidad de ser tragado por la pampa, y reaparecer en huesos y jirones de tela veinticinco años después. Pero para qué ponerse pesado.

Hay muchos autores entre medio. De uno y otro lado, y que hay que leer. Una lista que deberíamos hacer a 3, 5, 7 manos. Sumando a los ausentes a la reunión: Idez y Gernández —por lo bajo.

De verdad creo que cuando viaje a Buenos Aires, me recibirán con un enorme trozo de vaca muerta, pero no por ser simpático ni nada de eso. Sino por haberles mostrado una parte de la ciudad que los turistas ignoran. Si querían salir del centro de Santiago, viajamos justo a uno de sus extremos. Y luego siguieron por la costa, para finalizar en el desierto enorme, donde la gente no se pierde simplemente: se empampa.

Qué extraños pueden resultar las consecuencias de la lectura. Desde la locura, hasta amistades que funcionan sin nunca haberse visto la gente antes. Sirve para que se lleven un par de libros, o para que manden otros. Para encontrar similitudes entre pokemones y floggers, o sinónimos para los términos que no comprendemos a uno y otro lado de la cordillera. O para sacarme una gran duda: que no todos los habitantes masculinos de Buenos Aires se han tirado a un travesti. Cuestión que cualquiera cree luego de ver los sketches humorísticos de «Rompe portones».

Les mostré la nueva estación de metro hecha por clamor popular; les conté de los cordones industriales que se movieron durante Allende; nos reímos de la contradicción en los términos de la «logia secular del Divino Maestro» en avenida Brasil; sopesamos visualmente un excelente culo femenino; ahora saben que en los edificios alrededor de La Moneda aún se notan las marcas de las balas del 11 de septiembre de 1973; conocen la idiota separación que Plaza Italia supone para la ciudad; y les conté el último capítulo de Lost que ellos recién verán cuando vuelvan a su país, y éste sea apenas una mancha de humanos al otro lado de la cordillera.

Ya se alejaron, ya viajaron y volvieron a casa en avión y bus, y no en carreta tirada por equinos por suerte. Porque eso sería «como viajar en el tiempo: en el trayecto, hecho al paso rápido de sus caballos, alcanzarían carretas que habían partido en otras eras geológicas, quizás antes del inconcebible comienzo del universo (exageraba), y aun a ellas las pasarían, yendo hacia lo verdaderamente desconocido.»*

Rodrigo Salgado Boza

(*) Aira, Un episodio en la vida del pintor viajero, LOM, Santiago, agosto de 2002)

Etiquetas:

18 febrero, 2009

Playmobil


Che, se nos fue Hans Beck, el inventor de lo que yo llamaría el mejor juguete de la era moderna. Y recién ahora, leyendo las necrológicas, vengo a revelar algunos remotos misterios que me perturbaron desde mi más tierna infancia, como por ejemplo aquellas enigmáticas leyendas inscriptas en las plantas de los pies de todo Playmobil que se precie de serlo: Geobra en la izquierda y 1974 en la derecha. Resulta que la primera viene a ser la empresa alemana encargada de traer los playmobiles al mundo (¿Y Antex? Porque esa era la marca que aparecía en la cajita. Respuesta: es la distribuidora local) y 1974 (año en el que, entre otras cosas, David Bowie sacó Diamond Dogs) la fecha de nacimiento de los beneméritos muñequitos, hermanos apenas 3 años mayores que yo, que cuando niño ¡iluso! los juzgaba tan antiguos como el aire y el agua.


De todas formas la historia de los playmobiles se remonta a 1876 y contiene varios detalles curiosos que alimentan el mito y en los que yo opto por creer con los ojos cerrados y el corazón infantil todo oídos. En aquel remoto año Andreas Brandstätter fundó una fábrica en la región de Baviera a la que bautizó con su propio apellido y en la que producía artículos ornamentales y cerraduras. En 1908 su hijo Georg le cambió el nombre a la fábrica uniendo las primeras 3 letras de su nombre con las 3 primeras de su apellido: nacía ese nombre con curiosas resonancias fabriles en castellano que todos nosotros cuando niños atisbaríamos en la suela playmobil. En 1921 Georg trasladó la fábrica a Zindorf, cerca de Nuremberg y empezó a fabricar juguetes de hojalata, pero la segunda guerra (en la que le encontraron un uso menos lúdico al metal) y la novedad del plástico que trajo la posguerra pusieron a la firma al borde de la quiebra. La salvó el espíritu emprendedor de Horst Brandstätter, biznieto del fundador y responsable directo de tantas horas felices en nuestra infancia. Horst no sólo se pasó al plástico como materia prima sino que en 1958 desarrolló una forma económica de fabricar aros de Hula-Hula (Hoola-Hop) y en poco tiempo tuvo a toda Europa batiendo las caderas; pero antes que pasara la moda o llegaran los juicios por luxación de cresta ilíaca emprendió la producción de vehículos de juguete tales como coches o tractores para que los niños montaran y conducieran a sus anchas. Eran épocas de Plan Marshall, créditos blandos, vacas gordas y petróleo barato. Entonces ¿le debemos los playmobiles a la OPEP?. En parte sí, porque con la crisis del petróleo de 1973 la materia prima del plástico se fue al techo y el cochecito del pibe iba a costar tanto como el Mercedes del padre. Acá entra a tallar el principal héroe de esta historia: Hans Beck era un carpintero (¡Como Yepeto, el tristón viejito padre de Pinoccio!) aficionado al aeromodelismo y las maquetas y ese savoir faire le ganó un puesto en la fábrica de hacer juguetes. Ahí, como quien dice, Hans “hizo carrera” hasta llegar al puesto de Jefe de Desarrollo y el primer encargo que le hizo su jefe fue elaborar una nueva línea de coches de plástico en los que, en lugar de niños, se sentaran unas figuras humanas de plástico: con la crisis había que achicarse en todos los sentidos de la palabra. Hans, sin embargo, se concentró menos en los vehículos que en los “toscos muñequitos”, porque, etnocentristas al fin, comprendió que los niños se identificarían más con ellos que con ningún otro medio de transporte. Se encerró en su taller-laboratorio y al cabo de un tiempo alumbró el milagro. Podemos imaginarnos a Horst Brandstätter con el adánico primer playmobil entre los dedos, preguntándole a Hans “¿Te parece que esto les va a gustar a los pibes?”. De hecho, todos fueron escépticos en un principio con los playmobiles: eran demasiado básicos, poco articulados, un poco caros y hasta un toque anticuados (Hans siempre se cuidó de asociarlos a tendencias pasajeras y las primeras líneas en salir a la venta, de hecho, fueron la medieval, la de salvaje oeste y la de construcción) ¿Y qué era ese flequillo serrucho, ¿Y esos guantes para sacar bandejas del horno que tenían por manos? ¿Y esa sempiterna sonrisita dibujada en la cara?. Todos dudaban, menos los chicos, que adoptaron al juguete de inmediato como uno de sus predilectos. ¿Quién no recuerda la primera vez que tuvo un playmobil entre manos? Distinto a todo lo conocido, hermoso, elegante, con tanta personalidad e idiosincrasia propias que era como si Hans Beck hubiese viajado al platónico mundo de las ideas para traernos el arquetipo del juguete. Y es que Hans creó al playmobil con ojos y anhelos de niño y así comprendió que para los chicos menos es más, porque el juguete para un niño sólo es un médium para el trip jubiloso de su imaginación. Según este mismo mito de origen el tamaño del playmobil, 7,5 cm, fue elegido por Hans porque era la medida justa para que la figura cupiera en el puño de un chico. Para diseñar el rostro Beck estudió numerosos dibujos infantiles y observó que sus autores siempre se preocupaban por incluir los ojos y la boca, pero raramente la naríz y de ahí la ausencia de fosas nasales de los muñequitos. Las manos prensiles cumplían su más importante objetivo: los playmobiles aferraban todos sus objetos sin que éstos se les cayeran de las manos y eran tan efectivas que incluso se podían aferrar ellos mismos a una saliente de algún vehículo o nave y viajar colgados sin caerse. Además obsérvese este detalle: el playmobil, con sus limitaciones, es uno de los pocos juguetes que tiene articulación en las muñecas y ¿cuál es uno de los principales atributos del hombre? Su capacidad de usar las manos y aferrar objetos. Aquí también hay otra de las claves: los múltiples accesorios intercambiables merced a los cuales se podían mixturar las indumentarias de distintas series y obtener piratas cósmicos, marineros del lejano oeste, o lo que dictara las necesidades del juego en ese momento. El de los playmobiles era un mundo propio que crecía en el rincón de un cuarto infantil, como un tlön que, lento, va cruzándose con el de los humanos hasta absorberlo por completo.

La primera caja de playmobiles que me regalaron fue la de la avioneta. Era un aeroplano monohélice biplaza que llevaba el logo de Lufthansa e incluía 2 muñequitos y algunos accesorios entre los que recuerdo un tanque de combustible con rueditas. Mientras escribía esta última línea me vino a la cabeza, como la magdalena de Proust, el olor de los playmobiles nuevos. Era un olor único, inconfundible, como de un perfume plástico, si tal cosa fuera posible, era el olor de la felicidad en aquellos años infantiles. También me acuerdo de la alegría que experimenté cuando subí los muñecos a la avioneta y le hice hacer una acrobacia aérea poniéndola cabeza abajo ¡Y los playmobiles no se caían! ¿Cómo pudo saber Hans que esa era la dicha máxima para un chico? Mediante un ingenioso sistema, las figuras quedaban como encastradas en el asiento y no había forma de que se cayeran por más destrezas a los que uno sometiera al avioncito. Debo confesar también que no sólo no tuve el barco pirata sino que tampoco lo deseé ni conocí a nadie que lo tuviera (no sé por qué, pero imagino como muy infeliz la infancia del chico al que le hubiesen comprado uno). Mi sueño era la base espacial, que se podía abrir desde el techo, tenía puertas y rampas desplegables e incluía su propio vehículo oruga. Tuve que conformarme con la nave espacial, que era muy parecida al viejo Ford K (o a la inversa, cuando apareció, ese modelo de auto me evocaba a la nave playmobil) con una cabina transparente y turbinas móbiles e incluía un astronauta de traje y casco amarillo y pechera plateada. Mi playmobil favorito, sin embargo, no formaba parte de esas series sino de otra, que apenas recuerdo, sobre un acuario o algo así (tal vez incluyera focas, estoy seguro que tenía aros (¡como los primeros Hoola Hops!) para que los animales pasaran a través de ellos y un megáfono. Se trataba de un playmobil bicolor: pechera azul y pantalón verde, tenía un collar blanco (tal vez de dientes de tiburón) y una boina de marinero azul que casi le tapaba el ojo izquierdo. Ese muñequito era mi héroe; con su megáfono a modo de cañón o con cualquier cosa que pudiera aferrar en sus manos era capaz de vencer en cruentas e interminables batallas a todo el batallón de los anabolizados muñequitos de He-Man y Rambo, superhombres hiperrealistas que caían derrotados bajo el ingenio, la audacia y la astucia de mi querido playmobil.


El principal enemigo de mis playmobiles era mi hermano. Supongo que lo veían llegar, dubitativo aún en sus incipientes primeros pasos, como los habitantes del Japón al siniestro Godzilla que emerge de las aguas. Su objetivo era el mismo: aplastarlos uno por uno. Con el tiempo lo consiguió. Cada vez que se peleaba conmigo, incapaz de hacerme frente por la diferencia de edad, iba a cobrarse venganza con mis juguetes. Así dio cuenta de la avioneta y convirtió a la nave en chatarra espacial. El tiempo hizo el resto y un día yo mismo dejé de jugar. No es que hubiera perdido el interés, pero me pareció que los muñequitos no eran compatibles con los pelos que me asomaban en las piernas y me empezó a dar vergüenza; horror y error del mundo adulto ese de abandonar el juego, porque la pulsión lúdica no se pierde jamás y muchos hijos se convierten tiempo después en coartadas para que sus padres puedan desplegar sus juguetes sin temer a la mirada sancionadora de la sociedad disciplinaria. Los juguetes que sobrevivieron a la debacle fueron a parar al fondo de un cubo del que después no tuve más noticias . Hasta que hace un par de años acompañé a mi señor padre a la casa de mis difuntos abuelos. La casa acababa de ser vendida y el objetivo de la visita era ayudar con la limpieza y revisar la biblioteca en busca de algún ejemplar valioso para el rescate, pero más allá de algunos volúmenes de la colección Robin Hood (casi homólogo literario de los playmóbiles en lo que hace a mi educación sentimental) no hallé nada interesante. La excursión, no obstante, me tenía deparada una sorpresa: al fondo de un armario encontré una bolsa de plástico llena de polvo que guardaba en su interior un puñado de juguetes que yo debía haber llevado algún día con el propósito de no aburrirme en las tardes que pasara allí. La bolsa contenía un cochecito de plástico, un soldado con bazooka al hombro, un musculoso muñeco mutilado del que sólo quedaba el torso y… ¡mi playmobil predilecto! Dentro de esa bolsita el muñeco se había preservado a lo largo de todos estos años como el mosquito antidiluviano petrificado en la gota de ámbar. Me guardé el playmobil en el bolsillo y me lo llevé a mi casa. Lo instalé en un estante de la biblioteca para que custodie a esos torpes remedos de los playmobiles que no tuve y que, como ellos, prometen su propio mundo de puertas adentro y que yo acumulo con el caprichoso afán del coleccionista.

Ariel Idez

Etiquetas:

14 febrero, 2009

Teoría de la acción seductiva (5): Sobre medios y mensajes amorosos

1. La tecnología genera su propio lenguaje y sus propios medios de comunicación (no necesariamente en ese orden). Puedo llamar a un amigo por teléfono y decirle “había un poema muy interesante en www.melpomenege.blogspot.com”. Pero en la misma posibilidad de pronunciar o deletrear www.melpomenege.blogspot.com se vislumbra cuánto más eficiente es mandar un mail para contarle esto y dejar el teléfono para arreglar una salida a comer.
2. Una amiga se quejaba del medio mediante el cual los hombres trataban de invitarla a salir: el mail, sus hermanos interactivos (MSN Messenger, Googletalk, Skype) y sus primos móviles, los mensajes de texto. Para ella, ser invitada a salir por mail (o alguna de sus variantes) era de cobardes. Escuchar el goteo del sudor de sus pretendientes por la línea telefónica, sentir la adrenalina, el titubeo, la respiración entrecortada, las risas nerviosas de alguien al intentar formular una proposición con sentido y que haga referencia a alguna salida durante la semana, eso sí era una invitación amorosa. Frente a semejante festín para los sentidos, que te inviten a salir por mail es un pobre sustituto anémico. El mail no resultaba un sacrificio suficiente en libras de carne de pretendiente para poder libar ante un altar tan pretencioso como el de mi amiga. Sin embargo, encuentro en su queja algo de verdad y un tema para que se reflexione en los congresos de donjuanes del siglo XXI. En todo caso, las observaciones de mi amiga se limitan a la invitación a la primera salida, la más importante. Pierden peso con las invitaciones subsiguientes, cuando la tensión amorosa se ha relajado o disuelto.
3. El donjuán debe elegir el medio que transportará su mensaje amoroso como quien elige un arma para un duelo. Habrá restricciones materiales a su elección (que se haya quedado sin crédito el celular, por ejemplo). También habrá restricciones subjetivas a su elección (tal vez, es tan tímido que aún sabiendo que X prefiere que la llamen por teléfono, prefiere mandar un mail o un mensaje de texto porque no tiene ninguna chance de proferir una invitación sin morir literalmente de vergüenza en el intento). Entre los medios a mi disposición para la invitación amorosa, los mensajes de texto suelen ser mis actuales favoritos. Especialmente gracias al celular que tengo, que restringe la extensión de los mismos a la mínima expresión, un haiku. Límite que me dispensa de florituras y barroquismos a los que apelaría si pudiera. Y que más de una vez me han costado quedarme en casa mirando Dr. House un viernes a la noche.
4. ¿Extrañan las invitaciones a salir hechas por teléfono? ¿Es cierto que desde que se inventó el SMS “no quedan más hombres”? ¿O bien son estas quejas hacia la tecnología, nuevos embates de luditas frustrados en sus intentos amorosos? Mañana es San Valentín, así que por favor, dejen sus mensajes amorosos… errrr… comentarios sobre el tema.
5. Bonus track: “Menina bonita / do vestido verde / me dá tua boca / pra matá minha sede” (Manuel Bandeira)

Nacho

Etiquetas:

06 febrero, 2009

La música del desierto

Vuelvo a casa tarde, pasadas las once, pero igual me empecino en cocinar el pollo que dejé descongelándose al mediodía. Gajes del oficio del soltero. Mientras arrojo la bandeja al horno y me dispongo a pelar las papas para el puré, activo en la compu el disco Aman Iman de Tinariwen, una banda insignia de las tribus Tuaregs, habitantes del desierto de Mali y nuevas estrellas de ese capricho global llamado world music. Mientras arraso con las cáscaras mi casa se transforma en un fogón subsahariano: una elegante guitarra eléctrica al frente acompañada por un inconfundible sonido “a tribu africana”, estrofas cantadas en un idioma que me es totalmente ajeno y que suena a dialecto ancestral y coros que recuerdan a toda una comunidad cantando y bailando alrededor del fuego en el crepúsculo inmemorial de la humanidad. Todo esto me recuerda la noche que pasé en el desierto. Estaba en plan “viaje subsidiado para judíos pobres” y nos llevaron al desierto del Néguev, al sur de Israel, para que conociéramos a una auténtica tribu de Beduinos. Fue una experiencia ciento por ciento turística, es decir, fraudulenta y propensa al simulacro. Apenas llegamos nos recibieron con unos tés que pelaban y nos sacaron a dar una vuelta a la calesita en camello. Después de la rondita sobre los dromedarios nos instalaron en unas carpas gigantescas y nos sirvieron a cuerpo de rey unas abigarradas bandejas repletas de manjares que devoramos sobre comodísimas alfombras persas cuyo único inconveniente, al momento de retirar los platos y disponernos a dormir, fue que estaban llenas de polvo y me provocaban alergia. ¿Y cómo fue esa noche en el desierto? Pues bien, llovió. Sí, llovió a cántaros, diluvió. Los beduinos lanzaban invocaciones al cielo y decían que aquel fenómeno apenas se daba un par de veces al año. Ahora bien, en mis pagos llueve cada dos por tres, habría preferido una noche común y corriente en el desierto en la que me fuera dado salir de la carpa, asomarme al cielo plagado de estrellas y fumar tranquilo en lugar de estar escuchando el estrépito de los truenos y sufriendo las innumerables goteras de la carpa que hacía agua por todos lados y no es para menos ¡si era una carpa diseñada para el desierto! Ahora que mi hermano está por allá usufructuando la misma treta (somos pobres pero no boludos) me pregunto si él también será llevado ante los beduinos para que le monten su show y si podrá gozar de una auténtica noche en el desierto, una noche en la que el desierto cumpla con su palabra y no devenga vergel. Mientras tanto, mi casa, al calor del horno donde se dora el pollo, ya ha alcanzado una temperatura digna del Sahara al mediodía. Escapando de estos repentinos calores, me refugio en mi balcón, que me regala una amplia vista del cielo porteño. Miro el cielo y pienso, embobado, si será el mismo cielo que miran ahora los Tinariwen en el medio del desierto de Mali mientras entonan sus canciones pop rituales, aunque probablemente estén bajo el aire acondicionado de la oficina de una compañía multinacional firmando contrato para su nuevo disco.

(...) En mi tierra no hay pastos para las vacas y las cabras
Es un país para la camella y su camellito
En el Teneré al norte de Ebouss
No hay nada
Ni un árbol, ni una brizna de hierba
Y siempre hace calor (...)

Mano Dayak (del álbum Aman Iman)

Ariel Idez

Etiquetas: