El Mate Tuerto

"Se fingirá el saber que no se tiene."

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Nombre: El Mate Tuerto
Ubicación: Argentina

31 octubre, 2006

Punk

Le dije que yo era punk, y se cagó de risa. Pero lo soy. Y no estoy hablando de la música que escucho ni del modo en que me visto. Menos de mi corte de pelo (más bien calamaresco). No es eso lo que quiero decir. ¿Qué quiero decir? Tracemos un paralelo. El situacionista y el punk. A ninguno de ambos le preocupa demasiado hacer el ridículo. Ninguno está a disgusto en ir contra lo establecido. El situacionista, sin embargo, no se conforma con eso, y busca deberes con los que cargarse. El situacionista se cree en el compromiso de hacerlo. Quizás no. Quizás lo que ocurre es que solo se siente cómodo yendo contra las convenciones, quizás solo yendo contra. ¿Y si alberga el impulso de sumarse a la masa, de bregar con el rebaño? Y, claro: se reprime. Eso es hacerse violencia. Eso no es algo necesariamente malo. Pero el punk tiene una mejor opción: el punk se suma al montón con gusto, el punk viaja a favor de la corriente. Hacer el ridículo o no son solo modalidades, si admisibles, de hacer lo que se quiere. Recuerdo la comparación que, a propósito de la irrupción de Nirvana en la esfera pública, hizo no me acuerdo qué periodista de renombre (el Lester Bangs de ocasión). La dupla en cuestión era Thurston Moore, el de Sonic Youth, y nuestro querido finado Kurt. Decía este tipo que Moore sería incapaz de editar un tema como ‘All Apologies’. Decía: si Moore se descubre componiendo un tema como ese, seguro lo destroza a golpe de deformidades. O se clava un litro de whisky para olvidar la atrocidad que acaba de cometer. Cobain no. A Cobain no le importa. Lo hace, le gusta o no. Y si le gusta, adelante: regístrese, edítese y distribúyase. Eso es punk. O ese es el punk que le gusta a la gente. ¿A qué gente? A la gente como yo. Tiene esto un indudable tufillo a conformismo. En efecto. El espíritu es: si te gusta, está bien. Puede mejorarse, no se vayan a creer. Podemos estirarnos hasta el patrón Thom Yorke: si hacés lo mejor que podés, lo mejor que podés es suficiente. Yo creo eso. Creo que aspirar a más es ganarse quebraderos de cabeza obviables. Creo que mejor hacerlo mal que no hacerlo. Creo que mejor hacerlo rápido que no hacerlo. Y creo que muchas veces o se hace mal y rápido o no se hace. A veces me zarpo. Okey. Sospecho que el medio en que me muevo, mis amigos, mis compañeros, adolece del mal inverso. Creo que, en este contexto, soy una fuerza progresiva. En este sentido entiendo el acápite de este blog: “se fingirá el saber que no se tiene”. ¿Qué pasa si el problema nos excede, pero nos vemos compelidos, por otros o por nosotros mismos, a dar una respuesta? ¿Nos paralizamos? ¿Reconocemos nuestra ignorancia? No. No si, ex hiphotesi, estamos obligados (sea quien fuere que nos fuerce) a dar una respuesta. Si no se conoce la solución, señoras, señores: se la inventa. Mal, rápido, no importa, no importa. No importa porque urge darla. Entonces se la da. Después veremos. Patear para adelante el problema es mejor que verse avasallado por él. ¿Es esto poner el carro delante del caballo? De ninguna manera. Es abandonar el carro y montar al pelo. Es hacer lo que dijo El Escritor: Primero publicar, después escribir.

Matías Pailos

26 octubre, 2006

Días de radio

El mejor momento de las vacaciones es la vuelta a casa. Esto, puesto en boca de un obsesivo que declina por años tomarse vacaciones, que aún lo hace, no parece tener suficiente legitimidad. Siempre sentí aquello. Como tantas otras cosas, tardé años antes de llevarlo a palabras. La afición enfermiza de mis congéneres al período veraniego de suspensión de la rutina no favorecía precisamente este tipo de disposiciones. Permítanme contarles solo uno de esos episodios. Yo era un niño. Más bien un púber, quizás. Volvimos de la costa, seguramente de Mar del Tuyú. Volvimos muy temprano. Desmedidamente temprano. Bajamos del micro en Puente Saavedra, y al llegar al departamento en el piso 12 no eran todavía las 5 de la mañana. Corrí a mi cuarto y, desde la ventana, tuve acceso a la panorámica visión de todo Vicente López, en silencio y a oscuras, con el río total de fondo resguardando sus fronteras. Me tiré en la cama y aspiré con fuerzas el olor único y nunca percibido del propio colchón, de la propia almohada, de las propias sábanas. Sin despegar mi cara del lecho, encendí la radio. Las 5 de la mañana. Una voz anunciaba el inicio de un programa ignoto: “La bolsa y los gatos”. ¿Un programa ignoto? Un programa mítico. No por su contenido, no por sus conductores. Nada que ver. Era mítico porque todos lo mencionaban. No lo recomendaban. Simplemente lo mentaban al repasar la grilla de programación. Lalo en Bangkok, Pergolini en Malas Compañías. ¿Existía ese programa? Existía. Ahí comprendí que nunca antes había estado despierto a esas horas. Comprendí, también, que había un mundo y una vida, subterránea, marginal, que no había sospechado. Por primera vez entendí que el mundo todo no era mi mundo. Nunca antes ni nunca después escuché informes económicos con tanto interés como durante esa premañana y esa posnoche.
Soy un hombre de radio. Nunca tuve un programa, solo en un pasado arqueológicamente remoto pergeñé tibios proyectos de una emisión propia. De varias emisiones propias. No llevé al aire ninguno, y no es algo que acarree como una deuda. Me creo, sin embargo, con perfecto derecho y amplio justificativo para realizar y reafirmar la aserción inicial: no soy yo sin radio. Esa posnoche nunca hubiera llegado hasta hoy sin la radio. Sin embargo, ella pertenece a ese tipo de pasiones que no desembocan en la acción. No todavía. Tenga o no lugar, ese momento no es este. Como les dije, alguna vez creí que ese momento llegaría. Luego de juzgar que más bien no, padecí una crisis intelectual general. Forjé la creencia de que debía sentir aversión por lo popular. Dolina disparó esa convicción. Primero renuncié al consumo de fútbol. Luego, al consumo de rock. Finalmente, al propio consumo de radio; después de todo, tampoco era un medio formativo. Entre las cosas a las que renuncié, estaba el propio programa de Dolina. Luego viví algunas otras crisis, intelectuales y de las otras (de las serias, hubiera dicho en algún momento). De unas y otras me salvó, de un plumazo, el ceder a la tentación y volver a escuchar a Dolina. Una tesis justa en el momento adecuado reacomodan las ideas, pero más aún: el espíritu. Finalmente, Matías Martin relajó mi ímpetu dolineano, como dije en otro lugar, de modo quizás definitivo. (Pero en verdad uno no sabe estas cosas.) ¿Todo esto por la radio? Todo esto. Pero antes de aquella crisis intelectual vivía aferrado a un Pergolini maltratador de oyentes. Encendía la radio a las 7 y solo hacía un impasse para cenar. Me dormía escuchandolo enmarañando un discurso plagado de dobles sentidos acerca de sexo y drogas. Yo, con mis 11 años, no entendía una goma. Pocos años más tarde cambiaría el foco, y me entregaría al sueño en plena audición dolineana. En el medio, hubo una primera audición. Fue poco después de aquella premañana. Me había desvelado. Algún partido de Independiente me había conferido la licencia para quedarme despierto más allá de las 9. Pergolini había terminado, pero yo ya había intuido que necesitaba escuchar palabras para abandonar la vigilia. Recorrí entonces furioso el dial. Nada. Pasé a la A.M. A la altura de Rivadavia, un tipo hablaba. Me detuve. Estaba contando algo. Algo sobre Flores y los colectivos. Dijo: los viejos del bar ‘El Mirador’ narran que la línea 76 cuenta entre su cuadrilla, una vez al año, y solo por ese día, dos ejemplares singulares. El primero de ellos es indistinguible del resto. Los que tienen la desgracia de subirse al segundo, notarán, lenta pero irremisiblemente, que el trayecto no es el establecido. Que no pueden bajarse. Que el chofer no responde a las requisitorias de liberación. El colectivo los traslada directamente al infierno, de donde nunca jamás podrán escapar.
Segundos antes, mi corazón empezó a contraerse. Al momento de oír la última palabra, no era sino pánico. Instintivamente, me tapé con las sábanas y cerré con firmeza mis ojos. No apagué la radio, sin embargo. El miedo terminó con el sueño. Al día siguiente volví a quedarme hasta las 12. Esta vez no hubo pánico, tampoco historias de terror. Tampoco entonces apagué la radio antes de dormir. No la apagué nunca más. No la apagué incluso cuando dejé de oírla. Hoy día sigue encendida, incluso cuando está apagada. Sospecho que seguirá encendida por algún tiempo. Hasta que yo me apague.

Matías Pailos

23 octubre, 2006

Situaciones

Vivo en otra época, soy de otro lugar. Estoy rodeado de pasado. Soy un fantasma que recorre Europa. No siempre me doy cuenta. A veces, incluso, me olvido todo lo aprendido. Recuerdo al Philip Dick de ‘Valis’, viviendo en California en los años setenta, siendo un cristiano perseguido en las primeras épocas de Imperio Romano, hablando con extraterrestres a través de satélites soviéticos, conteniendo multitudes. Ustedes no son diferentes.
Vivo en otra época, y soy un fantasma que recorre Europa. Lo comprobé hace pocos días. Me desperté temprano, despaché a toda velocidad el comentario que me habían encargado, y partí hacia la Lugones. Pensé que llegaba tarde, así que del ascensor me tiré de cabeza dentro de la sala. Nadie. Bueno: treinta personas. No está mal, bien mirado, para un jueves a las cinco. A Hache Erre lo vi cinco veces durante los últimos cinco años, más cinco veces el último mes. La de ese día fue la quinta. Qué sorpresa, afirmé. No tanto, murmuró como respuesta. El resto de su réplica se diluyó en un tibio relato de los trompicones que puntúan su existencia. Estaba, sin embargo, de buen humor. Yo también. Tan diferentes y tan parecidos. En esa tensión transcurre nuestra amistad. Un hombre avanza desde el fondo: Monteagudo, según nos enteraremos más tarde. Nos aclara: están a punto de ver una película de una hora de duración, que alterna oasis de diálogos aforísticos e inconexos sobre fondo blanco, con desiertos de silencios en pantalla negra. Monteagudo se retira. Un anfetamínico dos filas delante de nosotros levanta la mano remedando un saludo fascista, acompañado de enfáticos ‘¡Gracias!’. Cierro los ojos y sonrío para mis adentros: la que me espera… París, 1952. La película: Aullidos a favor de Sade, de Guy Debord. Sí: el mismo. Primer corte a negro. El sacadito se pone a aplaudir. Simpático, pero no ceja. Más y más fuerte. Vuelve el blanco, las citas del código civil y una chica que le dice a Debord que lo deja. Vuelve el negro. El sacadito ahora aplaude a rabiar, a puro arrebato percusivo rioplatense. Arrecian los ‘¡shhh! ¡Shhh!’ de los cuatro wines. Alguien con una linterna hace luces. Es la acomodadora, señora con claros signos de malcogimiento en el rostro. ‘¡¿Qué pasa ahí?! ¡Silencio! ¿No escucharon lo que dijo Monteagudo?’. El efecto es sorprendente, e inmediato: se hace silencio. Dura cinco segundos. Alguien se caga de risa, otro silba. Listo: el sacadito ríe forzada y estertóreamente, y reincide en el aplauso. “Callate, querido. No vine a escucharte a vos”. “Déjelo, esto está para eso”. Yo no lo puedo creer: esto sigue funcionando. Se lo comento a Hache: él tampoco lo puede creer. Vuelve el blanco, y todo es aburrido. El aburrimiento es efímero. Silencio negro, y el sacadito se pone de pie. Descripción del sacadito: flaco y muy flaco, alto… veinti… tres, veinticuatro años. Quizás menos. Barba frondosa. Más bien rubio. Anteojos del doble de su cara, marco grueso de carey. Es evidente que este tampoco la puso, comento. Al instante me arrepiento. ¿No es un comentario reaccionario? (¿Por qué lo sería?) La culpa aflora (como si le faltaran incentivos), pero me distiendo inmediatamente. Lo increpan con cierta altura, y es una pena que no recuerde el bocadillo. Algo así como que su estupidez atrasa 50 años. El sacadito le responde una gilada acerca de su nosequé contemporáneo. Apechuga, y es apoyado por un comentarista del sector izquierdo que apostrofa: ¡Otro estúpido de la FUC! Sí, comentará después Hache: parece que hubiera dado el examen de situacionismo ayer. Mis alumnos son como el sacadito. Solo que ellos hacen quilombo cuando se habla y callan cuando funde a negro. Blanco, negro. El sacadito se para nuevamente y recorre la sala. Que, dicho sea de paso, se había dividido en dos: las viejas y viejos, que no entendían nada (‘¿esto es la película?’, preguntó una vieja –y puede haber sido la intervención más lúcida y errada de todas cuantas hubo) eran entusiastas partidarios del sacadito. De su lado también estaba la pareja a nuestras espaldas, más el comentarista del sector izquierdo, más el resto de la audiencia silenciosa (entre la que nos incluimos Hache y yo). Del otro, los tres o cuatro esnobs protestones. (Estos se diferenciaban de nosotros en que nosotros no somos protestones.) El otro lado fue acallado, y solo quedó el show del sacadito, que curiosamente caía en trance a cada aparición del sonido brotando de la pantalla. Pero él también se vio más y más aplacado, hasta extinguirse con el largo.
Posteriormente irrumpieron dos cortos. El primero, un panfleto, un manifiesto, una exhortacion y una declaración de principios: hay que tirar abajo todo, hay que empezar de cero. La destrucción a cero, la creación desde cero. Tareas simultáneas, labores complementarias. Un Debord compadrito y altanero. Un Debord optimista. El segundo corto es el reconocimiento público de la derrota. No se pudo, confiesa Debord a regañadientes. Nos queda el orgullo, nos queda la obstinación. Ya en el bar, rumiando melancolía, mascando reflexiones, expuse mi desacuerdo. Yo soy un buen burgués. Yo sería más infeliz si partiera de cero, si buscara la subversión de los valores. Y creo que la mayoría está conmigo. No queremos la revolución. No queremos ninguna revolución. Hache no se pudo mostrar más en desacuerdo. Un moralista, le comenté a Hache, cerveza de por medio. Hache replicó: ¿él o vos?
-Ambos.

Matías Pailos

Una velita en el mate

Hoy, sin ir más lejos (porque si vamos más lejos, nos pasamos y si retrocedemos, no llegamos) el Mate Tuerto cumple un año de vida. Quiere el destino que esta fecha casi coincida con el onomástico de Matías Pailos, por lo que se nos torna inevitable la celebración conjunta de ambas fechas. Así transcurrió nuestra jornada de domingo: generosa en vino y empanada gallega en la refaccionada casa de MP: antes Chateau, ahora Villa Pailos a pleno estilo neoLecorbusier en un festín de líneas rectas y hogares a leña translúcidos que dejan ver el patio andaluz y demás delicias arquitectónicas. Y, en efecto, la coincidencia, nos permitió, como si hiciera falta, duplicar los brindis: “Por Pailos” “Por el Mate Tuerto” “Por el primer aniversario” “Por los treinta años”, etc. Y entre copa y copa algún comentario al pasar “El Mate tuerto es un blog eminentemente masculino” risitas, festejos “Bueno, porque las mujeres no se ponen las pilas y no escriben tanto” ja, ja, je, je. “Es que el blog no cumple con los objetivos que se había propuesto” aha, ahá,. “¿Y cuáles eran esos objetivos?” eh, eh, “Bueno, en los comienzos hubo dos manifiestos, había intenciones que se torcieron” Epa, epa, “¿A qué intenciones te referís?” ña, ña, ña “Te explico, en primer lugar…”.
Cumplíamos un año y, fiel a nuestra costumbre, en lugar de celebrarnos, nos discutíamos.
Para resumir el debate, diré que una facción sostenía que el Mate Tuerto había sido ideado como un ensayo de una muchas veces pensada y nunca emprendida revista cultural. El objetivo era la intervención cultural, la inmersión en las agitadas aguas de aquella masa informe llamada “campo intelectual”, y lo que terminó saliendo fue un espacio para la narración anecdótica de sucesos personales. La otra facción repuso que el blog había tomado su propio rumbo, impuesto su propia gramática, o sistema de reglas, en definitiva, había adquirido su “estilo”, algo frankensteiniano, es cierto, pero estilo al fin, y ese estilo no era ajeno al de su mundo circundante, que no era, ciertamente el de las revistas culturales, sino el de los bloggers que lo leían y le comentaban y a los que los matetuertinos leían y comentaban a su vez.
La discusión se zanjó un par de copas más tarde, cuando se declaró a M.P. precoz asesino de tortugas con el inapelable testimonio de su madre, es decir, no hubo acuerdo. Los que protestaban, siguen creyendo que el Matetuerto “ya no es su margarita”, los que celebraban, se convencen que “está mejor que nunca”. Yo voy a dar una opinión de juez y parte, como insinué más arriba, creo que el MateTuerto es nuestro Frankenstein: una criatura que ideamos con fines nobles y elevados, pero que acabó siendo un engendro abominable que sin embargo se mueve, camina y habla para decirnos con voz gangosa: “mamá”, “papá”, es decir, remedando al doctor, “¡Está vivo!” “¡El monstruo Vive!”.
Yo creo que, como todo Frankenstein, somos horribles, se nos ven los costurones y, a pesar de usar zapatos con plataforma, rengueamos de una pierna. Sin embargo, creamos algo que antes no existía y, si no hubiera caído el rayo en el laboratorio de Vicente López, nunca habríamos trazado un mate en la arena en un fin de semana inolvidable, ni conocido la inventiva inmobiliaria del Sr. Riccardi, ni nos hubiéramos asomado a los misterios del ajedrez, ni habríamos provocado la furiosa reacción de un dramaturgo, ni nos habríamos electrocutado bajo la lluvia con Iggy Pop, entre tantas otras aventuras.
Pero yo me guardo un orgullo personal, una íntima satisfacción que va más allá de todo lo que hemos escrito y publicado a lo largo de este año y la que considero es la mejor creación del Mate Tuerto: su público. No es obsecuencia sino evidencia. Como anticipó Macedonio, en el blog, salimos a buscar a nuestros lectores y los capturamos en el acto mismo de leernos: P. de Pau, Playmóbil Hipotético, Salgado Boza, Gernández, Mundo del Cinismo, Roberta, Libérula de Acero, Madpercolator, Cutipaste, Tate y algunos otros (no muchos) que nos leen en silencio y omiten su comentario. Ellos, es decir, ustedes, son la gran satisfacción que me deja este año. De todo lo que generó este blog, sus lectores son mi mayor motivo de orgullo.

Zedi Cioso

22 octubre, 2006

Voluntad de coger, segunda parte

En aquél encuentro fortuito, en la vecina orilla, un foucoultiano empedernido, expendedor de boletos y guarda de a bordo de la empresa de transportes de medianas distancias Turil, me explicó la vida.
Es decir: la bajó con el pecho, la durmió en el empeine, la amasó bajo la suela y, después de tirar paredes conmigo y con otro muchacho –Eduardo-, la clavó, pero suave, en un ángulo.
Me estremeció. Provocó el cimbronazo esclarecedor: todo pareció estar en paz. Me sentí relativo, ubicado. Cada cosa en su lugar. Acaso la futbolización formal de los conceptos, el efecto ecológico del ponche y la familiarización espontánea con todo avatar microfísica y genealógico de la humanidad fumigaron los gargajos siniestros de mi humus vulgar.
El sujeto de chaqueta café colocó las llaves de la nave nodriza junto a la Pilsen y ofició de guía orbital alrededor del universo.
Los tres ausider –así nos denominó- construimos un lenguaje. El mundo convertido en una fábula. Y Esopo involucrándonos.
-Usted podrá pensar que estoy loco…
-No, no. Tenés razón. Es así.
-Y aquello que ve ahí no es más que…
“… ella consiste en la esforzada defensa de los restringidos, pero inviolables, espacios de la interioridad individual, considerados por Junger el último baluarte de resistencia posible. Siguiendo esta estrategia, sin abandonar la convicción de que lo que cae no debe ser mantenido en pie sino ayudado a caer, Junger no escenifica un ataque frontal contra los valores y los ordenamientos tradicionales, como sería, en cambio, lo propio del estilo de Nietzsche…”
No descarto de cualquier atadura de cabos o conclusión los efectos interpretativos de los antidepresivos con que ocupé el 80 % de mi mochila antes de partir hacia el final de la Patagonia, así como tampoco cajoneo ni censuro del currículum los ocho intentos de suicidio en las laderas del cerro Castorp. Todo suma. Incluso la idea paranoica que me asaltó a bordo de un trino, rumbo a la cárcel más austral del mundo: que el eter todo fuera un experimento del gobierno.

Hache Erre

21 octubre, 2006

A(r)mando a Maradona ?


Siguiendo con la costumbre de ER de ir a ver películas mediocres al cine, fuimos Xilofón y V a ver “Amando a Maradona”. Que mejor que eso un viernes de una noche torontesa, creimos. Sala llena de argentinos nostálgicos (como nosotros). Algun que otro canadiense perdido, seguramente creyendo que iba a ver una película de Madonna.
Empieza la funcion. Mas de uno (mas de diez) grita: grande Diego! Algunos con la remera de la selección argentina. Otros con lagrimas en los ojos. En el cine, dos presencias estelares: el mismisimo hermano del Diego camuflado entre la audiencia y una narradora que, al lado nuestro, se ocupaba de la voz en off: “Mira, ahí esta la Giannina”. “Esa e la suegra”. “Ay, miralo, que jovencito esta ahí” “Como engordooooo”. Nada nuevo en este documental: alguna que otra imagen de Villa Fiorito, reportajes a los entrenadores de la infancia de Diego que duran mas de lo que se tarda el 10 en cantarse (mejor que Gardel, obvio) “Mi buenos aires querido”, la gente aplaudiéndolo, la iglesia maradoniana, los napolitanos que por fin conocieron a dios, etc. Cuando termino la película escapamos raudos a un restaurante, abriendonos paso entre los “Vo tambien so argentino. No te puedo creer!”. “Ay, sho me olvido que ustedes son arrrrgemtino. Que grande el diego...” Y nos pusimos a discutir sobre la película.
Todo documental implica un recorte. Este podria haber sido una biografia, pero seguimos sabiendo lo mismo sobre maradona: que nacio en Villa Fiorito, que después estuvo en Boca y en Europa, que se hizo amigo de Fidel y eligio vivir en Cuba; podria haber sido una muestra de cómo los argentinos sienten a Maradona, pero tampoco era eso: hay un par de pibes que se tatuaron la cara del dios, dos amiguitos que bautizaron un arroyito con el inefable nombre y un grupito liderado por la Dalma Nerea que festeja en diferido el cumpleaños del idolo de los idolos. El documental se dedica simplemente a reforzar el mito: un pibe humilde, bondadoso, padre dedicado, cuasiguerrillero, el que se tomo una sopita y tuvo la mala leche de que el anti-dopping le diera positivo. Se ve que al director no le dio el tiempo para mostrar a los hijitos ilegitimos del 10, a la Claudia dejándolo porque con su cornamenta ya no podia entrar al living sin romper las bombitas de luz, a sus amigos Guillote, Carlitos Saul y Marcelito, a Villa Fiorito, el lugar que “nunca olvido”, pero que sigue siendo un baldio. Podria haber sido tambien simplemente pura búsqueda de emocion. Pero ni siquiera eso. A lo mejor, si hubiera mostrado el gol a los ingleses, hubiesemos abandonado la sala con un “grande, Diego!” y le hubieramos dicho a la de la voz en off: “Vos tambien sos arrrgggentina?”

Vero y Xilofon

19 octubre, 2006

Jazz

No hay nada más aburrido que Weather Report. Era hora, alguien tenía que decirlo. ¿Qué había que decir? Que no nos gusta el jazz. ¡Pará, flaco! ¿Cómo que no NOS gusta el jazz? Okey, me excedí. Solo pretendo destacar que, a ciertas personas con ciertos gustos y apetencias, el jazz no les dice nada. Esto que acabo de decir, es no decir nada. Lo que quiero significar cuando dije lo que dije es: ni a Zedi Cioso ni a Zatoichi ni a mí nos gusta el jazz. Esto de hablar por boca de terceros siempre es arriesgado. Acá, de hecho, me parece arriesgado. Voy a ser un poco más riguroso: ni a Zato ni a mí nos conmueve el jazz. Claro claro: ciertas piezas de ciertos músicos sí nos gustan, y sí nos gustan mucho. En general, nos dormimos. Ahora: no hay nada como Weather Report. Desconozco si alguna vez lo escucharon. Es un grupo de lo que se conoce como ‘fusión’. Específicamente, de jazz-rock, ese género que dio por regla aberraciones intragables. El espécimen mayor de los cuáles, claro, es Weather Report. (¿No empiezan a bostezar con su sola mención? Vieron. Yo les dije.) Insulso como su nombre. El jazz rock no todo está mal. Ver Invisible. El resto del jazz rock perceptible a los ojos, sí, es soporífero. No tanto como (bostezo) Weather Report. Pero, he aquí lo que quería señalar: lo que aburre es el jazz.
Nuevamente, me retracto. Alguna vez Zato sindicó a nuestros gustos ‘fuertes’, aquellos con las propiedades sísmicas de ‘conmover’, bajo dos ejes: (1) el punk épico; (2) el glam juguetón y experimental. Destaco lo de ejes, pues se admiten combinetas. En general, lo mejor de ambos mundos está en las combinetas. Bowie tiene lo mejor de ambos mundos, y ninguna pureza. Bolan es (casi) puro glam juguetón (el ‘casi’ vale por ‘Solid Gold Easy Action’, gema pre punk). Barrett tiene todo de circense y lúdico; poco de épico, poco de glam. Mucho o nada de punk. Ramones y Pearl Jam y Jane’s Addiction son más punk épico que otra cosa (no hay ‘Being Caught Stealing’ que valga). ¿Dónde entra el jazz en este esquema? Respuesta: no entra.
“¿Y no será mejor decir que a ustedes [por nosotros] no los conmueve el jazz, y no que el jazz es inconmovible?” Sí. Eso es lo que quiero decir. Pero esa afirmación es poco bullanguera, mayormente incontrovertible. Y usted, lector, como yo, como todos: usted pide quilombo. Así que olvídese de este párrafo, y continúe creyéndome en pie de guerra. Píenseme como un engendro a pisotear.
Cerraré este pasquín con una anécdota. El protagonista no soy yo, sino Zato. Estábamos, años ha, Xilofón, Zato, Cioso y yo en mi residencia, a punto de iniciar una partida de T.E.G. (No, si nosotros sí sabemos como divertirnos.) En mi afán musicalizador, había trasportado al comedor toda mi colección de cedés y casetes. (Esto ocurrió en la prehistoria. De todas formas, sigo siendo un dinosaurio.) Dije: pongan lo que quieran. Zato despegó de su trono e inició el proceso de selección. Finalmente, blandió con orgullo, y algo de picardía, un casete por los aires. “Escuchen esto”, dijo. Era ‘Olé’, de Coltrane. Iggy Pop solía padecer ataques de epilepsia feliz con los discos de Coltrane. Más modestamente, yo fui testigo de un tsunami interior. Como nunca antes ni nunca después nada del mundo del jazz me alteró o inquietará. Una base obsesiva e incesante, sobre la que emergían y bajo la que se sumergían espásticamente un saxo y un piano bipolares en su ir y venir de la euforia a la depresión. Dieciocho, veinte minutos. Luego la nada. Luego otro tema. Zato puso stop y cambió el disco. La revuelta se desató. Zed y yo protestamos: ¡dejá, está buenísimo! Zato frunció la nariz, torció la boca, dejó caer lo siguiente: “No. El primer tema está bueno. El resto es jazz.”

Matías Pailos

18 octubre, 2006

Perfeccionismo, Parte II

En Canadá hay un filósofo que no trascendió. Decir esto no quiere decir, por supuesto, que no publicó algún que otro libro; sino que mas bien quiere decir que no es ni Marx, ni Hegel, ni Kant, ni alguno de los grandes pensadores que tuvo la humanidad. Es rengo, petiso, vive en su oficina (al punto que ya se lo puede considerar parte del mobiliario de la universidad) y nunca saluda a nadie. Es humilde, pero dice que sus ideas no han sido suficientemente reconocidas aún en el mundo. De todas formas, cuando se muera, sostiene, todos abrazarán su doctrina: el perfeccionismo.
Que pretende este sujeto? Que nos convenzamos de una buena vez que la felicidad no es relativa a cada uno. La idea de que “si a Luke le hace feliz, dejémoslo” o de que “y bueno, cada uno sabra lo que quiere” le causa un profundo rechazo. Por qué? Porque lo que nos hace o no feliz es lo mismo para todos, sostiene. No hay algo asi como la felicidad de Luke como distinta a la felicidad de Guillermo Burros, o de ER, o de Pailos, o de Cobiñas. Y, según nuestro filósofo, aquello que nos hace feliz a todos no es mas que el conocimiento, los logros y la amistad. Alguien que se dedica a aprender una ciencia o un arte es mas feliz que alguien que no lo hace. Es más, alguien que obtiene logros importantes al dedicarse a esa ciencia o arte es más feliz que alguien que sólo se dedica a a aprenderlas. Bolaño, Pauls o Aira son más felices que aquellos que los leen y quieren escribir como ellos. Pero aquellos que quieren escribir como ellos son más felices que los que no escriben en absoluto. La felicidad de Bolaño, Pauls o Aira no radica en obtener premios literarios. Esta es simplemente una consecuencia placentera de sus actos. Su felicidad consiste, en cambio, en la excelencia. En escribir mejor. Cada vez mejor. Qué es escribir mejor? Perfeccionarse. De ahí el nombre de “perfeccionismo”. Claro que aquellos que se perfeccionan obtienen laureles. Bienvenidos sean, dice nuestro pequeño filósofo.
Por otra parte, aquellos que tienen a quien contarle sus desgracias son mas felices que aquellos que las escriben en un diario íntimo. Aunque aquellos que escriben sus desgracias en un diario íntimo y siguen los pasos de Aira o Bolaños son más felices que aquellos que simplemente tienen a quien contarle sus desgracias. El pequeño filósofo también se acuerda de los deportistas. Messi, Tevez, Crespo, se perfeccionan y obtienen logros. Sin embargo, por alguna extraña razon, el perfeccionista ubica a aquel que se realizó en el cultivo del cuerpo en segundo orden de felicidad con respecto a aquel que se dedica al conocimiento o a la amistad.
Sospecho que, de ser cierta esta descabellada teoría, no solo tendriamos que dejar de lado nuestras intuiciones sobre Luke y sobre lo que consideramos bueno. Tambien tendríamos que perseguir aquello que es bueno. Algún que otro lector tendrá que dedicarse a escribir como sabe hacerlo, otro tendrá que ir al teatro a aprender, otro tendrá que dedicarse a la investigación, otro sabra. Por mi parte, creo que todo esto es absurdo. Prefiero hacer zapping.

Xilofon

17 octubre, 2006

La Lección del Maestro

No hay caso: quise olvidarlo, quise ignorarlo, quise escribirlo y matarlo, pero pasado un tiempo no tuve más remedio que retomar una de sus novelas que, como otras tantas veces fue puesta en mis manos sin que yo lo pidiera, y rendirme ante César Aira. Se trata de “la última” o “más reciente” (conceptos débiles e inestables tratándose de Aira) de sus obras: hablo de Parménides. Y me bastó leer la primera página para reencontrarlo y claudicar ante el primero de sus razonamientos:

“Era un escritor joven, una “promesa”, como suele decirse. No había gran cosa en la que basar la promesa, pero con poco alcanza, y hasta con nada, si lo que se promete es algo tan inverificable como la poesía”

Aquí ya comenzaba la razón dislocada. Porque las de Aira son novelas de ideas. A diferencia de Copi, insigne antecesor, en Aira la invención no es salvaje sino que responde a una estricta lógica, sólo que esa lógica, como en la mejor literatura, gira en el vacío.
En el caso de Parménides la coraza argumental ha sido casi descartada y lo que prevalece es un exquisito ensayo sobre el arte (y el karma) de escribir. Aquí Parménides no es el filósofo presocrático que nos han legado los griegos sino un Jerarca de Siracusa que contrata a un “negro”, un ghost writter, el joven poeta Perinola, para que le escriba un libro que condense la rica experiencia que ha acumulado a lo largo de su vida. Perinola se pasa 10 años tratando de averiguar cuál es tema del libro que debe escribir, “de qué se trata”, pero nunca lo consigue y permanece en una espera infructuosa, aunque La espera ya era una forma de poesía, como nos informa Aira.

Finalmente Perinola escribe, un día cualquiera y de un tirón, el libro de Parménides. ¿Cuánto llevó ese libro: un par de horas, 10 años o toda la vida? No lo sabemos. Al mismo tiempo Perinola, que vivía culpando a su mentor por su indecisión, finalmente lo comprende:

“Estaba comportándose como Parménides: quería un libro pero no sabía qué libro quería. Había hecho mal en burlarse de su amigo: todos los escritores hacían lo mismo y gracias a ese punto ciego existían los libros”

Esta es la lección de Aira: sólo se puede escribir desde el no saber. Los escritores escriben, no transcriben y cuando se escribe, como decía Wittgenstein, “es la mano la que piensa”. Finalmente Perinola vence el “bloqueo” apelando a una evidencia que, como carta robada, siempre estuvo ahí: “escribe para otro”, despreocupándose por los resultados:

"Quizá el problema de los escritores era que siempre querían hacerlo bien, siempre querían escribir “en serio”, y podían pasarse la vida sin empezar, tan abrumadora se presentaba la exigencia de expresar su verdad. Escribir para otro o en nombre de otro los descargaba de esa responsabilidad, y la inspiración levantaba vuelo como un ave, hacia cielos vacíos…Tan vacíos que podía atravesar sus umbrales invisibles sin encontrar obstáculos y pasar de la región del “otro” a la de “uno mismo”, de la “tontería” a la de la” poesía”, sin abandonar el espacio libre de “cualquier cosa”.

Curiosamente, o no, exactamente ese fue el razonamiento que me guió cuando años atrás, ante el trance de escribir mi “primera novela” me propuse tomar un desvío y “escribir la novela de otro”. ¿Qué otro? César Aira. Al escribir el libro de otro, indefectiblemente surge el de uno, o la promesa de ese libro propio que, tal vez, nunca abandone el horizonte de la expectativa. ""Pero Haber escrito contenía la promesa de escribir más". Esa es la lección: hay que escribir para otro, con la convicción de que fatalmente y en un más allá de las intenciones “siempre saldrá uno”.

Zedi Cioso

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16 octubre, 2006

cara de queso, por queso films

Nuevamente víctimas de ese segmento del cine argentino que, intuyo, no sabe a qué corno juega. O será este humilde espectador, que no alcanza a comprender para qué se hacen este tipo de películas.
¿Realismo? No, los tipos son más bien proto. Tal vez, esos proto de una clase media que no sintoniza con los habitantes de los countries, buscan caer mejor al espectador, por tener un 504 y no un nissan o un mercedes.
¿Grotesco? Tampoco, porque tres personajes tiran hacia ahí, pero el resto no, cursan una actuación naturalista.
Clisés sobre la conducta adolescente y púber, sobre el judío argentino, clisés de trama.
¿Entonces? ¿Para qué se hace una mierda semejante, hablando del film, y de este post?
Por favor no vayan. Que todo quede en esta miserable opera prima, y que ese joven se dedique a envenenarnos desde la publicidad televisiva. Hay demasiado de todo. Me pregunto a quién le es funcional que haya tanto.

Salud.

ER

15 octubre, 2006

Sin sexo

Dado el éxito de mi último post acerca de disfunciones eréctiles, voy a escribir de cualquier otra cosa. Voy a escribir acerca de escribir. ¿Hay algo más aburrido que la reflexión-meta? No me contesten.
Seguro recuerdan ese cuento de Borges en el que el JLB anciano topa, creo que recorriendo los bulevares de Lucerna, con el joven Borges, JL, tempestuoso y dado a las bravuconadas; de disposición melodramática y manifestaciones altisonantes. El tipo de individuos ante los cuáles sentimos la tentacion de reputarlos de falsos. Estaríamos en un error, sospecho. No va a ser este el lugar de dar cauce a esa intuición. Más que nada porque lo que quería comunicarles es que yo, como Borges, di con mi antigua versión, la más jóven e irascible. No tuve que irme a Suiza. Bastó con que llegara una noche a mi cuarto, una noche de emociones que rajaban para lados opuestos. Cierta desazón amorosa se mezclaba con la euforia de proyectos literarios colectivos recién pergeñados, en una noche primaveral de San Cristóbal, a la luz de birra, pizza y faso. Mi estado epistémico distaba de ser el ideal. Entré, entonces, en mi cuarto, y me vi. Mi pelo era más corto. Mis rasgos, más angulosos. Las arrugas de mi frente, hoy permanentes, entonces apenas se vislumbraban en los momentos de sosiego. Pero esos momentos eran raros. Matías me miraba reconcentrado, desafiante. Se levantó y me encaró. A una distancia prudente, sin tocarme. Qué alto que habla este tipo, pensé. Qué mierda quiere, me pregunté. Hinchar las pelotas, sugerí. Quiere milagros; quiere el paraíso. No ve que lo que lo satisfaría está a unos centímetros, apenas. Basta con que creciera un poco. Como ven, estaba en ánimo conmiserativo y paternalista. Con el resto de lucidez que me quedaba, predije que otro Matías futuro me recordaría de modo similar. Ahora pienso que sigo creyendo saber cómo son las cosas. Peor: como deben serlas. Ahora no sé qué pensar. Ahora temo que el error sea permanente.
Entonces no creí todo eso. No tuve tiempo. Matías seguía hablando, pero yo no lo podía seguir. Me senté en la cama, y lo dejé despotricar en paz. Tarde, comprendí que portaba un manuscrito. En algún momento me vi con él en manos. Matías continuaba disertando, siempre correctamente acompañado de gesticulación debidamente ampulosa. En algún otro momento me hallé recostado. Eventualmente, caí desmayado.
Desperté con una resaca feroz, aferrado al papel. Decidí homenajear al poeta caido. Como Mario Santiago, me fui a leer bajo la ducha. Lo que leí databa, al menos, de siete años atrás. Carecía de todo soporte argumentativo. Pura enunciación. Raro en mí, aún entonces. (Yo argumento mal, pero argumento siempre.) Aforismos de pelambre indefinida. Lo que leí, entonces, decía:
“No se puede escribir bien. No se puede, al menos, en un sentido fuerte. No se puede, en el más fuerte de los sentidos. No se puede escribir bien desde todos los ángulos. No se puede satisfacer los desiderata de cada escuela, ni siquiera de cada movimiento valioso. Tomemos un caso. Borges, por ejemplo. ¿Es Borges un adecuado poeta neobarroso? Es un pésimo poeta neobarroso. Ni siquiera con “Historia Universal de la Infamia” logra estar a la altura del más despistado de los escritos de Perlongher. Vayamos al hijo mayor de esta progenie: Osvaldo Lamborghini. ¿Cómo es Lamverga, en tanto narrador clásico? Una basura. Ni siquiera porta argumento. Al menos no en buena parte de sus textos. De Bolaño podemos decir algo similar de lo que dijimos de Borges, así que, ¿para qué ir más lejos? Y como más allá de Lamborghini, Borges y Bolaño no hay nada, no vale traer a colación otras muestras. Se me dirá: pero es que un buen escritor es, por caso, el que satisface el canon OL, o el canon JLB, o el canon RB. Basta con cumplir con uno para cumplir con la disyunción, ergo, para ser un buen escritor… ¿Listo? ¿Eso es todo? Bien: concedo. Supongamos que los únicos modelos valiosos disponibles son esos tres. ¿Podemos asegurar que no surja un nuevo escritor futuro, que no cuaje en ninguno de estos recipientes, que sea, desde cualquiera de estos ángulos, pésimo, y a quien sin embargo aquellos crítico en aquel futuro tomarán como Paradigma de Buen Escritor? No. Más bien podemos asegurar que esas formas impensadas de bien escribir surgirán, y de modo indefectible.”
Así que yo era otro descubridor de pólvoras, qué se le va a hacer. Una suma de perogrulladas era lo único acertado que se me ocurría. Lo demás: pura mierda, putas cochinadas. Hice un bollo del papelito y lo tiré a la pileta. Al salir del baño lo miré. Estuve cinco minutos con la vista clavada en el deshilachado bolo. Tuve la tentación de tirarlo, y quizás debí haberlo hecho. Arrobado, y seguro estoy exagerando, por una nostalgia de la nostalgia que sentiré, tomé el bollo, lo desplegué, y me dirigí a mi biblioteca. Tomé un libro al azar, inserté el papel entre sus páginas y lo devolví a su anaquel. No me fijé ni recuerdo cuál era. Pensé en no escribir nunca más nada, y resistí ese vértigo pasajero. Mañana seré un fantasma, pensé. Ojalá sea menos gritón, dije. Ojalá sea casi tan persuasivo.

Matías Pailos

07 octubre, 2006

Paradas

-¿Cómo no voy a acordarme de Sabrina? Con ella fue la primera vez que no se me paró.

Acto seguido me fue ofrecido el raro privilegio de que la cerveza, optando por una vía no convencional, atorara el tranco respiratorio y saliera por mi nariz. A, el autor de la ya mencionada infidencia, apenas reparó en lo cercano que estuvo de ser testigo de mi defunción. Se limitó a continuar el descenso a los infiernos iniciado. Y dijo: “estaba buenísima. Culo duro, tetas precisas y firmes. Una rubiecita treintañera que rajaba la tierra. La conocí en el final de Gnoseología. Siempre me gustaron las conchetas. Tienen ese aire despreocupado, esa cosa desfachatada y bravucona que no puedo evitar relacionar con la ancestral práctica del beso negro. Le dije dos boludeces, menté a quienes debía, me hice el banana que-latiene-bien-clara. Picó. Dos salidas después estábamos manoseándonos en su casa. Nunca estuve con una mina que estuviera tan buena, y que fuera tan linda como esa. Y sí: estaba un poco nervioso. Y sí: quería hacer el mejor papel de mi vida. Ya me imaginaba saliendo con ella por años, de vacaciones en La Paloma, ella en bikini culo parriba sonriéndome desde algún incomprensible libro de algún incomprensible fenomenólogo. Franeleamos en la cocina. Franeleamos en el living. Estaba para cogérmela ahí. Pará, me dijo. Se perdió no sé donde, creo que en el baño. Emergió de las oscuridades a medio desvestir. Tomó mi mano y me condujo al dormitorio. Nos terminamos de desvestir. La erección había desaparecido. Le chupé las tetas, medio para disimular. Logré una media erección, bastante magra, la verdad. A velocidad crucero me calcé el forro y la penetré. Estuve sacudiendo como diez minutos. La mina: un témpano. Yo sabía, ya me habían dicho. Incluso amigas íntimas de ella me habían dicho: mirá que es un témpano. Tuve oportunidad de comprobarlo en carne propia. (Tampoco es que hubiera habido una gran previa, por supuesto.) La roto, la pongo en cuatro, de costadito, misionero, ella arriba. Sacudo sacudo sacudo. Nada. Sacudo sacudo sacudo. Nada. Pero nada, ¿eh? Hoy comprendo que si la chica no demuestra entusiasmo, soy menos que un estropajo. ¡Má sí!, me digo en un momento: es hora de fingir un orgasmo. Ahí mismo entro a sacudir más rápido, más rápido más rápido, tuerzo la jeta, hago un ‘Húuuuuh’ ahogado, resoplo y listo: la saco. He ahí lo inesperado. He ahí la tragedia. Ella, más pronta que ligera, se incorpora y demanda: quiero ver el forro. Ya sé, se disculpa, es una tontería, pero necesito verlo. Creo que la pantomima se evaporó sin dejar rastros en ese mismo instante. No acabé. Fueron mis exactas palabras. A lo que siguió una ristra confusa de explicaciones, explicaciones y explicaciones. Sentidas y fingidas. Ampliamente desarrolladas y apenas esbozadas; enfáticas y confusas. Nos tiramos, presuntamente a dormir. Hubo sucesivos intentos de reanudar el combate. Ella era muy gauchita, no vaya a creer, ¿eh? Que te chupo, que me abro para que me chupes, que te saco culo, que te agito te agito te agito. Nada: no pasa nada, no se me para. Y no se me paró. No pude dormir, por supuesto. Ni ese día ni el siguiente. Me llamó para vernos de nuevo. Primero me hice el que no estaba. Después puse excusas. Terminé diciéndole la verdad: me muero vergüenza de solo pensar en vos. No puede verte más. De ahí recalé en el psicólogo y acá me tienen.”
“Lo mío fue diferente”, primerió B, con evidentes ganas de no quedar a la zaga. “Chica en boliche. Pulposa, medio facilonga. Parlo, apoyo: levanto. Me la llevo a un telo de las inmediaciones. Turno de dos horas. Entro, re cheronca. Pero la posta es que no tengo idea de lo que hago. Tenía varios años menos que ahora, y estaba considerablemente más desconcertado. Con mis amigos habíamos llegado a la conclusión de que chupada de concha equivalía a orgasmo seguro, así que hice mínimos aprestos y ya estaba pesebreando a cuatro manos. Dale que dale que dale. No sé cuánto estuve. Al final ella me tira del pelo y me sube: se había muerto. Ella pedía pija y la pija ya no estaba entre nosotros. Yacía, anonadada y fláccida, inerte y achicharrada, a la altura del agujero. Hubo intentos de resurrección, respiración boca a boca, masajes cardiorrespiratorios. De todo como en botica. Nada altera lo definitivo. Me dijo que no me preocupara. Cuando la llamé de nuevo se hizo la boluda. No me quiso ver más. ¿Y vos, cuándo fue la primera vez que no se te paró?”.
Se ve que a la cerveza le había gustado la nueva ruta recientemente descubierta, pues volvió a salir por mi nariz. Tosí, tragué saliva. Los miré a los ojos, y confesé.

Matías Pailos

06 octubre, 2006

Voluntad de coger

PRESENTACIÓN (Genealogía de la amoral)

La conchudita revista y su hijo bobo el blogspot son otros desaparecidos de la democracia. Pero nadie reclama su aparición - ni con vida, ni sin ella-. Familiares, víctimas, free-lances y papparazzis depositaron sus cenizas en el viento y Eolo las dispersa, las vuelve a juntar, las amontona, las arremolina...
Encima, se sabe , la conchudita tiene más abortos que la hermana de la coneja. Algunos malintencionados incluso han hecho rodar la epecie de que el cucharero sería socio de Alan Faena.
Lo cierto es que un tema no abordado (con D de Diego) siquiera por los esbirros del Opus Dei cobra aquí vital (¡!) importancia, y es el del DESEO DEL FETO. Todas las deformes criaturas gelatinosas, y aun aquellas que no superaron la instancia de burbujas en probetas y clepsidras, reclaman con cierto dejo de orgullo su lugar en el eterno retorno de la banda de moebius.
Para peor, hoy que la alucineta es que nadie quiere volver a ser como antes, estas viscosidades libidinosas se obstinan en cumplir un rol perturbador; todas tienen el complejo del feto del medio y pretenden ser recordadas como sea: no está mal FRATRICIDAS.
Así que, hermanos de Matetuerto, soporte(n), allá vamos, a darnos a luz:

PD de presentación: El feto que se posteó solo (Eraserhead)
...Y el feto se elevó y dijo: "no tengo forma, pero sufro si se me deforma." El tribunal recibe con abucheos los discorsi sobre la dignidad pronunciados por el miki moco.

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Voluntad de coger
(primera parte)

A partir del día en que los medios informaron que Plutón se había ido al descenso, comencé a interiorizarme sobre el comportamiento general y el destino particular de las esferas celestes.
La futbolización conceptual del espacio sideral había logrado en mi humus de vulgaridad la germinación de un reprimido y archivado desde 1999 sí, interés por la astronomía.
No con un fin científico, y obviamente menos con uno filosófico, sino más bien buscando un norte anímico-situacional, decidí hacerme amigo de los astros.
Surgieron preguntas de drogadicto:
"...¿qué son el tiempo, la historia, el destino? ¿cómo puede el hombre, que los atraviesa y está atravesado de ellos, conferirles un destello de inteligibilidad? Hilvanando pensamientos y digresiones que abarcan de un extremo al otro del saber, de la astrología a la metafísica, de las ciencias naturales a la historiografía, de la mitología a la teología y la filosofía de la historia, Jünger escruta e devenir del cosmos y sus ritmos, para captar el sentido de la aparición principesca del hombre. ¿qué puesto ocupan en la evolución del cosmos las res gestae, las magníficas suertes y progresiones?..."
Nunca pensé en responderlas, siempre en multiplicarlas. Concebí que mudarme a un sitio que incluyera en su metabolismo geográfico seis meses de noche me ayudaría a posicionarme como sujeto en el universo. Munido de un telescopio y del pijama debajo del pantalón lograría etablecer una homeostasis largamente buscada.
Pero ser vecino de Björk hubiera implicado demasiado dinero, por lo que entreví una solución en usufructuar una pasantía hotelera en Ushuaia. Conseguíla gracias a mi amigo el enano, que me recomendó en Asatej, donde él trabajaba.
Los resultados de la estadía, ya lo voy adelantando, fueron relativos, en el más absoluto de los sentidos. Es decir: me relativizaron cabalmente. Me ligaron a esa forma espectral sólo alcanzada antes en una causserie casual en Colonia de Sacramento... (CONTINUARÁ)
Hache Erre

05 octubre, 2006

Perfeccionismo, Parte I

El año pasado me mudé a una pequeña y miserable habitación en una antigua casa de Toronto. La dueña, una polaca con pocos pruritos, me aclaro que iba a tener que compartir la cocina y el baño con otra persona, pero me prometió que esta persona iba a ser rigurosamente seleccionada y que, por lo tanto, no iba a tener problemas de convivencia con ella. Confiado en su palabra, estiré mi mano y le extendi un cheque con la suma correspondiente. Al dia siguiente me mude.
Los dias transcurrian apaciblemente para mí, hasta que un dia conoci a quien iba a ser mi compañero de convivencia por un año: una mole de unos 150 kilogramos, con un rostro de profunda satisfacción. Parecía simpático. Era inglés y fanático del fútbol. Lo primero que hizo cuando me vió fue aclararme que era una persona muy limpia y ordenada, y que iba a lavar los platos cada vez que terminara de comer. También me prometió que iba a usar la cocina (si es que se le puede llamar cocina a un lugar en el que apenas cabían una heladera, una hornalla y un gordo) apenas dos o a lo sumo tres veces por dia, porque estaba a dieta. Seducido por su amabilidad y agradecido con la polaca de pocos pruritos, le dí la bienvenida a la casa, no sin antes haberle fregado por la cara, por supuesto, la anécdota de la mano de Dios.
Los días siguieron transcurriendo, aunque ya no tan apaciblemente. Resultaba ser que el gordo, vamos a llamarle ‘Luke’ por respeto a su condición física, no sólo no estaba a dieta sino que además pasaba horas y horas en la cocina. Era un poeta de la cocina. Revolvía sus salsas elaboradas por un largo rato, un muy largo rato, lentamente. Miraba con cariño las especias que les iba a agregar y se inspiraba en aromas de todo tipo. Claro que esto no significaba que en aquellos idílicos momentos se dedicaba a elaborar finos platos franceses. Sus preferencias eran mas bien grasosas hamburguesas, pochoclos, frituras, salsas de mala calidad, salchichas y otras yerbas. Estas largas sesiones culinarias se repetían una y otra vez, a cualquier hora del dia. 3 de la mañana, 5, 11, no importaba. Nada detenía a Luke en su afán por cultivar la glotonería. Ni siquiera mis ocasionales y tímidos intentos de hacer una ensaladita.
Qué hacía Luke el resto de las horas, preguntarán. Trabajaba? Salia con sus amigos? Iba a la cancha a ver partidos de futbol? Nada de eso. Miraba televisión. Horas y horas. Entre hamburguesa y pochoclos, una serie de Fox. Entre el primer y segundo tiempo de un partido de fútbol, unas papas fritas. Así transcurria la vida de Luke. No trabajaba, seguramente gracias a algún generoso subsidio de desempleo del gobierno canadiense, y su vida se reducía a la pereza y la gula. Nunca una mujer, nunca una preocupación, nunca una gran tristeza, nunca una euforia, nunca un gran riesgo, nunca una gran derrota, nunca una gran alegría. Era, en pocas palabras, una vida simple y sencilla. Una vida feliz, según él mismo sostenía. Feliz?


Xilofón

pa-ter-nidad

A todos aquellos que puedan leer este blog, y que aún no son padres o madres:
por favor (y sé que Zedi, por un par de post que ha escrito hace poco tiempo, no incurrirá en tal olvido), no se olviden nunca de cuando eran chicos.
Antes de afirmar algo, de negarlo, de dar una visión del mundo, de las costumbres, de la sociedad, de los amigos y de los propios padres, del don de gentes, de las elecciones, de la crueldad, antes de hablar mirando hacia abajo, hacia esos ojos ávidos que habrán de beber tu voz como agua en el desierto (perdón por la berretada), entregate a la ráfaga del recuerdo, por una milésima, apenas, ponete en lugar de aquella otra especie que te abandonó hace tanto tiempo, porque ser padre puede, y en un punto debe, (no de duda sino de obligación), ser terrible, y entonces, una vez entregado a esa ráfaga, podés hablar desde la experiencia, sin tanto miedo, sin tanta vacilación ni convicción.

Muchas gracias. Ahora los canales pueden continuar con sus respectivos programas.

04 octubre, 2006

noticia íntima

estimados, espero que no tomen esto como una especie de apología de mí mismo, pues no es ésa la intención, pero quién conduce sus intenciones, pensarán conmigo...no interesa, lo que he descubierto, y ojo que el contenido en sí no es lo que importa, sino apenas el ánimo, por no decir el espíritu de la cosa, del ánima o sea: del mar que me anima, es que justamente trabajando mi actual texto, que se supone es una novela, y revisitando la novela primera, la nouvelle que le ha seguido y la que ya sé que viene que sería la cuarta, me he dado cuenta, por cómo los temas, los sucesos, los tratamientos, algunos usos de la lengua, y afines, que estoy embarcado en algo más que textos aislados, y que los mismos están configurando una escena mayor, que entiendo que responde a una tetralogía, digamos, si es que luego no se extiende.
Y quería entonces contar que verse envuelto (no a solas, no a solas) en una lectura desde la visión de algo así como una obra que se empieza a vislumbrar, es altamente gratificante. Recuperarse en textos, saberse armando una suerte de banquete, donde a través de los años se construye alguna esporádica porción inmunda de, digamos, un mundito, es importante para ser un poco menos desgraciado, para entender que el camino se hace, parche a parche, hacia algún lado.
Se me dirá que tal cosa habrá en verdad de ser válida en tanto el mundo perciba un mundo en eso, pero qué más da, siempre da más.
Algún día, con más muertes encima, alguien, de algo, se enterará. Y no estará suelto.

03 octubre, 2006

Los lugares y los libros

Leímos innumerables libros en infinidad de lugares, pero por una u otra razón a cada lugar le corresponde un título, un libro que permanecerá para siempre allí en un inextricable anclaje sentimental.

Trazar esta topografía emotiva no requiere un gran esfuerzo: se la puede evocar con sólo pensar en el libro, y a su alrededor pronto tendremos la reconstrucción imaginaria de su escenario de lectura. Claro está, no es que leamos los libros de un tirón y siempre en el mismo sitio, nos gusta llevarlos en nuestras mochilas, en las carteras, en los bolsos e incluso en la mano o bajo el sobaco como lejanos remedos del viejo escudo que oponemos a los embates del tedio. Mientras los leemos, sometemos a nuestros libros a un turismo forzoso, y a veces les hacemos conocer los lugares más inverosímiles, donde ellos, abúlicos en su somnolencia de anaquel, jamás soñaron estar. Pero nunca falta ese instante de satori bibliográfico, de comunión astral en que el libro, el lugar y nosotros nos convertimos en la misma cosa, entonces nos desdoblamos y nos tomamos una foto ¡clic! y ese lugar ya pertenece a ese libro para siempre.

También a veces sucede que damos con el lugar, y es el libro el que se nos viene a la cabeza, recobramos esa foto ajada de la memoria y nos vemos sentados a la mesa de ese bar, apoltronados en ese sillón, leyendo de parados en esa esquina, cubriéndonos la cabeza o protegiendo el libro con nuestro cuerpo bajo aquella lluvia.

Tal vez a veces nos sucede, en el placer de la relectura, que un pasaje nos transporta a ese lugar y ese tiempo y entonces no vemos la foto amarillenta, sino que la revivimos tal como fue, como si masticáramos proustianamente una magdalena intelectual.

Si me pidieran que trazara esta cartografía personal, este mapa que sólo uno puede recorrer sin perderse, diría que la mañana de un bar en Honduras y Soler pertenece al Ulises, que la luz de marzo en Praia do Rosa es, paradójicamente una Luz de agosto, que en el desaparecido bar El Astillero de la calle Ramos Mejía todavía soy feliz con el final de La liebre, que en mitad del día en el jardín de mi casa emprendo un Viaje al fin de la noche, que una Causa justa me hace reír solo a carcajadas en la noche de Estación Carranza, que en un Burger de Cabildo se levanta el polvo que evoca la sombra terrible del Facundo, que en una pileta cálida y húmeda en pleno invierno descansa el infierno de Bajo el volcán.

Zedi Cioso

02 octubre, 2006

Masoca

Otra vez los héroes. La más combativa de mis ex-novias, la ya afamada señorita O., solía quejarse de lo que ella consideraba una ‘debilidad de carácter’ propia (mía): mi recurrente apoyarme en sentencias y máximas, conductas y gestos ajenos. No de cualquiera, claro: de tipos que, en un sentido visceral, admiraba. Lo que, en este contexto, significa: imitaba. Sí sí: carezco de toda autenticidad. En cuanto se rasca un poco, se encuentran restos fósiles de Dolina, de Bolaño, de Gombrowicz. Pero también (ya es hora de que confiese, querido lector), de individuos de menor calibre, de cabal baja estofa intelectual: Manu Ginobili, José Nestor Pekerman, y sí, el menos confesable de todos: Matías Martin.
Martin me cayó bien siempre. De la época de movilero en TyC Sports. Repuntó en mi consideración al caer en la Rock&Pop con dos programas nocturnos. Yo, que soy hombre de amplios prejuicios, entendí que hacer un programa de radio con Tuky (tipo capaz de crispar los nervios del mismísimo señor de la FM: M. Pergolini), le otorgaba ciudadanía en el parnaso de los ‘cancheros-sabelotodos-ligeramentesoberbiosperoigualmenteencantadores’ tipos a respetar. Un gilastrún: eso era, yo, entonces. (No mucho ha cambiado la cosa, a este respecto, desde entonces.) En fin. Que MM se asocia, allá por el 2000, 2001 (ya no recuerdo) con JP Varsky, y arman el combo vespertino ‘Basta de Fútbol/Todo Pasa’. Esta emisión no solo hace, desde entonces, las delicias de mis digestiones, sino que, como tantas otras cosas, cambió mi vida. A MM debo el haberme desmarcado, espero que definitivamente, del pathos dolineano: eso de creer que el hombre inteligente sufre más que el tonto. Eso de creer que la desazón es un buen precio a pagar por el saber. Eso de creer que el amor vale más que la vida.
MM, sin decir una palabra, casi sin decir nada, resolvió la cuestión de un plumazo. Menos como Alejandro desató el nudo gordiano que como Rorty encomia dirimir las disputas: cambiando de tema. Poco a poco, racionalizando los decires y haceres públicos de MM, comprendí que la estupidez es un buen precio a pagar por la felicidad, que si el amor exige la muerte, mejor renunciar a él. Comprendí que la mejor inteligencia es la que nos ayuda a ser más felices. Repito: MM jamás insistió mucho en esto. Lo suyo son intervenciones de pendejo de barrio, con escasa cultura libresca, mucho rock, mucho fútbol, y algún que otro berretín literario. Pues bien, este tipo (del que me ufano ser tocayo) suele decir una perogrullada: a veces nos regocijamos en la escucha de temas que, sabemos, nos pondrán más tristes. Lo hacemos a sabiendas. Lo hacemos porque queremos sufrir. La pulsión del goce (o algo por el estilo), diría el lacaniano. Quizás. No es lo importante.
Así que, ya lo saben: si quieren recordar el amor que ya no será, el amor que acaba de partir, les recomiendo, enfáticamente, escuchar una y otra vez, hasta decir basta, “You can’t put your arms around a memory”, de Johnny Thunders (ex New York Dolls). Hay una excelente versión de los Guns n’ Roses, en ese disco de covers que sacaron antes de separarse. Personalmente vuelvo, obsesivamente, a la versión de la ex-Ronette Ronnie Spector. Por supuesto, fue ella quien me la hizo escuchar por primera vez.
Punto final. Pasemos a otro tema…

Matías Pailos

tabaco

Rayado hoy, domingo mediodía, angustiado, paranoico, una porquería mi estado de ánimo.
Dejé a mis hijos con sus abuelos, y salí a vagar un rato, con apenas un par de mates en las tripas, buscando un barcito para ver los clasificados, con mi cuaderno esperando por más boludeces manuscritas, frente a un cortado en jarrito y una medialuna de manteca.
Luego de ingerir, qué otra que fumar. Fumar, fumar. Y fumar.
Pero no se puede. Papeles pegados en las vidrieras, ley número tal, este establecimiento no dispone de espacios para fumadores, y así.
Llegué a pensar: ha llegado el momento de dejar.
Terminé en una mesa en la vereda, en el primero de los bares que me expulsó, luego de ser expulsado por el segundo, el tercero, el cuarto, por los antedichos cartelitos.
El tabaco es una cagada, lo sabemos, pero esto que hacen, ¿es justo?

Salud, cof.

ER