El Mate Tuerto

"Se fingirá el saber que no se tiene."

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Nombre: El Mate Tuerto
Ubicación: Argentina

29 julio, 2007

Más de lo mismo

Ellos son malas personas. “Malas personas”, dijo ella, pero a no engañarse: el tema es el indicado por “ellos”. El eterno retorno de una dicotomía remanida: ellos y nosotros –y su subproducto principal: por qué nosotros somos mucho mejores que ellos.
Ellos son egoístas, interesados e incapaces de percibir al prójimo, y en particular a esa rama del “prójimo” que somos nosotros. Esto nos enfurece, no obstante lo cuál es verdad. Ellos solo perciben su propio interés, ellos solo obran en función de su propio interés, ellos acomodan lo bueno a lo que les conviene –y cuánto odio acumulamos contra ellos.

-Ellos no entienden nada –dijo otra ella.
-Sí entienden.
-Sí, claro. Pero hay algo que no entienden.
-Sí, claro.

¿Qué no entienden?
Otra versión del mismo diálogo:

-Hay algo que se les escapa.
-Sí, ¿no?
-Totalmente.
-Sí, claro.

Y después:

-Ellos tienen calle –dijo.
-Noche –dije.
-¿Noche? –dijo.
-Noche –dije.

(“Noche” = sexo, drogas y música electrónica.)
Entonces ellos no tienen calle sino noche, y son unos egoístas de mierda. Y nosotros observamos un rechazo visceral a sus conductas, actitudes, sentimientos y cosmovisiones. Ellos son esa amalgama de gente del centro, Nacional Buenos Aires y clase media adinerada. Nosotros somos la nutrida clase de todos los demás. Nosotros tenemos códigos (puaj), respeto (puaj) y empatía (otra entelequia). Y yo no sé qué pasa por la cabeza de mis correligionarios, pero acaso el rechazo que siento por ellos se deba, en última instancia, a una grave, notoria e indisimulable envidia. Porque (acabáramos) si hay algo que admiro es la capacidad de seguir el propio deseo, de actuar de acuerdo a lo que se quiere sin que importe, en última instancia, lo que el otro quiere. Sin que importe más que en el debe y el haber de la utilidad de los otros en la consecución de mis propios fines, presentes y futuros. (Soy un hombre simple, ya ven. Mis objetivos no podrían ser más vulgares.) Yo quisiera cagarme en toda regla en lo que ellos y el resto de nosotros quiere, espera y opina, y hacer, siempre, lo que dicte el… primero, segundo… quinto forro de mis pelotas. Esto me convierte en un descastado. En uno más de todo el resto del mundo. Porque en esto somos todos iguales. “Todos tenemos nuestros pequeños engaños solipsistas, nuestras enormes sospechas macabras de ser totalmente singulares”. Y, obviamente, todos creemos “que solo nosotros amamos el solo-nosotros. Que solo-nosotros necesitamos el solo-nosotros. El solipsismo es lo que nos une”. Gracias David Foster Wallace.
Yo quiero a esa manga de hijos de puta, aunque “querer” pueda ser exagerado. Digamos que me caen simpáticos. Todos los soberbios me caen simpáticos.

Matías Pailos

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27 julio, 2007

La irresistible ligereza de Santiago Gamboa

Hace unos años hice algo que no acostumbro: adquirí en una librería el ejemplar de un escritor que me era absolutamente desconocido. El libro era Los Impostores y el autor un tal Santiago Gamboa. El motivo fue la conjunción de una extraña y errónea disposición optimista ante la vida y el hallazgo de una cita a Gombrowicz en el inicio de la novela. Mis sanos prejuicios me dijeron que nunca podría ser del todo malo un autor latinoamericano que invocaba a Witoldo como santo y seña para resguardar su obra. Claro que al llegar a casa archivé el volumen en mi biblioteca y allí durmió unos cuantos años hasta que Matías Pailos reparó en él, se asombró igual que yo ante el epígrafe y decidió llevárselo para leerlo y ver de qué iba la cosa. El entusiasmo con el que acompañó su devolución del ejemplar lo revalorizó y me obligó a ubicarlo en la difusa lista de las inminentes lecturas. Empecé Los Impostores el primer día del 2005 y rápidamente sentí defraudadas mis expectativas. La cita a Gombrowicz me había hecho pensar en una ficción de corte ensayístico con una escritura enrevesada y sostenida por una trama débil que justificara un mínimo avance de la historia. En lugar de eso me encontré con una trama de espionaje intelectual que incluía, sí, “un misterioso manuscrito chino”, personajes arquetípicos, una insólita localización de la historia tratándose de un escritor latinoamericano (La ciudad de Pekín) y acción y aventuras y la insólita constatación de que en esa jornada de resaca había leído las primeras 60 páginas de un tirón. Y que quería leer más. La misma sensación me acompañó el resto de la semana que fue lo que duró el libro en mis manos. La historia: predecible, los personajes: caricaturescos, la escritura: llana, sin floreos, muy fluida. ¿Qué opinás de Gamboa? Me preguntaba Matías. Que es malo, muy malo, tan malo que no puedo dejar de leerlo, le contestaba. Así podrían haber terminado las cosas si unos meses después no hubiese encontrado en el super Coto del barrio El cerco de Bogotá a $8. ¿Y por qué me pongo tan contento al comprarlo? No lo sé ¿Y por qué acometo su lectura apenas llego a mi casa? Tampoco puedo explicarlo. El cerco es todavía peor que Los Impostores, lo que ya es mucho decir, es como un work in progress que en lugar de ser desechado adquiere forma de libro (o que el autor publica para sacárselo de la cabeza y emprender alguna otra cosa). Aquí Gamboa visita Colombia pero en calidad de Corresponsal de Guerra para cubrir el sitio de la ciudad por las tropas de la guerrilla. Los temas son la canalla y heroísmo de los periodistas, la destrucción de Bogotá como metáfora de una Colombia que se desangra en sus luchas intestinas y la dignidad de las inocentes víctimas de los conflictos bélicos y la crueldad de los oportunistas y nada más porque la novela termina abruptamente justo cuando parecía que iba a empezar a ponerse buena. Para evitar que el lector acuda a defensa al consumidor y solicite que le devuelvan su dinero el prevenido editor incluye unos relatos cortos de Gamboa que diluyen el gusto a poco y donde el autor demuestra que ha leído con sus puntos y sus comas el manual del Bolaño ilustrado y ha aprendido que a todos nos gustan las historias de pobres y desdichados escritores latinoamericanos tratando de abrirse camino en la jungla impiadosa del primer mundo. Esto se aplica especialmente a “Clichy: días de vino y rosas”, pasadizo que nos conduce directamente a su última novela: El síndrome de Ulises, que oportunamente Pailos me regalara para mi cumpleaños. Ah, Gamboa, dije al desenvolver el paquete, tratando de demostrar el menor entusiasmo posible. Horas después, con esa compulsión fascinada de nuevo rico con la que revisamos nuestros regalos una vez que se han ido los invitados se me dio por leer el primer párrafo de El síndrome y no sé por qué sentí que me invandían una ganas tremendas de seguir leyendo. A duras penas logré recuperar el dominio de mí y cerré el libro como si este contuviera una maldición de por vida. Leí una cosa y después otra y sin embargo Gamboa seguía ahí, asomado al precipicio desde la mesa del comedor y mientras leía los otros libros a escondidas volvía sobre ese párrafo inicial y el deseo de leer, casi incontenible, resurgía. Al mal paso darle prisa, me dije la semana pasada y la emprendí con el El síndrome. Las desastrosas 70 páginas iniciales que devoré en esa sentada ya me daban una idea clara de por donde iba la cosa: se impone la primera persona. El protagonista es Gamboa y el relato tiene visos (o vicios) de autobiográfico. Estamos en París a principios de los años 90 y nuestro héroe es un joven y pobre estudiante colombiano que sueña con ser escritor. En su derrotero parisino, y mientras lucha por su subsistencia, el autor conoce a una variopinta galería de personajes, la gran mayoría inmigrantes como él y que construyen en un relato coral el rosario de las penurias, las esperanzas y los sufrimientos del inmigrante contemporáneo. De ese modo, una historia lleva a la otra bajo una irresistible pulsión narrativa ¿Alguien dijo Bolaño? ¡Allá al fondo, hablen más fuerte que no se oye! La primer parte de la novela tiene una estructura simple que al poco tiempo se torna predecible: apenas el autor-protagonista se cruza un nuevo personaje es éste el que asume la voz cantante para contar en primera persona su propia vida. Sin embargo Gamboa no está dispuesto a asumir riesgos allí donde no se siente seguro como narrador y excepto dos o tres colombianos el resto de los inmigrantes, sin importar que sean estos coreanos, iraquíes, rumanos, polacos o marroquíes, hablan todos igual, es decir, sus primeras personas suenan igual a la primera persona de Gamboa que acaba de presentarlos. La segunda parte, que es la más extensa de la novela, abandona este procedimiento y pasa a la narración lisa y llana. Aquí la historia da un giro y comienza a avanzar impulsada sobre las vías paralelas de de una intriga seudo policial y la agitada vida amorosa del protagonista. Gamboa es un estudiante pobre en París pero garcha como un playboy millonario en Montecarlo, abarcando un amplio arco que va de negras senegalesas a blondas blancas y blandas muchachitas de Europa del Este pasando por españolas, turcas, húngaras y alguna que otra compatriota colombiana. Ante tamaña performance sexual, destinada a despertar la admiración y envidia de sus lectores, suenan un poco desmedidas las constantes protestas del protagonistas sobre su “vida triste, sufrida y falta de expectativas” y dan ganas de susurrarle, después de todo: “a vos no te va tan mal, gordito”. No obstante, a despecho de este doble motor narrativo es evidente que El Tema del libro es la inmigración y si hay que reconocerle un mérito (¿Hay que hacerlo?) al libro es revelar que ese conjunto de antihéroes que por motivos económicos, políticos y culturales han sido expulsados de su país para sufrir las de Caín en un primer mundo que exhibe su prosperidad como una vidriera lejana y ajena conforman su propia transnacional: la gran exportación del 3er mundo, la Corporación global de la miseria y el hambre y la injusticia y el sufrimiento cuyas oficinas centrales pueden encontrarse en las principales capitales del mundo Occidental y Cristiano.
Y si, cuando ni siquiera había llegado a compilar todas las quejas que me despertaba este libro descubrí de pronto que ya había recorrido sus 353 páginas y que era tal la nostalgia y la tristeza y el vacío y la indignación que ya quisiera tener en mis manos la próxima obra de este autor para leerla a toda velocidad y formular las peores diatribas y anatemas en su contra porque ya he descubierto que Santiago Gamboa es tan, pero tan malo que su lectura se me ha vuelto absolutamente imprescindible.

Zedi Cioso

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24 julio, 2007

La Línea Maginot

La historia suele aportarnos lecciones de interés. A fines de lo años 30’ Hitler había consolidado su poder en Alemania y su carrera armamentística y su discurso belicoso auguraban el inminente desencadenamiento de una guerra a escala mundial. Planteada la amenaza y más allá de los inútiles esfuerzos diplomáticos, cada país procuraba hacerse fuerte para afrontar la contienda. Inglaterra mandaba a construir submarinos y reforzaba su flota naval. Los Estados Unidos confiaban en el poder de su industria y su numerosa población como ejército de reserva mientras la Unión Soviética tramaba en secreto un vergonzoso pacto que sólo duraría lo que el Reich considerara el tiempo suficiente antes de abrir un segundo frente de batalla. A todo esto, Francia, uno de los países que, por ubicación geográfica, tradición e historia reciente, se encontraba más dramáticamente involucrado en los planes imperialistas germanos, optó por una estrategia diferente al resto: construyó una línea defensiva y fortificada que abarcaba toda la frontera alemana desde Suiza a Luxemburgo. La Linea Maginot insumió el grueso de la inversión militar francesa en los años previos a la gran guerra. Se trataba de la mejor barrera jamás construida, con muros de hormigón de hasta tres metros de espesor y blindajes de 25 centímetros de acero, precedidos por líneas de obstáculos contracarro, instalaciones a 90 metros bajo la superficie e incluso su propia vía ferroviaria bajo tierra para trasladar rápidamente tropa y armamento de un punto a otro. Los franceses creían ciegamente en su inexpugnable línea y observaban con cierto aire despreocupado los preparativos con vistas al conflicto bélico, confiados en la protección que su barrera defensiva ofrecía frente a la más que probable agresión germana.
Todos sabemos lo que pasó: Alemania invadió Bélgica y por ahí entró a Francia como pancho por su casa. Poco tiempo después las tropas del Reich desfilaban haciendo el paso del ganso por los bulevares parisinos.
Esta breve historia que hoy he recordado por casualidad me ha dado que pensar. No se trata sólo del hecho, que la estrategia militar, desde la Muralla China hasta acá ya ha comprobado, de la debilidad inherente de las líneas defensivas, que obligan a dispersar un ejército a lo largo de cientos de kilómetros en lugar de concentrarlo en un solo punto y hacerlo fuerte. Involucra algo más profundo. Se trata de la relativa tranquilidad de los franceses al sentirse resguardados por su muro de contención. Es como si los franceses hubiesen querido creer más de lo que en realidad creían en la Línea Maginot (nótese la extraña similitud entre Ligne Maginot y Ligne Imaginarie) y eso me lleva directamente a reflexionar: cuántas veces, en nuestra propia existencia, ante los males y amenazas que nos plantea la vida, levantamos un muro y nos confiamos a él. En cuántas oportunidades, en lugar de prepararnos para afrontar un peligro, un desafío, un combate que tarde o temprano tendremos que librar, le damos la espalda y optamos por ignorarlo depositando nuestra fe en la Línea Maginot que con tanto esfuerzo logramos construir. Cuántas veces, entonces, deberemos asistir al triste espectáculo de las flores de nuestros campos elíseos aplastadas por las botas negras de la Wehrmacht. Tantas, supongo, como las que sea necesario afrontar hasta que logremos comprender que no hay Línea Maginot que nos proteja, que por duro que sea el adversario no hay otra alternativa más que sacar pecho y disponerse a luchar.

Zedi Cioso

18 julio, 2007

Egología

Hace más de un mes que no escribo nada para el blog, pero hace más tiempo que el asunto dejó de importarme. Originalmente lo hice guiado por una serie de razonables afanes: que alguien leyera algo que hubiera escrito, que alguna resonancia se produjera frente a la lectura de mi nombre. También existían propósitos menos honestos: dar forma a algunos pensamientos marginales, ajenos a la literatura y (al menos) exóticos dentro de la filosofía. Con algo de olfato y una buena dosis de casualidad di con lo que entiendo es el mejor tono de este medio que nos acoge: el ego-trip. Desde ya: uno puede publicar lo que sea. Si ‘lo que sea’ no pertenece al denostado dominio de las infidencias sobre uno mismo, también puede ser leído con interés y provecho. No obstante, entiendo que el interés del lector es mayor cuando lo que lee es el recuento de las miserias, peculiaridades y pequeñas glorias del autor. Qua lector, uno inspecciona blogs en la esperanza de dar con ese tipo de textos. Uno se predispone de esa manera (en general) y el disfrute nunca es mayor que ante ese prototipo de cúmulo de oraciones. Para literatura: los libros. Pero si bien las ideas no son finitas, las de un individuo con capacidades cognitivas finitas sí lo son. Dentro de ellas, el número que podemos tildar, algo ostentosamente, de ‘buenas’, es irrisorio. Asimismo, uno no cambia tanto en tan poco tiempo, y los focos de atención tienden a recurrir, cansando primero al lector, pero por último también al autor. Hace rato que me agoté, y hasta agoté otro de los tópicos blogeros: el agotamiento del arsenal de ideas. La autorreferencia expresiva es muy interesante en lógica y semántica, algo menos en literatura, casi nada en un blog.
Sumemos, ahora, la sorpresiva, que no impensada, irrupción de mi vida personal en el blog. Aclaro: uno espera que los posts hablen del resto de nuestra vida, y eso no trae aparejado mayor conflicto. Pero cuando el resto de nuestra vida empieza a jugar con los posts la cosa cobra ribetes peligrosos. Peligrosos para la propia vida psíquica, peligrosos para la vida psíquica de algunas personas que nos rodean.
En algún momento noté que no podía escribir sobre lo que me resultaba más acuciante sin herir. Opté por herir. Honesto, pero cansador. No quiero cargar con ese fardo. No por buen tipo, sino porque la herida ajena redunda tarde o temprano en herida propia (al menos en los casos con los que tuve que lidiar). Yo me la busqué. Después de todo sí empleé adrede este medio como factor de seducción.
(Nótese la diferencia del blog con respecto al diario íntimo. Aunque el material que los constituye podría no variar –y en mi caso, en buena medida, no lo hubiera hecho (de haber sido autor de un diario íntimo)-, el primero es leído por quienes figuran como personajes del diario. El diario solo es consultado, mayormente, tras la muerte del autor. El autor suele no quejarse en estos casos.)
Intentaré, de aquí en más, imitar a ZC en sus narraciones más impersonales y menos directas al corazón o las tripas. (Curioso: nos parece preferible la mención cursi al ‘corazón’ que la melodramática a ‘las tripas’. ¿De viejos opinaremos lo mismo?) Esto por dos motivos: (1) Creo que quiero volver a “publicar”; (2) Creo que, tras la catarata de obligaciones laborales de estos últimos meses, dispongo de tiempo para hacerlo.
Veremos…

Matías Pailos

16 julio, 2007

Qué Pesadelo!


Son mejores, son gloriosos, lo llevan en la sangre, lo juegan con tanta pasión y garra como alegría, tienen mística, tienen suerte, tienen samba y saudade, no son jugadores de torneos, son jugadores de finales, sorprenden cuando menos se espera de ellos, hablan un idioma parecido pero distinto, como más bello, un castellano bronceado en las playas tropicales, tienen astucia, les sobra talento, visten la verde-amarelha, empiezan imponiendo respeto y terminan infundiendo terror a una goleada, a sus wines los han camuflado de marcadores de punta para no avivar giles, llevan nombres larguísimos que reemplazan por apodos estrafalarios que hacen imprimir en sus casacas, aprenden a jugar en las ilimitadas playas de su inmenso país, juegan lindo incluso cuando juegan feo, ganan, bailan y celebran. Se llaman Brasil y nos rompieron el culo la puta que los parió!

Comisión chauvinista del Mate Tuerto comando “muerte ignominiosa al ratón Ayala y afines”

10 julio, 2007

Nieva sobre Bs As


Todo lo que voy a decir es obvio, porque ante lo extraordinario sólo puedo responder con lugares comunes. Los relatos de tierras lejanas, las películas sobre navidades blancas en el hemisferio norte, los dibujos animados, las fotos de padres de amigos de luna de miel en Bariloche o mis propios padres en las cumbres cordobesas bajo paisajes blancos no hacían más que disparar siempre las mismas preguntas ¿Por qué nunca nieva en Buenos Aires? ¿Nevó alguna vez? ¿Puede volver a suceder? Las respuestas, con diversos grados de precisión científica hablaban del clima húmedo pampeano sobre el nivel del mar en latitudes templadas que tornaba casi imposible la nevada. Alguna vez, mucho, mucho tiempo atrás parecía que sí, que había caído nieve sobre la ciudad pero mis abuelos o eran muy chicos o ni siquiera estaban en el país para dar fe del prodigio y a falta de otras fuentes directas el hecho quedaba vedado tras el manto de duda que recubre todo mito. Pero si había sucedido, si en verdad había nevado en Buenos Aires tal vez podía volver a suceder, ¿Por qué no? Esa era la esperanza que abrigaba desde chico, cuyos votos renovaba cada invierno, escrutando el cielo en las tardes frías y plomizas de julio con vanos anhelos de ver caer, de pronto, el copo blanco que anunciara el milagro. El tiempo, como suele suceder, acabó por frustrar todas mis expectativas. Eso, sumado al reciente fenómeno del recalentamiento global hizo que me resignara al hecho de que no vería jamás nevar sobre Buenos Aires. La semana pasada visité en la Biblioteca Nacional la muestra homenaje a Hector Germán Oesterheld, el hombre que imaginó una nevada mortal cayendo sobre Buenos Aires y fue desaparecido por los militares hace 30 años. Mi presencia en la Biblioteca se debía a una investigación en curso sobre un hombre que decía poder influir sobre los elementos de la naturaleza y alterar el clima. ¿Extraños anuncios que anunciaban el prodigio o meras casualidades?Esta mañana me desperté temprano y antes de salir de casa escribí en un nuevo documento de word “el pronóstico meteorológico suele ocupar los márgenes de los periódicos” sin saber la sorpresa que el día me depararía horas más tarde. Cuando volvíamos de almorzar le comenté a Momé que la lluvia tenía un espesor mayor al normal. Unas cuadras después la llovizna había adquirido una densidad inusitada, casi palpable y en la siguiente esquina ya nadie podía dudar que estaba cayendo aguanieve sobre Buenos Aires, la mirada azorada de un colectivero que asomaba la cabeza por fuera de la ventanilla y me buscaba como para hacerme cómplice del fenómeno climático confirmó mis certezas. Entré y salí de mi casa varias veces durante el día. Me paraba en la puerta y me dejaba hipnotizar por esos tenues cristales que flotaban en el aire gélido, se alzaban oblicuos unos sobre otros y finalmente rompían en agua al hacer contacto con el asfalto y la vereda. La gente alborotaba las calles: había que ver. Había que limitarse a contemplar lo imposible sucediendo ante nuestros ojos. Yo iba de una esquina a otra y hasta caminé las cuatro cuadras que me separan del Cid Campeador mientras los copos impactaban con un ruido sordo sobre la capucha de mi hasta hoy inverosímil campera para la nieve y me golpeaban la cara, depositándose sobre mi nariz y mis mejillas. Ya de noche pude ver los autos estacionados con el techo y las lunetas recubiertas de nieve. Los cristales de nieve caían a la luz del alumbrado público porteño como en una alucinación cinematográfica, como en el sueño placentero que solo podría soñar una ciudad entera o un único niño que jamás osara rendirse ante las evidencias.

Zedi Cioso

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01 julio, 2007

Oh globo


Hay una trampa mortal que acecha a todos los niños del mundo. Se esconde bajo la forma de un mediometraje infantil, lleva el inocente título de El globo rojo y se presenta en forma simpática como la historia de una amistad entre un chico y un globo cuyo guión y dirección se adjudica Albert Lamorrise. Yo puedo dar testimonio: vi la película cuando tenía 7 u 8 años, probablemente en el mismo ciclo donde se emitiera Willy Wonka y la fábrica de chocolate a la que sólo pude hacerle justicia 20 años después. Esta semana un amigo me regaló “El globo rojo” en dvd y me sometí al extraño y fascinante ritual de cotejar “en vivo” un recuerdo de infancia con su referente auténtico. Y me asombró la afinidad entre ambos: el comienzo y el final eran tal como los rememoraba. Pero no se trata sólo de eso; el globo, en virtud de su ausencia de atributos, se permite simbolizarlo todo: la amistad, el amor, la libertad, la felicidad, el deseo. El globo “elige” al chico y lo acompaña a todas partes y lo convierte en la envidia de todos los otros niños, que sólo pueden abrigar la rencorosa idea de aniquilarlo a pedradas. Ver la película como adulto me permitió espiar a espaldas de los personajes el París de los años 50’ que es el París imaginario que todos querremos ver si visitamos París, con pequeñas tiendas cubiertas por toldos y cafés en las esquinas de los boulevares y calles empedradas por donde circulan los Citröen 3cv, aunque este es un detalle accesorio, como la excelente fotografía o el hecho de que no pueda concebirse este film en otro formato que no sea el Tecnicolor. En definitiva, debo decir que no descubrí nada en esta segunda mirada a El globo rojo que no me hubiera sido revelado cuando niño: no sólo se trató aquella de la primera emoción cinematográfica que experimenté en mi vida sino de algo mucho más grave, víctima, como todos los niños que la han visto, El globo rojo inoculó en mí el mal de la melancolía y me imprimió el sesgo de tristeza que caracteriza a todos los que conocen que no hay en esta vida nada tan importante que no sea tan frágil y efímero como un globo rojo impulsado hacia el remoto cielo azul.

Zedi Cioso