El Mate Tuerto

"Se fingirá el saber que no se tiene."

Mi foto
Nombre: El Mate Tuerto
Ubicación: Argentina

27 abril, 2010

Mañana es SanToro


La primera experiencia estética a la que nos somete Daniel Santoro es la de tener que trasladarnos al Conurbano Bonaerense para ver su muestra “Realidad, sueño y elegía” en la Universidad Nacional de 3 de Febrero. Con este propósito recorro la cuadra que me separa de la estación Chacarita de la línea San Martín y me interno en ese fragmento desterritorializado de Latinoamérica en el corazón de Villa Crespo. Es sábado al mediodía, pero el andén está lleno de pasajeros que esperan el tren entre el humo de la grasa refrita de los chorizos y los patys y hay que trepar rápido para conseguir asiento y soportar el desfile incesante de la mendicidad y la venta ambulante, progresivamente expulsada de la ciudad por la policía a cuadritos de Macri. “Señores pasajeros, en esta oportunidad vengo a ofrecerles…”. Lejos del lujo chic y las casonas señoriales que rodean al Malba, la muestra de Santoro se presenta en el centro de Caseros, entre las pancherías, las “casas de modas” y los locales de zapatillas truchas o de tercera marca. En el corazón de lo “grasa”, rodeado de “mersas”, se expone la obra de uno de los más grandes artistas plásticos argentinos.
Alguien lo llamaría coherencia ideológica.


Es que Santoro es el “pintor peronista” por antonomasia. Aunque el hombre nació en Buenos Aires en 1954 y vivió apenas su primer año de vida bajo el gobierno del primer peronismo, abrevó en su imaginario gráfico circa ’45-’55 para pensarlo y reprocesarlo como el gran relato mítico argentino: la gesta a través de la cual, para bien o para mal, le damos sentido al devenir de este país. En la Untref me da la bienvenida el modelo a escala 1/2 del Pulqui, esa reliquia técnica de la Argentina Potencia que nunca fue, que Santoro encargó a un viejo metalúrgico peronista e intentó hacer despegar desde la pista de juguete en la República de los Niños (toda la gesta quedó inmortalizada en la película Pulqui, de Fernández Moujan, que también forma parte de la muestra).

Santoro retorna a la etapa clásica del peronismo “con Evita y con Perón” en busca de una utopía situada en el pasado. El locus amoenus del obrero, el grasita, el cabecita, ¿y el piquetero? La arcadia en la que todos pueden trabajar y vivir dignamente en una patria “Justa, libre y soberana”. Este relato mítico y su repertorio de imágenes es capaz de reabsorber centrífugamente a todo tipo de relatos mitológicos, como los elaborados por dos de las más importantes manifestaciones artísticas de la sociedad industrial: el cómic y el cine. Así, la “caída del edén justicialista” simbolizada en el bombardeo de la plaza en el ’55 se reelabora en sus cruces con el cine, a través del Descamisado Gigante trepado al Kavanagh y acosado por los aviones en clara alusión a King Kong en “Descamisado Gigante expulsado de la ciudad” en un hábil juego de desplazamientos de significantes al poner a su descamisado en el lugar que ocupaba, justamente, el gorila. Y en el cuadro “Invierno de 1955” donde las bombas son permutadas por los copos de nieve –en clara alusión a la nevada mortal que imaginara Oesterheld– que caen con infinita tristeza sobre la Plaza de Mayo.
En cuanto a los estilos, Santoro no tiene pruritos para tomar influencias de distintas corrientes, como si ensayara un imposible compendio de la pintura moderna traducida a la iconografía peronista. Hay surrealismo en esas explanadas gigantes y vacías que recuerdan los cuadros de Giorgio de Chirico como en “La ciudad ideal” que, otra vez la apropiación mitológica, muestra a Eva como esfinge, arcano de la patria. También hay presencia de Magritte en ciertos paisajes metafísicos, como el de “Tempestad en Chapadmalal”, con esa roca en el medio del mar que dibuja el perfil de Eva, ese perfil que “Dice más de la historia argentina que todo nuestro panteón de próceres”, en palabras de Santoro. Tampoco falta el arte pop (aunque con un menor distanciamiento irónico) en obras como “General Perón con Pulqui” o en lo que parece ser la reproducción de la portada de la revista Perfil Peronista al mejor estilo Liechtenstein. Son precisamente esas revistas de la época: Mundo Peronista, Mundo Deportivo, Mundo Infantil y, sobre todo, Mundo Atómico, uno de los principales acervos de imágenes en los que el artista abreva para construir su mundo. También los manuales infantiles Kapelusz de aquellos tiempos: Patria Justa, Obreritos o Privilegiados, libros de “lectura inicial” en todo sentido. El peronismo, viene a decirnos Santoro, fue también una poderosa pedagogía y de allí el trazo manuscrito e infantil, bien de “primeras letras” con el que Santoro escribe el título en sus cuadros, bien distinto de la caligrafía segura y plástica con la que dibuja los ideogramas chinos, lengua que nuestro artista maneja con solvencia y que también tienen una presencia sostenida y misteriosa en sus telas. ¿Qué tendrá que ver el Peronismo con la milenaria cultura china? El peronismo, significante vacío por antonomasia, apertura del campo ideológico entre los edificios doctrinarios del capitalismo y el comunismo, tal como Santoro los suele pintar, tiene que ver con todo, puede ser todo, es un significante vacío en estado puro, he ahí una de las claves de su fuerza y su perdurabilidad.
Como si fuera producto de un Dr. Frankenstein (aunque él mismo parece un Sabio Loco) Santoro reúne virtudes de otros grandes pintores argentinos: virtuoso dibujante, experto en esoterismo y ciencias ocultas como Xul Solar, dueño de una sensibilidad social cercana a la de Berni, a quien cita y critica al mismo tiempo construyendo la “precuela” del miserable Juancito Laguna a través de la infancia feliz de su madre, siempre representada con inmaculado guardapolvo blanco. ¿Otros símbolos recurrentes en Santoro? La máquina de coser Singer, principio de una economía doméstica y protoemancipación femenina de la madre que “cose para afuera”, la heladera Siam monolito fundacional de la incipiente “Industria Argentina”, el mencionado Pulqui, el edificio de la CGT, pirámide peronista, templo pagano de los descamisados.
La muestra reúne varios Greatests Hits santorianos: “Eva castiga al niño gorila”, “La tempestad”, la estremecedora “Piedad” en la que Eva devora las entrañas del Che que sostiene en brazos y la serie “Siglo XIX” con Malón y concepto espacial” (“Los malones fueron la primer amenaza de inseguridad en el conurbano” dijo el pintor con pasmosa lucidez) o los raptos de centauros mitad caballos mitad descamisados que arrastran en brazos a una desconcertada Victoria Ocampo.
Un párrafo aparte merece la serie del “Descamisado Gigante”. Este personaje, que Santoro retoma de aquel fallido proyecto del monumento al descamisado que tendría 137 metros de altura, como si el desca cobrara vida y bajara del pedestal para echar a andar, figura onírica, ángel de la guarda peronista, lo vemos ayudar a cruzar el Riachuelo a la mamá de Juancito Laguna, atravesar un campamento de la juventud peronista en el que las carpas tienen la forma del edificio de la CGT y el mausoleo de Eva, reflexionar en cuclillas en el “jardín cultivado” de la Villa Ocampo mientras Victoria toma el té con Rabindranath Tagore y “la muchacha” espera órdenes al fondo y como final de la serie en lo que tal vez anuncie una nueva etapa en la obra de Santoro el Desca irrumpe en nuestros días para “arrasar un campo de soja transgénica” (sic), la última batalla que hasta ahora ha dado el gigante por el bienestar del pueblo (todas perdidas, pero todas libradas). El procedimiento de Santoro, como el de todo gran artista ya se ha independizado de su obra y ha cruzado a otros dominios del arte. En literatura, aparte del precursor Leónidas Lamborghini, tenemos la obra de Juan Diego Incardona, en cine, además del documental Pulqui, pronto veremos Zenitram, con arte y escenografía del mismo Santoro y seguramente seguirán las firmas: el caos revulsivo que el peronismo introduce en el jardín cultivado del arte siempre da buenos dividendos.

No sabemos qué cosa es el peronismo y nunca lo sabremos. El acertijo que propone la esfinge de Eva no tiene respuesta, pero la obra de Santoro nos muestra que, en tanto argentinos, el peronismo nos atraviesa, como los rayos cómicos atraviesan al planeta en aquella hermosa tapa de Mundo Atómico.


Ariel Idez.

17 abril, 2010

El modo es todo

Ser, como yo, un asqueroso de mierda, trae más problemas que soluciones. Inicialmente uno piensa que, bueno, si no saludo a nadie, si no hago buenas migas con los seguridad de mi barrio (vivo en un barrio plagado de casillas de seguridad), si –en fin- hago como si no existieran, mi vida va a ser más apacible. No saludo a nadie: nadie me saluda. No tengo que estar pensando a cada momento, cada vez que salgo de casa, si debo suspender las muy importantes elucubraciones de mi mente calenturienta para, en fin, entablar un breve diálogo, emitir un ligero alzamiento de manos, trenzarme en un ritual de sonrisas, cejas levantadas, gestos indescifrables.

Si solo fuera eso, bué… pero ya me amargaba el mero pensar que iba a tener que confrontar con alguna variedad de esas situaciones. La mera posibilidad de ese ripio me privaba de antemano de dejar ir la mente. Además (nunca hay factores aislados; las causas vienen en scrum), más de una vez había quedado garpando, con el brazo apuntando a la nada, con el saludo emitido sin ser recibido. Con la sonrisa no interpretada. Al carajo y que se vayan al mismo, lo que es decir: al carajo x 2.

Así que de la noche a la mañana dejé de saludarlos. A todos y cada uno. Los controlaba a la distancia. Por el rabillo del ojo comprobaba que hacían foco en mi perramus, en mi camisa naranja, en mi remera del Porve y agachaba la cabeza, miraba para otro lado, hacía de cuenta que pensaba o que buscaba algo en el bolsillo. En situaciones límite, daba marcha atrás y volvía a casa. Pero –claro:- la cosa no podía prolongarse mucho tiempo más.

Lo primero que hice fue poner en práctica guardias de hasta 15 minutos. Cuando el seguridad desaparecía de mi perspectiva, salía corriendo para el otro lado. Pero esto servía de poco: en general no podía evitar de toparme de frente con el seguridad de la otra cuadra, y ahí debía afrontar hacerme el boludo, con el riesgo (vivido como cierto en mi cabeza) de quedar para el orto, éste quién se cree que es, ¿por qué no saluda?, estos conchetos de mierda son todos iguales -y demás. Había que probar con otro método.

Empecé a trepar por los techos. Pasaba de mi casa a la de la izquierda –están pegadas- y de ahí a la de la esquina –está pegada a la de la izquierda. Ahí tenía la suerte de tener un árbol que pasaba por arriba de la casa. Trepaba al árbol y pasaba a la otra manzana. Y así.

Mucho riesgo. Detesto el riesgo.

Podían pensar que era un ladrón, y llamar a la policía. Podían pensar que era un ladrón, y empezar a perseguirme. Podían pensar que era un ladrón, y empezar a disparar. Esta es una zona de mucho milico, cana y loco de mierda. El hache de pé que vivía en frente, un día sacó la escopeta y desde la ventana empezó con los disparos contra un auto que supuestamente quería afanarle a su mujer, que venía en otro auto. (Un milico considerablemente demente. Al día siguiente pasó a mi lado mientras era paseado por su gran danés mientras entonaba unas líneas ridículas, algo así como “ahora estoy/ arriba de mi casa/ con un rifle”.) De ese auto le devolvieron los disparos y salieron carpiendo marcha atrás, así que parece que al final el hache tenía razón. Terminar baleado en medio de un salto no es un destino triste, que son justo el tipo de destino que prefiero…

Cuando me fui de boca al suelo después de darle bola a un mal cálculo, se me fueron todas las dudas. No me pasó nada más serio –una esguince en la mano no es nada serio a menos que se sea, no sé, guitarrista- que un susto de la concha de la lora. Antes de que me diera cuenta lo que iba a hacer, trepé de nuevo por los techos y volví a casa.

Pasé una semana sin salir. Había que buscarle otra vuelta al asunto. No podía seguir faltando a las citas –soy un hombre ocupado. Entonces se me ocurrió lo del túnel. No me llevó mucho tiempo con la cavadora automática que mi viejo dejó en casa y contra la que siempre despotriqué como trasto viejo. Solo había que esquivar cañerías y caños al por mayor. Pero para algo tengo amigos. Nacho hackeó el banco de datos de la Municipalidad y solo tuve que pasarme cuatro días sin dormir para estudiármelos en detalle y diseñar una estrategia. Y ahí estoy: cavando sin prisa ni pausa.

Pero algo salió mal. Lo noté inmediatamente, apenas saqué la cabeza del agujero. Me había pasado de mambo. Ya no estaba en Buenos Aires, sino en la otra punta del globo: Montevideo. ¿Qué hacer? Me sentía solo, entre gente de una etnia ajena, con una historia irreconciliable y una lengua distinta. En fin: solo quedaba adaptarse o retroceder.

Me quedé. Al menos acá no conozco a nadie, y tengo más de una buena excusa para no saludar. ¿Cómo saludarán los uruguayos? Sus modos siguen siéndome completamente ajenos. Conseguí trabajo en un puesto ambulante de venta de sánguches, a los que los nativos parecen confundir con diminutas criaturas del reino animal. Cuando el intercambio sánguche/dinero finaliza, abren las fauces y, antes de zamparse el tentempié, lanzan una proclama (“Arriba…”). Entonces me doy cuenta de que fui descubierto, que me están diciendo que el cielo es el mismo en todos lados y que nadie puede escapar de su destino. Acepto humildemente la enseñanza, y la acepto en su completa inutilidad: sigo sin saber si quedarme callado o saludar.

Matías Pailos

Etiquetas:

11 abril, 2010

El bienestar de Carolina Sborovsky

Para cumplir con el deber, sólo basta con actuar correctamente. La receta es la misma para todos. ¿Te dan ganas de hacer una excepción en tu caso? Sos un garca. El problema de la felicidad es distinto. Los caminos hacia la felicidad no son todos iguales. Alcanzar la felicidad puede vivirse como un imperativo, pero distinto al imperativo categórico. El problema de la felicidad es el problema de los medios para alcanzarla. En El Bienestar, Carolina Sborovsky intenta contestar esta pregunta: ¿qué se necesita para ser feliz? Olvidarte de tu ex. Recordarlo. Listas, muchas listas. Ejercicio. Toda la sabiduría práctica que nuestros amigos nos puedan proveer. Terapia. Determinación. Incentivos y gratificaciones. Llamar a tu ex. Acostarte con él. Un claro sentido de lo que nos hace bien y lo que nos hace mal. Un botiquín bien nutrido de fármacos que nivelen tus químicos cerebrales. Un psiquiatra. Un homeópata. Una veterinaria. Un buen ginecólogo. Un controlador de plagas. Algunos candidatos a PAVs (posibles amores verdaderos). ¿Qué cosas se interpone en nuestro camino? Un ex novio. Ataques de pánico. Toda la sabiduría práctica de nuestros amigos. Ratas. Los profesionales nombrados en el párrafo anterior. Cándida/HPV. El gordo, ese vecino de mierda. La madre del gordo. Nosotros mismos, por supuesto.

Escrita en formato de diario, la novela de Sborovsky juega con el morbo de sus lectores y nos hace adictos a “ella”, autora del diario, personaje principal, narradora, madre, hija y espíritu santo de la acción. Antes de darnos cuenta, estaremos a la mitad del libro preguntándonos si va volver con su ex novio; si Salieri, el perro virgen, la va a poner algún día; qué va a pasar entre “ella” y su ginecólogo. Por suerte Sborovsky no nos ahorra detalles y nos cuenta todo con amor y sordidez (la de Salinger y la de las letras de Pet Sounds). Si somos sensibles a la prosa de Sborovsky, probablemente descubramos en ella un algo que está debajo de la superficie. Una intuición. Un sentimiento que nos deja intranquilos y perturbados. Incluso si no experimentamos esto, es improbable que permanezcamos neutrales frente a alguna de las muchas causas del bienestar que combaten en el libro. Defenderemos eufóricos la homeopatía o el Alplax; la terapia de grupo o la individual. No obstante, el bajón, en algún momento se hará presente “leer esto no me hace bien, se parece demasiado a mi vida”. Pero como dice A., el ex novio, aunque sepamos que luego nos vamos a sentir mal, estamos desesperados por la abstinencia. Ya somos adictos a la prosa de Sborovsky. Tenemos que llegar al final del libro. De ello depende nuestro bienestar.

Nacho


El Bienestar se puede leer completa online en la página de la editorial "El fin de la noche": http://elfindelanoche.com.ar/archives/1584

Etiquetas:

05 abril, 2010

Pelear Escribir

“Lo que tiene lugar en esta página no es lucha, es escritura”, escribe Chuck Palahniuk en Stranger than fiction ¿Are you sure, Chuck? En las últimas semanas he estado trabajando en un artículo sobre luchadores y me ha resultado inevitable trazar un paralelo entre las dos actividades. El escritor corre con la ventaja de poder entrenar con los más grandes y tratar de absorber sus técnicas: la oración noqueadora de Hemingway, la frase llave de Proust, que te inmoviliza primero y te estrangula después, la impredecible combinación de golpes de Joyce, el estilo de pelea frío, cerebral de Kafka, igual también conviene hacer guantes con algún peleador de cuarta categoría, para ganar confianza. La investigación previa es el entrenamiento del escritor: horas de archivo aeróbico, apuntes, entrevistas, desgravaciones, flexiones, abdominales, pesas. Meter todo en quince mil caracteres con espacios es como dar el peso: una tortura. Hay que deshidratar la prosa y quemar grasa y masa muscular hasta que sólo quede la fibra del relato: el pile y hueso de la historia. Y después claro, está el momento de la pelea. No importa cuánto te hayas preparado, nunca podrás saber qué te espera en el enfrentamiento con el lenguaje, qué técnicas emplearás y si serán las correctas. Terminarás exhausto, con los brazos en alto por la victoria o agazapado, cabizbajo, las manos cubriendo la cara por donde se filtran las lágrimas de la derrota, pero con la íntima convicción de que diste todo y volverás a subirte al ring para dar batalla. Una y otra vez, mientras te quede alma.
Como dijo aquella vez Osvaldo Lamborghini sobre una mujer que, desesperada, trataba de editar su primer libro “Pobrecita, escribe para salvarse. Todavía no sabe que esto es para perderse”

Ariel “Rudo" Idez

02 abril, 2010

Mezzo Forte


El invierno en Nueva York era particularmente frío y gris durante aquel 1962. Yo había llegado tras una tía guapísima que a las dos semanas se cansó de mí y me arrojó a la calle con todos mis trastos: la ropa que llevaba encima, una maleta con dos pares de calcetines, un calzoncillo y mi trompeta. Ahora lo miraba a Dirty Nick y me preguntaba si yo estaría temblando de la misma manera. Nick sugirió que si nos abrazáramos tal vez no muriéramos de frío aquella noche y yo repuse que la única forma de mantenernos con vida era dándonos un chute ya mismo. No era un mal tipo ese Dirty Nick. Lo había conocido un mes atrás mientras vagabundeaba por Harlem. Era camello de un capo del East Side y nunca olvidaba guardarse un vuelto. Nos conocimos y enseguida hubo buena sintonía, como dice el refrán “amigos de drogas: es cuestión de horas”. Casi de inmediato me invitó a su apartamento: un nido de ratas que las ratas habían abandonado hacía ya rato en busca de un lugar más digno donde vivir. Allí nos chutábamos toda la noche y no nos despertábamos hasta caer la tarde. La primera acción del día consistía en sacudirse las cucarachas del cuerpo, la segunda, en conseguir el chute para la noche y la tercera, si quedaba tiempo, en procurarnos algo de comer. Después de mi comentario Nick se quedó pensativo, aunque seguía temblando con las mismas ganas, como si le pagaran por ello. Hay una forma de ligarla, dijo de pronto Pero no tengo agallas para eso, deberás hacerlo tu si te atreves. Bueno, dime donde se aloja mi madre que me la cargo ya mismo si es necesario, le respondí. No es que hiciera alarde de valentía, sólo que ya no podía soportar ni un segundo más esos temblores. El bueno de Nick me explicó aquello que, ¡Santo Dios! Era un plan estúpido y suicida pero en aquel estado me pareció claro y sencillo como una melodía de Gershwin. Okey Nick, cuenta conmigo, le dije y nos pusimos a reír como dos estúpidos colegiales que fuman a escondidas en el baño de la preparatoria. Salimos sin sentir el frío de la calle, de hecho el departamento de Nick se las ingeniaba para ser aún más frío que las calles neoyorquinas. Sólo notamos el cambio de ambiente por una molesta aguanieve que parecía suspendida por hilos invisibles y nos daba de a golpecitos en nuestras narices, nos mojaba el pelo y nos congelaba los huesos ateridos. Subimos a mi Ford negro modelo 54’. Aquella chatarra demostraba que los milagros existen cada vez que echaba a andar. El motor carraspeó como un animal asmático pero finalmente se puso en marcha y emprendimos nuestro camino al East Side. Casi inmediatamente teníamos a la pasma encima. Instintivamente posé mi pie sobre el acelerador, dispuesto, como siempre, a estrellarme o evadirlos, y debo decirlo: nunca me estrellé. Pero esta vez recordé que no había motivos para huir. Los polis nos hicieron detener al costado de la acera y nos revisaron de arriba abajo. Jamás en mi vida me alegré tanto de estar “limpio”. La satisfacción de joder a la pasma me hizo olvidar por un buen rato los temblores. Nos tuvieron media hora, después se cansaron y nos dejaron ir. Vamos retrasados, refunfuñó Nick. Pues sujétate entonces, le contesté y gracias a los automóviles y a los buenos peatones que se hicieron a un lado llegamos justo a tiempo a la séptima entre la 125 y la 126. Allí acababa de aparcar el Cadillac azul del jefe y se había producido un gran revuelo con todos los camellos a su alrededor, los tipos recibían sus instrucciones y se largaban. Nick me marcó a nuestro hombre, un tío negro -bah, todos lo eran- que a mí no me gustó nada, pero Nick insistió en que ese era el más inexperto y el único, según dijo, con el que la cosa podría funcionar. Esperamos hasta que el tipo tomó un taxi y lo seguimos. Iba en dirección Uptown, hizo detener el taxi en un edificio de viviendas en la esquina de Amsterdam y la 165. Lo dejamos entrar y en ese momento Nick dijo: Bien, ve y has lo tuyo. Como si tal cosa, bajé del Ford y entré en la casa. El tipo estaba de espaldas hurgando en un viejo radiador. Cuando escuchó mis pasos se puso de pie de un brinco, estaba pálido y sudaba y no me habría extrañado que se hubiera hecho encima. Pero no dejaba de ser un gorila de cuanto menos cien kilos. Yo no llegaba a los 70, pero iba vestido con un traje azul y camisa blanca. No llevaba corbata, pero era blanco y creo que eso fue lo que más lo asustó. FBI –le dije- ¿Qué estás haciendo aquí?. Mientras tartamudeaba yo no paré de hablar. Contra la pared, ordené. Se dio la vuelta y lo registré: no iba armado. Por fin dijo que había ido a visitar a un amigo que vivía en el segundo piso. Vamos a verlo, dije. Lo seguía por las escaleras. Llamó a la puerta. Esperamos. Nadie se presentó. Entonces me pegó un empujón que me envió hasta el fondo del pasillo y desapareció por las escaleras en un visto y no visto. Yo encendí un cigarrillo y me lo fumé entero, hasta el filtro, después bajé tranquilo las escaleras, metí la mano bajo el radiador y saqué el paquete de mierda.


Cuando subí al Ford con el paquete, a Nick se le iluminaron los ojos. Propuso que nos chutáramos allí mismo. Yo llevaba lo indispensable para esos menesteres en mi guantera –uno nunca sabe- pero me negué por dos razones. En primer lugar era peligroso (ya sabíamos que la pasma nos seguía las pisadas) y en segundo lugar nunca nos pondríamos de acuerdo sobre quién se daría el primer toque (tenía una sola jeringa y –esto entre nosotros- jamás me gustó compartirla, y menos con un tipo al que llamaban “Dirty”). En fin, volamos al apartamento –aquel Ford nunca se portó tan bien como esa noche- y en diez minutos estábamos allí, muertos de frío, pero a punto de darnos un buen chute después de una semana de asquerosa abstinencia. Éramos dos tipos felices. Yo estaba llenando el mechero de alcohol cuando escuché el estruendo de vidrios rotos. No podía creerlo. Al inútil de Nick los temblores, o la emoción, o quién sabe qué, le habían jugado una mala pasada y había dejado caer la caja de las jeringas con un resultado fatal: del manojo de vidrios no podía rescatarse ni una. “OK, Nick. No hay problema”, le dije. Conocía una farmacia a dos cuadras de allí que siempre les vendía jeringas a los adictos. Eran las dos de la madrugada, pero ellos sabían con qué clientela trataban y no cerraban por las noches, o sí, en apariencia, sólo había que saber cómo golpearles la persiana. Nick y yo vaciamos nuestros bolsillos y obtuvimos dos dólares con noventa y cinco centavos. Era todo nuestro capital, destinado a la comida del día siguiente. Lo tomé en mis manos como si se tratara de agua bendita, me calcé el gabán con el forro descosido de Nick y salí. Otra vez los copos inconsistentes se deshacían sobre mi cara. Decidí darle un descanso al Ford y emprendí el camino a la tienda a pie. Después de la primera cuadra sentí de pronto que mis pies no tocaban el suelo. Imposible –pensé– si todavía no me he dado ni un chute, entonces comprendí la razón: dos gorilas me habían tomado de las axilas y me alzaban en el aire. Antes de que pudiera decir hola ya me habían sumergido de cabeza en el asiento trasero de un automóvil y me golpeaban como si les pagaran por ello (bueno, de hecho sí les pagaban por ello). Tenían una rutina pareja de golpes y preguntas. ¿Dónde escondiste el paquete, desgraciado? ¿Dónde está nuestra mierda? Vamos, rápido, habla. Era notorio que esos tipos no tenían cerebro ¿Cómo les iba a hablar si sus golpes me dejaban sin aire y no podía abrir la boca ni para recordarles a sus santas madres, amen? Y si en algún momento la golpiza se interrumpía era para que uno de ellos soltara un: Vamos, habla hijo de perra y me lanzara su mejor gancho al hígado, como para lucirse ante sus compañeros. Mi única respuesta posible durante ese viaje que se me hizo muy, muy, largo, aunque sólo haya durado en verdad unos quince minutos, fueron unos escupitajos sanguinolentos para nada simpáticos. Al final el automóvil se detuvo frente al reducto del jefe y me sentí muy contento: por un instante dejarían de golpearme y yo podría comprobar si aún recordaba cómo era aquello de respirar. Se trataba de un tugurio sobre la 116, poco antes de llegar a la segunda avenida, que lucía sobre su fachada, en un cartel de neón azul, el nombre Joey’s. Si por afuera aquello lucía ruinoso, por adentro la cosa no cambiaba demasiado: era un pequeño ambiente viciado por el humo de los cigarrillos y el encierro. Dos tipos dormitaban sobre la barra mientras otros dos ocupaban unas pequeñas mesas, de espaldas al minúsculo escenario donde un pianista negro se obstinaba en exhibir los únicos dos dientes de su sonrisa mientras acompañaba a una negra gorda que intentaba cantar como Bessie y, claro está, no lo conseguía. Mi descanso duró lo que un suspiro, gracias al buen oficio de los gorilas que se las ingeniaron para encajarme unos ganchos cortos al hígado y los riñones mientras me arrastraban por el salón. Ningún parroquiano se percató de nuestra presencia. Por fin llegamos a la oficina del jefe: una habitación de cuatro metros cuadrados con un escritorio que habían corrido a un costado y una silla de madera igual a las del bar donde, gentilmente, me arrojaron. Se hizo un silencio mientras el jefe me estudiaba de arriba abajo. Era un mestizo que lucía con elegancia su traje negro cruzado y debía gastar fortunas en productos capilares para poder alisarse los rizos y peinárselos con fijador hacia atrás. Su sonrisa dejaba ver un bello diente de oro que brillaba en la oscuridad de aquel cuartucho. “Bien –dijo al fin– dinos donde está la mercancía y te dejaremos ir”. La pregunta del jefe me hizo doler hasta el alma. Me recordó lo cerca que había estado de chutarme y cómo esa chance se alejaba cada vez más. Tuve una idea, de las malas, Necesito un chute –solté con la poca voz que me quedaba- si me permiten darme una chutada se los diré. A los muchachos y al jefe no les gustó la sugerencia. Lo que me dieron a cambio fue una buena golpiza, de esas que parecen no tener fin. ¡Nos tomas por tontos! empezó a gritar el jefe, pero cuando cesaron los golpes parecía haber recobrado su aplomo. Habló claro y pausado: Parece que no hay nada que hacer contigo, así que te vamos a eliminar. Sacó tranquilo su propia arma, posó su pulgar sobre el percutor y lo hizo retroceder lentamente provocando ese característico sonido metálico hasta llegar al tope –clink-. Bueno, esto es todo, pensé. Lo que más me afligía era que iba a dejar este mundo sin haberme dado ese maldito chute. ¿Cuál es tu nombre? preguntó el jefe mientras elegía el ángulo de tiro. ¿Cómo? Pregunté sorprendido. Tu nombre, quiero saber el nombre del desgraciado que me hizo esta jugarreta”, explicó el jefe. Me llamo Chet, contesté. ¿Chet cuanto? Dijo el jefe. Chet Baker, le respondí. Ah, como el músico, comentó el jefe. Claro, yo soy el músico, le contesté. Imposible –repuso el jefe– tu no puedes ser Chet Baker, el músico. ¡Sí, te digo que yo soy el músico! Alcé la voz alterado. ¿Qué no es negro ese Chet Baker? preguntó el jefe. No, ¡Yo soy Chet Baker!, le repetí. Me sentía muy estúpido con un tipo a punto de matarme al que tenía que convencer de que yo era yo. Sin dejar de apuntarme, el jefe giró su cabeza y le habló a sus matones: ¿Alguno de ustedes sabe si el condenado Chet Baker es blanco o qué? Se hizo un silencio que se parecía demasiado a mi propia tumba, hasta que uno de los gorilas se animó a abrir su bocota y dijo: Yo tengo un amigo de la Costa Oeste que dice haber visto al tal Chet Baker (¡Era yo, maldita sea!). No me ayudas con eso, replicó el jefe y lo obligó a soltar todo: Pues bien, dijo mi amigo que no podía creer que un blanquito flacucho pudiera tocar tan bien la trompeta. Entonces sí es blanco, razonó el jefe. Eso dice mi amigo, se atajó el matón, No –repuso el jefe– lo has dicho tu y más te vale que sea cierto. El matón me miró con cara de súplica: ahora su suerte estaba atada a la mía. Bien, bien. Con que eres Chet Baker. Entonces tocarás para nosotros, anunció el jefe. ¡Listo! Lo que faltaba. Estuve a punto de pedirle que me pegara el tiro pero recordé que me iría sin mi último chute y mantuve mi boca cerrada. Sólo nos falta algo –agregó el jefe– tu trompeta. ¡Mierda! –pensé– ¿Es que no había una maldita trompeta por ahí?. Será más fácil si me alcanzan una trompeta cualquiera, sugerí. No, Chet dijo el jefe (El tipo ya se sentía en confianza como para llamarme Chet, a secas) quiero escucharte tocar con tu trompeta. Pues, bien, parece que me enfrentaba a un auditorio de oído exquisito, capaz de diferenciar el sonido de mi trompeta del de una cualquiera. En fin, les di la dirección de Dirty Nick, si aquel tío tenía algo de cabeza ya debía haber cruzado la frontera del Estado. Todos se sonrieron al oír la dirección: ya la conocían, nos tenían marcados, por eso me habían atrapado a una cuadra de allí. Les indiqué incluso donde estaba mi maleta y les advertí que tuviesen cuidado al abrirla con mis calcetines, que estaban bien sucios. Todos rieron con el chiste. Ya nos estábamos haciendo amigos.


Durante cuarenta minutos me dejaron tranquilo y pude reponerme bastante bien de los golpes y mi cuerpo incluso se dio el lujo de volver a temblar un poco. Hasta que llegaron los gorilas con gran excitación. Eran tan estúpidos que no sabían cómo abrir la maleta y la trajeron por temor a dañar el instrumento. Me la entregaron entre sonrisas. Estaban contentos como niños. Yo hice girar las trabas hasta escuchar el click, levanté la tapa, metí la mano y saqué mi trompeta de allí dentro. Estos tipos son unos malditos novatos –pensé– podía haber sacado desde un conejo hasta una ametralladora de esa maleta. Volví a maldecir mi costumbre de no portar armas. En fin, levanté a mi vieja amiga y la acerqué a mi boca. Pensaba ponerme a tocar allí mismo, en las “oficinas” del jefe. No, no, aquí no, dijeron a coro, y me llevaron hacia el salón con una cortesía digna de mejores causas. No lo podía creer: habían cerrado el bar, sólo para escucharme tranquilos. Querían disfrutar de una auténtica función privada. El jefe incluso había sacado a su chica de la cama y la había hecho traer bajo la promesa de que hoy escucharía “a un músico de verdad” en lugar de los fracasados que solían tocar allí. Me pareció oír que llamaba a la chica Dorothy. “Ahora verás, Dorothy” “Ya verás lo que he hecho traer, sólo para ti, cielo”, le decía. ¡Hey Chet, amigo, ella es mi chica, Dorothy, me gritó desde la mesa más próxima al escenario. Entonces no había oído mal, en verdad se llamaba Dorothy. Ese no era nombre para la chica de un jefe. Aquello era de no creer. Hola Dorothy , me vi obligado a saludar y tomé mi trompeta para apurar el mal paso. No necesito decir que no me sentía con mucho ánimo para tocar, y para peor, como solista, pero de todos modos estaba confiado: la pobreza del auditorio compensaría mis deficiencias físicas. Aparte, si lograba entretenerlos un buen rato quizá me dieran un chute después de todo. El caso es que tomé mi trompeta, la acerqué a mi boca y me dispuse a tocar. Soplé y nada sucedió. Por primera vez en la noche sentí verdadero pánico. Volví a intentarlo y nada. Quizá estaba muy tenso. Un momento, pedí a mi “público”. Aflojé los brazos y respiré un par de veces. Aparte del dolor por la golpiza y los temblores todo parecía en orden. Alcé la trompeta nuevamente y volví a intentarlo, soplando con más fuerza: nada salió. El jefe y sus matones empezaban a ponerse impacientes ¡Hey, que sucede, Chet! gritó el jefe. Nada, nada, todo está en orden, le respondí, pero en verdad no sabía que demonios estaba pasando. Esa era mi trompeta, de eso no tenía dudas. Traté de tranquilizarme y pensar: quizá algo estaba obstruyendo la salida del aire. Volví a intentarlo, posando mi mano izquierda sobre el cono de la trompeta. Soplé y no sentí nada ¡Lo tenía! Algo se interponía en el caño. Metí la mano en el cono dorado y comencé a hurgar con mis dedos finos y largos. Me pareció sentir que rozaba algo, pero no estaba seguro, fuera lo que fuera estaba metido muy adentro y sería más fácil tratar de expulsarlo con la presión del aire, o eso me pareció entonces, ya que nadie me prestaría una pinza en esas circunstancias. Volví a calzar el instrumento y soplé con toda mis fuerzas, pero aquello estaba muy atorado. El jefe estaba cada vez más impaciente, los muchachos lustraban sus armas. Será mejor que hagas sonar esa trompeta, Chet, dijo el jefe y comprendí que me quedaban unos pocos segundos de vida. Pero no iba a dejar de intentarlo. Morir sin un chute, vaya y pase, pero morir por no poder sacar un sonido de mi propia trompeta, eso era el colmo. Probé con varios soplidos cortos y uno largo, para aflojar el obstáculo. De pronto me pareció escuchar un silbido agudo que se escapaba del cono. Esa maldita cosa se estaba aflojando. Miré desesperado hacia el público y pude notar cómo el jefe y sus matones posaban sus armas por debajo de las mesas. Me iban a descoser a balazos allí mismo. Empecé a soplar como un condenado y el silbido se hizo más grave, ya cedía, sólo faltaba un poco más. No sé si un matón ya me estaba apuntando o si fue mi imaginación, pero comprendí que me quedaba una última oportunidad: hinché mis pulmones en toda su capacidad (de joven había practicado buceo y podía almacenar mis buenos galones de aire) apoyé la boca sobre la trompeta y soplé con todo lo que tenía. Los cachetes se me inflaron como un globo aerostático y la cara se me puso roja, como a punto de estallar. El silbido ya sonaba con la fuerza de un silbato, entonces sentí una extraña vibración y de pronto una nube de polvo estalló en el aire acompañada por la nota más fuerte que toqué jamás. Quedé doblado, exhausto, con los brazos caídos, agitado. Los tipos se desternillaban de risa mientras su mercadería caía como el aguanieve de la calle, tenue, cubriendo sus cabezas y el escenario. El jefe se sacudió el pelo con la mano derecha y llevó la punta del dedo a su boca. Sí, es de la nuestra, dijo. El imbécil de Nick debió haber visto cuando me atrapaban y no había tenido mejor idea que esconder la mierda en el caño de mi trompeta antes de huir. Ahora tenía un problema menos: podía hacer sonar mi trompeta, y un problema más: de nuevo me había quedado sin una puta mierda para meterme. El jefe mandó buscar una escobilla y recogieron todo lo que pudieron, que era como medio paquete. Después me hicieron volver sobre el escenario y, sí, tuve que tocar para ellos como tres horas, hasta el amanecer. No lo hice mal, teniendo en cuenta las que había pasado ese día y que llevaba una semana entera de abstinencia. Alrededor de las siete me dejaron ir. Simplemente eso. ¡Desagradecidos! Antes de marcharme miré al jefe con cara de súplica, Buena media bolsa nos has hecho perder, Chet (¡El tipo insistía en llamarme Chet!) No ha quedado ni un poco para ti, me dijo sin dejar de sonreír.


Me devolvieron mi maleta y mi gabán y salí otra vez al frío de la ciudad. Ahora caía una lluvia fina y monótona. La claridad del amanecer se filtraba entre las nubes plomizas y los edificios de granito, haciendo aún más gris a Nueva York y no sé por qué de pronto me sorprendí silbando una vieja melodía que ya creía olvidada: “The Thrill is gone”.



(Fragmento extraído de Como si tuviera alas, memorias de Chet Baker)